Fermín Bocos realiza un erudito, directo e irónico recorrido por algunos de los mitos y rituales más notorios del mundo clásico en su último libro, Zeus y familia. Dioses, templos y héroes, que ha publicado la editorial Ariel. Uno de los temas que trata es el de los oráculos, concretamente el de Éfira, que la tradición vincula con el Hades, el inframundo griego. Viajamos hasta allí para desvelar sus secretos.
Los actos mágicos, las misteriosas oraciones y los relatos sugestivos sobre las almas de los difuntos que proferían los sacerdotes, convertían al consultante del oráculo, despojado de su voluntad según Philip Vandenberg, en un instrumento de los religiosos, lo que hacía que estuviera predispuesto a interpretar sueños y a ver apariciones que casi con seguridad eran inexistentes.
Tras varios días entre la vigilia y el sueño, en trance, se presentaba el sacerdote iluminado con una antorcha, semejante a una aparición, blanco como se creía era el alma de los muertos, murmurando en voz muy baja, casi imperceptible y pidiendo al visitante que le siguiera; le daba una piedra y le ordenaba que, una vez llegado al largo corredor, la arrojara hacia atrás en un gesto que alejaría de su persona todo mal. Piedras que han sido halladas por los arqueólogos en grandes cantidades y que demuestran la veracidad del relato. En un extremo del corredor se encontraba una habitación, aún más pequeña que la primera, donde el consultante proseguía con su interminable letargo.
Hades y Perséfone
Al final del corredor, a la derecha, se hallaba, según la leyenda, un laberinto que Dakaris efectivamenteencontró. Llegado a este punto, el consultante, que aún no había perdido por completo el sentido de la orientación, olvidaría por completo cuanto había dejado atrás. Diminutos cuartos que estaban cerrados con puertas guarnecidas de hierro que no se abrían hasta que la anterior no había sido cerrada, en medio de un ambiente asfixiante. Los sacerdotes habían avisado previamente al consultante de que, cuando hubiese atravesado el último umbral, hallaría bajo sus pies la hirviente morada del dios de los muertos, Hades, y de Perséfone, su esposa. Se hallaba ante el mismísimo reino de las sombras. Entonces, en el suelo se abría un agujero del tamaño de un sillar, donde el consultante debía verter la sangre de los animales sacrificados que llevaba consigo en un jarro. Las almas de los muertos debían beberla para recobrar su conciencia y así poder revelar el futuro a aquél que les había hecho una pregunta.
El «Hades» medía apenas 15 metros de largo y Sotiris Dakaris había conseguido sacarlo a la luz tras más de 2.000 años sin que ningún ser humano hubiese pisado su suelo sagrado. Aterrado, casi sumido en el delirio e incapaz de distinguir entre el sueño y la realidad, el consultante, tras verter la sangre del sacrificio, esperaba casi desvanecido el momento culmen: la aparición del «muerto» que estaba deseando ver y que le aportaría luz sobre su futuro. Ya habían pasado los veintinueve días de rigor, y los sacerdotes proyectaban, con el humo y las antorchas, siluetas fantasmagóricas en las paredes de la sala, mientras continuaban con su interminable cántico. De repente –siguiendo el trabajo de Philipp Vandenberg y lo recopilado por Dakaris–, se podían escuchar un gemido y un crujido, mientras sonidos inhumanos llenaban la estancia.
Entidades de ultratumba
En el extremo opuesto colgaba del techo un enorme caldero de cuyo borde sobresalía una mano… después podía verse otra y por último la cabeza, un rostro pálido y una figura extrañamente inhumana que acababa manteniéndose de pie dentro del recipiente. Para el consultante no podía ser otro que el difunto. La aparición comenzaba a moverse y hablaba con palabras mesuradas, mientras una balaustrada impedía al visitante acercarse más a la aparición. Una vez dada la respuesta –que no siempre se ajustaba a los deseos del que realizaba la pregunta- se escuchaba un gran estruendo y el caldero volvía a ponerse en marcha, se elevaba hacia el techo y desaparecía en medio de una densa nube de humo, mientas el canto monótono de los sacerdotes se iba extinguiendo, las antorchas se apagaban y la estancia quedaba en completo silencio.
