Rodolfo II de Habsburgo: el emperador de las sombras

Introvertido y extravagante, Rodolfo II convirtió la ciudad de Praga en un hervidero de cultura donde se dieron cita científicos, artistas y matemáticos pero también magos, nigromantes, charlatanes y vividores que hicieron de la vieja Bohemia un lugar tan fascinante como lúgubre.

Óscar Herradón ©

Según los astrólogos del momento, Rodolfo vino al mundo bajo una nefasta conjunción de los astros, los mismos que tanto le fascinarían siendo adulto. Sus primeros meses de vida no fueron lo placenteros que cabría esperar. Su hermano Fernando, heredero del Imperio, falleció tres semanas antes de nacer él. Abatida por la pérdida, su madre, María de Austria y Portugal, jamás se mostró cariñosa con él, algo que influiría en su carácter introvertido.

Para alejarle de las influencias luteranas, su tío Felipe II reclamó que fuera llevado a España para continuar con su educación. Y así, con doce años, Rodolfo fue enviado junto a su hermano Ernesto a la austera corte madrileña. Preocupado por su educación, el Rey Prudente los recibía en su despacho a diario y comprobaba sus progresos. No quería que se sintieran atraídos por el protestantismo como su padre. Felipe II obligó al chico a presenciar un auto de fe en Toledo. El terrible ajusticiamiento, al que asistía el pueblo como si se tratara de una obra teatral, atemorizó al joven. Ante las súplicas de los reos, el olor a carne quemada, la imponente presencia de los inquisidores y los vítores de la gente, Rodolfo sintió asco y terror. Pero bajo la tutela de su regio familiar, el futuro emperador no solo conoció desgracias. Gracias a los gustos secretos del monarca español, el joven se adentró en la alquimia y las ciencias ocultas, pasión que le atraparía de por vida.

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

A su regreso a Viena, el futuro emperador ya no se identificaba con la corte que le vio nacer. Tras siete años en España, no volvió a sentirse cómodo en su país natal. Su padre, Maximiliano II de Habsburgo, preocupado porque la corona imperial siguiese en manos de la familia, presionó a la Liga para que su hijo fuera nombrado rey de Hungría y de Bohemia.

Tras la muerte de su progenitor en 1576, Rodolfo fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Apremiado por los problemas que acechaban al territorio y desconfiado de una posible traición, se hizo consagrar precipitadamente el día 1 de noviembre, mes de los muertos, sin tener en cuenta el mal augurio que muchos achacaban a la inapropiada fecha. Rodolfo ya era emperador, sueño de muchos monarcas y, sin embargo, según sus cronistas no estaba contento. Gobernar le espantaba. Prefería reunir reliquias y objetos misteriosos, cosa que hizo en su célebre Gabinete de las Maravillas.

Wunderkammer: Cuartos de las Maravillas

Ainkhurn

Aunque heredó todos los territorios de su padre, Rodolfo lamentaría toda la vida no conseguir el famoso ainkhurn y la copa de ágata de la familia, que pasaron a su tío Fernando, y a los que atribuía un poder sobrenatural. El ainkhurn era un supuesto cuerno de unicornio, criatura que fue considerada real por muchos soberanos. Pero la copa de ágata era para él aún más valiosa. Fernando del Tirol, gran coleccionista antes que Rodolfo, privaba a éste del privilegio de poseer un objeto que la tradición consideraba como el Santo Grial. Años después, tras morir su tío, lograría añadir el cuerno y el «santo vaso» a su colección, desbordada de objetos raros y desconocidos. Este afán coleccionista del monarca se materializó en el conocido como Wunderkammer, «Gabinete de las Artes y de las Maravillas».

Voynich

En unas salas creadas específicamente para tal efecto, Rodolfo reunió cientos de armarios a rebosar. Nunca sabremos la cantidad de objetos raros que el emperador llegó a reunir. Tras su muerte muchos fueron desperdigados o subastados a un precio ridículo. La lista era interminable: medallas, amuletos, cruces de todo tipo, péndulos, armas, piedras preciosas, amatistas y otras piezas a las que Rodolfo atribuía un poder sobrenatural; manuscritos extraños como el Voynich, la Biblia del Diablo, la vara de Moisés; un poco de lodo del valle de Hebrón, donde dice la Biblia que Dios modeló a Adán, cálices fabricados con cuernos de rinoceronte para contener veneno, figuras egipcias… amén de su pasión por las reliquias, que compartía con su tío Felipe II. El gusto por lo horrendo y lo extravagante era otra de sus pasiones: poseía monstruos bicéfalos y raíces de mandrágora.

