Cuando uno piensa en dinosaurios, le viene a la mente, lógico, Jurassic Park, sus muchas secuelas y la gran cantidad de «bichos» antediluvianos de películas anteriores (léase El Mundo Perdido o King Kong) y museos como el Museo Americano de Historia Natural o el Field Museum de Chicago –casi todos en territorio estadounidense–, aunque los continentes allá por el Pleistoceno, el Jurásico o derivados, no eran exactamente como ahora…
Sorprende, sin embargo, para aquel lego en paleontología (como un servidor, lo reconozco) saber que la Península Ibérica es un lugar de gran presencia fósil y en su día fue poco menos que un vergel para las bestias saurias. La Península tenía una localización estratégica privilegiada, llamada placa ibérica, pues ocupaba una posición central en el primer supercontinente, el célebre Pangea (¡qué tiempos!) y más tarde, siendo una de las isla más importantes (en cuanto a fauna y flora se refiere) durante la friolera de 150 millones de años.
Sin embargo, no es hasta el periodo conocido como Cretácico Medio (170 millones de años) cuando se fechan las primeras evidencias de presencia de grandes saurios en el territorio que hoy conforman España y Portugal, un amplio abanico de especies que vivieron (y acabaron extinguiéndose) en nuestro territorio. Hace unos 150 millones de años esta zona era una isla (o Península, depende de la fuente que se consulte), el llamado Macizo Hespérico (o Ibérico), cuya costa oriental coincidía con gran similitud con la línea que hoy dibuja el Sistema Ibérico, ubicada en una zona de mares de poca profundidad entre el Mar de Tetis (en lo que en la actualidad sería el Mediterráneo) y el Mar Rojo.
Una amplia zona que hoy iría desde Cuenca hasta Asturias fue un auténtico vergel preñado de bosques, ríos y lagos que impulsó la aparición de especies de dinosaurios (y muchas otras, como aves, mamíferos, insectos y reptiles); una riqueza natural que haría que fuese la más rica en yacimientos fósiles de grandes animales como los legendarios «lagartos antediluvianos» del pasado. Es la razón por la que en nuestra piel de toro existen hasta 16 museos y rutas para descubrir la presencia de dinosaurios en España.
El próximo 2023 se cumplen 30 años del estreno en cines de la primera película de la saga Parque Jurásico; por supuesto, haremos el pertinente homenaje en el pandemónium, pero mientras esperamos tal efeméride spielberiana, no estaría de más conocer las «islas nublares» que tenemos en numerosos rincones del país –el nuestro, no la todopoderosa «yankilandia»–, por ahora, solo fósiles, aunque teniendo en cuenta el avance de la ingeniería genética, quién sabe…
Para conocer la amplia variedad de especies que poblaron nuestro territorio nada mejor que sumergirnos en las páginas profusamente ilustradas (y muy documentadas) de un volumen colosal (tamaño saurio) que publicó hace unos meses la Editorial Susaeta: Dinosaurios de la Península Ibérica, una completa guía que pone fin al vacío editorial en este sentido (en el divulgativo, alejado de la densidad de los textos académicos) a cargo del paleontólogo Luis Alcalá, director precisamente de uno de esos centros de investigación que existen en España: Dinópolis Teruel.
Entre sus páginas conoceremos especies como el Aragosaurus –en la imagen de la derecha–, el primer dinosaurio descubierto en la Península; el Rhabdobon, «una forma relicta cuyo antepasado sería un rabdodóntico basal más antiguo» de Hungría, o el gigantesco Turiasaurus, conocido como «el lagarto de Teruel», de una longitud de entre 30 y 39 metros y un peso de 40 a 48.000 kg, y que permitió descubrir un nuevo grupo de colosos cuyos restos se han hallados en otros lugares de España y Portugal.
Jurassic World: la historia visual definitiva (Norma Editorial)
Y a la espera de ese 30 aniversario de Jurassic Park, que la saga cinematográfica cerró este 2022 (al menos por el momento) con Jurassic Park: Dominion, en la que aparecían, junto a Owen Grady (Chris Pratt) y Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), las viejas glorias de la primera parte, los inolvidables Alan Grant (Sam Neill), Ellie Sattler (Laura Dern) y Jeff Goldblum, que interpretaba al icónico y pretencioso Dr. Ian Malcolm (no así el entrañable John Hammond, personaje interpretado por el realizador británico Sir Richard Attenborough, que falleció en 2014).