Entonces, el visitante era cogido del brazo y trasladado a lo largo de las pequeñas estancias y los corredores citados hasta un pequeño cuarto destinado al último tratamiento al que debía ser sometido y donde era expuesto a los procesos de purificación obligatorios después de haber «contactado» con los muertos. Para Dakaris, todo era real, incluso la aparición, pero se debía a una ingeniosa escenificación de los sacerdotes del oráculo, un papel que es posible que interpretaran los mismos religiosos, temerosos de que un actor pudiera delatar el fraude. Durante el tiempo que el consultante permanecía incomunicado y en trance, los sacerdotes parece ser que obtenían del mismo, sutilmente, la información precisa para que después el alma de los «difuntos» pudiera darle una respuesta adecuada a sus inquietudes. Toda una puesta en escena ancestral.
BIBLIOGRAFÍA:
DAKARIS, Sotirios:Dodona (en inglés) 1993.
VANDENBERG, Philipp: El Secreto de los Oráculos. Destino, 1991.
Imágenes: Wikimedia Commons. Free License
PARA SABER MÁS:
En Zeus y familia. Dioses, héroes y templos, el veterano escritor y periodista Fermín Bocos (que en Viaje a las puertas del infierno, también publicado por Ariel, se sumergió en los insondables secretos del Hades y los oráculos de la antigüedad) nos presenta esta historia y muchas otras en una obra que rezuma amor por la historia, la filosofía y el arte, y que lanza puentes con el presente «para dejar constancia de la influyente vigencia que la producción intelectual de griegos y romanos tiene hoy en día». Un sucinto muestrario de divinidades olímpicas y de otras entidades de la Antigüedad; un recorrido subjetivo, divertido y culto a la vez que contribuye a desvelar parte de los misterios de nuestro pasado fundacional.
Los nativos norteamericanos y su amalgama de tribus son todavía grandes desconocidos en Occidente. El «hombre blanco» europeo conoció su historia a través de la pantalla grande, completamente desdibujada, donde el indio era un ser salvaje, malvado y amante de la sangre. Aunque con las décadas dicha visión comenzaría a cambiar gracias al western «amable» con los pobladores originarios de aquella América que para ellos no fue la tierra de las oportunidades, los prejuicios hacia sus comunidades permanecen en muchos rincones de Estados Unidos. Hoy, en Dentro del Pandemónium, realizamos un viaje al pasado para conocer algunos de sus ritos, creencias y actos mágicos.
Es un enigma cuándo fue poblado por primera vez el extenso territorio que abarca lo que actualmente es América del Norte. Existen vestigios arqueológicos que incluyen restos de viviendas, huesos de animales y características de piedra finamente trabajada con más de diez mil años de antigüedad, vestigios de un tiempo en el que casi con seguridad nómadas procedentes de Asia llegaron a América en el último periodo glaciar, a la caza de grandes animales como los mamuts.
Beringia
En aquel tiempo, según el profesor de Antropología Larry Zimmerman, autor de un documentado trabajo sobre los indios norteamericanos, el nivel del mar bajó tanto que los actuales territorios de Siberia y Alaska quedaron unidos por una lengua de tierra conocida como Beringia. Aunque los cazadores parece ser que se internaron paulatinamente en América, en una fecha tan lejana como el 8.000 a.C. los seres humanos se habían asentado prácticamente en todo el continente. La conexión histórica entre el este asiático y Norteamérica es patente por varios aspectos, pero se hace aún más evidente respecto al pasado en relación a la figura del chamán y los muchos ritos que parecen tener su origen en Asia.
América del Norte, un continente que con el avance de los siglos se convertiría en una amalgama de culturas y tribus, más tarde conocidas como nativos norteamericanos (Estados Unidos y Canadá), con una cultura y creencias propias, una forma de entender la vida y el entorno casi incomprensible para el hombre moderno y un vínculo con la naturaleza tan íntimo y estrecho que hoy algunos evocan a aquellos hombres como los primeros «ecologistas», tiene un pasado que aún continúa siendo un gran desconocido.
