El significado oculto de la decapitación ritual (II)

Desde la más remota antigüedad, el hombre ha decapitado a sus congéneres por diversas razones –enfrentamientos bélicos, venganzas, humillación…–, pero muchas se debían a un significado oculto y místico que los antropólogos han tardado siglos en descifrar. De la prehistoria a los celtas, de los vikingos a los romanos, pasando por la Revolución Francesa o los jíbaros de la Amazonía, la decapitación ritual ha estado presente en la historio de la humanidad. Ahora que la editorial Hermenaute publica un documentado ensayo sobre este punto, recordamos a los «cortadores de cabezas» que han dado los siglos en «Dentro del Pandemónium».

Por Óscar Herradón ©

Diodoro de Sicilia

Los celtas serán los más vinculados, en los trabajos académicos de mediados del siglo XIX, con el ritual de amputar cabezas, basándose en textos clásicos que han corroborado diversas excavaciones arqueológicas, una práctica que diversos autores atribuyen a la influencia de las tribus celtas de la Europa oriental, que habrían tomado de los escitas. Diodoro de Sicilia cuenta que cuando sus enemigos eran vencidos les cortaban la cabeza y las colgaban de los cuellos de sus caballos: «Luego, las clavan en sus casas y embalsaman con aceite de cedro las cabezas de los enemigos más ilustres y las guardan cuidadosamente en cajas», que después «muestran a los extranjeros vanagloriándose de no haber aceptado un peso en oro equivalente al de la testa a cambio de ésta, constituyendo el no vender la prueba del propio valor una muestra de nobleza».

Una muestra de esta práctica se encuentra en la acrópolis gala de Roquepertuse, antiguo centro religioso de este pueblo. Localizada cerca de Velaux, al norte de Marsella, fue destruido por las legiones romanas en el año 124 a.C. y descubierto por casualidad en 1860. Los investigadores han determinado que era un santuario utilizado exclusivamente por los sacerdotes (druidas) y sus familias. El sitio es célebre precisamente porque es una evidencia del culto celta a las «cosechas de cabezas» descrito en los citados relatos griegos y romanos. Impresiona, por ejemplo, el llamado «Pórtico de las Calaveras», con huecos en los que se incrustaban las testas de los enemigos.

El impresionante pórtico con los huecos para introducir las cabezas cercenadas

De acuerdo a las creencias celtas, guardar la cabeza del enemigo vencido implicaba poseer su espíritu. Así, no solo se impedía al alma proseguir su camino al más allá, sino que se obligaba a ésta a proteger a su nuevo portador, en una suerte de magia por contacto en la que se pasaba a éste el coraje y el valor del soldado caído. No obstante, aunque las cabezas que lucían en las casas, recintos sagrados y otras zonas de los poblados solían ser de sus adversarios, en ocasiones pertenecían a los antepasados de la aldea. Así, los vivos velaban el alma de los familiares muertos.

Dacios

Las decapitaciones y su culto constituían un elemento fundamental en la formación del espíritu céltico. De hecho, en algunos lugares se ha constatado que los jóvenes debían realizar, como prueba iniciática final de su paso a la madurez, salir de «cosecha», regresando con la consiguiente testa que les permitiera ingresar como miembros de pleno derecho en el estrato social de la casta guerrera dominante.

La arqueóloga galesa Anne Ross, experta en mitología celta, afirmaba que el culto a la cabeza humana constituía un tema recurrente en todos los aspectos de la vida espiritual y diaria de los celtas en las Islas Británicas, dado su convencimiento de que la cabeza era la sede del alma. De hecho, numerosos relatos de la cosmovisión céltica incluyen ejemplos de cabezas que hablan e incluso cantan, y también de algunas testas capaces de realizar profecías. 

También los druidas utilizaban cabezas para sus propios fines mágicos, extrayendo de ellas –creían– el medio para incrementar su poder. De hecho, el carácter espiritual de las cabezas cercenadas no pasó desapercibido a los monjes cristianos encargados de acabar con el paganismo en amplios territorios europeos, y no dudaron en incluirlas en la decoración de los nuevos templos para facilitar así la conversión a la nueva fe.

En relación con los celtas de las Islas Británicas, se han hallado evidencias de que las «cosechas» de cabezas estaban relacionadas con ritos de iniciación, prácticas que se remontan mucho más atrás. Excavaciones en distintos dólmenes irlandés erigidos hace entre 3.000 y 4.000 años sacaron a la luz restos humanos dispuestos junto a varios ofrendas votivas, todo ello en el marco de un enterramiento de corte intencionadamente mágico.

Veni, vidi, vici

Aunque los historiadores romanos se cebaron con aquellos pueblos que llamaban «bárbaros» y sus salvajes costumbres, lo cierto es que en las últimas décadas la historiografía ha destapado que también los padres de la civilización europea realizaron prácticas del estilo. Algo que defendía hace pocos años la doctora Alison Taylor, miembro del Institute of Field Archaeologists en la Escuela Británica de Roma: que los civilizados romanos decapitaban a sus prisioneros y ofrecían las testas a sus dioses cada vez que se hallaban ante algún peligro, en la creencia de que tales sacrificios humanos y ceremonial posterior ponían a la divinidad de su parte, algo que recuerda –y mucho– a las prácticas que siglos después llevarían a cabo aztecas y mayas, y cuyo uso se puede rastrear en distintos lugares del planeta hasta el mismo Neolítico.

