Nadadores en el desierto

Fue el hombre que inspiró la novela El Paciente Inglés, aunque la verdad histórica dista mucho del personaje al que daría vida Ralph Fiennes en la película homónima de 1996. El conde austrohúngaro Ladislaus E. Almásy fue uno de los grandes exploradores de los años 30 y 40 del pasado siglo, y contribuyó en sus expediciones a abrir nuevas rutas en el desierto norteafricano y a sacar a la luz joyas del pasado de la humanidad olvidadas bajo la arena. Nadadores en el de desierto, que publica Ediciones del Viento, cuenta su particular epopeya.

Óscar Herradón ©

Ladislaus Eduard Almásy nació en el castillo de Bernstein, en territorio de la antigua Hungría, en una zona que hoy pertenece a Austria, y era hijo del célebre explorador de Asia György Almásy, por lo que su pasión le venía de familia. Ladislaus, conde de Almásy (como le gustaba que se dirigieran a él) no tardaría en seguir los pasos de su progenitor. Con una excelente formación y dominando hasta seis idiomas, entre ellos el árabe, no tardó en caer cautivado por el desierto; antes, durante la Primera Guerra Mundial (entonces conocida como Gran Guerra), sirvió en la fuerza aérea del imperio austrohúngaro, las denominadas Tropas Imperiales y Reales de Aviación (Luftfahrtruppen KuK) y fue condecorado por sus acciones. Tras finalizar la contienda, trabajó como representante de la marca de automóviles Steyr Autmobilewerke, para la que realizó tests de resistencia de coches, aviajando con ellos a través del noreste de África, Libia, Sudán y Egipto. A partir de ese momento las arenas del desierto se convertirían en su hogar.

Fue el personaje que inspiraría la novela del canadiense Michael Ondaatje El Paciente Inglés, que sería adaptada al cine en 1996 por Anthony Minghela y protagonizada por Ralph Fiennes, pero el protagonista romántico de la cinta poco tiene que ver con el aventurero y explorador a veces temerario que fuera el astro-húngaro, que en las décadas de 1930 y 1940 exploraría todo el  desierto occidental de Egipto contribuyendo a abrir nuevas rutas hasta entonces desconocidas por el hombre occidental.

A diferencia de otros exploradores que partían con elaborados mapas o información fidedigna, el conde se aventuraba basándose en fuentes documentales de dudosa historicidad, apenas referencias aparecidas en antiguos manuscritos árabes como los textos de Al Bakri, quien hablaba de los djinns (duendes o demonios) que viven en las arenas del desierto y en los árboles de los oasis y cuyos quejumbrosos lamentos Almásy afirmaría haber escuchado, según recogió en su diario, voces nocturnas a las que los beduinos se referían como provenientes de los ghule, los malos espíritus que habitan en las dunas; aunque el aristócrata húngaro bien sabía que se producían por fenómenos naturales que, no obstante, extrañaban incluso a los «europeos de ideas racionalistas» y que, escasos, eran un efecto del enfriamiento de la arena. Para los beduinos, el conde era Abu Ramla, «Padre de la Arena».

Zerzura y el Valle de las Imágenes

Fue en busca también de la llamada «Ciudad de Latón» que se menciona en uno de los cuentos de Las Mil y una Noches y que para él solo podía concordar con el oasis perdido egipcio de Zerzura, cuya búsqueda se convertiría en una obsesión para el explorador y que a día de hoy nadie ha localizado. Finalmente, muy cerca de Jilf al Kabir, sus hombres hallaron un oasis que como él había sospechado era muy real, y no un enclave mítico de relatos medievales. Formaba parte del llamado «Club Zerzura», un grupo de aventureros cosmopolitas que se internaron en el desierto de Libia recorriéndolo en vehículos y aeroplanos en busca de ciudades míticas –pero también con la labor de cartografiar el desierto en misiones de inteligencia, como enseguida veremos–.

Precisamente allí, en el macizo rocoso de Jilf al Kabir, al suroeste de Egipto, cerca de la frontera con Libia, Almasy redescubrió la existencia de antiguos valles (wadis) que bautizó como Wadi Sura (el Valle de las Imágenes en la llamada «Cueva de las Bestias»), unas oquedades en cuyo interior se albergaba un tesoro de la antigüedad: las célebres pinturas «de los nadadores», que darían nombre a sus memorias y que demostraban que aquel hábitat, en pleno siglo XX totalmente desértico e inhóspito, había sido miles de años atrás un vergel por el que se extendían increíbles zonas lacustres que fueron el hábitat de pueblos primitivos de los que apenas sabemos nada. Hombres que tenían por costumbre bañarse en aquellas aguas, algo que apoyan pinturas de cazadores rodeados de jirafas, además de numerosas herramientas , imágenes que sí conocían los beduinos, cuyas indicaciones fueron de gran valor para el equipo de exploradores europeos. Realizó aquellos hallazgos en compañía del explorador y príncipe egipcio Kamal el Dine.