La esencia del indígena norteamericano suele estar desdibujada en Occidente; apenas comprendemos su forma de ver el mundo, su cosmogonía y su relación con el entorno, compleja de asir por la mentalidad del hombre actual. A ello contribuiría el estigma que el americano blanco que conquistó a base de sangre el Oeste dejó en la memoria de estos pueblos, a los que se acusaría de sanguinarios, salvajes y violentos, imagen que durante décadas perpetuaría Hollywood a través de los westerns en los que indios sin escrúpulos cortaban cabelleras a diestro y siniestro, violaban a las mujeres blancas o masacraban a poblaciones indefensas llenas de niños y ancianos, fortaleciendo estereotipos entre la comunidad estadounidense. Por suerte, hoy esa imagen ha cambiado considerablemente, y tenemos una idea –quizá, por otro lado, algo idealizada, pues no eran pacíficos, ni mucho menos–, del indio como un hombre sabio, conocedor y amante de la naturaleza, de gran sensibilidad para contactar con ese mundo invisible en el que al hombre blanco le es difícil creer.
Sea como fuere, nos es imposible en espacio tan reducido abordar todas y cada una de las naciones indias que poblaron Norteamérica durante siglos, hasta que sus miembros fueron prácticamente exterminados en los que se dio en llamar la conquista del Oeste y que acabaría por convertirse prácticamente en un exterminio, un holocausto racial. Tampoco es posible recordar los numerosos rituales, creencias y supersticiones que configuraron a aquellos pueblos, así que nos centraremos en aquellos quizá menos conocidos y más sugerentes por su particularidad y relación con el universo de lo etéreo.
El mundo de los espíritus
Prácticamente todas las tradiciones de los nativos norteamericanos hablan de que todo lo creado por el Ser Superior, tiene espíritu, por ello, todas las cosas son sagradas y mantienen una especial relación entre ellas. La Madre Naturaleza cumple un papel rector dentro de la cosmogonía de las diferentes tribus y la tierra, por tanto, debe ser respetada por su condición tanto sacra como por ser la que provee al hombre y al resto de seres sagrados un hogar y los frutos necesarios para la supervivencia.
Incluso, la concepción del tiempo es para ellos muy diferente. El hombre occidental, nosotros mismos, concebimos éste como un línea larga y recta que retrocede del aquí y ahora hasta un punto lejano e invisible del horizonte. Por el contrario, los nativos americanos, sea cual sea su cultura, consideran que el paso del tiempo no es lineal sino circular y que se caracteriza por el nacimiento, el desarrollo, la madurez, la muerte y la regeneración de todo lo que la tierra comparte: las plantas, los animales y los seres humanos.
Un patrón que va tan ligado a la salida y la puesta de Sol como a la estaciones y a los ciclos lunares. De hecho, es seguro que muchos pueblos midieron el tiempo mediante la observación de los cuerpos celestes, hasta el punto de que, y esto es solo una hipótesis, las enigmáticas «ruedas medicinales» de las llanuras septentrionales se utilizaran para registrar desplazamientos astronómicos.
Para los indios, el tiempo no es lineal: el pasado es el lugar donde residen todas las cosas que han cumplido el ciclo. Ahora esas cosas están «allá afuera» y no son distantes, sino inmanentes. Muchos indios consideran que sus antepasados y otros seres antiguos no están lejos de los vivos. Según su creencia ancestral, al morir, cada individuo se unía a los antepasados en otro estado del ser, incluido, también, el presente. Los clanes ancestrales estaban representados en toda la iconografía indígena, en las imágenes de los tótems, en las viviendas, las canoas, las máscaras… incluso en los recipientes de uso cotidiano.
Por otro lado, no podemos hablar de una religión en sí en relación a los cultos de los aborígenes norteamericanos a semejanza de las que profesan la mayoría de pueblos, sean monoteístas o politeístas, ya que en estas sociedades autóctonas las conexiones de la vida cotidiana y la espiritualidad están tan entrelazadas que no es posible separar casi en ningún caso lo sagrado de lo secular. Para muchos indios, no solo las festividades y ceremonias comunitarias –aquellas que marcan los ritmos anuales– y los rituales que forman parte de las fases de transición –como la pubertad–, tienen un significado espiritual; cualquier acto del día a día, por nimio que sea, posee esa entidad.