El libro en cuestión es Jurassic Park: La Historia Visual Definitiva, obra de James Mottram y que es una guía que invita a los lectores a emprender por vez primera un viaje por la creación de las películas originales y el gran universo de la franquicia. Cuenta además con declaraciones de personas clave de las cintas, como el propio Steven Spielberg, la productora Kathleen Kennedy y las estrellas antes citadas, Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum, acompañadas por gran cantidad de imágenes exclusivas nunca vistas del rodaje, así como storyboards y arte conceptual.
Uno de los maestros indiscutibles del noir español, Lorenzo Silva, firma junto al periodista Manu Marlasca el libro ilustrado sobre uno de los delincuentes mal llamados «comunes» de la historia reciente de España. Durante catorce largos años mantuvo en vilo a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que perdieron a varios de sus hombres a manos de este forajido moderno sin escrúpulos.
Durante años, rondó sobre su figura el aura romántica del atracador de bancos contra el sistema extorsionador y chupasangres de la gente corriente (algo –o mucho– hay, no obstante, de todo eso en el mundo financiero), ese «romanticismo» que rodeó la figura de otros emblemáticos atracadores como Eleuterio Sánchez «El Lute», imagen que el propio Arbe se encargó de potenciar a través de sus declaraciones y de su libro de memorias: Me llaman El Solitario: autobiografía de un expropiador de bancos (Txalaparta Argitaletxea, 2009).
Sin embargo, al margen de hurtar lo que no era suyo, «El Solitario» poco tiene que ver con El Lute y otros «Bonnie & Clyde» patrios, pues su falta de escrúpulos, su violencia y finalmente su sed de sangre –que provocó la muerte de dos guardias civiles y un policía por el disparo accidental de un compañero durante un tiroteo con Arbe– evidencian que más allá de un ambicioso maleante, era un potencial asesino.
Y eso es lo que pretenden Silva y Marlasca con el trazo de Cristóbal Fortúnez (Mi vida con un fumeta. Aventuras y desventuras de Clarita Brown): demostrar que este individuo no tenía nada de un contemporáneo «Robin Hood», que era un ser sin escrúpulos ávido de poder y papelillos verdes (ahora más bien marrones y azules).
Impresionantes ilustraciones
Ya desde su misma juventud la historia de este ser «solitario» denota a un individuo asocial y pendenciero. Antes de convertirse en ladrón de bancos (y asesino), el personaje, conflictivo, tenía vocación de músico: le encantaba el folk y el rock. En relación a ese tema, existe una curiosa anécdota del «ruido» patrio que cuenta Alfred Crespo en el libro Burning Madrid (66 RPM Edicions), y es que Arbe hizo sus primeros pinitos junto al que sería el segundo batería del grupo de rock Burning, José Antonio Martín Gardoqui, durante unos pocos ensayos tras la salida de la formación del primer baterista. El propio Arbe señala en su autobiografía (de ecos casi hagiográficos) que José Antonio tuvo una influencia en su gusto por el rock y que: «Gracias a él tuve acceso a algunas de las canciones prohibidas por la dictadura».
Con su colega rockero y un tipo que respondía al apodo de «Tatu», un personaje que se las traía del barrio de San Blas experto en el robo de vehículos (cuando éstos tenían «loro», radiocasete extraíble), dieron su primer golpe en la madrileña calle de Jorge Juan, en el barrio «pijo» de Salamanca, en una tienda de música: lanzaron una piedra contra el escaparate y se llevaron en un Seat 124 amplificadores, altavoces, micros y cuatro guitarras eléctricas para poder llevar a cabo su sueño musical. Pero se frustró cuando los delató un «colega» y pasaron nueve meses a la sombra. Era 1972 y «El Solitario» ya sabía lo que era una cárcel. Volvería a estar en prisión en Reino Unido acusado de tráfico de drogas.