La crónica en primera persona de aquellas apasionantes y arriesgadas expediciones a los lugares más recónditos del Sáhara oriental la publicó Almásy en 1934 en húngaro bajo el título de Sáhara desconocido y vio la luz cinco años después, en una edición ampliada y modificada, en lengua alemana. Precisamente, Ediciones del Viento recupera los capítulos centrales de ambas ediciones en Nadadores en el desierto, vibrantes páginas en las que Almásy narra sus aventuras y hallazgos más sobresalientes, como la búsqueda del mítico oasis perdido de Zerzura y el sensacional descubrimiento de las pinturas rupestres que dan título al libro.

Un espía-aventurero al servicio del Tercer Reich

Su faceta como espía es uno de los aspectos más fascinantes de su biografía, y una de sus muchas oscuridades al haber contribuido a pasar valiosa información a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando estalló el conflicto, László era un hábil combatiente que tenía un buen currículo como aviador en la Gran Guerra y aceptó vestir el uniforme de la Luftwaffe comandada por Hermann Göring y pasó a servir en las filas del Afrika Korps de Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, ese inhóspito paraje en el que el conde húngaro tan bien se movía.

Almásy fue instructor de efectivos procedentes del Regimiento Brandenburgo, un grupo de élite de la Abwehr (el servicio de inteligencia del ejército alemán) en el desierto: atacó con éxito al «Grupo del Desierto de Largo Alcance» (Long Range Desert Group), una unidad de élite británica, y llegó a coordinar a diversos agentes alemanes que desplegó en El Cairo, acciones que le valdrían ser condecorado con la Cruz de Hierro. Precisamente al frente del Long Range Desert Group se hallaba otro explorador y militar obsesionado con dar con el mítico Zerzura, el británico Ralph Bagnold. Aquellos hombres nunca hallaron el oasis perdido, pero el también explorador Théodore Monod escribió en referencia al esquivo enclave: «Un día, quizá el viento del desierto libio, soplando en tempestad sobre los cordones de dunas y levantando en el aire nubes de arena fina, restituirá a los hombres el oasis perdido, revelando su emplazamiento y sus secretos».

El ejército perdido de Cambises

En 1950, Almásy llevó a cabo su última (y fallida) campaña: la búsqueda del ejército perdido de Cambises que, según lo recogido por el historiador griego Heródoto en el siglo VI a.C. desapareció en el desierto sin dejar rastro. Un ejército colosal de 50.000 hombres enviados por el rey persa que partió del oasis de Jarga hacia el norte con el fin de conquistar el oasis de Siwa, célebre por la visita de Alejandro Magno en busca de una respuesta sobre su destino.

Una tormenta de arena enterró a aquellos miles de hombres y, siguiendo diversas fuentes orales y documentales, Almásy se entregó a la exploración del llamado Gran Mar de Arena; y aunque su expedición halló unos Alamat, colosales hitos de piedra erigidos por los hombres de Cambises antes de perecer, jamás hallaron verdaderos restos de los soldados persas. Él mismo escribió en su preciado diario acerca de aquel contratiempo: «los antiguos dioses saben todavía defender los últimos secretos del desierto».

Almásy, el «Padre de la Arena», moría en Salzburgo de disentería el 22 de marzo de 1951. Tan solo tenía 55 años pero había vivido una vida plena y al límite. Quizá su alma descansa ahora con los djinns de las dunas del desierto.

He aquí el enlace para hacerse con Nadadores en el Desierto:

Diente de Oso (Integral): el ascenso del nazismo y la II Guerra Mundial vistos a través del cómic

El veterano guionista marsellés Yannick Le Pennetier (cuyo nombre de guerra es Yann) y el diseñador de cómics belga francés Henriet, llevan años dando forma a una serie gráfica fascinante que, ya concluida, Norma Editorial publica en formato integral: Diente de Oso. Una aventura vertiginosa en el marco de la Segunda Guerra Mundial que aúna belicismo y drama, y que es también un thriller político y un relato histórico fiel a una época de extremos.