Tampoco podemos hablar de una misma «religión» o culto de las diferentes tribus que poblaban aquel inmenso territorio, puesto que cada nación india posee una vida sagrada singular –con sus evidentes diferencias, pero con elementos en común–, basada en el sentido de la comunidad que cada pueblo desarrolla en relación con el entorno y con los seres y espíritus que cada tribu percibe que moran a su alrededor.
Tres indios navajos recreando sus mitos de la creación en 1904
Los indios creían que el poder espiritual, lo que ellos llaman «medicina», reside en las cosas. Todo animal y vegetal, presenta un alma que depende de otras almas; todos los ciclos naturales, como las estaciones o los movimientos solares y lunares, son para ellos pruebas visibles del «círculo eterno de la existencia y de la intemporalidad de la creación», en palabras del citado Zimmermann. Cada día, todos deben prestar el debido respeto a los espíritus como parte de la obligación que han contraído con ellos por el hecho de estar vivos. Por tanto, la idea del bien y del mal es muy diferente a la concepción que tenemos en Occidente, y se fundamente en razón de si se satisfacen o no las obligaciones para con dichos espíritus. El incumplimiento de estas obligaciones puede causar enfermedad o tragedia, ya que según su particular concepción trastoca el equilibrio y la armonía del universo.
(Este post tendrá una inminente continuación en «Dentro del Pandemónium».
PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:
El libro de Larry Zimmerman Indios norteamericanos. Creencias y ritos visionarios, santos y embusteros, espíritus terrestres y celestes, que fue publicado en 1995 por Evergreen y que ha servido, en parte, de base documental para este post.
Pieles Rojas. Encuentros e intercambios con el hombre blanco
Para conocer cómo fueron los primeros encuentros entre los nativos norteamericanos con los europeos (o sus descendientes) podemos sumergirnos en las reveladoras y detalladas páginas del libro de Victoria Oliver Pieles Rojas, que hace unos años publicó la editorial Edaf. El libro nos traslada una visión de conjunto sobre los primeros acercamientos entre los europeos (y sus descendientes) con los nativos americanos, desde Ponce de León, Narváez, Soto y Coronado hasta Vancouver, Malaspina, Lewis y Clark, y nos revela que el primer contacto entre exploradores blancos con los indígenas cambió notablemente con las expediciones que tuvieron lugar en el siglo XVIII y principios del XIX.
Ya no se trataba de violentas partidas de soldados conquistadores (en unos primeros contactos cargados de animadversión y violencia) que van a apoderarse de cuanto puede ser valioso en los países de los que llamaban injustamente «salvajes» (pues poseían una estructura social, una cosmogonía y un vínculo con su entorno que ya quisiera para sí el guerrero blanco), sino de grupos de hombres ilustrados y aparentemente pacíficos exploradores (tampoco fue siempre el caso, claro) que pretendían llevar a cabo su misión científica sin entrar en conflicto con los naturales, y que solo hicieron uso de la fuerza cuando vieron peligrar sus vidas, pues no todos los «pieles rojas» toleraban esa intrusión en sus tierras, y sus experiencias del pasado con el hombre blanco –que en muchos casos, y a diferencia de lo que sucedió en los países bajo la órbita de la Corona hispánica, mal que le pese a la leyenda negra, exterminaron a tribus enteras– les tenían en permanente alerta.
Sin embargo, como afirma la autora, fuese ese primer contacto violento o pacífico, el resultado fue siempre el mismo: tras aquella visita del hombre blanco, en un periodo de tiempo mayor o menor y según las diversas circunstancias, los indios, los grandes perdedores, o tuvieron que emigrar, o fueron desposeídos de grandes partes de sus territorios o vivieron subordinados a los extranjeros, y, en el peor de los casos, fueron exterminados.