Tal aseveración partía del hallazgo, en diferentes yacimientos británicos, de cuerpos salvajemente torturados, desmembrados y decapitados. Es el caso de un yacimiento en Walbrook, un arroyo cercano al Támesis, donde se halló un enterramiento en el que al menos seis personas fueron decapitadas y sus cabezas presentadas como ofrendas a la divinidad, o la aparición de huesos humanos en zanjas próximas a templos y en pozos rituales. Hasta ahora se atribuían a prácticas ceremoniales de los druidas celtas, pero los últimos restos han sido fechados en el siglo II de nuestra era, lo que parece indicar que los autores de tales hechos de marcado carácter religioso fueron legionarios romanos. Ahora se está tratando de discernir si era una práctica habitual –que cayó en el olvido por el paso de los siglos– o por el contrario episodios esporádicos de decapitación ritual.

Aunque los romanos llevaron a cabo acciones brutales contra sus enemigos, no menos sanguinarias que la de aquellos a los que llamaban bárbaros y pretendían subyugar, no era habitual entre ellos el sacrificio humano, que supuestamente detestaban. Sin embargo, además de decapitaciones rituales, se han encontrado vestigios también de este tipo de prácticas para agradar a las divinidades del panteón pagano. Además, utilizaban la decapitación como sistema punitivo «compasivo», reservado a los ciudadanos romanos de primera clase y a los soldados, cuya veneración les llevaba, incluso, a momificarlas para adorarlas.

Distinto fue el caso de la antigua Grecia, de la que bebieron casi todo los romanos. La obsesión de los griegos por la integridad física humana les hizo considerar la decapitación cual acto infame y abominable, como demuestra el mito griego de la Medusa, que ni siquiera decapitada dejaba de ser poderosa y aterradora. No obstante, al igual que en Roma, era el castigo reservado para los nobles, como más tarde sucedería en las monarquías europeas. 

También los íberos…

Francisco Gracia Alonso realiza un minucioso y documentadísimo recorrido por la práctica de la decapitación ritual en su libro Cabezas Cortadas, editado por Desperta Ferro. En el capítulo dedicado a los íberos rescata las palabras de Diodoro de Sicilia, quien relata cómo los mercenarios íberos al servicio de los cartagineses, tras la batalla, se empleaban a fondo en seccionar las cabezas y las manos de sus enemigos caídos en combate. Estos trofeos los colgaron del extremo de sus jabalinas y estacas y también se los ataron alrededor de la cintura para proceder a la orgía de sangre que siguió a la caída de la urbe.

Afirma el citado autor que «en todo el territorio de la cultura ibérica existía una unidad de ritual respecto a la muerte, centrada en la diferenciación social, basada en el tipo de estructura funeraria en la que serían dispuestos los restos del difunto tras su conclusión…».

Precisamente, este tipo singular de culto entre los íberos protagonizó una exposición en 2019 del Museo Arqueológico Nacional, Cabezas cortadas. Símbolos de poder, que se centraba en los descubrimientos realizados en el poblado íbero de Ullastret (Girona) en el año 2012. Según Carmen Rovira, del Museo de Arqueología de Cataluña, los humanos de la Edad de Hierro (etapa que comenzó en el primer milenio antes de nuestra era), guardaban las cabezas cortadas de sus coetáneos por dos razones: bien para mantener próxima «la esencia de la persona» fallecida junto a ellos, o bien para «mostrar su poder» frente a los enemigos derrotados.

Ullastret

Una de las piezas más espectaculares del museo es el cráneo de un joven íbero de entre 16 y 18 años atravesado por un clavo de 23 cm de arriba abajo, y que nunca había entrado en batalla, pues su calavera carecía de heridas o muescas, lo que evidencia un carácter ritual en el tratamiento (precisamente, la imagen elegida para la portada de la reedición del ensayo de Desperta Ferro). Tras decapitarlo, su cabeza fue metida en una bolsa, atada al caballo de su vencedor y transportada hasta la citada Ullastret, la ciudad íbera más grande que se conoce, capital de los indigetes.

La cabeza fue insertada en la fachada de la vivienda de un noble, junto con su espada de hierro –conocida como falcata– para que el dueño mostrase su poder ante el resto de vecinos. El proceso denota una terrible crueldad: según avanzó Jusèp M. Boya i Busquet, director del MAC, al diario El País: «antes de colgar el cráneo, los íberos extraían las vísceras al decapitado mediante incisiones con cuchillos en las partes frontal y lateral, siempre que el cráneo estuviese ‘fresco’, pues pasados muchos días desde el fallecimiento se podían fracturar los huesos al introducirle el clavo para colgarlo en la pared».

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Además del citado trabajo de Francisco Gracia Alonso para Desperta Ferro, Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados, que ya cuenta con varias reediciones, recomendamos el libro Decapitación. Iconos y leyendas, que ha editado recientemente (y con mimo) Hermenaute.

Este sugerente ensayo aborda cómo se ha tratado la iconografía de la decapitación en el arte, los mitos y las costumbres de distintas civilizaciones, centrándose principalmente en Occidente y el Nuevo Mundo. Un libro que busca (y lo consigue con creces) una aproximación al impacto de la cabeza trofeo en su sentido más antropológico, extenso y, desde luego, legendario, en la línea de lo que tratamos en este post.