Por Óscar Herradón ©

Narrada en parte a través de flashbacks y desde los puntos de vista de los tres personajes principales, se trata de una de las obras más aclamadas de los últimos años dentro de la amplia oferta que conforma la bande-dessinée. El primer volumen se publicó en 2016 y desde entonces no ha hecho sino cosechar seguidores, no solo en los países del ámbito natural del género (básicamente la Europa occidental), sino en todo el planeta, y no es extraño que suceda así, pues es un relato que mezcla elementos sempiternos de la literatura (el amor, la traición, la venganza, el paso de la adolescencia a la edad madura, la desesperanza…) con una trama bélica de espionaje y trasfondo político (por supuesto, de denuncia del nazismo, pero también un alegato del horror de la guerra en todas sus formas), regado de adrenalítica acción, digno homenaje a la viñeta de aventuras de toda la vida.

La obra tiene detrás un trabajo de documentación absolutamente deslumbrante. Si bien no soy un gran conocedor del trabajo previo de sus autores, ni un lector decano de novela gráfica –que, por otro lado, cada vez me cautiva con mayor fuerza y me parece incluso más atractiva que mucha de la colosal oferta literaria (al uso). Nunca es tarde si la dicha es buena que reza el proverbio–, la Segunda Guerra Mundial y el Tercer Reich sí son temas en los que me he sumergido bastante más tiempo, aunque sean inabarcables, así que dicho trasfondo documental y despliegue informativo sobre la época en cuestión, Entreguerras desde el ascenso de Hitler al poder y la Segunda Guerra Mundial, me atrajo desde el principio y es uno de los fuertes del cómic, perfectamente engarzado a la trama de ficción y a las singularidades de los personajes.

Novela (gráfica) de aprendizaje

Los tres principales, Max, Werner y Hanna, adolescentes preñados de matices que evidencian que, a pesar del horror y el desprecio hacia el otro, no todo es blanco y negro en la vida, ni todo el mundo se ajusta a la perfección al rígido papel de criminal o de héroe: unos y otros titubean, aman, odian, lloran, sienten miedo… hasta los nazis más recalcitrantes. Con respecto a los criminales, encoge el alma reconocerlo, pero así es, y es algo que saben transmitir con coherencia sus autores a través de la amplia amalgama de identidades que surcan la novela gráfica (desde el ferviente nazi que empieza a cuestionar la loca cruzada de conquista de su Führer al miembro de la Restistencia que tortura a un alemán hasta la muerte en pro de su misión).

Tres niños distintos marcados por un mismo destino enmarcado en los terribles años de la mayor guerra conocida por el hombre. Un joven checo de origen judío (Max), un alemán «de sangre pura» (Werner) y una alemana de gran coraje (Hanna) que acabará militando en las fuerzas armadas alemanas en la contienda. Distintos (distancia que se acentuará a causa de la política racial tras el ascenso de Hitler a la Cancillería) que, sin embargo, en su infancia y primera adolescencia, además de su amistad –y por ende inocencia que se irá tornando en desencanto en la vida adulta–, comparten un sueño en común: surcar algún día los cielos como pilotos. Lo acabarán haciendo (Hanna, de hecho, será una piloto de élite de la Luftwaffe), pero en los convulsos años de la Segunda Guerra Mundial, tras mucho tiempo sin saber los unos de los otros, cada uno con sus fantasmas y sus secretos, y aparentemente enfrentados entre ellos.

Su infancia transcurre en la Baja Silesia (trasunto de numerosos rincones multiétnicos del Viejo Continente antes de la tragedia nacionalsocialista), una región poblada por judíos polacos, alemanes y checos. Un guiño a la infancia del guionista, el legendario escritor marsellés Yann, quien pasaba las horas muertas viendo entrenar a los legendarios Fouga Magister (entrenador biplaza a reacción de origen francés) en su ciudad natal. Se nota que su pluma está a cargo de los diálogos, con un dominio absoluto del ritmo del noveno arte.

Como apasionado de la aviación, la serie Diente de Oso tiene numerosas referencias aeronáuticas y por tanto, la fuerza militar que cobra más importancia en el marco del Reich es la citada Luftwaffe, la fuerza aérea alemana que comandaba el orondo Hermann Göring y cuya sede, el Ministerio de aviación del Reich, fue uno de los pocos edificios que permaneció en pie, en bastante buen estado, tras los implacables bombardeos aliados sobre la ciudad, actual Ministerio de Finanzas, de obligada visita si uno se acerca a la capital alemana, muy cerca de la antigua calle Prinz Albrecht Strasse, donde se erigía la sede de la temible Gestapo nazi.