He aquí el enlace para adquirir este iluminador trabajo:
La obsesión de la iglesia por erradicar los cultos paganos de brujas y hechiceros, a los que consideraba enemigos mortales de Dios, necesitaba dotarse de un texto que convirtiese en oficial el procedimiento a seguir para la lucha contra el Maligno. En este contexto apareció un libro que ha sido descrito en numerosas ocasiones como «el más funesto de la historia literaria». Con motivo de la publicación de Brujas. La locura de Europa en la Edad Moderna (Debate), recordamos el origen de este pérfido volumen.
Aunque se considera a Jacob Sprenger coautor del «Martillo», lo cierto es que este dominico, profesor de Teología en la Universidad de Colonia e inquisidor de Renania desde 1470, se había distanciado bastante de la postura de Institor cuando éste se decidió a escribirlo y colaboró en su redacción de forma más bien secundaria. El fraile gozaba de una renombrada reputación e incluir su nombre en el frontispicio del libro era la mejor opción para asegurar su éxito. El maquiavélico Krämer no solo se valió de esta artimaña; a la hora de enviar el texto a la imprenta se encontró con otro problema: debía obtener la licencia de la Universidad de Colonia para poder imprimir y distribuir su obra, algo nada sencillo en un tiempo de pasión censoria y pánico herético. Solamente si dicha institución emitía un dictamen favorable, Institor se saldría con la suya.
La universidad no le negó la autorización al dominico, pero sus anotaciones sobre la obra fueron despectivas: sus métodos y su lenguaje apocalíptico no obtuvieron el visto bueno de muchos de sus teólogos. Sin su aprobación, la obra estaba condenada al fracaso, ya que ponía sobre aviso a los lectores de su pernicioso contenido. Sin embargo, no iba a claudicar. Para no sepultar sus expectativas de fama y gloria, Krämer falsificó el acta de los teólogos de Colonia a través de la ayuda prestada por el notario Arnold Kolich van Euskirchen. El escribano extendió un documento notarial fechado en el mes de mayo de 1487, firmado por nada menos que siete profesores de Teología de dicha universidad que aprobaban con entusiasmo el contenido del «Martillo», alabando a su vez la labor del inquisidor dominico. Puestos a falsificar, mejor hacerlo a lo grande.
Dicho documento fue incluido a modo de apéndice en el Malleus, aunque Institor se mostró prudente a la hora de publicarlo en Colonia, única ciudad donde no se incluyó el acta notarial para no levantar sospechas. Su éxito, insisto, fue enorme, mucho mayor del que el propio autor esperaba. Es extraño comprender cómo un libro, descrito como uno de los documentos más aterradores de la historia humana, pudo gozar de tal prestigio y admiración en países tan importantes como Alemania o Francia, cuando en España, supuestamente menos avanzada en diversos campos del saber de la época y donde siempre se nos ha acusado de fanáticos religiosos, fue considerado, y con razón, la obra de un loco. Lo más notable es que no solo la Iglesia católica, a instancias de Roma, siguió a rajatabla los designios marcados por el manual maldito; también –y principalmente– los protestantes, enfrentados constantemente a los católicos por las cuestiones más diversas, convirtieron el Malleus en libro de cabecera de jueces tanto religiosos como civiles.
A martillazos contra los embates del mal
Y es que la obsesión por el demonio, las brujas, los nigromantes y, en suma, por cualquier practicante de las ciencias ocultas fue moneda de cambio habitual desde el siglo XV hasta bien entrado el XVIII. Apenas un siglo después de la primera aparición del Martillo de Brujos, los protestantes alemanes alabaron las nuevas ediciones de la obra publicadas en Frankfurt por el escritor y jurista Fischart. El miedo al maligno era patente en cualquier rincón del «mundo civilizado». El propio Lutero, impulsor de la Reforma y máximo azote de la Santa Sede, decía ser visitado en numerosas ocasiones por el Príncipe de las Tinieblas, quien pretendía tentarle, como a Cristo, con los más insospechados ardides. Un hombre de su talla y cultura, capaz de desafiar al mismísimo vicario de Cristo, justificaba la persecución de brujas y hechiceros sin reservas.