Una crónica historiográfica y geográfica apasionante que analiza el acto del descabezamiento como una poderosa materia de ficción en la cultura popular, pues está presente en las vidas de santos y mártires, en las cacerías salvajes, en la mitología celta y romana, entre los blemios o blemitas (un antiguo pueblo que habitó la región de la Baja Nubia y que adquirirían una importante presencia en distintos mitos medievales) o, en el plano literario, el mito del dullahan irlandés que daría origen al famoso «jinete sin cabeza» de Sleepy Hollow que inmortalizó Washington Irving y llevó a la gran pantalla el visionario Tim Burton.

Su autor es el escritor, guionista y analista cinematográfico Lluís Rueda, precisamente director de esta pequeña gran editorial que es Hermenaute y que cualquier apasionado de los mitos, el cine o el terror –como lo es un servidor– no puede dejar de seguir. Un hermoso volumen (no por pequeño poco exhaustivo), ilustrado por Miki Edge, quien tras 10 años en el mundo de la publicidad y la tecnología cibernética decidió dedicarse casi en exclusiva a su gran pasión: el diseño de cartelería de cine, un pequeño –y a su vez valiente y arriesgado– tributo a los que crecimos haciendo cola entre carteles y fotocromos y éramos carne de videoclub.

Los visigodos (Almuzara)

La decapitación también tenía un fuerte componente simbólico en el marco de la política. Desde época visigoda, los rebeldes y traidores al rey eran candidatos a ser decapitados. Por ejemplo, el rey visigodo Leovigildo mandó decapitar a su vástago Hermenegildo por desobediencia en el año 585. También, el usurpador hispanorromano Pedro (Petrus), que vivió a comienzos del siglo V y es mencionado en dos fuente menores, la Consularia Caesaraugustana y el Victoris Tunnunnensis Chronicon, fue arrestado y decapitado en el año 506 tras rebelarse contra los gobiernos visigodos de Hispania. Su cabeza, a modo de trofeo, fue enviada a Caesaraugusta (nombre romano de Zaragoza).

Para una visión global del reino visigodo en la Península Ibérica, nada mejor que acercarnos a las páginas de Los Visigodos. Historia y arqueología de la Hispania visigoda, editado con mimo por Almuzara, obra del incansable viajero Luis del Rey Schnitzler , autor de éxitos como su Guía Arqueológica de la Península Ibérica y Rutas históricas de la Península Ibérica. El pueblo nómada que protagoniza el ensayo, curtido no solo en batallas sino en las vicisitudes de la vida, escribieron gran parte de nuestra historia, estando presentes en estas tierras durante un periodo que abarca casi tres siglos.

Las crónicas nos hablan de sus elites gobernantes como hombres audaces, pero también citan sus rudas costumbres, su codicia, su ambición y diversas traiciones que conducirían finalmente al ocaso de su otrora esplendoroso reino. De Alarico I, fundador de la dinastía visigótica a don Rodrigo, el último de sus monarcas, muerto en 711 en lo que es todavía un misterio histórico, pasando por las gestas de Leovigildo, Recaredo, Recesvinto o Witiza.

Historia, arqueología e introspección se combinan en este documentado y ameno trabajo que profundiza en los mensajes que nos transmiten los variados objetos que nos legó este fascinante pueblo y los relatos de cuantos vivieron, interpretaron y sintieron de cerca los acontecimientos.

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Alejandro Magno y el oráculo de Amón

A través de los siglos el hombre ha mostrado un inusitado interés por conocer lo que le deparaba el futuro. En la antigüedad, los encargados de vaticinar el porvenir eran los sacerdotes y pitias que interpretaban las respuestas de los oráculos. Algunos tan célebres como el de Delfos o el de Siwa, al que acudió Alejandro Magno, permanecieron ocultos a los ojos de los hombres durante siglos. Ahora Edhasa publica una vibrante monografía sobre el macedonio, obra del británico Anthony Everitt, que revela, además de numerosos episodios oscuros de su frenética vida, lo que sucedió durante su visita al oráculo.

Óscar Herradón ©

Se conservan innumerables respuestas de los oráculos de la antigüedad, algunas de cuyas profecías han llegado a hacer historia, hasta el punto de que algunos de los hombres más poderosos llegaron a basar sus decisiones en las sentencias de los mismos, como siglos más tarde reyes y príncipes se basarían en los horóscopos trazados por los astrólogos y en las predicciones de sus magos para tomar decisiones de índole política y militar. En la era helenística la creencia en los milagros estaba muy arraigada, pero sería una constante a lo largo de la historia, al menos hasta que la ciencia tal y como hoy la conocemos hizo su aparición. Aún así, son muchos todavía hoy los que creen en vaticinios milenarios, baste recordar lo que sucedió hace casi una década con la dichosa profecía maya y el una y otra vez mancillado 2012. Y eso que 2020 y 2021 sí que se acercaron bastante más a un Armagedón a causa del dichoso Covid.