Ahora sí, «El Solitario»
Inició su senda delictiva (al menos la de gran altura, la de los atracos) en 1993, en una sucursal bancaria de Ademuz, Valencia. A este «golpe» le seguiría una carrera de fondo que lo convertiría en el atracador más esquivo de nuestro país. Tras 14 largos años de atracos, falsas identidades, tiroteos y asesinatos (el de los guardias civiles José Antonio Vidal y Juan Antonio Palmero en Castejón, Navarra, en 2004) caía en la trampa urdida por las autoridades.
Era detenido finalmente el 23 de julio de 2007 en la localidad portuguesa de Figueira da Foz, en el marco de la «Operación Gloria», cuando se disponía a perpetrar un atraco. Cuando fue interceptado por el dispositivo policial compuesto por agentes especializados españoles y lusos, iba disfrazado con barba y bigote falsos y una peluca; además, vestía un chaleco antibalas y portaba tres armas de fuego (dos cortas y una automática). Posteriormente, en registros en su vivienda y una nave industrial se interceptó un gran arsenal de armas y municiones y numeroso material para su arte de «maestro del disfraz», lo que le permitió ocultar su identidad durante tantos años.
Durante su juicio en 2008 se declaró inocente del asesinato de los guardias civiles, y se autodenominó antisistema, anarquista y «expropiador de bancos», confesando además que su actividad delictiva comenzó al entrenarse con grupos corsos anticapitalistas, con los que perpetró su primer atraco. Dejó perlas como las siguientes en una carta que dirigió a la «opinión pública» desde la cárcel de Zuera: «Yo solo soy un insurgente que me he alzado en armas contra el poder injusto de la banca privada». No se lo creía ni él: no repartía el dinero robado como los forajidos de Sherwood. Siempre se declaró inocentes de los asesinatos, pero los tribunales no le creyeron.
El 29 de abril de ese año era condenado a 47 años de prisión. Este libro sobre su particular andadura es una investigación realmente trepidante que en la mano de Silva y Marlasca se convierte en una absorbente trama policíaca, un noir escrupulosamente real, un true crime de altura. He aquí la forma de adquirirlo:
Ciñó la corona del Reino Unido bajo el nombre de Eduardo VIII, pero no tardó en abdicar para casarse con Wallis Simpson, una dama sin ascendente real. Sus delicados contactos con el régimen nazi y franquista antes y durante la Segunda Guerra Mundial pusieron contra las cuerdas al gobierno inglés y han generado numerosas dudas sobre su patriotismo y la verdadera razón de su abdicación. En nuestro país, rodeado de espías de ambos bandos, vivió uno de los episodios más singulares de la contienda.
Durante su estancia en Madrid, Eduardo fue agasajado por algunas de las personalidades más relevantes del régimen franquista, declaradamente afectos al régimen nazi, entre ellos el ministro Ramón Serrano Suñer y el jefe del Consejo Nacional del Movimiento, Miguel Primo de Rivera, hermano del fallecido fundador de Falange. La presencia de los Windsor en España era muy molesta para las autoridades de su país, y, según lo recogido por los servicios de Inteligencia británicos, muy peligrosa por las afinidades y simpatías del noble con el enemigo. Por su parte, parece que Hitler solicitó al general franquista Juan Vigón que entretuviera a la pareja en España el mayor tiempo posible.
Juan Vigón
Martin Allen señala que Churchill instruyó al embajador británico en España, Samuel Hoare, con el fin de que éste convenciera al duque de Windsor para que regresara a Gran Bretaña. Un telegrama del 22 de junio reza lo siguiente: «Desearíamos que Vuestra Alteza regresara lo antes posible. De los preparativos se encargará el embajador de Su Majestad en Madrid, con quien deberéis poneros en contacto». Aunque Churchill lo reclamaba con la escusa de otorgarle un cargo como general del Ejército, todo parecía una artimaña para impedir sus movimientos, que tenían en jaque a las autoridades inglesas.
Pero nuestro protagonista seguía dando largas, temía regresar a suelo inglés ante las posibles represalias, y no tenía intención de correr. Así lo señala Hoare en otro telegrama, del 24 de junio, enviado a Londres: «Imposible convencer al duque de que salga de Madrid antes del domingo y de Lisboa antes del miércoles. Dice que no hay ninguna necesidad de correr, salvo que le hayan concedido un puesto en Inglaterra o en los territorios del imperio (…)».