Muchos eruditos contemporáneos a Lutero o posteriores a él apoyaron, en detrimento de su ingente sabiduría, la salvaje cruzada contra las «hordas del mal». Aunque no fueron todos. Algunos hombres de letras vislumbraron las atrocidades que generaría la adopción de una política de persecución y caza de brujas. Las voces en contra fueron, no obstante, pocas, pues todo aquél que se atrevía a cuestionar la eficacia de la pena de muerte solía correr la misma suerte que el reo, o algo peor.
La intención del Malleus fue, para Institor y Sprenger, poner en práctica la orden que emanaba directamente de las Sagradas Escrituras de perseguir la magia, en concreto del Éxodo (22, 17), que sentenciaba: «A la hechicera no dejarás con vida». Pocas «hechiceras» lograron sobrevivir a esta brujomanía, en general tampoco mujer alguna sospechosa de cualquier ínfimo delito, cualquier joven bonita que desafiara con sus encantos la pulcra moral de los varones, pues aunque fueron ejecutados hombres, serían los menos: los jueces de la ley eran varones (que además, en el ámbito católico, habían hecho voto de castidad) y las principales víctimas mujeres, en las que volcaron toda su frustración y superchería.
Aunque la originalidad del «Martillo» era más bien poca, copia y síntesis de manuscritos anteriores, lo cierto es que destacó por su novedad en un curioso aspecto: atacaba a la mujer de forma directa y brutal. A pesar de la llamada de atención de la Bula Bruja refiriéndose a la brujería en ambos sexos, los hermanos dominicos alemanes centraron sus iras en el femenino, quizá desconocedores o temerosos de unos seres de los que les alejaba el celibato. En uno de los capítulos del texto, bajo el título de «¿Qué tipo de mujeres son supersticiosas y brujas antes que ninguna otra?», los dominicos dan muestras de una misoginia sin precedentes; la mujer es, para ellos, la concubina del diablo, un ser maligno y despreciable por naturaleza, por lo que fue la carne de mujeres inocentes la que alimentó en mayor medida las hogueras. No es de extrañar que hoy algunos sectores feministas se refieran a la caza de brujas como «el primer gran feminicidio de la historia».
Recientemente el Parlament de Cataluña, en una decisión algo controvertida –principalmente por la lejanía de los hechos, y según la oposición, por no centrarse en los problemas reales que acechan hoy a la ciudadanía–, aprobaba la propuesta de resolución de ERC, JXC, la CUP y En Comú Podem para reparar y restituir la memoria de las mujeres acusadas de brujería, más de 800 mujeres que entre el siglo XV y XVII fueron acusadas, torturadas y condenadas a morir víctimas de una «persecución misógina», y añadían que es necesaria una reparación ante el que fue uno de los feminicidios menos estudiados y que «sigue conectado con la sociedad actual», que según estos grupos «persigue y señala a las mujeres que se salen de la norma». Por suerte en estos tiempos, y a pesar de los escalofriantes datos de la violencia de género, la mujer en países como España no se encuentra en el punto de mira de las instituciones (civiles o eclesiásticas) en este sentido. Otra cosa es hablar de países como Afganistán, Dubai o la cercana Marruecos, por poner solo tres ejemplos. Queda mucho que avanzar.
Unamisoginia feroz
La descripción que realizan los autores del Martillo de la mujer bajo el epígrafe citado anteriormente habla por sí sola:
«…Tres vicios generales parecen tener un especial dominio sobre las mujeres malas, a saber, la infidelidad, la ambición y la lujuria. Por lo tanto, se inclinan más que otras a la brujería las que, más que otras, se entregan a estos vicios. Por los demás, ya que de los tres vicios el último es el que más predomina, siendo las mujeres insaciables, etc., se sigue que entre las mujeres ambiciosas resultan más profundamente infectadas quienes tienen un temperamento más ardoroso para satisfacer sus repugnantes apetitos; y esas son las adúlteras, las fornicadoras y las concubinas del Grande».