Cimón

Grandes líderes del mundo antiguo consultaron a los oráculos, en cuyas sentencias creían sin titubeos. El oráculo de Siwa se hizo mundialmente famoso en el año 450 a.C. por una profecía que afectaba directamente a Cimón, hijo de Milcíades, uno de los políticos y militares más importantes de Atenas, quien envió una delegación al Oráculo de Amón, en el oasis de Siwa, mientras asediaba con su flota la costa de Chipre. Mientras los delegados escuchaban la ambigua respuesta del oráculo, el mandatario moría, lo que fue interpretado como una señal de gran poder profético, noticia que rápidamente se extendió por toda Grecia, haciendo que Siwa se convirtiera en competencia directa de los de Dodona y Delfos. A partir de ese momento, enviados de muchos países emprendieron el duro camino a través del desierto libio, ofreciendo valiosos presentes y sacrificios, con la intención de que Amón les predijera el futuro.

La dinastía argéada y el oráculo

Pero lo que ha hecho que Siwa y su oráculo pasaran a la posteridad fue el interés que uno de los grandes militares de la historia, Alejandro Magno, mostró en él, y los supuestos vaticinios que éste le ofreció cuando acudió a su consulta. Alejandro, que fue educado desde los trece años en la rica cultura griega nada menos que por Aristóteles, era un ferviente creyente, algo que le habían inculcado en la corte de su padre, Filipo de Macedonia, en cuyo reinado, como en el de su hijo, desempeñaron un importante papel los sueños proféticos y los vaticinios oraculares.

Olimpia presenta a un joven Alejandro a Aristóteles, por Gerard Hoet (1648-1733)

Al parecer, tanto Filipo como su esposa, la hermosa Olimpia, habían tenido un extraño sueño de tipo profético antes del nacimiento de Alejandro. Un buen día, el rey envió a su hombre de confianza Querón a consultar el significado de sus sueños al oráculo de Delfos y la respuesta que al parecer le dio la Pitia es que ofreciera sacrificios a Amón y que venerara a éste sobre todos los dioses, lo que quizá provocara que Alejandro decidiera hacer una breve visita al oasis de Siwa. Asesinado su padre, en el 336 a.C., con apenas veinte años pretendía hacerse con la hegemonía sobre Grecia y conquistar nada menos que el poderoso imperio persa. Antes de emprender esta campaña, el joven Alejandro viajó personalmente a Delfos, pero la Pitia ignoró sus preguntas. O eso cuentan las crónicas de sus gestas.

Los oráculos persiguieron al mandatario macedonio durante toda su vida. En el invierno de 334-333 a.C., mientras realizaba de camino a Egipto conquistando una a una todas las ciudades del Asia Menor, en Gordio tuvo lugar el episodio del nudo gordiano; según una profecía oracular, aquel que fuera capaz de deshacer el enorme nudo que sujetaba el timón del carro de Gordias –padre de Midas– y fundador de la ciudad, conquistaría toda Asia. Un nudo casi imposible de deshacer debido al caos de fibras del mismo, que mantenía juntos el yugo y el timón. Alejandro no se lo pensó dos veces, desenvainó su espada y cortó de un tajo la enorme atadura. La fuerte tormenta de rayos y truenos que azotó la noche siguiente Gordio fue interpretada por éste como la aprobación de Zeus, y a causa de ello se proclamó rey de Asia.

El conquistador a las puertas del «más allá»

Parece ser que fue hacia el 331 a.C. cuando el Magno tomó la decisión de acudir personalmente al santuario oracular de Amón, en el desierto egipcio, al oeste, a las puertas de Libia, empresa harto peligrosa teniendo en cuenta que el rey persa Darío había reorganizado su ejército y pretendía contraatacar tras la derrota de Iso. Pero a Alejandro le apremiaba más saber lo que tenía que decir el oráculo.

Ruinas del oráculo de Amón, en Siwa

El historiador romano Quintio Curcio Rufo, en Historia de Alejandro Magno, señala que el rey macedonia sentía «un abrumador deseo» (pothos) de consultar uno de los más célebres oráculos del mundo antiguo, el radicado en el templo de Zeus-Amón. Y ello implicaba emprender un arriesgado viajes desde Egipto por la costa libia y cruzar más de 250 kilómetros de desierto para llegar al oasis de Siwa. Un lugar de especial significancia para Alejandro, pues dos de sus antepasados, imbuidos de la carga simbólica de la mitología y relacionados no solo con la línea genealógica de los hombres, sino también con la divinidad, Heracles y Perseo, lo habían visitado.

Heracles representaba a una figura que por su propia condición de héroe era medio humano y medio divino, ya que había sido engendrado por Zeus, el único humano al que se había concedido la inmortalidad; y Perseo, que había derrotado a la gorgona Medusa, capaz de transformar en piedra a todo aquel que le mantuviese la mirada, también pertenecía a la liga de los semidioses, y el macedonio era un apasionado de la mitología griega, hasta el punto de que consideraba la Ilíada de Homero una suerte de Biblia (y que guardaría con celo en uno de los tesoros más valiosos arrebatados a Darío: un cofre orlado de piedras preciosas que llevaba junto a él a las campañas militares).

Un día de marzo del 331, Alejandro decidió abandonar el campamento del lago Mariut con su escolta militar y adentrarse en terreno desconocido con camellos que transportaban sus víveres, y tras un dificultoso viaje por las condiciones climáticas (viento, aire frío, una feroz tormenta de arena). En cierto momento, cuando estaban sedientos y temerosos de perecer, un pequeño chaparrón permitió calmar su sed y poco después, según cuenta Everitt, pasaron dos cuervos batiendo rápidamente las alas por delante de la comitiva. Supusieron, acertadamente, que las aves se dirigían al oasis de Siwa y Alejandro tomó el mismo rumbo. Según aseguran varias fuentes, todavía hoy habitantes del palmeral consideran el vuelo de un par de cuervos como señal de buen augurio.  

