Llega a las librerías la primera edición ilustrada en castellano de la inmortal obra del escritor y periodista inglés de la mano de Luis Scafati y la editorial Libros del Zorro Rojo. Una delicia visual que traslada la visión mordaz, lúcida y demoledora de los totalitarismos con plena vigencia en nuestro «avanzado» siglo XXI, cuando somos, más que nunca, esclavos de la tecnología y las fake news y de un puñado de gigantescas corporaciones.
Cuando George Orwell escribió la que probablemente sea la novela distópica más importante del siglo XX, (con permiso de Un mundo feliz y Fahrenheit 451), 1984, aquel intrépido escritor y aventurero que no se casaba con nadie y que había combatido al fascismo en la Guerra Civil Española y al nazismo en la Segunda Guerra Mundial, llevaba tiempo desencantado con el comunismo, al que concebía –y no sin razón– como otro totalitarismo más, casi tan peligroso como los (no tan) viejos fantasmas de la ultraderecha.
Por ello, fue considerado un traidor por los prosélitos de la hoz y el martillo, un vendido al capital, un espía de la corona británica; recibió ataques similares a los de otros artistas como Alexander Solzhenitsyn muchos años antes que el autor de Archipiélago Gulag que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1970. Orwell no parecía nada de aquello de lo que le acusaban, pero todos los hombres tienen su cruz, merecida o no, y deben cargar con ella.
Sea como fuere, el hecho es que más de setenta años después de que Orwell, con una prosa exquisita, pero directa y despojada de aderezos, nos trasladara la tragedia vital de Winston (un peón que se encarga de reescribir la historia para eliminar del pasado cualquier información inconveniente, como sucedía en la realidad el corazón de la Lubianka en la URSS, hasta que pone en tela de juicio el sistema), aquella epopeya, escrita en 1949, en los comienzos de la Guerra Fría y con los crímenes de la última contienda mundial muy recientes, está más viva que nunca.
Los trazos de Scafati para 1984: oscuros, crudos, impresionantes.
Ahora, en pleno auge de las democracias post siglo XXI, cuando los derechos humanos y las libertades –al menos en el primer mundo– parecen estar más garantizados que en cualquier época anterior, estamos sometidos a la mayor vigilancia de la historia. Sí, por el avance tecnológico… pero, sea por una razón de progreso, o por «excusas» de garantizar nuestra propia seguridad, ESTAMOS SIENDO VIGILADOS. Y por tanto, 1984 deja de ser una «vieja» novela de anticipación para convertirse en una obra inmemorial, con un discurso contundente de plena y actualísima vigencia.
El Londres distópico de Luis Scafati
Scafati
Es por ello que el relanzamiento del texto, en exquisita edición ilustrada de la mano del genial Luis Scafati, que acaba de publicar Libros del Zorro Rojo, no podría ser más oportuna, y necesaria. Con una nueva traducción de Ariel Dilon, es la primera edición ilustrada en castellano de esta monumental novela, una crítica lúcida y demoledora de los regímenes totalitarios (de todo pelaje y color), con indudables resonancias diacrónicas que reviven gracias a las descarnadas estampas del también argentino Luis Scafati, ilustrador insignia del catálogo de una de las editoriales clave del panorama actual en lengua castellana.
Ambientada en un Londres distópico de 1948, El Partido domina y controla de forma asfixiante la vida de los ciudadanos, haciendo uso del Gran Hermano, el omnipresente ojo censurador (de reverberaciones mucho más siniestras que homónimos realities televisivos de tiempos recientes), y de la Policía del Pensamiento, el brazo que tortura y aniquila a todo disidente (un procedimiento muy habitual entre los nacionalsocialistas y los fascistas, pero también entre los comunistas).
Scafati refleja de forma magistral las oscuridades de 1984 a través de sus tintas, en uno de sus más loados, lúcidos, críticos e impactantes trabajos; ilustraciones en blanco y negro que refuerzan la angustia vital del texto. El mismo artista argentino habla de esa vigencia del original: «Releer 1984 fue realmente un golpe. Me encontré con que me estaban contando una situación político-social que hoy está atravesando el planeta, donde el poder se manifiesta en lo que sería la prensa hegemónica y donde hay muchísima violencia». Como acertadamente ha señalado el rotativo francés Le Monde: «Si el siglo XIX fue balzaquiano y el siglo XX kafkiano, el siglo XXI se ha vuelto orweliano».
