Los Ángeles de Auschwitz

Norma Editorial publica una novela gráfica que narra la epopeya de un hombre en el interior del tétrico campo de la muerte del Tercer Reich. Un nuevo canto a la luz frente a la sinrazón y barbarie del Tercer Reich desde una vertiente completamente original y esperanzadora.

Óscar Herradón ©

No por mil veces contada la historia de los campos de concentración nazi deja de estremecernos. Y si se hace a través de una buena novela gráfica, como ya hiciera en su día Maus, de Art Spiegelman (ganadora nada menos que del Premio Pulitzer) o Auschwitz, de Pascal Croci, el mensaje cala todavía más. Es el caso de Los Ángeles de Auschwitz, de Stephen Desberg y Emilio Van Der Zuiden que, a diferencia de Spiegelman, no usan el blanco y negro ni tampoco el recurso a la zoomorfosis, aunque optan por una tonalidad de color apagada y oscura (aunque bella), azules lóbregos, grises y marrones que evocan con gran realismo cómo debió sentirse un reo del más grande campo de concentración de la política primero represiva y más tarde genocida del Tercer Reich.

Sachsenhausen

Su creador, Stephen Desberg, cuenta en el prólogo cómo tras una visita al Lager polaco, a su regreso al hotel en Cracovia, sintió un peso terrible en su conciencia. No he estado en Auschwitz, es una cuenta pendiente para alguien que lleva años sumergiéndose en las múltiples fuentes (algunas, claro, todas sería tarea harto imposible) de la Segunda Guerra Mundial, pero en 2017 realicé una visita de casi todo un día al campo de concentración de Sachsenhausen, el más cercano a Berlín y uno de los primeros erigidos para confinar a enemigos del régimen nazi. También recalaron allí «inadaptados» (según el lenguaje del régimen) y delincuentes varios en un terreno que con el estallido de la contienda se convirtió también en un campo de exterminio en el que los principales ocupantes eran judíos, y en menor medida gitanos y homosexuales y, tras la invasión de la Unión Soviética por las tropas alemanas, prisioneros soviéticos. No se puede describir con palabras, hay que ir, y sentirlo. Es como si el tiempo se parase allí, y un peso tremendo –que parece ir mucho más allá del mero efecto de la sugestión– te aplastase el pecho.

Desberg cuenta así el embrión del proceso creativo: «Me cuesta mucho mostrar mis emociones, y tuve que enfrentarme al significado de todos esos dolores mudos, de todos esos gritos contenidos, de esa danza macabra, de ese canto magníficamente inmundo que es Auschwitz. Como fi fuera necesario y no ingenuo buscar otra salida, darle esperanza». Fue así como imaginó la historia de un hombre judío ficticio, pero tomado de todos y cada uno de los hombres que perdieron primero la identidad y después la vida en aquel campo de la ignominia, un hombre que logra dar vuelco a su sufrimiento.

Zohar

Y para darle esperanza a aquella masacre cobran importancia elementos que podríamos tildar de místicos e incluso de sobrenaturales (aunque solo se encuentren en la fe de los creyentes), entre otros, esos ángeles que dan título a la novela gráfica y que describen los textos sagrados y mágicos, cabalísticos, de la tradición hebrea (como El Zohar, «el Libro del Esplendor»), textos milenarios que uno de los personajes del relato logrará salvar de las principales sinagogas de Polonia que serían presa de las llamas prendidas por la furia nacionalsocialista antes de su conducción hacia Auschwitz-Birkenau con billete solo de ida, con la condena a muerte grabada con unos números en el antebrazo.

Un pequeño resquicio de luz en la oscuridad…

El resultado es un cómic con pasajes escalofriantes, más aterradores de saberse reales, donde nos encontramos al Sonderkommando (unidades especiales de los campos integradas por prisioneros que debían ocuparse de las tareas en las cámaras de gas y los crematorios), los kapos –más terribles aún que los propios guardianes nazis del Lager–, la horca, la valla electrificada sobre la que aquellos que no pueden más se lanzan para mitigar el dolor y alcanzar la otra vida, los golpes y la tortura… y los hornos, quizá el elemento más característico –y estremecedor– de aquella historia que sucedió hace solo 80 años… no hace tanto tiempo.

Pero también la esperanza transmitida por un hombre que no tiene nada que perder (toda su familia, incluida su esposa, ha sido eliminada en el marco de la eufemística «Solución Final del Problema Judío» impuesta por el régimen nazi) pero que en lugar de entregarse con los brazos abiertos a la muerte, optando por la vía suicida que eligen quienes no aguantan más, prefiere desafiar los terrores del averno nazi e inculcar esperanza a sus compañeros presos a través de la mención a esos «ángeles» que lloran por todos nosotros, aunque no se manifestaron precisamente con todo su esplendor en aquel tiempo de sangre y fuego.