Un certero fresco de la Segunda Guerra Mundial

ALSOS

Por las páginas de Diente de Oso pasean reclutas de la Hitlerjugend (las Juventudes Hitlerianas), miembros de la Resistencia polaca, oficiales de las Werwolf nazis (una fuerza irregular que hacia el final de la guerra ayudaba a la Wehrmacht luchando contra los aliados como una guerra de guerrillas) y agentes de la OSS (Office of Strategic Service), la agencia de inteligencia militar antecesora de la CIA comandada por el general William J. Donovan, que también existió realmente, un personaje sobre el que se cuentan numerosas historias, y que fue, además, el inventor de la pistola con silenciador. Y operaciones secretas con un trasfondo histórico también muy real, como la Operación Paperclip y la Operación Alsos, a través de las cuales los americanos intentaron evitar que los alemanes desarrollaran la bomba atómica, y de paso hacerse con los científicos más prominentes del proyecto nuclear nazi, que pasarían a trabajar bien para EEUU, bien para la URSS, en el nuevo orden geopolítico mundial que se avecinaba, la Guerra Fría.

Por la trama se mencionan –y tienen especial interés– las llamadas «Armas Secretas» y «Armas Milagrosas» desarrolladas por la maquinaria nazi y defendidas con tesón por el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, desde los cohetes V2 al Ho XVIII Amerika Bomber, un proyecto –real– de bombardero intercontinental basado en el diseño del Horten Ho 229, cuyo objetivo era bombardear algún importante núcleo de población en EEUU y que tendrá un papel destacado en el relato.

El título, aunque en principio pueda parecer extraño para quien se acerca por vez primera a las páginas de la novela gráfica, se debe a un amuleto hallado por los tres muchachos en sus años felices en una caverna y extraídos del cráneo de un oso cavernario (con su consiguiente rito «pagano» de por medio, algo muy del gusto de los ariosofistas de Entreguerras). En definitiva, una novela gráfica que ahora, gracias a la siempre vanguardista labor de Norma Editorial, podemos disfrutar en formato de lujo integral y con un sorprendente «Making Of» con numerosos bocetos y entrevistas a los autores. Y para quien prefiera los volúmenes de forma independiente, Norma también los publicó en su momento y parece que aún están disponibles. He aquí el enlace para el Integral (no os arrepentiréis de tenerlo, y lo devoraréis):

https://www.normaeditorial.com/ficha/comic-europeo/diente-de-oso/diente-de-oso-edicion-integral

Los Ángeles de Auschwitz

Norma Editorial publica una novela gráfica que narra la epopeya de un hombre en el interior del tétrico campo de la muerte del Tercer Reich. Un nuevo canto a la luz frente a la sinrazón y barbarie del Tercer Reich desde una vertiente completamente original y esperanzadora.

Óscar Herradón ©

No por mil veces contada la historia de los campos de concentración nazi deja de estremecernos. Y si se hace a través de una buena novela gráfica, como ya hiciera en su día Maus, de Art Spiegelman (ganadora nada menos que del Premio Pulitzer) o Auschwitz, de Pascal Croci, el mensaje cala todavía más. Es el caso de Los Ángeles de Auschwitz, de Stephen Desberg y Emilio Van Der Zuiden que, a diferencia de Spiegelman, no usan el blanco y negro ni tampoco el recurso a la zoomorfosis, aunque optan por una tonalidad de color apagada y oscura (aunque bella), azules lóbregos, grises y marrones que evocan con gran realismo cómo debió sentirse un reo del más grande campo de concentración de la política primero represiva y más tarde genocida del Tercer Reich.