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Fue una de las películas más desastrosas de mediados de los 90, y a pesar de ello, a casi 30 años de distancia de su estreno es vista con cierta nostalgia por los amantes de las rarezas y de la serie B –servidor incluido–. Es mala, sí; no hacía justicia al cómic que adaptaba, de una calidad infinitamente mayor (y muchísima más violencia), cierto, pero tenía «su aquel». Ahora que Ediciones Kraken saca un nuevo tomo sobre el personaje capital del cómic británico, en «Dentro del Pandemónium» recordamos algunas anécdotas de su adaptación cinematográfica.
Se convirtió en uno de los mayores batacazos de Stallone, tras décadas de gloria taquillera con sagas como Rocky o Rambo y un notable éxito dos años antes con Demolition Man. Que entonces el italoamericano enseñara el culo en la escena de la criogenización supuso todo un escándalo (y un reclamo de espectadores) cuando quien esto suscribe tenía 13 primaveras y no había alcanzado ni siquiera la adolescencia. Cómo ha cambiado todo desde entonces. No siempre para mejor. Bendita inocencia.
Le acompañaban en aquella cinta futurista de tono paródico un espídico e hipervitaminado Wesley Snipes (para la nostalgia queda su frase de «Simon dice: ¡Muere!») y una entonces cuasi desconocida Sandra Bullock que se convirtió en mito erótico de toda aquella generación y rostro de referencia a partir de entonces en las superproducciones de Hollywood, principalmente en comedias románticas, pero no solo, pues ha destacado en títulos de gran calidad como The Blind Side o Gravity, y que en aquella aventura futurista de 1993 donde practicaba «sexo sin contacto» por medio de un casco sensorial fue nominada a los Premios Razzie como peor actriz secundaria.
Pero volvamos a Juez Dredd. Algo que no solía suceder en las páginas del cómic británico era que Dredd se quitara el casco, pues era el elemento que lo dotaba de cierto aire misterioso e implacable, pero en gran parte del metraje de su adaptación cinematográfica Sly luce sin él. Se rumoreó que el estudio, Hollywood Pictures, propiedad de Disney, no estaba por la labor de pagarle al actor millones de dólares por un papel en el que ocultaba gran parte de su celebérrimo careto a la audiencia. Es comprensible.
El excéntrico acompañante de Dredd es el hacker Herman «Fergie» Ferguson, rol que interpretó el comediante del Saturday Night Live Rob Schneider, quien ya había aparecido brevemente en Demolition Man. Stallone pretendía que dicho papel recayera en Joe Pesci, pero el actor que había ganado unos años antes un merecido Oscar por Uno de los Nuestros (Goodfellas), de Martin Scorsese, rechazó el papel, que habría sido relativamente similar al que interpretó en Arma Letal 2 en 1989. Precisamente Schneider sufriría un accidente durante el rodaje, y para más inri realizando un acto bastante rutinario, no una de esas escenas de acción que requieren de especialistas (o intérpretes algo temerarios como Tom Cruise): resbaló mientras bajaba por unas escaleras y se dio un fuerte batacazo, golpeando su rostro con el suelo del piso. Aunque el equipo quedó paralizado, imaginando lo peor, no sufrió heridas graves.
A vueltas con la violencia
Cannon
Aunque la película no ofrece ni mucho menos la carga de violencia del cómic original, la idea del director, Danny Cannon , era ser más fiel al mismo dotándola de una atmósfera asfixiante y un contenido que los estudios calificarían de «extremadamente violento» y que obligó a eliminar numerosas escenas en la sala de montaje. De haber prosperado la idea de Cannon, estaríamos ante una cinta muy diferente, probablemente mucho mejor. Aún así, la cinta fue calificada con la temida X (llamada desde 1996 NC-17 según la calificación por edades de la Motion Picture Association) hasta en cuatro ocasiones, pues prevalecía el enfoque violento del realizador, mucho más agresivo de lo previsto por el estudio financiado por Disney. Así, uno de los productores, Edward Pressman, convenció a la junta para que le echara una mirada a una nueva versión más light, que recibió la calificación R (apta desde los 16 años), comercialmente mucho más deseable para una película de acción futurista.