El resultado es una novela gráfica enmarcada en la Bande dessinée que sigue la estela de otras como la citada de Pascal Croci, pero cuyo acierto es precisamente introducir ese elemento sobrenatural y trascendental que arroja luz a la sinrazón humana y que brinda, una vez más, esperanza frente a la barbarie. Incluso aquellos que no creen en dichos ángeles, como el comandante del Lager, los temen…

Sin duda, es portentoso el epílogo, casi otra novela gráfica donde el color, como la vida misma, cobra vida y luminosidad, y que, ya en la posguerra, muestra la pasividad de las autoridades de la Alemania occidental para con los antiguos oficiales nazis que ocuparon cargos en la administración (no tan) democrática y devuelve a los descendientes de los judíos primero de los guetos y más tarde de los campos de exterminio la capacidad de ser libres (libres de verdad, no a través del trabajo, como rezaba la eufemística y terrible frase en alemán que daba la bienvenida a los «sin nombre» en la verja de Auschwitz, «Arbeit macht frei») mirando para ello cara a cara al enemigo, enfrentándose con el pasado y haciendo justicia en el presente, honrando así como merece la memoria de los que se marcharon para no volver jamás; pues no hay más injusticia que mirar para otro lado. Quizá los ángeles guían a esos descendientes… Quién sabe.

El libro de los insectos humanos

En el año de su 40 aniversario, Planeta Cómic recupera en formato de lujo una de las obras cumbre del manga, El libro de los insectos humanos, de Osamu Tezuka, publicado originalmente en Japón entre 1970 y 1971, hace más de medio siglo.

Óscar Herradón ©

Y aunque 50 años son mucho tiempo, la novela gráfica no ha perdido un ápice de actualidad, de irreverencia e incluso de provocación –en su temprano erotismo e incluso fetichismo–; aunque creamos que ya lo hemos visto todo, la censura es a veces más implacable –e incomprensible– hoy que hace medio siglo, presa de la «modernidad» y de lo políticamente correcto.

Como reza la semblanza de Tezuka Production que abre el tomo, el autor nipón siempre creyó con convicción que cualquier tipo de odio o de enfrentamiento es en esencia malo, «ya sea entre civilizaciones, entre países desarrollados y países en vías de desarrollo, entre subyugadores y subyugados, ricos y pobres o sanos y enfermos». Por ello, en el fondo de sus historias (que publicará en su totalidad Planeta Cómic, sin duda una buena noticia para los adictos a la viñeta) siempre subyace un fuerte componente de «filantropía» y de «respeto a la vida», a pesar de que a algunos de sus personajes no les tiembla el pulso a la hora de arrebatarla.

La obra se publica en su forma original, que es como debe ser, pues el mangaka –que falleció en 1989– no puede hacer una revisión de la misma y contratar a terceras personas para ello sería, como señalan los editores, poco menos que una blasfemia, teniendo en cuenta además que la producción de Tezuka supone un auténtico legado de la cultura japonesa (a ver cuándo aprendemos aquí a valorar justamente el componente artístico y generacional del tebeo).

La obra (que como todo manga que se precie se lee de derecha a izquierda), cuenta la historia de la bella y exitosa Toshiko Tomura que, con poco más de 20 años, está a punto de recibir el premio literario más importante de Japón, tras haber conseguido el éxito, ante la estupefacción de quienes la rodean, en toda actividad en la que decidiera recalar, por muy antagónicas que parezcan: el mundo del teatro, la arquitectura… Genio indomable de su tiempo, Tomura, como es lógico, es una estrella de renombre internacional que copa los titulares de los periódicos y cuya presencia inspira programas de radio y televisión.

Pero algunos, como el periodista Kametaro Aokusa del periódico sensacionalista El Indiscreto (enamorado hasta los huesos de la joven, lo que ciega en parte su opinión sobre ella, algo que también le sucederá al director teatral Hyoroko Hachisuka o al diseñador Ryotaro Mizuno, entre otros) comienzan a sospechar que Tomura esconde algo… En realidad, un terrible secreto, un pasado oscuro y una personalidad inquietante que, como si se tratara del trasunto de un insecto (de ahí el acertado título de esta joya del noveno arte) es capaz de mimetizarse en los demás, adquiriendo su personalidad y talentos (por supuesto, al obtenerlos, despoja a sus «presas» de su antiguo atractivo, y como la actriz Keiko Nishikawa, pasarán de acaparar los focos a convertirse en parias). Todos aquellos que han tenido la desgracia de asociarse estrechamente con Tomura serán las presas de las que la joven obtendrá sus enormes éxitos.

