La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis…

…Y otras historias de la arqueología en España, es el título de un singular e irreverente ensayo de divulgación que acaba de publicar Espasa y que nos invita a visitar los yacimientos españoles con otros ojos, y algo de humor, que siempre hace falta.

Óscar Herradón ©

Vicente G. Olaya es periodista especializado en Patrimonio histórico, trabaja para el diario El País y se nota su desenvoltura en este campo cuando uno comienza a leer este ameno y divertido ensayo. Pero el mayor acierto del autor es el tono, algo burlón, desenfadado, que rezuma ironía en cada página y nos acerca, de una forma divulgativa que ya quisieran muchos documentales de los de gran presupuesto, historias de nuestra arqueología, una gran parte de ellas injustamente relegadas al olvido o deliberadamente excluidas del conocimiento popular. Al menos hasta ahora.

Ya solo el ingenioso título invita a cogerlo, y el libro no defrauda: La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis. Y otras historias de la arqueología en España. Edita Espasa. Tras muchos años en la redacción de la revista Enigmas, sumergido en textos históricos y arqueológicos –aunque desde un prisma más bien heterodoxo–, pocas veces me lo había pasado tan bien con un texto de estas temáticas (siempre apasionantes, pero la mayor parte de las veces algo sesudas). Un compendio de curiosas historias en las que se dan la mano tesoros legendarios, desde el de Guarrazar, el que efectivamente descubrió una costurera cuando fue a hacer pis, Escolástica, hija del labriego Francisco Morales –la casualidad, como apunta el autor, siempre se ha llevado bien con la arqueología–, al del controvertido y enigmático de El Carambolo, pasando por el esquivo de Tartessos, que siempre parece revelado pero nunca lo está. Yacimientos milenarios y robos y expolios de todo tipo (capítulo especial merece el de Aratis), y así un largo etcétera.

Tesoro de El Carambolo

Junto a Olaya viajaremos a descubrimientos tan emblemáticos con el del Cerro de los Batallones, el sitio de Numancia (no por más conocido menos plagado de anécdotas), el de Medina Azahara o el singular periplo de la Dama de Elche, por la que el mismo Heinrich Himmler, jefe de las SS y de la Gestapo nazis, se interesó en su visita al Museo Arqueológico Nacional en 1940, cuando recaló en la España franquista, y que él mismo consideraba «prueba del pasado ario de la Península». Ni más ni menos.

En aquella visita de Estado le hizo de cicerone también un arqueólogo, Julio Martínez Santa-Olalla, que en aquel momento ostentaba el cargo de comisario general de excavaciones, con una particular idea del pasado hispánico. El mismo Vicente G. Olaya (que no tiene nada que ver, a pesar de la similitud del apellido, con el viejo falangista que admiraba al Tercer Reich), cita este singular episodio, y señala que el Reichsführer se quedó embelesado ante el busto y sus bellos rasgos y los consideró «una expresión acertada del occidentalismo», según recogía un redactor de La Vanguardia que cubrió la visita hace ochenta años. Y eso que la que vio el carnicero de los campos de concentración era una réplica de 1907, pues la verdadera había sido vendida a las autoridades francesas poco después de ser descubierta en verano de 1897, una vergüenza para el Patrimonio Nacional. Por supuesto, Santa-Olalla no quiso revelarle al señor Himmler que aquello era una copia, no fuera a ser que el burócrata de la muerte de redondos quevedos cuyo periplo en nuestro país recojo ampliamente en el libro La Orden Negra. El Ejército Pagano del Tercer Reich (Edaf, 2011) fuera a enfadarse. Y enfadar a Himmler era casi peor que enfadar al Caudillo.

Según cuenta con su estilo punzante el autor, «Pagaron por ella –por la dama– cuatro mil francos, la metieron rápidamente en un barco, la transportaron a París y la expusieron ufanos en una vitrina del Museo del Louvre». Una historia largamente repetida en relación con las obras de arte… Que se lo digan al British. En definitiva, un libro magnífico. He aquí el enlace para adquirirlo (en papel y también en eBook):

https://www.planetadelibros.com/libro-la-costurera-que-encontro-un-tesoro-cuando-fue-a-hacer-pis/309571

La «Procesión de la Sangre» del Partido Nazi (1920-1939)

Una vez que Adolf Hitler se hizo con el control del Partido Obrero Alemán fundado por el cerrajero Anton Drexler y lo reconvirtió en el NSDAP –Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores–, se entregó por completo a crear toda una simbología de ecos trágicos y grandilocuentes, con un fuerte componente místico-religioso. La temible esvástica fue su emblema, y la religión de la sangre, esbozada por el racista y teórico nazi Alfred Rosenberg, su credo.