La Pitia de Delfos

En un altozano se levantaba el templo de Zeus-Amón. Por regla general, las representaciones de Amón lo muestran con los rasgos de un hombres con cuernos de carnero, pero en Siwa, la imagen a la que se rendía culto era una piedra con forma de ombligo, el ónfalo, cuajada de esmeraldas y otras piedras preciosas. Cuando se consultaba el oráculo, ochenta sacerdotes escoltaban el sagrado objeto, previamente colocado en un barco de oro de cuyas borlas pendías copas de plata, dando la sensación de que se movía solo con la cadencia de los religiosos. Asimismo, un coro de mujeres seguía a la embarcación entonando himnos sagrados, mientras uno de los oficiantes interpretaba los desplazamientos que efectuaba la nave en respuesta a las preguntas que se le hacían al oráculo. Debió ser un espectáculo digno de contemplar.

En el interior del santuario

Plutarco

Una vez instalada la comitiva en el oasis, Alejandro ascendió por el sendero que conducía hasta el santuario y cruzó los umbrales de la primera de las dos salas que se abrían en él. Según narra Plutarco en Obras morales y de costumbres, salió a recibir al macedonio un anciano ungido con dotes de videntes y le dijo: «Regocíjate, hijo mío». Cuenta Everitt en su detallada monografía que era habitual que los altos dignatarios llamaran «hijo de Amón» a los sucesivos faraones, y Alejandro ya había sido ungido como tal en Egipto tras su conquista del país del Nilo. La fórmula respondía, por tanto, a la cortesía protocolaria.

Siwa

Acto seguido, el religioso indicó al Magno que «Amón [es decir, Zeus] es por naturaleza el padre de todos los hombres». Aunque probablemente no era más que una aseveración de carácter ceremonioso y habitual, destinada en este caso a agasajar al célebre consultante (sobre cuya existencia y gestas es posible que tuvieran ya noticia en un lugar tan apartado como Siwa), Alejandro entendió que se trataba de un mensaje directo del dios, lo que vino a reafirmarle en sus sospechas y creyó ser realmente el hijo de Zeus. A continuación, el guardián del templo lo condujo hasta el segundo vestíbulo; lo cruzó y lo introdujo en una suerte de pequeño tabernáculo. El tonsurado escuchó las preguntas del soberano y lo más probable –incide Everitt– es que abandonara un momento el oratorio para poder contemplar las evoluciones del navío divino para pasar después a exponer sus interpretaciones sobre ello.

Alejandro quiso saber luego si estaba destinado o no a gobernar el mundo. El clérigo, probablemente un adulador que conocía sus hazañas, quizá con cierto temor a su reacción, le respondió que el dios se mostraba de acuerdo en tales expectativas. Luego, el macedonio preguntó: «¿Han sido castigados ya todos los asesinos de mi padre?». Al escucharlo, el sacerdote se vio en la obligación algo temeraria de corregirlo, pues si Amón era quien lo había engendrado, resultaba evidente que no solo no podía ser acuchillado (como le sucedió a Filipo), sino que, en su divina condición, no conocía la muerte. En cualquier caso, el religioso confirmó que los magnicidas habían pagado por su execrable crimen, sin excepción.

Alejandro consultando el oráculo de Apolo, por Louis-Jean-François Lagrenée (1724-1805)

Everitt sugiere la posibilidad de una gran conspiración –nunca desvelada– según la cual Alejandro pudo estar involucrado en la muerte de su progenitor, e incluso que su propia Madre, Olimpia, que sugirió en más de una ocasión que el Magno pudo ser hijo del adulterio (disfrazado de alumbramiento divino) se hubiese hallado secretamente metida en el regicidio. Quién sabe. Todo cuanto se dijo entre aquellas paredes quedó entre Alejandro y el sacerdote visionario. Magno ofreció valiosas ofrendas a Amón y en otra ocasión volvió solo al templo. Tanto la pregunta como la respuesta que recibió entonces continúan siendo otro de tantos enigmas históricos. Según Plutarco, se llevó el secreto a la tumba, pues moría el año 323 a.C. en Babilonia.

Lo que sí es seguro es que después de su segunda consulta al oráculo de Amón, Alejandro estaba cada vez más seguro de su «ascendencia divina» y llegó a comunicar a un amigo que su deseo era ser enterrado cerca del templo de Amón, en Siwa, aunque parece ser que su deseo no se cumplió; ante el temor de los saqueos en el desierto, Ptolomeo I, general de los ejércitos de Alejandro y posterior mandatario de Egipto, erigió un mausoleo monumental en Alejandría, aunque todavía son muchos los que creen que el cuerpo del gran general permanece escondido en algún lugar desconocido del oasis. Como otros secretos de la historia, permanece sepultado por las arenas del tiempo.

PARA SABER MUCHO MÁS:

Alejandro Magno, de Anthony Everitt (Edhasa, 2021)

Como he señalado en el post, Edhasa acaba de publicar un sensacional ensayo sobre el conquistador macedonio. El académico inglés Anthony Everitt es especialista en literatura y en arte, a lo largo de su dilatada carrera ha ocupado diversos puestos directivos en instituciones como el Arts Council de Gran Bretaña o el Liverpool Institute of Performing Arts (LIPA). Colaborador habitual de medios como The Guardian, ha publicado otras biografías sobre grandes figuras de la antigüedad clásica, como el emperador Augusto o Cicerón, cuya publicación en castellano corrió a cargo también de Edhasa.