Sachsenhausen

Su creador, Stephen Desberg, cuenta en el prólogo cómo tras una visita al Lager polaco, a su regreso al hotel en Cracovia, sintió un peso terrible en su conciencia. No he estado en Auschwitz, es una cuenta pendiente para alguien que lleva años sumergiéndose en las múltiples fuentes (algunas, claro, todas sería tarea harto imposible) de la Segunda Guerra Mundial, pero en 2017 realicé una visita de casi todo un día al campo de concentración de Sachsenhausen, el más cercano a Berlín y uno de los primeros erigidos para confinar a enemigos del régimen nazi. También recalaron allí «inadaptados» (según el lenguaje del régimen) y delincuentes varios en un terreno que con el estallido de la contienda se convirtió también en un campo de exterminio en el que los principales ocupantes eran judíos, y en menor medida gitanos y homosexuales y, tras la invasión de la Unión Soviética por las tropas alemanas, prisioneros soviéticos. No se puede describir con palabras, hay que ir, y sentirlo. Es como si el tiempo se parase allí, y un peso tremendo –que parece ir mucho más allá del mero efecto de la sugestión– te aplastase el pecho.

Desberg cuenta así el embrión del proceso creativo: «Me cuesta mucho mostrar mis emociones, y tuve que enfrentarme al significado de todos esos dolores mudos, de todos esos gritos contenidos, de esa danza macabra, de ese canto magníficamente inmundo que es Auschwitz. Como fi fuera necesario y no ingenuo buscar otra salida, darle esperanza». Fue así como imaginó la historia de un hombre judío ficticio, pero tomado de todos y cada uno de los hombres que perdieron primero la identidad y después la vida en aquel campo de la ignominia, un hombre que logra dar vuelco a su sufrimiento.

Zohar

Y para darle esperanza a aquella masacre cobran importancia elementos que podríamos tildar de místicos e incluso de sobrenaturales (aunque solo se encuentren en la fe de los creyentes), entre otros, esos ángeles que dan título a la novela gráfica y que describen los textos sagrados y mágicos, cabalísticos, de la tradición hebrea (como El Zohar, «el Libro del Esplendor»), textos milenarios que uno de los personajes del relato logrará salvar de las principales sinagogas de Polonia que serían presa de las llamas prendidas por la furia nacionalsocialista antes de su conducción hacia Auschwitz-Birkenau con billete solo de ida, con la condena a muerte grabada con unos números en el antebrazo.

Un pequeño resquicio de luz en la oscuridad…

El resultado es un cómic con pasajes escalofriantes, más aterradores de saberse reales, donde nos encontramos al Sonderkommando (unidades especiales de los campos integradas por prisioneros que debían ocuparse de las tareas en las cámaras de gas y los crematorios), los kapos –más terribles aún que los propios guardianes nazis del Lager–, la horca, la valla electrificada sobre la que aquellos que no pueden más se lanzan para mitigar el dolor y alcanzar la otra vida, los golpes y la tortura… y los hornos, quizá el elemento más característico –y estremecedor– de aquella historia que sucedió hace solo 80 años… no hace tanto tiempo.

Pero también la esperanza transmitida por un hombre que no tiene nada que perder (toda su familia, incluida su esposa, ha sido eliminada en el marco de la eufemística «Solución Final del Problema Judío» impuesta por el régimen nazi) pero que en lugar de entregarse con los brazos abiertos a la muerte, optando por la vía suicida que eligen quienes no aguantan más, prefiere desafiar los terrores del averno nazi e inculcar esperanza a sus compañeros presos a través de la mención a esos «ángeles» que lloran por todos nosotros, aunque no se manifestaron precisamente con todo su esplendor en aquel tiempo de sangre y fuego.

El resultado es una novela gráfica enmarcada en la Bande dessinée que sigue la estela de otras como la citada de Pascal Croci, pero cuyo acierto es precisamente introducir ese elemento sobrenatural y trascendental que arroja luz a la sinrazón humana y que brinda, una vez más, esperanza frente a la barbarie. Incluso aquellos que no creen en dichos ángeles, como el comandante del Lager, los temen…

Sin duda, es portentoso el epílogo, casi otra novela gráfica donde el color, como la vida misma, cobra vida y luminosidad, y que, ya en la posguerra, muestra la pasividad de las autoridades de la Alemania occidental para con los antiguos oficiales nazis que ocuparon cargos en la administración (no tan) democrática y devuelve a los descendientes de los judíos primero de los guetos y más tarde de los campos de exterminio la capacidad de ser libres (libres de verdad, no a través del trabajo, como rezaba la eufemística y terrible frase en alemán que daba la bienvenida a los «sin nombre» en la verja de Auschwitz, «Arbeit macht frei») mirando para ello cara a cara al enemigo, enfrentándose con el pasado y haciendo justicia en el presente, honrando así como merece la memoria de los que se marcharon para no volver jamás; pues no hay más injusticia que mirar para otro lado. Quizá los ángeles guían a esos descendientes… Quién sabe.