Óscar Herradón ©

El nuevo régimen necesitaba, como nueva religión, sus propios mártires, y éstos fueron, además del «camisa parda» Horst Wessel, los 16 miembros del NSDAP caídos el 9 de noviembre de 1923 durante el fracaso del Putsch de la Cervecería, símbolo del sacrifico para la redención del pueblo alemán.

En palabras de Éric Michaud, director de estudios en la École des hautes études en sciences sociales (EHESS) de París, autor de La estética nazi, un arte de la eternidad: «esa sangre confiscaba progresivamente la de los mártires de la Gran Guerra».

Se convirtieron en los 16 mártires sangrantes –Blutzeugen– y la conmemoración de su muerte se convirtió en una de las festividades más importantes del Tercer Reich junto al cumpleaños del Führer, el 20 de abril. En 1933, en la Feldherrnhalle de Munich, donde cayeron sus hombres, Hitler hizo erigir una gran placa de bronce con el nombre de los muertos caídos en el combate por la «libertad».

Precisamente a los «mártires del Movimiento», Adolf Hitler había dedicado el primer volumen de Mein Kampf, cuyas primeras ediciones reproducían sus nombres y sus correspondientes retratos, señalando que habían caído «en la fiel creencia en la resurrección de su pueblo».

El día 9 de noviembre se conmemoraba a la vez la muerte y la resurrección de los caídos. Se celebraba una marcha solemne que recordaba a las procesiones cristianas con los «Viejos Combatientes» del Partido, ataviados con sus vestidos de 1923 –que una tienda especial se había encargado de fabricar iguales–, que partían de la Bürgerbräukeller y llegaban hasta el Feldherrnhalle, recordando el recorrido hecho aquel ya lejano día del Putsch muniqués en que Göring fue herido y el ahora todopoderoso Hitler huyó y estuvo a punto de suicidarse. ¡Qué rápido olvida el hombre sus miedos y debilidades pasadas cuando está en la cima de su poder!

Los Templos de los Héroes

Para la conmemoración de estos «caídos», ritual que el Führer inauguró en 1935 y que permanecería inmutable hasta los años de la guerra, se erigieron los dos templos de los Héroes (Ehrentempel) sobre la Königsplatz, edificios concebidos por el propio Hitler y el arquitecto Ludwig Troost, destinados a recibir cada uno ocho sarcófagos de bronce, templos que simbolizaban «el pueblo resucitado y redimido». El recorrido hasta allí estaba jalonado de 240 altos pilones envueltos en paño rojo, coronados de vasos donde ardía la «llama del recuerdo». A medida que avanzaba la solemne comitiva, los nombres de los muertos del Movimiento eran recitados mientras se escuchaban cantos solemnes y una vez en la Köningsplatz se depositaban los ataúdes ante los dos templos.

Templos de los Héroes en la Feldherrnhalle, en Múnich

Hitler, que en Mein Kampf plasmaba su indignación porque el Gobierno de Weimar hubiera rechazado una sepultura común para estos «héroes» (lo cual no era de extrañar, pues pretendieron precisamente acabar con ese Gobierno por la fuerza), hizo exhumar sus cuerpos y exponerlos en la Feldherrnhalle el 8 de noviembre, el día antes de la procesión. Ya entrada la noche, acudió al lugar en un imponente descapotable, pasando lentamente por la puerta de la victoria, atravesando las obligadas antorchas, las banderas con la esvástica y la multitud reunida.

En silencio subió, solo, los peldaños tapizados de rojo que separaban a esa multitud del recinto sagrado. Se recogió durante bastante tiempo ante cada uno de los féretros en un momento de gran solemnidad, incrementado por los pilones hinchados en lo alto de los dieciséis catafalcos y las teas de las SA y las SS que emanaban un humo eterno. Una vez allí, retumbaban dieciséis cañonazos, uno por cada caído, y se recordaban los nombres de los «mártires».

Hitler, que había comparado en 1923 la Alemania vencida al Cristo moribundo sobre la cruz, en palabras del citado Michaud, «reaparecía entonces transfigurado. Restauraba la gloria de los mártires y, providencial sobreviviente escapado del reino de los muertos, llevaba con él la salvación del Reich eterno». La edición del día siguiente del Völkischer Beobachter decía: «Él se yergue ante nosotros, como una estatura, ya más allá de la dimensión terrestre».