En la que probablemente sea la biografía definitiva de Alejandro Magno, Everitt responde a quién fue realmente el macedonio en su tiempo. Han sido muchas las teorías y estudios sobre el personajes, pero en este monumental ensayo biográfico el autor lo juzga conforme a los criterios de su época, considerando todas las posibles contradicciones.

Podemos, ahora sí, conocer al príncipe macedonio: naturalmente curioso y fascinado por la ciencia y la exploración, fue un hombre que disfrutaba de las artes. A medida que conquistaba más y más tierras y veía su imperio crecer, Alejandro mostró respeto por las tradiciones de sus nuevos súbditos y un juicio cuidadoso al gobernar sobre tan vastos territorios. Pero también su vida tuvo un lado oscuro: conquistador empedernido que construyó el imperio más grande de la historia hasta el momento, también glorificó la guerra y fue conocido por cometer actos de notable crueldad. Él confiaba en detenerse sólo al llegar al océano Pacífico, pero todo se acabó antes, con su prematura muerte a los treinta y tres años.

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https://www.edhasa.es/libros/1291/alejandro-magno

LOS DIOSES DE LOS GRIEGOS (ATALANTA)

Para una visión más global sobre la religiosidad griega, Atalanta lanza un portentoso volumen que analiza los aspectos más singulares del panteón de deidades de aquel tiempo: Los dioses de los griegos, del prestigioso erudito húngaro Karl Kerényi (1897-1973), precisamente una obra divulgativa orientada a todo curioso que quisiera conocer el profundo significado psicológico de los mitos más allá de su carácter narrativo. Así, este incombustible filólogo clásico, profesor universitario, mitógrafo e historiador de la religión rompía el corpus tradicional de que una mitología griega no estuviera destinada a especialistas en estudios clásicos, historia de las religiones o etnología.

Manejando infinidad de fuentes clásicas, el autor ofrece una diáfana y a la vez erudita exposición de los mitos griegos más relevantes que en cierta manera han configurado la visión occidental del mundo (a través de la mitología romana, que los absorbió con distintos nombres y habilidades). Kerényi, con una prosa magistral y a la vez sencilla, nos sumerge en la compleja genealogía de las divinidades primordiales como Océano, la Noche y el Caos, y de los titanes.

También de las diosas olímpicas, entre ellas, los diversos aspectos de Afrodita; Zeus y todas sus esposas; Metis y Palas Atenea; Apolo y Ártemis; Hermes, Pan y las Ninfas; Poseidón y sus mujeres; el Sol y la Luna; Prometeo y la raza humana, los dioses ctónicos Hades y Perséfone o el inefable misterio de Dionisos. Un relato vibrante con el que Atalanta cierra de forma magistral un capítulo iniciado hace años con la publicación de otra de las obras de referencia de Kerényi: Los héroes griegos. Ambos volúmenes son necesarios en nuestra biblioteca para entender los mitos del pasado.

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Atlas Histórico del Mundo (Tikal)

Y para tener una visión general y concisa de la Historia con mayúscula, podemos acercarnos a las ilustradas páginas del Atlas histórico del mundo, que ha publicado Tikal (Susaeta Ediciones). Un recorrido vibrante por el pasado a través de 90 fichas temáticas, explicativas y acompañadas de numerosos mapas historiográficos y fabulosas ilustraciones. Un volumen de gran tamaño con cartografía del más alto nivel, textos complementados por síntesis cronológicas y recuadros temáticos. Además, va acompañado de líneas de tiempo y completo índice de lugares y personajes desde la Antigüedad hasta el siglo XX: Julio César, por supuesto Alejandro Magno, los celtas, los vikingos, los visigodos, la Edad Media o las dos guerras mundiales, entre muchos otros pasajes apasionantes del pasado.

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Quemar libros: historia de la destrucción del conocimiento (II)

Desde el mismo momento en que el hombre ha compilado el saber, otros se han encargado de destruirlo. La historia está llena de episodios de quema de libros, y ahora un ensayo del bibliotecario de Bodley, en Oxford, Richard Ovenden, publicado por Crítica, nos recuerda ese ignominioso ejercicio de desmemoria a través de los episodios más destacados desde el más remoto pasado hasta la actualidad.

Óscar Herradón ©

En el año 306 a.C. subió al poder Ptolomeo I Sóter en Alejandría (Egipto). Fue la misma época en la que un griego brillante y erudito, de nombre Demetrio de Falera, arribó a la mítica ciudad procedente de Tebas, tras un largo exilio que le había obligado a abandonar Atenas. Ambos personajes trabaron una profunda amistad y el monarca, aconsejado por Falera, procedió a la construcción de un edificio consagrado a las musas y al que dio el nombre de museo que, poco tiempo después, contó con una enorme biblioteca. Fue el germen del futuro gran centro del saber del mundo antiguo.