El enfrentamiento entre Stallone y el director fue sonado. El primero creía que debía ser una película de acción con algunos guiños cómicos. Cannon, por el contrario, quería algo oscuro y sin tregua. Con los años, Sly confesaría que el realizador intentaba afirmar su autoridad saltando de la silla de director y gritando que todos debían temerle. Evidentemente, Stallone llevaba muchos años siendo una estrella y tenía una gran influencia en la producción, por lo que no estaba dispuesto a dejarse mangonear por Cannon, ni siquiera aunque éste tuviera razón…
El escándalo de la violencia –que parece fue cosa casi exclusiva de Cannon– acabó salpicando también al guionista, uno de los más solicitados entonces: Steven E. de Souza, que había firmado el libreto de las dos primeras partes de La Jungla de Cristal (Die Hard), Comando o Ricochet (y el de otra película que fue un absoluto fiasco y que se rodó un año antes que Juez Dredd: Street Fighter: la Última Batalla, protagonizada por un Jean-Claude Van Damme ciego de polvo blanco y Raul Julia como villano y ya gravemente enfermo de cáncer).
De Souza
Con el tiempo, un colega le contó a De Souza que los estudios Disney le habían metido en la lista negra, que lo consideraban persona «non grata» y que no volvería a escribir un guion para ellos. Nunca lo hizo. Todo aquel revuelo, sin duda (y al contrario que con otras producciones) repercutió negativamente en su éxito en salas, pasando a convertirse en rareza de videoclub. Y en pieza de coleccionistas «frikis» casi tres décadas después.
Del papel a la gran pantalla… dos veces «fallidas»
Las historias del Juez Dredd en papel tienen un largo recorrido, no en vano, podemos asegurar sin equivocarnos que es quizá el personaje más importante de la viñeta británica, que revolucionó el estilo de contar historias en la «pérfida Albión» con un estilo directo, novedoso, podría decirse que transgresor y en cierto punto satírico, un acercamiento distinto al sci-fi de corte cyberpunk, antecesor de historias distópicas como el Blade Runner de Ridley Scott o el manga/anime Akira, creado por Katsuhiro Otomo (que también realizó su versión cinematográfica en 1988).
El personaje nació en 1976 en el seno de la revista 2000 AD creada ese año por el guionista Pat Mills, que propuso al también guionista John Wagner que participara del proyecto, y se les ocurrió la idea de crear a una especie de agente de la ley que llevara la justicia hasta al extremo (más cerca, pues, de la venganza), con un tono duro, áspero, sin concesiones y dedicado al público adulto. Wagner confió su diseño al español Carlos Ezquerra, con quien había trabajado previamente, y la premisa inicial que le dio es que tuviera cierto parecido estético con el protagonista de la película La Carrera de la Muerte del Año 2000 (Death Race 2000), protagonizada por David Carradine y en la que salía… ¡Silvester Stallone! ¿Casualidad?
El Juez Dredd debutó en el número 2 de 2000 AD, el 5 de marzo de 1977, ambientando la historia en el año 2099, en un futuro distópico en el que la población mundial ha sufrido varias guerras nucleares y existen las citadas Megaciudades. En «Mega-City Uno» es donde Dredd y otros «Jueces» (que sustituyen a las figuras jurídicas de las democracias), con un estricto entrenamiento previo y una imparable bestialidad nunca vista en el cómic hasta entonces, interpretan su particular sentido de la «justicia».
Finalmente, Ezquerra no se inspiró demasiado en el piloto vestido de cuero negro que portaba un oscuro casco que le cubría gran parte del rostro, y a Wagner no le gustó nada su diseño, afirmando que su personaje parecía «un conquistador español». Sin embargo, a Mills le encantó y, en palabras del propio Ezquerra, «se cambió de Nueva York a Mega-City Uno, un centenar de años más tarde».
Los archivos completos del Juez Dredd (Kraken)
Puesto que hablar del serial daría para treinta entradas en «Dentro del Pandemónium», en esta ocasión me centraré solo en lo último publicado en castellano. Hace unos meses, una de mis editoriales de cómics favoritas del panorama nacional, Kraken, editaba el décimo volumen de Los archivos completos del Juez Dredd, el personaje más importante de la viñeta británica, sin cortapisas ni aditivos, un libro ya publicado en su día por ellos –en 2006– y que ahora sale en una nueva edición con impactante portada en blanco y negro. Continúa así la crónica futurista del policía que se hizo popular con sus aventuras publicadas originalmente en la legendaria revista 2000 AD.