Una crítica sin contemplaciones al egocentrismo de nuestra especie, reflejado en una sociedad implacable por la que pululan matones de medio pelo, proxenetas, empresarios sin escrúpulos, asesinos a sueldo, una competencia feroz inherente al status quo…  ¿Os suena? Poco ha cambiado la sociedad desde hace 50 años, si acaso para peor.

Reflejo de una sociedad enferma

En el epílogo, Tezuka narra cómo en la desconcertante y violenta sociedad de comienzos de los 70 (si echase un vistazo a la actual, directamente se suicidaría): «Me apeteció dibujar a una mujer maquiavélica que se sale con la suya en esa absurda era repleta de luces y sombras». Su origen se remonta a varias historias autoconclusivas que el autor escribió para la revista Play Comic bajo el título genérico de «Bajo el aire» y comenzó a darle forma –confiesa– en una época en la que muchas noticias de cariz tétrico inundaban los periódicos y las televisiones, según Tezuka, «como por ejemplo las acciones violentas de una especie de secta llamada Nueva Izquierda, atentados terroristas indiscriminados, una guerra de Vietnam cada vez más empantanada o los sucesos de la revolución cultural china, por decir algunos. Paralelamente, también fue la época del crecimiento económico desenfrenado de Japón, que pareceía estar despegando como un cohete hacia el primer puesto mundial en PIB».

¿Cuándo, no obstante, no nos han rodeado sucesos luctuosos? Faltaban décadas para el 11S y el 11M y para el despliegue brutal de violencia del terrorismo islámico, y otras guerras tanto o más absurdas (¿es que alguna no lo es?) que la de Vietnam, como la de Ucrania, que han dibujado un panorama mucho más oscuro todavía que, unido a la pandemia, los efectos climáticos extremos, la deshumanización de las RRSS y la hiper-información, parece casi preapocalíptico, lo que ha tenido también su reflejo en el séptimo y el noveno arte, donde proliferan los cómics con trasfondo catastrofista, preñados de plagas y zombies en un mundo que comienza a parecerse, cada vez más, a los áridos decorados de Mad Max (donde, recordemos, la gasolina era un bien más escaso y preciado que el diamante).

Da igual la época, pues como reza el adagio: «Homo homini lupus», sin embargo, Tezuka, que vivió la Segunda Guerra Mundial en la preadolescencia (nació en Toyonaka en 1928), y por tanto también el lanzamiento de las bombas atómicas contra su país, aún tenía esperanza en la especia humana. ¿Se equivocaba?

He aquí el enlace para adquirir esta novela gráfica que podríamos calificar sin peligro de equivocarnos de fundacional. No en vano, Tezuka, creador del inmortal Astroboy, ha sido considerado un genio, un moderno Da Vinci, bautizado como «el dios del manga»:

https://www.planetadelibros.com/libro-el-libro-de-los-insectos-humanos/340103

Hades y el oráculo de los muertos (II)

Fermín Bocos realiza un erudito, directo e irónico recorrido por algunos de los mitos y rituales más notorios del mundo clásico en su último libro, Zeus y familia. Dioses, templos y héroes, que ha publicado la editorial Ariel. Uno de los temas que trata es el de los oráculos, concretamente el de Éfira, que la tradición vincula con el Hades, el inframundo griego. Viajamos hasta allí para desvelar sus secretos.

Óscar Herradón ©

Los actos mágicos, las misteriosas oraciones y los relatos sugestivos sobre las almas de los difuntos que proferían los sacerdotes, convertían al consultante del oráculo, despojado de su voluntad según Philip Vandenberg, en un instrumento de los religiosos, lo que hacía que estuviera predispuesto a interpretar sueños y a ver apariciones que casi con seguridad eran inexistentes.

Tras varios días entre la vigilia y el sueño, en trance, se presentaba el sacerdote iluminado con una antorcha, semejante a una aparición, blanco como se creía era el alma de los muertos, murmurando en voz muy baja, casi imperceptible y pidiendo al visitante que le siguiera; le daba una piedra y le ordenaba que, una vez llegado al largo corredor, la arrojara hacia atrás en un gesto que alejaría de su persona todo mal. Piedras que han sido halladas por los arqueólogos en grandes cantidades y que demuestran la veracidad del relato. En un extremo del corredor se encontraba una habitación, aún más pequeña que la primera, donde el consultante proseguía con su interminable letargo.