Lisboa Top Secret
Palacio de Montarco
Finalmente, Eduardo cedió a las presiones de su Gobierno y se dirigió hacia Lisboa el 2 de julio de 1940 con una larga comitiva que impresionó a los asombrados transeúntes de una desolada Castilla que mostraba la destrucción de la reciente Guerra Civil, mientras Suñer, en connivencia con Ribbentrop, pretendía que los Windsor regresasen a España para instalarse en el palacio de los condes de Montarco, en Ciudad Rodrigo (Salamanca), un enclave fronterizo ideal para que los ingleses se pusieran del lado del Eje tras una hipotética invasión de Inglaterra, cosa que nunca sucedería. La capital lusa era otro centro de espionaje en plena guerra. Miembros de la Inteligencia tanto alemanes como británicos seguían cada uno de sus movimientos. Por su parte, el general António de Oliveira Salazar, quien gobernaba con mano de hierro Portugal, en un régimen bastante similar al franquista, también tenía a sus propios agentes pisándoles los talones. Allí, rodeados de comodidades pero también de numerosos ojos con la tarea de vigilarles, permanecerían más de un mes, y recibirían varias visitas, incluso, del embajador español en Portugal, Nicolás Franco, hermano del Caudillo español.
En la capital portuguesa, llena de espías y agentes dobles, la participación española en todo aquel entramado fue también muy relevante. Eberhard von Stohrer, embajador alemán en Madrid, informaba a su superior, el ministro de Exteriores nazi Joachim von Ribbentrop, que Eduardo se sentía muy inseguro en la Lisboa por las presiones del gobierno inglés, añadiendo que su deseo era regresar a España.
Joachim von Ribbentrop
Eugenio Espinosa de los Monteros
Parece que, según se desprende de los informes de Beigbeder, el propio Franco estaba personalmente interesado en que Eduardo regresara al país, y envió a Lisboa al diplomático español Eugenio Espinosa de los Monteros y Bermejillo (tío bisabuelo de Iván Espinosa de los Monteros, vicesecretario de Relaciones Internacionales de VOX), quien el 24 de julio, apenas unos días después, sería precisamente nombrado Embajador de España en Berlín, para que se entrevistase con el duque. Más tarde, envió un documento secreto que con el membrete «Para conocimiento del jefe del Estado», que hoy se conserva en el Archivo Francisco Franco. En él, el diplomático señalaba que Eduardo había recibido un telegrama de su gobierno en el que «debido a sus diferentes graduaciones en el Ejército estaba bajo las ordenanzas militares y que cualquier desobediencia sería juzgada por un Consejo de Guerra». De hecho, ni siquiera se atrevía a entrar en la Embajada británica «por miedo a ser detenido».
Mientras Lisboa era centro neurálgico de espías, como la mayoría de capitales europeas, circulaban los rumores de que la Wehrmacht iba a atravesar los Pirineos, invadir España y hacerse con Gibraltar. Pero aunque esa posibilidad estuvo a punto de verse realizada, nunca fructificó, y tampoco en Portugal los planes alemanes de retener al duque y utilizarlo para sus fines tendrían éxito. Los ingleses, de nuevo, ganaban la partida in extremis.
Una actitud derrotista
El colmo de la paciencia para el Gobierno inglés fue el hecho de que Eduardo concediera una entrevista en la que se atisbaba una actitud «derrotista» que tuvo amplia difusión y que iba en contra de la política de lucha hasta la muerte de su país. Asimismo, seguía mostrando admiración por el archienemigo alemán, diciendo en público que: «En los últimos diez años Alemania ha reorganizado totalmente el orden de su sociedad (…) Los países que no estaban dispuestos a aceptar tal reorganización de la sociedad y los sacrificios concomitantes, deben dirigir sus políticas en consecuencia». El otrora monarca había ido demasiado lejos. Así, Winston Churchill envió al duque un telegrama en el que le amenazaba con someterlo nada menos que a una corte marcial si no regresaba a suelo británico. La posibilidad de verse ante un consejo de guerra por traición fue demasiado para el duque, y cedió a la presión.