En esta ocasión, el Juez Dredd vuelve a las duras calles de la Gran Meg para enfrentarse a los más peligrosos delincuentes de la ciudad en un volumen que incluye algunas de las historias más trepidantes del personaje como «El arte de Kenny Quién», «Los puños de Stan Lee» o «El Taxidermista», con guiones de los genios de la citada publicación Alan Grant (Lobo) y John Wagner (Una historia de violencia), y el arte de clásicos como Steve Dillon (Predicador), Cam Kennedy (Star Wars) o Ian Gibson (Halo Jones). He aquí la forma de adquirir esta delicatessen para los adictos al cómic más exigentes:
En julio de este año la controvertida y genial película dirigida por Stanley Kubrick, adaptación de la novela homónima de Anthony Burgess, cumplió 50 años, momento en que se editaron varios libros conmemorativos. En «Dentro del Pandemónium» recordamos algunas de las anécdotas de su rodaje y la intrahistoria del original literario.
Stanley Kubrick entró en contacto por primera vez con la novela La Naranja Mecánica a través de Terry Southern, co-guionista de Teléfono Rojo, ¿volamos hacia Moscú? (incomprensible título en castellano para Dr. Strangeloveor: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb). Southern le envió una copia de A Clockwork Orange tiempo después del rodaje de la magistral parodia de la Guerra Fría. El texto distópico de Anthony Burgess, publicado en 1962, su irreverencia y su humor mordaz, sin embargo, no llamarán la atención del cineasta neoyorquino en un primer momento, precisamente porque su lenguaje plagado de jerga adolescente y suburbial rusa no le convenció. Sin embargo, cuando fracasó su mastodóntico proyecto de adaptar la vida de Napoleón a la gran pantalla, volvió a fijarse en el contenido de la novela y, según confesó, cambió de opinión al considerar al protagonista, Alex DeLarge (interpretado por un Malcolm McDowell en estado de gracia que admitiría sufrir mucho durante el rodaje) «un personaje tipo Ricardo III».
Los problemas de tan vanguardista e insurgente cinta, preñada de violaciones, sexo, pornografía, violencia, todo ello sin un ápice de conmiseración con el espectador y una frialdad ajena a las emociones que hace las escenas si cabe más insoportables, comenzarían desde el momento de su estreno en cines. Sobre este punto, Pauline Kael puntualiza en El Cine de Stanley Kubrick, recientemente editado por Cult Books: «El truco de hacer que los atacados tengan rasgos menos humanos que los atacantes, para que el espectador no sienta empatía por ellos, es, creo, sintomático de una nueva actitud en el cine. Esta actitud niega la distinción moral».
Kubrick tuvo que retirarla de las salas de Inglaterra al sufrir amenazas de muerte y tras leer en la prensa acerca del apaleamiento de un mendigo en un suceso muy similar al realizado por los drugos en una de las secuencias más recordadas de la cinta. No permitiría su pase en salas de Reino Unido hasta su muerte, que tuvo lugar el 7 de marzo de 1999, a las puertas del nuevo milenio, violento y desbocado, que parecía vaticinar décadas atrás su legendaria película.
Túnel usado en el rodaje de La Naranja Mecánica.
Pero en su estreno, también se prohibió su pase en Estados Unidos: en el país de las barras y estrellas recibió la calificación X; luego Kubrick cortó 30 segundos y en 1973 fue reestrenada con una calificación R, que alude a «Restricted», en películas que no son aptas para menores de 17 años. También sufrió la censura en otros países, como Francia, Australia y la España del tardofranquismo que, aunque más aperturista que en décadas pasadas, no iba a transigir con una película tan «desafiante» al orden establecido.
Precisamente, en unos días está programado el estreno de un documental en el Festival de Cine de Valladolid (del 23 al 30 de octubre) que recuerda el tardío estreno en nuestro país de la visionaria cinta. Su título es La Naranja Prohibiday evoca su simple título original. Bueno, tan simple y tan inquietante: Burguess comentó en una ocasión que provenía de una expresión cockney (slang del sur de Londres): «as queer as a clockwork orange», cuyo significado es «tan raro como una naranja mecánica». El documental ha sido producido por TCM y dirigido por Pedro González Bermúdez, que lo presentará junto a un invitado de excepción, el propio Malcolm McDowell. Precisamente la película se estrenó en 1975 en la misma Seminci (concretamente en su 20ª gala), durante los días previos al fallecimiento de Franco.
Una novela rara… y visionaria
La historia de la novela es tanto o más impactante que el de la película. No fue precisamente un éxito de ventas: se lanzaron 6.000 copias en 1962 y a mediados de aquella década no había llegado ni a los 4.000 ejemplares vendidos. Aquel vocabulario creado ex profeso por el escritor, el «nadsat», no le hizo especial gracia a la crítica, como tampoco en un primer momento a Kubrick. Y lo más alucinante de todo: aquella novela distópica que muchos calificarían de «profética» nació de una tragedia personal. A Burgess le diagnosticaron un tumor cerebral tras derrumbarse mientras daba clase en un aula de Brunéi, en la isla de Borneo, en el Sudeste Asiático. El diagnóstico: a lo sumo, uno de dos años de vida.
Burgess
Ello provocó en él la necesidad de escribir de forma compulsiva antes de que la enfermedad le impidiera continuar; fruto de lo cual, junto a una ingente cantidad de producción literaria por la que casi nadie le recuerda, nació una extraña novela breve en la que plasmaba esa vivencia personal junto a otras no menos traumáticas como la violación de su mujer, Lynne, en Londres, por soldados desertores norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial que le provocó un aborto y que sería el germen de la violación grupal de los drugos a la mujer del escritor en una de las secuencias más impactantes de la historia del cine. A todo ello, el autor le sumó la impresión que le dio, tras su exilio como docente en las colonias británicas, una Inglaterra profundamente cambiada, invadida por los ritmos pop (que impregnarían la estética de su adaptación cinematográfica), las drogas de diseño y las bandas juveniles violentas, captando así, como pocas obras, el espíritu de su tiempo.
En relación con Kubrick, el hombre cuya decisión de adaptar su cuasi desconocida novela le cambió la vida (y esto no siempre sucede para bien), Burgess sentenció que el cineasta neoyorquino llevó a cabo una «reelaboración radical de mi propia novela, no una mera interpretación». No obstante, para el novelista Kubrick había llevado a cabo «una película tecnológicamente brillante, reflexiva, poética, reveladora». Un clásico de culto instantáneo que se rodó hace medio siglo y no ha perdido un ápice de actualidad.
PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:
Cult Books publicó hace unos meses un fantástico libro que recorre con magníficos textos de diversos especialistas la filmografía del director neoyorquino, y, claro, dedica un sorprendente capítulo a La Naranja Mecánica. Desde su primer largometraje, Fear and Desire, hasta el último, Eyes Wide Shut, estrenado póstumamente, Stanley Kubrick se esforzó en sondear los rincones oscuros de la conciencia humana. Al hacerlo, adaptó novelas tan populares como Lolita, La naranja mecánica y El resplandor, y seleccionó una amplia variedad de géneros para sus películas: film noir (El beso del asesino; Atraco perfecto), cine bélico (Senderos de gloria; La chaqueta metálica), comedia negra (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú), ciencia ficción (2001: Una odisea del espacio)…
A lo largo de medio siglo de carrera, Kubrick produjo algunas de las imágenes cinematográficas más evocadoras de la historia del cine. Formado como reportero fotográfico, su control personal de la técnica era apabullante, de un perfeccionismo compulsivo y neurótico. Atraco perfecto deslumbró por su sabia construcción unanimista y acronológica. 2001 fue el primer filme en el que las estrellas no eran los actores, sino los efectos especiales. Barry Lyndon se rodó enteramente con luz natural, o de velas, para reproducir con precisión el ambiente de la época dieciochesca descrita por Thackeray. Y El resplandor ha pasado a la historia por su utilización virtuosa del steadycam en los pasillos de un castillo y de un laberinto vegetal. Desde la primera secuencia de El beso del asesino hasta los últimos fotogramas de Eyes Wide Shut, impresiona el magistral estilo visual de sus películas, sus escenas de tomas fijas, hipnotizantes y fascinantes.
Analizados en conjunto, los textos de Michel Ciment, Roger Ebert, Pauline Kael, Stanley Kauffmann, Dave Kehr, Jonathan Rosenbaum, John Simon y Alexander Walker, entre otros autores, constituyen una lúcida mirada a la visión que tenía el gran director de un universo físico y moral en constante transformación, y aportan profundidad y complejidad a la interpretación de la notable obra de Stanley Kubrick.
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Y Notorious Ediciones ha publicado recientemente nada menos que el libro del 50 aniversario de esta joya del celuloide. Un volumen editado con mimo (como todo su catálogo) que hace honor a tan insigne título. En un precioso tomo profusamente ilustrado a color y blanco y negro, tres prestigiosos autores (Jesús Antonio López, Jesús Palacios y Jaime Vicente Echagüe) abordan los diferentes aspectos del film. Imprescindible para fans y drogalépticos.