Falera

Demetrio, según narra la Carta de Aristeas a Filócrates, fechada en el siglo II a.C., recibió grandes sumas de dinero del rey «para adquirir, de ser posible, todos los libros del mundo». De esta forma, la biblioteca más importante de la antigüedad fue reuniendo un inmenso catálogo de libros de las más variadas temáticas. Falera, uno de los hombres más brillantes de su tiempo, profundamente preocupado por el saber, se embarcó en la ardua tarea de traducir al griego todos los textos judíos del Antiguo Testamento. Para ello, contó con un grupo de traductores hebreos procedentes del barrio judío de Alejandría, a instancias de Ptolomeo I y el sumo sacerdote Eleazar. Durante setenta y dos días se tradujeron las Sagradas Escrituras en su totalidad.

Pero no solo los ancestrales conocimientos de la religión judía interesaron al maestro Demetrio, éste intentó almacenar la mayor cantidad posible de saber humano. Por ley, todos los viajeros que pasaban por Alejandría debían donar una obra a la biblioteca del museo, cuya descripción únicamente se conserva en un antiguo documento de dudosa autenticidad. Parece ser que el museo formaba parte de los palacios de la realeza y contaba con un paseo, una gran casa donde se situaba el refectorio y largos pasillos en cuyas paredes se colocaron fantásticas obras pictóricas. Como curiosidad, contaba con un zoológico y un jardín botánico que albergaba los más raros animales y las más extrañas plantas del mundo.

La biblioteca era el edificio más admirado; en un principio utilizada únicamente como sala de consulta, contó con diversas ampliaciones, entre las que se encontraba la conocida como biblioteca del Serapeum, templo edificado en honor de la deidad sincrética greco-egipcia Serapis y que estaba situado a pocos metros del edificio del museo –de esta forma, parece ser que la famosa biblioteca de Alejandría estaba dividida en dos—. Al parecer, las paredes del Serapeum daban cobijo a iluminados que pernoctaban intramuros, consultando los libros en busca de algún tipo de revelación.

Ruinas del Serapeum de Alejandría en la actualidad (Source: Wikipedia)

A pesar de su impresionante labor, Falera no consiguió el puesto de director de la biblioteca que tanto anhelaba. Años después de haberse convertido en uno de los personajes más relevantes de la sociedad alejandrina, el erudito cayó en desgracia cuando el sucesor de su amigo el monarca, Ptolomeo II Filadelfo, lo expulsó de la ciudad como a un perro. Parece ser que hacia el año 285 a.C., en el Bajo Egipto, murió tras ser mordido por un áspid, la famosa serpiente que acabó con la vida de la reina Cleopatra años después. Con la muerte de Falera la historia humana perdía una de sus mentes más brillantes y a uno de los primeros y más importantes impulsores del conocimiento. Nadie sabe cómo llegó la serpiente a morderle; algunos hablan de suicidio, otros de asesinato…

Zenódoto

El primer director de la biblioteca fue Zenódoto de Éfeso (325-260 a.C.) quien fue sucedido más tarde por Apolonio de Rodas y éste a su vez por el enigmático Eratóstenes, en tiempos de Ptolomeo III Evergetés. Son figuras apasionantes de las que la historia, por desgracia, nos ha legado muy poca información. Eratóstenes fue un hombre profundamente sabio y adelantado a su tiempo. Una vez convertido en director del centro, emprendió profundos estudios en los que combinaba la investigación científica con el análisis literario. Uno de sus más misteriosos y afamados descubrimientos fue la medición de la circunferencia de la Tierra, que estimó en 252.000 estadios (unos 39.690 kilómetros). En pleno siglo XX, las más exactas mediciones de la circunferencia terrestre, gracias a la intercesión de satélites y potentes computadoras- está en 40.067’96 kilómetros.

Paradójicamente, el dogma ortodoxo cristiano y su visión del mundo, convirtieron la Tierra en una extensión en planicie a lo largo de muchos y oscuros siglos medievales –y también hoy, cuando el terraplanismo vuelve a ganar fuerza en los cenagales del Big Data–. Los primeros que se atrevieron a afirmar otra concepción de la misma, redonda, girando alrededor del sol, como Copérnico o Galileo, fueron acusados de herejes, algunos de ellos ejecutados (como Giordano Bruno), curiosamente, un hombre que había vivido muchos siglos antes de todo esto ya conocía el verdadero aspecto de nuestro planeta.

¿Qué extraños conocimientos se perdieron en Alejandría?, ¿cómo logró un hombre del siglo II a.C., con los rudimentarios utensilios que se supone había en su época, ajustarse tanto a la longitud real de dicha circunferencia?, ¿pudo haber utilizado oscuras artes mágicas para lograrlo?, ¿quizá algún libro de la enigmática biblioteca? Como tantos otros episodios de la historia humana, continúa siendo un misterio que quizá nunca logremos desentrañar.

La destrucción del Templo del Saber antiguo

La historia de la biblioteca de Alejandría está irremediablemente ligada a los intentos por destruirla, en una interminable sucesión de ataques contra sus pilares y sus libros. Al parecer, la primera destrucción del mítico edificio data del año 48 a.C., cuando el más grande de los emperadores romanos, Julio César, se inclinó a favor de Cleopatra en la lucha por el trono de Egipto. Cuando la flota egipcia fue reducida a cenizas en el puerto de Alejandría, según el testimonio de Dión Casio recuperado por Fernando Báez, se destruyeron unos depósitos de libros que esperaban su entrada en el centro. Al parecer, ardieron 40.000 rollos de pergamino, aunque esta cifra no ha podido ser confirmada. Lo que parece poco probable es que César, que ordenó el ataque, pretendiera destruir libro alguno, pues no parece ser la forma de actuar de un hombre que escribió una obra de la talla de La Guerra de las Galias, aunque fueron varios los eruditos que mostraron una fuerte tendencia biblioclasta, a destruir libros y textos, como el mismísimo Platón, del que se conocen episodios famosos de destrucción y quema de escritos.

Más tarde, parece ser que fueron los cristianos quienes quemaron el mítico edificio. Comandados por Teófilo, atacaron el Serapeum en el año 389 y la biblioteca dos años después, según algunos historiadores, aunque tampoco está claro. Las crónicas recogen que, al concluir el saqueo, las muchedumbres de cristianos enfurecidas demolieron las paredes, destruyeron los iconos paganos y llenaron el templo de cruces. Se sabe que Teófilo mandó destruir el Serapeum, pero no hay consenso entre los historiadores sobre quién ordenó la quema de libros; algunos atribuyen el libricidio a los mismos cristianos comandados por éste, otros, en cambio, a las hordas musulmanas de un servidor de Omar I, algunos siglos después –entre el VI y el VII d.C.– en su conquista de Egipto.

En la actualidad, la tesis de la destrucción árabe de la mítica biblioteca ha perdido fuerza, desviando de nuevo la atención hacia los romanos, que habrían llevado a cabo diversas incursiones en la legendaria ciudad arrasando por completo la biblioteca y el museo. Existen, no obstante, más hipótesis sobre la misteriosas desaparición del mayor registro de libros de la antigüedad: pudo deberse, entre otras cosas, a los efectos de un terremoto, e incluso a la negligencia de aquellos encargados de velar por la seguridad del colosal edificio.

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

BÁEZ, Fernando: Historia universal de la destrucción de libros. Destino (Imago Mundi), 2004.

Ovenden

Recientemente, Crítica publicaba Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento, del bibliotecario de Bodley desde 2014 (y que ocupa el cargo de alto ejecutivo de las Bibliotecas Bodleianas de la Universidad de Oxford) Richard Ovenden. Nadie mejor que él para repasar la historia de la destrucción del saber, pues con anterioridad desempeñó distintos puestos en la Biblioteca de la Universidad de Durham, la Biblioteca de la Cámara de los Lores, la Biblioteca Nacional de Escocia y la Universidad de Edimburgo, siendo además Tesorero del Consorcio de Bibliotecas de Investigación Europeas, Presidente de la Coalición pra la Conservación Digital y miembro de la Junta del Consejo de Recursos de Bibliotecas e Información de Washington D.C. Casi nada.

El autor toma como punto de partida la infame quema de libros «no germánicos» y judíos de 1933 en la Bebelplatz de Berlín (a la que siguieron numerosas quemas en otras universidades del país) instigada por el Ministro de Propaganda de la Alemania nazi Joseph Goebbels. Aquel acto de intransigencia y fanatismo daba una idea bastante inequívoca sobre las intenciones del nacionalsocialismo: se cumplía la máxima de «se empieza quemando libros, y se acaba quemando hombres». En Quemar libros, nos sumergimos en un viaje de 3.000 años a través de la destrucción del conocimiento y la lucha por preservarlo de los biblioclastas de todo color y pelaje.

Así, descubrimos que los ataques a las bibliotecas han sido una constante desde la antigüedad, pero que lamentablemente han incrementado su frecuencia e intensidad en la Edad Moderna. Baste recordar la destrucción de la cultura promovida por el ISIS o la destrucción de un millón de libros en Irak tras la segunda invasión norteamericana. El hombre cometiendo una y otra vez los mismos errores del pasado.

John Murray

Como evidencia Ovenden en estas apasionadas (y apasionantes) páginas, las bibliotecas son mucho más que almacenes de literatura; al conservar documentos legales como la Carta Magna o registros censales, también defienden la ley y los derechos de los ciudadanos –de ahí que numerosos tiranos y dictadores hayan puesto gran empeño y medios en destruirlas–; el libro se traza un análisis completo, desde lo que realmente sucedió con la Biblioteca de Alejandría , como hemos visto en el post, hasta los papeles de la generación Windrush (el denigrante trato a la generación de inmigrantes caribeños que llegaron a Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial), y desde Donald Trump borrando tuits vergonzosos (que normalmente alguién ya había capturado) hasta la compañía editorial inglesa John Murray quemando las memorias de Lord Byron en nombre de la censura.

Quemar libros es también la historia de los que defendieron el saber frente a la intolerancia, la de un sorprendente abanicos de arqueólogos autodidactas, aventureros, filántropos, poetas, activistas y bibliotecarios que recorrieron un heroico camino para conservar y rescatar el conocimiento, también en los grandes conflictos bélicos de la historia, con la noble intención de conservar y rescatar el conocimiento y garantizar así la supervivencia de la civilización, que no es nada si no está respaldada en el saber y la tolerancia.

The Times no escatima elogios hacie el libro: «Apasionante e iluminador. Este espléndido libro revela cómo, en el mundo actual de noticias falsas y hechos alternativos, las bibliotecas se mantienen como desafiantes guardianes de la verdad».

He aquí la forma de adquirirlo en papel y en libro electrónico:

https://www.planetadelibros.com/libro-quemar-libros/329802