Sir Winston, el único que pudo meter en cintura al duque
La idea de Churchill era enviarlo a las colonias, probablemente en Norteamérica. No obstante, antes de partir a su incierto destino, los alemanes seguían obcecados en la idea de retenerlo, pues le consideraban una pieza diplomática muy valiosa: se sabe que Von Ribbentrop, gran amigo de Wallis desde los tiempos en que ambos residieron en Estados Unidos (hay autores que apuntan incluso a la existencia de un romance entre ellos), pidió a las autoridades españolas, una vez más, que persuadieran a Eduardo de que regresara a España. El pretexto, falso por supuesto, era, según el ministro de Exteriores del Tercer Reich, que los británicos, sus propios compatriotas, pretendían asesinarlo en cuanto pusiera un pie en su nuevo hogar. De ello se encargó Miguel Primo de Rivera, amigo del inglés, quien le comunicó que la Casa del Rey Moro de Ronda se hallaba a su entera disposición para pasar un tiempo rodeado de lujos, si decidía fijar allí su residencia. Serrano Suñer, enconado enemigo de Sir Samuel Hoare, insistió en el mismo punto.
Puesto que parecía inminente la marcha de Eduardo, Hitler encargó al oficial del SD –el Servicio de Inteligencia de las SS– Walter Schellenberg que realizara sabotajes, a través de pequeños asaltos, a la villa lisboeta donde residían los Windsor, rompiendo algunas ventanas y causando pequeñas explosiones mientras hacía correr, como experto en espionaje que era, el rumor de que se trataba de actos de sabotaje de los propios ingleses.
Rumbo a las Bahamas
Finalmente, el destino de quien había sido rey del Imperio británico, por obra y gracia de Churchill, serían las Bahamas. Hitler, desesperado por retenerle, dio luz verde a la Operación David que hemos mencionado: el secuestro directo de la pareja. El automóvil que trasladaba el equipaje de los Windsor hasta el puerto fue saboteado y se difundió la noticia de que existía una bomba a bordo del crucero que debía trasladarles a su nuevo destino, el Excalibur. Aquella argucia retrasó el viaje, pero no pudo impedirlo.
Eduardo no recuperaría el trono inglés, ni Wallis Simpson recibiría jamás el tratamiento oficial de Alteza Real. El duque fue nombrado gobernador de las Bahamas el 18 de agosto de 1940 –lo sería hasta el final de la guerra, en 1945–. Hacia allí se dirigieron él y su plebeya esposa, dejando atrás una guerra terrible que nadie había logrado evitar y que costaría millones de muertos. A pesar de que el duque de Windsor consideraba las Bahamas una colonia «de tercera clase», no le quedó más remedio que aceptar el nombramiento, impuesto por el implacable premier cuyo lema «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor» marcaría toda una época, la más oscura del siglo XX. El papel de Eduardo en la contienda, su visita a España y la operación pergeñada para secuestrarle, siguen rodeados de numerosas sombras, y todavía queda en el aire si abdicó por amor verdadero –como él siempre sostuvo– o por un acto de traición encubierta.
PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:
Con su habitual buen hacer, La Esfera de los Libros nos brinda entre sus novedades un libro a través del que comprenderemos mejor la figura de la duquesa de Windsor (y por ende la de su controvertido marido), escrito nada menos que por Diana Mitford, una de las más estrechas amigas del duque. Asidua invitada a sus fiestas en París o al «Moulin» de Orsay, el pueblo francés donde fueron vecinos, Mitford dejaría a su primer marido (inmensamente rico) por el fascista inglés Oswald Mosley, a quien admiraba (convirtiéndose en lady Mosley), lo que estrecha aún más esos lazos entre quien fuera breve monarca del trono inglés y su plebeya esposa con las fuerzas reaccionarias, para la mayoría de historiadores, verdadera causa (más allá del amor ilegítimo) de que fuese apartado de la Corona cuando ya corrían vientos de guerra en Europa, sabedor el gobierno de su germanofilia y sus buenas relaciones con el Tercer Reich. Un libro, definido por Philip Mansel como «Irresistible» en el que Mitford, a través de un característico y afilado estilo –maliciosamente inteligente, ciertamente irónico y perspicaz–, pinta un retrato de gran realismo de quien fuera su amiga, Wallis Simpson, captando su encanto pero también sus sombras, que las tuvo, y no fueron pocas. He aquí la forma de adquirirlo: