Enriqueta Martí. La Vampira de Barcelona (I)

A comienzos del siglo pasado, en una Barcelona en blanco y negro que se encaminaba hacia la modernidad, pero en la que la superchería tenía aún un gran peso y los bajos fondos eran un hervidero de malas costumbres, tuvieron lugar una serie de horrendos crímenes cometidos por una mujer aparentemente normal que escondía un terrible secreto. El nombre con el que fue bautizada era Enriqueta Martí. El apodo que le colgarían los medios sensacionalistas: la Vampira de Barcelona. Esta es su historia.

Óscar Herradón ©

En 2012 se cumplieron 100 años de la muerte del personaje, al que dedicamos un amplio reportaje en la desaparecida revista Enigmas, y ahora que mi buen amigo Alberto de Frutos, al alimón con Eladio Romero, publica En la Escena del Crimen (Larousse, 2022), en una edición ilustrada que corta el aliento (y si te descuidas, algún que otro cuello) y, entre un amplia amalgama de crímenes patrios que conmocionaron a la sociedad a lo largo de dos siglos –con prólogo del periodista Juan Rada, ex director del legendario semanario El Caso–, recupera el citado de la «Vampira del Rabal», era el momento de traerlo al interior del Pandemónium.

Fue una de las serial killers más temibles de la crónica negra catalana, y de haberse tratado realmente de una «vampira», etiqueta que le colgó la prensa sensacionalista de la época, ávida de podredumbre y escándalo –lo que en gran parte desvirtuaría su figura, reconvirtiéndola de una deleznable paria criminal en una suerte de bruja de poderes sobrehumanos–, es muy posible que el personaje que protagoniza este post todavía se hallase oculta en algún rincón oscuro del barrio gótico de Barcelona, expectante, siempre al acecho, pendiente de que un confiado muchacho, que pasea saboreando un dulce o botando una pelota, sea presa de sus engatusamientos.

Si formara parte del universo legendario –que coquetea siempre con la realidad– de los No Muertos, Enriqueta Martí continuaría siendo un peligro para la sociedad, no solo un recuerdo funesto de unos tiempos marcados por la superchería, la miseria y una alta sociedad decadente dispuesta a cualquier cosa para proteger a sus congéneres, aunque ello significara acabar con los más desamparados. Las huelgas, el feminismo y los movimientos civiles comenzaban a presionar (había tenido lugar poco tiempo antes, apenas tres años, y no por casualidad, la llamada Semana Trágica) y el mundo estaba a punto de cambiar de forma radical, no siempre como esperaban los poderes fácticos que gobernaban nuestra piel de toro (de ahí a la guerra civil había un paso… y tan solo unos años).

Pero volvamos a Enriqueta, que me pierdo. A pesar, como digo, de lo que dirían de ella los rotativos, convirtiéndola poco menos que en la tía abuela payesa del conde Drácula, nuestra protagonista no lucía colmillos, ni es probable que durmiera ni siga haciéndolo en un ataúd a la espera de que la noche caiga sobre la ciudad condal y la sangre brote a chorros del vientre rajado de par en par de una criatura inocente (suena grotesco, pero así se escribían muchas de aquellas crónicas de sucesos de principios del siglo pasado, para escándalo de la moral católica y regocijo del pueblo llano).

Nacer, crecer, delinquir…

Siendo muy joven, Enriqueta se trasladaba de su ciudad natal, San Feliú de Llobregat, donde había nacido en 1868, hasta Barcelona, donde comenzaría trabajando como niñera. Pálida, de ojos finos y rasgados, una muchacha más no era difícil que pasara desapercibida en una de las urbes más cosmopolitas de la España decimonónica que se acercaba a un nuevo siglo. Codiciosa, pues sería, parece, la codicia lo que la llevaría a los bajos fondos y a los más retorcidos crímenes, la joven Enriqueta comenzó a ejercer la prostitución, tanto en burdeles que salpicaban entonces la capital catalana como en lugares públicos dedicados a tal menester, como el Puerto de Barcelona o el llamado Portal de Santa Madrona.

Joan Pujaló

En torno a 1895, si los datos oficiales que manejamos sobre ella son correctos –pues las fechas no están completamente claras– se casó con el pintor Joan Pujaló, quizá para abandonar esa mala vida que ahora es objeto de debate político continuado, relación que no tardaría en fracasar, según confesaría en una entrevista el propio Joan en 1912 (cuando ya se había descubierto el pastel criminal), porque según él Enriqueta sentía una afición desmesurada por el género masculino, por lo que realizaba continuas visitas a las llamadas «casas del mal vivir», y poseía un carácter extraño, era –sigue– hipócrita e impredecible. La mujer, no obstante, ya no se podía defender de aquellas acusaciones, así que, quién sabe…

No obstante, Pujaló sucumbió al oscuro encanto de la Martí, y en el tiempo que duró su relación, se juntaron y separaron, cual émulos de actores hollywoodienses, hasta en seis ocasiones. Mientras tanto, Enriqueta llevaba una doble vida: la de prostituta y alcahueta y la de esposa reservada. Pronto no fue lo suficiente lo que sacaba vendiendo su cuerpo y su avaricia la llevaría a combinar la prostitución con la mendicidad. Durante el día, la Martí, vestida con harapos, pedía limosna y recurría a casas de caridad, a los conventos y a las parroquias, donde conseguía engordar su bolsa cuando ni mucho menos pasaba hambre. Para su miserable cometido, en ocasiones llevaba a niños de la mano, con la intención de ablandar los corazones de los viandantes, niños que decía que eran sus hijos pero que había encontrado por esas calles decadentes prerrevolucionarias.

Sin embargo, Enriqueta parece que nunca había dado a luz. Niños que no solo servirían para ocultar su falsa calidad de mendiga, sino para fines más oscuros. Por la noche, su transformación –cual trasunto femenino de Jekyll y Hyde–, era absoluta: se vestía con sus mejores galas, con buenas gasas, lujosas sedas y tocados, y se dirigía al Liceo, donde conocía a la gente de alto postín, creando a su alrededor una cartera de potenciales clientes, los de un prostíbulo en el que había niños y adolescentes.

Prostíbulos y ciénagas urbanitas

Mientras recorría los bajos fondos como mendiga, Enriqueta, retorcida dama de la podredumbre, localizaba y seguía los pasos de los niños huérfanos y famélicos, de aquellos más débiles que podían servir a sus propósitos como proxeneta. Secuestraba a los infantes y en el Liceo se ponía en contacto con cocheros y otros trabajadores que le informaban de los movimientos de la aristocracia. A partir de ese momento, no le sería difícil poner en contacto ambos mundos: el de los muchachos de los bajos fondos y el de los ricos con mucho dinero y aún más depravación. Parece ser que fue por aquel entonces cuando a Enriqueta, que los rotativos describieron como ducha en artes oscuras, se le ocurrió que no solo podía sacar plata de su abominable prostíbulo de menores, sino que podía utilizar a los muchachos para «curar las enfermedades» de las gentes de rancio abolengo.

Este post tendrá una inminente continuación en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER MÁS:

Barcelona 1912. El Caso Enriqueta Martí (Sílex)

Su autor, el escritor y crítico literario Jordi Corominas, nos introduce en el fascinante caso de la «Vampira» desde una visión más cercana a la realidad de los hechos, donde el personaje se integra en una Barcelona dividida en dos facciones muy marcadas, ricos y pobres, burgueses y obreros, Modernismo y Revolución, en una trama que para el autor ha sobrevivido en sus mentiras porque nos puede más las fantasía que la verdad, un relato que trata de «aclarar los hechos y situar a Enriqueta Martí en su justa dimensión».

Corominas afirma que entonces el relato oral, la tradición oral, tenían mucha fuerza, en una sociedad en gran parte analfabeta y en la que los periódicos estaban destinados a un público muy selecto, generalmente de la clase alta. Enriqueta se convirtió en un mito, no obstante, gracias al enorme eco que tenía la prensa, lo que según el autor se explica también por la gran cantidad de casos que había en la época de maltrato infantil y secuestro de niños, no solo en Barcelona o Cataluña sino en toda España. Pero además, tras un hecho socialmente muy tumultuoso como fue la Semana Trágica, los ánimos estaban a flor de piel.

El de Enriqueta era también el tema de conversación predilecto de los vecinos de Barcelona día tras día. Existía entonces una tendencia a este tipo de contenido sensacionalista y truculento que comienza en 1910, apenas dos años antes, con el caso del Sacamantecas, que influiría muy mucho en la forma de contar lo sucedido en la ciudad condal, una suerte de reflejo a la española de lo que sucedió unas décadas antes en Londres con el caso –¿nunca resuelto?– de Jack el Destripador, también en los bajos fondos, en este caso al otro lado del canal de la mancha, en Whitechapel.

Un recorrido que pone los puntos sobre las íes en lo sucedido, radiografía la Barcelona de su tiempo y desmonta los aspectos menos verosímiles del relato.

En la Escena del Crimen (Larousse)

Y por supuesto el citado libro compuesto a cuatro manos por Eladio Romero y Alberto de Frutos –quienes ya colaboraron juntos en 30 paisajes de la Guerra Civil que reseñamos en su momento–, En la escena del crimen. Dos siglos de crónica negra en España, publicado recientemente por Larousse.

En la línea del libro de Corominas, De Frutos y Romero desmontan parte de la leyenda que convivió durante décadas con la historia real de Enriqueta Martí, víctima del sensacionalismo de su tiempo y de la feroz competencia en la venta de periódicos. Pero hay mucho más, y en las páginas profusamente ilustradas de este oscuro –y entretenidísimo– compendio, se recogen 30 crímenes que a lo largo de 200 años de nuestra historia, por sus particularidades, conmocionaron la España del momento, dejando una huella indeleble en su historia negra reciente; unos sucesos íntimamente ligados al auge de los medios de comunicación, de implantación general en nuestro país a mediados del siglo XIX, que alimentaban a una opinión pública cada vez más ávida de noticias sensacionalistas.

Asesinatos vinculados en cierta manera a lo esotérico, como los cometidos por Manuel Blanco Romasanta, «el hombre lobo de Allariz», o los del Sacamantecas citado, así como los de Enriqueta y el crimen de Gádor, que daría origen a la siniestra leyenda del hombre del Saco; crímenes colectivos que sacudieron a todo un pueblo, como la matanza de Puerto Urraco o los asesinatos los marqueses de Urquijo, rodeado de claroscuros todavía hoy; o los asesinatos de Mazarrón, en Murcia, que darían pie a una de las más aplaudidas películas del inolvidable Fernando Fernán Gómez, El Extraño Viaje (precisamente su título iba a ser El Crimen de Mazarrón, pero se lo prohibió la férrea censura de la época, que también neutralizó su difusión); sucesos todos ellos que configuran parte de la memoria colectiva nacional, como el de la madrileña calle Fuencarral, el de Níjar o el del juego de rol. Una crónica negra que trasciende el género del true crime y forma parte del ADN secular hispánico, repleto, por supuesto, también de cosas buenas.

He aquí el enlace para hacerse con este sanguinolento recorrido por el pasado patrio:

https://www.larousse.es/libro/libros-ilustrados-practicos/en-la-escena-del-crimen-dos-siglos-de-cronica-negra-en-espana-eladio-romero-garcia-9788419250674/

El nacimiento del ruido

Si lo que queremos es rockear (entre libros), nada mejor que acercarnos a las vibrantes páginas de El nacimiento del ruido, que editó hace unos meses Neo-Sounds, nada menos que el origen de la rivalidad que daría forma a nuestro amado rock and roll: el largo pulso entre Leo Fender y Les Paul, que crearon las legendarias guitarras eléctricas que llevan sus nombres. Obra del escritor y editor neoyorquino Ian S. Port, el libro no solo cuenta la historia de estos portentosos hombres del siglo pasado, que cambiaron, a golpe de riff, el curso de la historia contemporánea, sino también los entresijos de la escena musical de los 70 a la actualidad, el origen (y aceptación) del sonido eléctrico que acabaría siendo un reclamo de eventos multitudinarios o la eterna competición on stage de los grupos o artistas que se decantaron por una u otra marca. Let’s there be rock.

Óscar Herradón ©

Nadie podría imaginar el rock and roll, y sus múltiples derivados (y, si me apuran, la cultura popular del siglo XX) sin la guitarra eléctrica. Y, sin embargo, los dos grandes artífices de este instrumento no tenían en principio esa intención. Y es que, a pesar de que aquellas cajas estridentes serían el icono de ese nuevo movimiento musical en los años 50 derivado del blues, aquello –lo de las electric guitars– pasó casi de casualidad.

Por supuesto, sus creadores jamás pudieron haber imaginado la revolución que supondría su invento. Fender diseñó esta guitarra para los músicos de country, mientras que Les Paul, aunque tocó country en su juventud, era un fanático del jazz. Así que, lejos de pensar que aquel impacto en la sociedad de masas que les llenaría los bolsillos les provocaría también una sensación de inmensa gratificación, todo lo contario. Según Ian S. Port: «Ese no era el sonido que querían; estaban alienados y conmocionados. Fue impactante para mí ver cómo los innovadores a veces no pueden comprender qué efectos están lanzando al mundo».

Hace 107 años que nació Les Paul, quien con sus técnicas de grabación de varias capas fue pionero en los micrófonos «cercanos» y también en las grabaciones con el llamado delay de eco y la grabación multipista. Muerto en 2009 a los 94 años en el hospital neoyorquino White Plains,  a causa de una neumonía severa, había sido un visionario (que además vivió prácticamente el siglo entero, el más revolucionario en cuanto a música y tecnología hasta ese momento se refiere); también un músico (y creador) pionero y vanguardista que al romperse el brazo derecho en un accidente de tráfico, lo colocó en ángulo hasta su recuperación para poder tocar la guitarra.

Por otro lado, a Les Paul se le atribuye el desarrollo de una de las primeras guitarras eléctricas de cuerpo sólido que salió a la venta en 1952 y contribuyó como pocas al nacimiento del rock and roll (aunque el camino hasta ahí, y el que vendría después, no serían ni muchos menos sencillos). Aunque también destaca por ser precursor de varias técnicas de grabación que hoy día son imprescindibles y cotidianas, como la grabación multipista citada o el desarrollo de efectos de Phaser y Delay.

Érase una vez un muchacho en Wisconsin

Nacido en Waukesha (Wisconsin, EEUU) el 9 de junio de 1915, Les Paul –de verdadero nombre Lester William Polsfuss– fue un estadounidense de ascendencia alemana, uno de esos tipos especiales que no vienen al mundo todos los días. Con 8 años empezó su afición por la música tocando la armónica y un año después sintió curiosidad por la electrónica (una rama de la física casi en pañales) y fabricó su primer receptor de radio. Lo que se dice un niño prodigio. Cuenta la historia (quién sabe si apócrifa) que lo primero que escuchó el inquieto muchacho en el éter fue, precisamente, el sonido de una guitarra, que le cautivó.

Lo que a él le apasionaba era el country, el jazz y el blues; corría finales de los años 20 y el joven era un músico en ciernes en Wisconsin (después pasaría largos periodos en Misuri y en Illinois, Chicago); a los 13 años tocaba en carnavales y espacios abiertos pero el mayor problema es que para que le escuchasen entre la multitud, debía hacer un enorme esfuerzo. Al parecer, durante una actuación en un puesto de barbacoa local, recibió una nota de un espectador que decía: «Tu voz y tu armónica, y las bromas, están bien, pero tu guitarra no es lo suficientemente fuerte». Con dicha idea barruntándole en la cabeza se marchó a casa, y se puso a experimentar: instaló una aguja de un gramófono en el puente de su guitarra y con un cable envió la señal al altavoz de su radio que hacía la función de amplificar de sonido. Y Voilà. Lo demás es historia.

A partir de ahí Les Paul comenzó a «cacharrear» e ir mejorando su invento. No voy a contar ahora todos y cada uno de sus pasos, están a golpe de click en el Big Data y se cuentan con pelos, señalas y detalles que a veces parecen experimentados en carne propia por el autor en el libro citado que nos regala Neo-Sounds. Tan solo incidir en que acabó consiguiendo todo un prodigio. Tras diversos avatares, muchas pruebas, bandas musicales con las que tocó y experimentó (porque no lo olvidemos, Les Paul era primero músico y luego inventor, todo un virtuoso de las seis cuerdas), e incluso algunos accidentes como una descarga eléctrica que casi lo deja frito, acabó presentando una patente a la misma marca Gibson en 1946. Pero no hubo suerte, entonces no.

Guitarra eléctrica de cuerpo sólido… ¡una aberración!

Al dirigente de la marca aquella «guitarra de cuerpo sólido» le parecía una aberración que no cautivaría al público, así que Les Paul creó en 1948 su propio estudio de grabación donde tocaba todas las partes de la guitarra en algunos de sus temas, desarrollando, por ejemplo, la grabación multipista, algo que posteriormente sería tan común como un refresco para los que se dedican a la música pero entonces era completamente inédito. A comienzos de ese mismo año Les Paul tuvo un grave accidente de tráfico en el que salió disparado 50 metros y en el que se lesionó el brazo y el codo derechos. Los médicos le dijeron que no habría manera de que recuperase el movimiento de su codo y que su brazo permanecería siempre en la posición en que se lo escayolaran. Les Paul pidió a los cirujanos que ubicaran su brazo con un ángulo que le permitiese sostener y tocar las guitarra. La pasión de su vida.

Casi nos deja sin un genio y sin uno de los más importantes artefactos de la cultura popular del siglo XX (y de lo que llevamos del XXI) pero parecía un gato con siete vida. Sobrevivió, hecho polvo, con dolores también en espalda, costillas y cuello, y tardó un año y medio en recuperarse. Por aquel entonces, otro visionario con su primer nombre de pila bastante similar, Leo Fender, tras ver el potencial melódico de una guitarra eléctrica de cuerpo sólido, presentó su modelo fabricado en serie, el Fender Telecaster (más tarde crearía la legendaria Fender Stratocaster). A diferencia de Paul, Leo no era músico, parece que no tocaba instrumento alguno –aunque, dependiendo de la fuente, algunos le sitúan tocando el saxofón–, ni siquiera la guitarra (lo cual resulta curioso): era un tipo apasionado de la electrónica con una gran habilidad técnica que había ido perfeccionando al arreglar radios y amplificadores en la tienda que tenía en California, concretamente en Fullerton, el taller de reparación de aparatos de sonido «Fender Radio Service». Entonces empezó a fantasear con la idea de hacer una guitarra maciza, sin caja de resonancia, cosa que en los años 50 del siglo pasado sonaba a chiste. Pero al final quien se rió de los escépticos fue él.

A Les Paul le pasó algo parecido: fue el hazmerreír de la industria cuando apareció con el cuerpo de una guitarra dividido en dos partes e incrustado en un bloque central de madera maciza: pero aquella guitarra acabaría siendo utilizada por maestros de las seis cuerdas como B.B. King o Chuck Berry. En paralelo, el afán del estadounidense con ascendencia alemana por grabar su propia música le llevó a crear el primer «Garage Band» años antes de que se crearan los primeros ordenadores; de ahí saldrían algunas de sus ideas más brillantes, como saldrían años después de los garajes de tipos como Steve Jobs, Bill Gates o Paul Allen y Larry Page, incluso Jeff Bezos.

Y como a comienzos de la década de los 50 Leo Fender vendió sus guitarras como churros, Gibson se replanteó su negativa anterior y telefoneó a Les Paul para que desarrollara su propia guitarra de cuerpo sólido, pero siendo fiel a la tradición de la marca de alta gama, el diseñador jefe, Ted McCarthy, tendría que dar el visto bueno al producto final. Les Paul firmó un contracto con la marca según el cual no podía tocar ningún instrumento en público que no fuese un productor fabricado por Gibson y finalmente de dicho acuerdo nacería el primer modelo de Gibson Les Paul, que se comercializó en 1952 con pastillas p90 diseñadas por Gibson en 1946, el mismo en que Paul les presentó su patente (rechazada).

Les Paul, no muy satisfecho con el modelo, consiguió que la marca aceptase algunas mejoras y en 1958 salió al mercado la Les Paul standard montada con sus novedosas pastillas de doble bobina, siendo uno de los mejores modelos de guitarra eléctrica de cuerpo sólido jamás fabricados. Sin embargo, en 1960 la Les Paul Standard dejó de fabricarse neutralizada por los éxitos de venta de la Fender Stratocaster, una guitarra más barata y más ligera (y con palanca de vibrato). Después Gibson, por su propia cuenta y riesgo, modificó el modelo Les Paul en 1961, añadiéndole un sistema de vibrato montado sobre un cuerpo más estrecho, aligerando el peso del instrumento y facilitando su acople al mástil, y nació la Gibson Les Paul SG.

SG Model

Parece que a Les Paul nadie le comunicó aquello, así que obligó a Gibson a quitar su nombre del modelo. La guitarra se quedaría simplemente con el nombre de SG, siendo uno de los mayores éxitos de venta de la compañía. Y contra todo pronóstico, la Les Paul original volvería de nuevo al catálogo de Gibson debido a la alta demanda del uso generalizado de este por artistas de primera línea, acabando por ser todo un icono, esencial en el desarrollo de nuevos géneros musicales como el Hard Rock o el Heavy Metal (¡Amén!) pero usada también como parte fundamental de su sonido por muchos artistas de blues y jazz.

El futuro también suena… estridente

A su vez, Les Paul disfrutó de una brillante carrera como músico y guitarrista virtuoso, obteniendo varios números uno en el billboard con la colaboración de su esposa May Castle. Aunque Fender no era músico, sí amaba «fabricar» música, así que jamás dejó de innovar. En 1979, tras una carrera repleta de éxitos comerciales (que en este caso iban de la mano de la calidad) creó en compañía de sus colegas George Fullerton y Dale Hyatt la empresa G&L (siglas de George y Leo) y continuó con la producción de guitarras y bajos eléctricos, mejorando sus diseños de décadas anteriores y registrando nuevas patentes de revolucionarios diseños de pastillas magnéticas, sistemas de vibrato y construcción de mástiles, entre un largo etcétera de actividades. Murió en 1991 por complicaciones por la enfermedad de Parkinson, casi 20 años antes que su eterno competidor Les Paul, aunque ambos recorrieron prácticamente todo el siglo XX, el mismo que hicieron suyo a ritmo de Wah-Wah. God Save the Kings.

Ian S. Port

Por las páginas de esta (doble) biografía, ni mucho menos al uso, pululan personajes irremediablemente ligados al desarrollo de estas guitarras al margen de sus creadores y comercializadores, aquellos grupos o intérpretes que se elevaron a la categoría de dioses haciendo maravillas con sus seis cuerdas. Port apunta que el gran éxito de la guitarra eléctrica descansa en que «dio poder a los músicos de forma individual como nunca antes lo había hecho un instrumento». Y aunque de primeras no todo el público aceptó aquella corriente sonora «ronca y explosiva», cada vez las guitarras eléctricas atraían a más gente a los shows, que se tornarían multitudinarios.

Jimmy Page

Algunos artistas que usaron la Gibson Les Paul fueron Jimmy Page, guitarrista de Led Zeppelin, los Beatles George Harrison, John Lennon y Paul McCartney, Slash, guitarrista de Guns N’ Roses o Carlos Santana, entre muchos otros. La Stratocaster: Jimi Hendrix, que alcanzó un nivel de virtuosismo nunca igualado, Eric Clapton (que usó ambas marcas), Ritchie Blackmore de Deep Purple (la perfección hecha sonido) o la célebre Fender Stratocaster «Vandalism» del inolvidable frontman de Nirvana, Kurt Cobain.

Reproduzco la sinopsis que aparece en la cuarta cubierta del libro porque es un buen botón de lo que encontraremos en sus páginas, con un pulso narrativo que es pura literatura (a pesar de ser un ensayo –en parte novelado, eso sí– que respeta con maestría la pulcra traducción de Neo-Sounds:

«Un grupo de jóvenes con camisas de rayas a juego, aire indeciso y sonrisa infantil, The Beach Boys, suben al escenario. Un golpe de caja marca el inicio de la canción y el pulso de la batería enmarca las cinco voces, pero otro sonido va ganando protagonismo: una corriente sonora ronca y explosiva que proviene de unos instrumentos pintados de blanco, de cuerpo fino y sinuoso, que cuelgan de sus hombros. Parecen amebas o incluso torsos humanos… pero son guitarras de la Fender Electric Instrument Company. Minutos después, los arrogantes británicos The Rolling Stones aparecen en ese mismo concierto esgrimiendo un arma también novedosa, pero de sonido completamente diferente: una guitarra descubierta en una tienda de segunda mano de la marca Gibson, que lleva el nombre Les Paul.

El nacimiento del ruido cuenta la apasionante historia de la guitarra eléctrica, que llegó a convertirse en la herramienta musical más importante del siglo XX. A partir de la rivalidad entre Leo Fender y Les Paul, y de los audaces duelos artísticos entre los músicos que adoptaron sus instrumentos, Ian S. Port crea un testimonio único sobre la revolución que estos hombres –tan distintos entre sí– causaron en la música y en la cultura popular».

Tecumseh, el líder nativo que combatió a Estados Unidos

Llegó a ser definido como «el indio más grande que jamás haya existido», y no es una expresión gratuita. Tecumseh, líder de la tribu Shawnee a caballo entre los siglos XVIII y XIX, puso en jaque a los colonos estadounidenses en tierras de Virginia y Ohio tras la Revolución Americana. Su gesta, muy conocida al otro lado del Atlántico y apenas mencionada por estas latitudes, podemos conocerla a fondo gracias al ensayo Tecumseh y el Profeta, publicado por Desperta Ferro.

Por Óscar Herradón ©

Nacido en mayo de 1768 a orillas del río Scioto, cerca de Chillicothe, Ohio, Tecumseh (también conocido como Tecumtha o Tekanthi, cuya traducción es «Estrella Fugaz», «Pantera que cruza el cielo» o «Flecha Voladora») es nada menos que uno de los personajes más relevantes de la historia indígena de Norteamérica. Y sin embargo, por estos lares apenas es conocido, pues la bibliografía es muy escasa. Quien más o quien menos tiene una imagen general de las guerras indias, adquirida principalmente a través de Hollywood –distorsionada la mayor parte de las veces en pro del espectáculo–, la conquista del Oeste, el Séptimo de Caballería, los dulcificados mohicanos o los injustamente tratados Sioux… pero aquella historia apenas nos suena y fue tanto o más apasionante. Ahora, gracias a Desperta Ferro, podremos adentrarnos en este pasaje poco conocido de Norteamérica –no así poco relevante– de la mano del historiador estadounidense y oficial retirado del Servicio Exterior de EEUU Peter Cozzens, del que la misma editorial ya publicó el exitoso ensayo La Tierra Llora. La amarga historia de las guerras indias por la conquista del Oeste. El libro en cuestión es Tecumseh y el Profeta. Los hermanos shawnees que desafiaron a Estados Unidos.

Siempre a medio camino entre la historia y el mito, Tecumseh pertenecía por nacimiento a la tribu Shawnee y sería uno de los adversarios de los recién nacidos Estados Unidos tras la Guerra de Independencia (o Revolución Americana), que tuvo lugar entre 1775 y 1784, como un líder nativo de una gran confederación indígena. Su infancia y juventud transcurrieron durante la citada conflagración y la Guerra India del Noroeste o de Ohio (1785-1795), y su existencia, como la de su gente, estuvo siempre marcada desde el principio por la violencia, las incursiones militares, los saqueos y los incendios de las aldeas nativas, bien por parte de las fuerzas coloniales británicas, bien por los estadounidenses que buscaban ampliar sus tierras.

Tecumseh

Su padre era Pucksinwah, un jefe de guerra menor de la tribu Shawnee perteneciente a la rama Kispoko («Cola Danzante» o «Pantera»), una de las cinco divisiones de la tribu, y su madre era Methoataske, segunda esposa de Pucksinwah y perteneciente a la conocida como rama «Pekowi» de la tribu. Décadas antes, los shawnees habían sido desplazados por la poderosa Confederación Iroquesa, en el marco de las Guerras de los Castores de sus tierras ancestrales en el valle del río Ohio. Con el tiempo, y tras no pocas vicisitudes, volverían a su lugar de origen, y no dejarían de combatir por permanecer en él.

Pucksinwah se vio, como otros jefes indígenas, implicado en la llamada guerra franco-india (1754 y 1763) y luego en la de Lord Dunmore, que tuvo lugar entre la colonia de Virginia y las tribus indígenas Shawnee y Mingo, donde encontraría la muerte en la Batalla de Point Pleasant (conocida en algunos relatos antiguos como batalla de Kanawha), el 10 de octubre de 1774.

Una infancia en la Revolución Americana

Meses después del estallido de la guerra de la Independencia de EEUU, Methoataske y buena parte del pueblo Shawnee huyeron de la región y se trasladaron hacia el oeste, recalando en el territorio de Misuri en 1779. Sin embargo, Tecumseh, con tan solo 11 años, se había quedado en Ohio con los miembros de su tribu que decidieron resistir a los colonos de Virginia. Allí sería criado por su hermano mayor, Cheeseekau (o Chiksika), quien tendría un papel fundamental en su educación y visión del mundo, y por su hermana Tecumapese.

Entre 1774 y 1782, todas las villas en las que residió Tecumseh junto a los suyos serían atacadas, bien por tropas coloniales británicas o bien por los ejércitos estadounidenses. Mientras la violencia no cesaba en el interior del país, tras la Revolución Americana (donde los Shawnee se aliarían con los británicos) estalló la llamada guerra India del Noroeste, en la que una gran alianza tribal, la Confederación de Wabash, se unió para expulsar a los colonos estadounidenses de la zona. Una tierra nativa regada con sangre y marcada por la violencia intermitente que nunca dejó paso a periodos largos de paz.

Mientras tanto, entre batalla y batalla, Tecumseh se convirtió en un joven y avezado guerrero cada vez más experimentado. A finales del año 1780 el joven indio creó una alianza de pueblos nativos contra la expansión de los colonos estadounidenses en los territorios de los grandes lagos y del valle del río Ohio. Su agitada vida (marcada, como ya dije, por un fuerte componente mítico-legendario, lo que impide en ocasiones separar el mismo de la verdad histórica) y su determinación, lo convirtieron en un gran líder.

Batalla de los Árboles Caídos

Tras la muerte de Cheeseekau, en 1792, Tecumseh acumuló seguidores y unió fuerzas con otros guerreros y las tropas británico-canadienses, y eso que estos últimos no le gustaban nada y nunca tuvo una buena relación con ellos, pues el caudillo indígena los veía (y lo eran) como otra fuerza de ocupación occidental, pero le ofrecían la oportunidad de mantener la soberanía nativa, y los indios solos no podían hacerlo. Sin embargo, tras la traición británica en la Batalla de los Árboles Caídos, en la que los indígenas fueron abandonados por las tropas europeas y se produjo la derrota de su gente, el 20 de agosto de 1794, se puso fin a la llamada Guerra del Noroeste y Tecumseh tuvo que retirarse hacia el norte.

Aquella derrota cambió su mentalidad: viendo cómo los blancos ganaban cada vez más terreno a su pueblo y a los indígenas, arrebatándoles lo que les correspondía por tradición milenaria, se convirtió en un gran enemigo de estos, con una vehemencia que a veces rayaba en temeridad y pretendía recuperar para su país la orgullosa independencia que a sus ojos había perdido mientras los americanos reclamaban también la suya.

El Profeta y el misticismo Shawnee

Eran tiempos de exacerbamiento religioso que se acentuó por la guerra y en 1805 Tecumseh ganó un extraño aliado en su hermano pequeño aficionado a la bebida, Lalawethika, que tras llevar una vida disoluta cayó en trance y dijo haber experimentado una visión del Gran Espíritu, que le pidió que purificase su estilo de vida. Adoptó el nombre de Tenskwatawa («La Puerta Abierta») y fue conocido a partir de entonces como El Profeta (de ahí el sentido del título del ensayo que recomendamos) y sus postulados cosecharon un gran impulso hasta que los hermanos fundaron una aldea en la tierra de Delaware conocida como Prophet’s Town («La ciudad del Profeta»), donde se pidió un regreso a las tradiciones nativas, y se prohibió el consumo de alcohol, vestir a la manera occidental y los matrimonios mixtos, reforzando la visión profundamente mística de Tecumseh de una nación nativa independiente.

Tenskwatawa

Tecumseh no tardaría en convertirse en el líder de Prophet’s Town guiado por las enseñanzas de su hermano, que decía experimentar hechos sobrenaturales. El Profeta era un predicador tan convincente que su palabra se extendería a tribus tan lejanas como las que habitaban las llanuras del centro de Canadá. Pero las cosas no tardarían en cambiar… a peor.

Este post tendrá una inminente continuación en «Dentro del Pandemónium».