Y continúan ofreciendo, sin tapujos, información sobre la forma en que estas «depravadas mujeres» se entregaban al cultivo del mal:
«Ahora bien, como se dice en la Bula Papal –Summis desiderantes affectibus–, existen siete métodos por medio de los cuales infectan de brujería el acto venéreo y la concepción del útero. Primero, llevando las mentes de los hombres a una pasión desenfrenada; segundo, obstruyendo su fuerza de gestación; tercero, eliminando los miembros destinados a ese acto; cuarto, convirtiendo a los hombres en animales por medio de sus artes mágicas; quinto, destruyendo la fuerza de gestación de las mujeres; sexto, provocando el aborto; séptimo, ofreciendo a los niños a los demonios, aparte de otros animales y frutos de la tierra con los cuales operan muchos daños».
El «Martillo» constaba de tres partes claramente diferenciadas. En la primera, formada por diecisiete capítulos, los hermanos dotaban de cuerpo teórico, bajo el velo de la teología, la existencia de las brujas como una representación del diablo en la Tierra, realizando a su vez una llamada de atención a los gobernantes. Pretendían que éstos comprendiesen la brutalidad y monstruosidad que generaba la brujería, brutalidad que únicamente podría adscribirse a la actuación posterior de estos depravados «cazadores», puesto que nada de lo que se decía en los manuales sería nunca demostrado sino a través de falsos testimonios obtenidos bajo tortura. Dicha monstruosidad brujeril generalmente estaba unida, según los inquisidores, a la renuncia a la fe católica, la burla de Dios, la adoración del Diablo y el sacrificio de infantes no bautizados cuyo sebo serviría, supuestamente, a las despreciables brujas para realizar ungüentos con los que poder volar y reunirse en aquelarres y orgías sexuales sin parangón.
Canon Episcopi
Aquella depravación del hombre, más concretamente de la mujer –engañada por el demonio debido a su alma débil y su tendencia a la lascivia, afirmaban–, no podía seguir consintiéndose, y el ingenioso y pragmático Institor ofrecía las claves para acabar con dicha plaga. La creencia en la brujería era una obligación, al contrario que en tiempos pasados –en el Canon Episcopi se afirmaba rotundamente la falsedad de tales supercherías– y mostrarse escéptico era instantáneamente considerado como herejía: la Biblia daba por real la existencia de las brujas y los dominicos, en consecuencia, afirmaban en el «Martillo» que «cualquier hombre que cometa un grave yerro en la exposición de las Sagradas Escrituras será justamente considerado hereje». No había lugar para voces disidentes.
Este post tendrá una nueva y última entrega.
PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:
Llevo una buena cantidad de años sumergiéndome en todo tipo de literatura relacionada con la brujería, la Inquisición y el ocultismo, pasión que comenzó con la llegada a la redacción de mi añorada revista Enigmas hace la friolera de casi 20 años. Así que cuando se publica un nuevo título centrado en el tema suelo estar atento y no tardar en hincarle el diente, y aunque abundan los textos superficiales o «corta-pega» en este mundo de edición a veces sin control física y digital, lo cierto es que algunos trabajos sorprenden por su meticulosidad y buen hacer.
Es el caso del ensayo Brujas. La locura de Europa en la Edad Moderna, que acaba de lanzar la editorial Debate, uno de los paladines de la divulgación histórica en nuestro país, de la autora Adela Muñoz Páez que, curiosamente, no es ni antropóloga ni historiadora, ni siquiera periodista, sino catedrática de Química Inorgánica en la Universidad de Sevilla, eso sí, responsable de exitosos libros de divulgación como Historia del Veneno (2012), Sabias (2017) y Marie Curie(2020), todos ellos publicados en Debate.
Muñoz Páez explora el proceso por el que a comienzos de la Edad Moderna, en el Viejo Continente hoy asolado por nuevas e incomprensibles guerras, se persiguió a centenares de miles de personas, la mayoría mujeres, y se asesinó, que quede constancia documental, a unas 60.000, en el marco de una sociedad patriarcal y temerosa de Dios, profundamente machista, en la que la Iglesia católica (y también la protestante, en cuyo seno se produjo una persecución mucho más virulenta y sanguinaria, mal que le pese a la leyenda negra) decidiría el rumbo a seguir de toda la sociedad, de reyes a labradores.