Hades y Perséfone

Al final del corredor, a la derecha, se hallaba, según la leyenda, un laberinto que Dakaris efectivamenteencontró. Llegado a este punto, el consultante, que aún no había perdido por completo el sentido de la orientación, olvidaría por completo cuanto había dejado atrás. Diminutos cuartos que estaban cerrados con puertas guarnecidas de hierro que no se abrían hasta que la anterior no había sido cerrada, en medio de un ambiente asfixiante. Los sacerdotes habían avisado previamente al consultante de que, cuando hubiese atravesado el último umbral, hallaría bajo sus pies la hirviente morada del dios de los muertos, Hades, y de Perséfone, su esposa. Se hallaba ante el mismísimo reino de las sombras. Entonces, en el suelo se abría un agujero del tamaño de un sillar, donde el consultante debía verter la sangre de los animales sacrificados que llevaba consigo en un jarro. Las almas de los muertos debían beberla para recobrar su conciencia y así poder revelar el futuro a aquél que les había hecho una pregunta.

El «Hades» medía apenas 15 metros de largo y Sotiris Dakaris había conseguido sacarlo a la luz tras más de 2.000 años sin que ningún ser humano hubiese pisado su suelo sagrado. Aterrado, casi sumido en el delirio e incapaz de distinguir entre el sueño y la realidad, el consultante, tras verter la sangre del sacrificio, esperaba casi desvanecido el momento culmen: la aparición del «muerto» que estaba deseando ver y que le aportaría luz sobre su futuro. Ya habían pasado los veintinueve días de rigor, y los sacerdotes proyectaban, con el humo y las antorchas, siluetas fantasmagóricas en las paredes de la sala, mientras continuaban con su interminable cántico. De repente –siguiendo el trabajo de Philipp Vandenberg y lo recopilado por Dakaris–, se podían escuchar un gemido y un crujido, mientras sonidos inhumanos llenaban la estancia.

Entidades de ultratumba

En el extremo opuesto colgaba del techo un enorme caldero de cuyo borde sobresalía una mano… después podía verse otra y por último la cabeza, un rostro pálido y una figura extrañamente inhumana que acababa manteniéndose de pie dentro del recipiente. Para el consultante no podía ser otro que el difunto. La aparición comenzaba a moverse y hablaba con palabras mesuradas, mientras una balaustrada impedía al visitante acercarse más a la aparición. Una vez dada la respuesta –que no siempre se ajustaba a los deseos del que realizaba la pregunta- se escuchaba un gran estruendo y el caldero volvía a ponerse en marcha, se elevaba hacia el techo y desaparecía en medio de una densa nube de humo, mientas el canto monótono de los sacerdotes se iba extinguiendo, las antorchas se apagaban y la estancia quedaba en completo silencio.

Entonces, el visitante era cogido del brazo y trasladado a lo largo de las pequeñas estancias y los corredores citados hasta un pequeño cuarto destinado al último tratamiento al que debía ser sometido y donde era expuesto a los procesos de purificación obligatorios después de haber «contactado» con los muertos. Para Dakaris, todo era real, incluso la aparición, pero se debía a una ingeniosa escenificación de los sacerdotes del oráculo, un papel que es posible que interpretaran los mismos religiosos, temerosos de que un actor pudiera delatar el fraude. Durante el tiempo que el consultante permanecía incomunicado y en trance, los sacerdotes parece ser que obtenían del mismo, sutilmente, la información precisa para que después el alma de los «difuntos» pudiera darle una respuesta adecuada a sus inquietudes. Toda una puesta en escena ancestral.

BIBLIOGRAFÍA:

DAKARIS, Sotirios: Dodona (en inglés) 1993.

VANDENBERG, Philipp: El Secreto de los Oráculos. Destino, 1991.

Imágenes: Wikimedia Commons. Free License

PARA SABER MÁS:

En Zeus y familia. Dioses, héroes y templos, el veterano escritor y periodista Fermín Bocos (que en Viaje a las puertas del infierno, también publicado por Ariel, se sumergió en los insondables secretos del Hades y los oráculos de la antigüedad) nos presenta esta historia y muchas otras en una obra que rezuma amor por la historia, la filosofía y el arte, y que lanza puentes con el presente «para dejar constancia de la influyente vigencia que la producción intelectual de griegos y romanos tiene hoy en día». Un sucinto muestrario de divinidades olímpicas y de otras entidades de la Antigüedad; un recorrido subjetivo, divertido y culto a la vez que contribuye a desvelar parte de los misterios de nuestro pasado fundacional.