La bandera de sangre

Así, Hitler volvía a traer del reino de los muertos los mandamientos de la sangre para que su pueblo los obedeciera. Setenta mil miembros del Partido desfilaron después como su séquito ante los caídos. Como reliquia por antonomasia del NSDAP estaba la llamada «bandera de la sangre» (Blutfhane), conducida por la Orden de la Sangre, una bandera recogida el día del Putsch fallido y salpicada por la sangre de los mártires. Desde el segundo Congreso del Partido en 1926,  a la bandera se atribuía la virtud de transmitir fuerzas por contacto, aunque eran pocas las veces que tal reliquia –tan importante– era mostrada en público. Cada vez que se consagraba una nueva bandera del partido o de organizaciones como la Orden Negra, con sus runas sieg (SS), ésta debía ser consagrada por Hitler con la Blutfhane en un ritual de fuerte contenido simbólico.

Como colofón a la solemne ceremonia, Goebbels hacía un último recital de los nombres de los caídos que imitaba el ritual de los fascistas italianos, uno tras otro, como si hubieran resucitado, seguidos de un ¡Presente! que entonaba el coro de las Juventudes Hitlerianas. Luego los ataúdes eran bajados al corazón de los dos templos y Hitler, visiblemente emocionado, decía: «Para nosotros ellos no están muertos. Estos templos no son sepulturas, sino una Guardia eterna. Ellos están allí para Alemania y velan por nuestro pueblo. Reposan aquí como los verdaderos mártires del Movimiento».

Los nacionalsocialistas ya tenían la liturgia y los lugares de rezo del régimen, sus propias reliquias y símbolos. La Sangre y el Suelo proclamada por Rosenberg era su religión, la esvástica su emblema, Hitler su dios reencarnado. Necesitaban también un enemigo atávico en consonancia con su visión dualista de la historia y ese no podía ser otro que el judío, al que culpaban de todos los males de Alemania.

PARA SABER MÁS:

–HERRADÓN AMEAL, Óscar: La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich. Edaf 2011.

–MICHAUD, Éric: La estética nazi, un arte de la eternidad. Adriana Hidalgo Editora 2009.

–SALA ROSE, Rosa: Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo. Acantilado 2003.

EL LIBRO RECOMENDADO:

Hace apenas unas semanas Alianza Editorial publicaba el ensayo El culto a los mártires nazis Alemania, 1920-1939. Un libro centrado completamente en el contenido del post y cómo el NSDAP forjó una cuasi religión y unos «mártires» de su lucha sangrienta para convencer a sus millares –luego millones– de seguidores de que su causa era poco menos que «sagrada». Una minuciosa a la par que divulgativa obra de un gran conocedor del nazismo: Jesús Casquete, profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad del País Vasco, y fellow (miembro) del Centro de Investigación sobre Antisemitismo de Berlín.

«Una muerte ejemplar tiene aún más valor que una vida ejemplar», decía un manual de conducta de las SA, los «camisas pardas». En el curso de tres lustros, los nazis se hicieron con el control de las calles en Alemania y acabaron con la victoria –bastante irregular, todo sea dicho– en las urnas. En un principio su ideología no era original (se basaba en la tradición nacionalista y antesemita alemana del siglo XIX y también en los movimientos ariosofistas), y, sin embargo, conquistaron a una parte sustancial de la población. Y es que ese triunfo en el voto se debió a que supieron mejor que las demás fuerzas políticas agitar los sentimientos y las emociones de los alemanes a los que prometieron una Edad Dorada en forma de Tercer Reich, un «Reich de los Mil Años» que engrandecería como nunca antes a una nación abatida por la derrota en la Gran Guerra y las reparaciones bélicas, sumida en una crisis abismal y una ruptura de los modos de vida anteriores.

Uno de los grandes mitos era el sacrificio por la patria, como los «16 mártires del Partido Nazi» citados arriba, y por el culto a los muertos, una suerte de héroes sacrificados en pos de la redención nacional, como Horst Wessel.  Este magnífico trabajo aborda dicho discurso propagandístico que cautivó a millones de almas para acabar siendo la causa de la muerte de otros muchos millones en una lucha desesperada y fanática por la nación soñada.