Salazar y Frías
Una institución gobernada por hombres profundamente misógina y que convirtió a la mujer en el chivo expiatorio de todos los males, los del «averno» incluidos. Un libro, además, que desmonta mitos, como que España fue una de las naciones más intolerantes en este punto (fruto nuevamente de la leyenda negra, lo que no exime a nuestro país de ser uno de los principales azotes de protestantes y judaizantes), que las penas más crueles las impuso la Iglesia (no fue así, sino los tribunales civiles) o que la Inquisición fue el principal brazo ejecutor de la caza, pues, curiosamente, se erigió en uno de sus principales opositores (no en vano, fue precisamente el inquisidor burgalés Alonso de Salazar y Frías, que se incorporó al tribunal que juzgó el caso de las brujas de Zugarramurdi cuando ya se habían impuesto la mayoría de penas, el responsable de echar el freno a la Caza de Brujas en nuestro país).
Un completo recorrido por la brujería en la historia moderna que a pesar de su título no se circunscribe únicamente al continente europeo y también se ocupa de casos trasatlánticos como el de Salem, que tiene algunos puntos en común con el de Zugarramurdi (ficciones, presiones eclesiásticas, envidias, teriantropía…) aunque tuvo lugar casi 100 años después y a miles de kilómetros de los frondosos bosques navarros.
La filóloga (estudió Filología Germánica en Barcelona) y etnobotánica Julia Carreras Tort acaba de publicar un libro con uno de los títulos más originales del año: Vienen de noche. Estudio sobre las brujas y la otredad. Lo hace en Ediciones Luciérnaga, sello de Planeta al que tengo mucho cariño y con el que publiqué dos libros (Espías de Hitler y Expedientes Secretos de la Segunda Guerra Mundial), con un catálogo de vértigo sobre el misterio y lo insólito. En un elogiable trabajo de campo, la autora sigue el rastro de aquellas mujeres perseguidas con inquina durante siglos en un delirio misógino y supercheril que convirtió la brujomanía en la gran histeria de tiempos pasados: todo era culpa del diablo y de las mujeres, sus concubinas.
Además de trabajar en el Ecomuseu de les Valls d’Àneu, en Lleida, una casa típica palleresa que mantiene su estructura original y muestra al visitante la vida familiar y el espacio doméstico en los valles pirenaicos durante la primera mitad del siglo XX, Tort tiene una web (occvlta.org), donde muestra sus investigaciones (algunas de las cuales engrosan las páginas de este libro), vende recetas e imparte curso online sobre tradición. En el citado museo, realiza talleres y diferentes recorridos por el campo sobre brujas y plantas protectoras del Pirineo, remedios populares y mágicos que ha rescatado del olvido tras una ingente investigación y exploración de los espacios naturales, así como entrevistas a los lugareños de mayor edad que aún pueblan las montañas.
Nada mejor que las palabras de la propia autora para describir el contenido de este sugerente ensayo:
«La bruja habita dentro y fuera de nosotros, vagando en senderos olvidados, aguardando en territorios familiares y en la oscuridad de la habitación que es nuestra mente. Las brujas han habitado en las sombras de la noche mucho antes de que decidiéramos cazarlas, se han presentado ante la humanidad bajo múltiples máscaras, deformadas e instrumentalizadas por el poder. Pero entre todas ellas, hay una máscara que jamás desaparece, aquella que personifica nuestros miedos más primitivos, y que, al mismo tiempo, nos atrae. Al reencontrar su origen primordial y remoto, la bruja se erige como una entidad nocturna que alberga en la Otredad, la oposición más absoluta y necesaria a todo lo que tenemos por cierto o lógico. Al retirar sus máscaras, al buscar entre las sombras de la historia y en los confines olvidados de nuestro territorio, quizás podamos redescubrir partes ocultas e ignoradas de nosotros mismos».
Por lo tanto, además de un recorrido antropológico por la historia brujeril, por el pasado y los mitos, el libro es una suerte de viaje iniciático en el que nosotros mismos quizá redescubramos facetas desconocidas de nuestros ancestros, un vínculo cuasi olvidado con la naturaleza y las fuerzas elementales que el vertiginoso mundo moderno nos ha obligado a sepultar. ¿Seremos acaso todos nosotros/as brujos/as?