El periodista argentino Marcelo Dos Santos señala en su libro El Manuscrito Voynich: el libro más enigmático de todos los tiempos, que también se dedicó a «coleccionar» enanos, y ordenó a sus oficiales que reuniesen gigantes suficientes para formar un regimiento. Todo es posible. Reacio a contraer matrimonio a raíz de un anuncio profético, según el cual uno de sus legítimos descendientes lo asesinaría, Rodolfo tomó como concubina a la hermosa Catarina da Strada, hija de su proveedor de antigüedades. Con ella tuvo cinco hijos, al parecer deformes y de comportamientos desviados, el mayor de los cuales, don Giulio, causó numerosos problemas al soberano.

Praga, capital de un imperio mágico

El castillo de Praga, donde residió Rodolfo II

Antes de emprender su labor como mecenas de artistas y magos, Rodolfo trasladó la capital del Imperio a Praga, donde se sentía más cómodo. Allí encontró la tranquilidad que necesitaba para entregarse a sus quehaceres mágicos y a sus experimentos alquímicos… Es muy probable que esta pasión le viniera de sus años en España, pues su tío mostró un enorme interés por la Gran Obra, como atestiguan los numerosos manuales dedicados al asunto que alberga la imponente biblioteca escurialense.

Rodolfo buscó en esta disciplina una fuente de riquezas y, al mismo tiempo, un elixir para calmar sus achaques. Quiso aprender por sí mismo el arte de transmutar los metales y por ello se rodeó de auténticos alquimistas, pero también de caraduras y charlatanes que querían enriquecerse a su costa. El doctor Tadeás Hájek, matemático, astrónomo y esoterista, gozaba de la confianza del monarca y fue el encargado de recibir a quienes decían ser alquimistas y desenmascarar a los impostores. En muchas ocasiones descubrió a los estafadores, pero otras veces lograban ocupar un puesto en las destilerías reales.

Este post tendra una inminente continuación en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER (MUCHO) MÁS:

Y para una visión global de la estirpe regia a la que pertenecía Rodolfo II, la misma que dinastía que trajo a España monarcas del calado de Carlos V o su hijo Felipe II, entre otros, nada mejor que sumergirse en las páginas del voluminoso ensayo Los Habsburgo. Soberanos del Mundo, publicado recientemente por Taurus, la primera historia global de la dinastía que dominó el mundo.

De orígenes modestos, los Habsburgo ganaron el control del Imperio romano en el siglo XV y, en tan solo unas décadas, se expandieron rápidamente hasta abarcar gran parte de Europa, desde Hungría hasta España, y crear un imperio en el que nunca se ponía el sol, de Perú a Filipinas, bajo el cetro de Carlos V y después de su hijo Felipe II. Precisamente el autor, Martyn Rady, catedrático de Historia de Europa Central en la Escuela de Estudios Eslavos y de Europa del Este (SSEES), concede una importancia especial en el relato a la rama española de los Austrias, la más poderosa y la más decisiva de la historia moderna. En un relato de pulso envidiable, narra con magistral claridad la construcción y la pérdida de su mundo, un mundo que duró novecientos años, tiempo durante el cual los Habsburgo dominaron Europa Central hasta la Primera Guerra Mundial.

Precisamente, uno de los detonantes de la Gran Guerra fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono austrohúngaro. Un magnicidio de cariz política que ya se había cebado con otro miembro de la dinastía, la emperatriz Sisí (Isabel de Baviera), asesinada por un anarquista el 10 de septiembre de 1898. Pero el libro recoge infinidad de nombres (en función de su importancia historiográfica, por supuesto).

Asesinato del duque Francisco Fernando en Sarajevo

Entre los numerosos personajes que conforman la historia de los Habsburgo, nada menos que 900 años, hubo de todo: personajes extravagantes y variados, desde guerreros a contemplativos, unos de viva inteligencia, otros con poca perspicacia, unos valientes, otros tendentes a la traición, pero a todos les impulsó el mismo sentido de misión familiar, como le sucedía al protagonista de este post, Rodolfo II.

Con su masa aparentemente desorganizada de territorios, su maraña de leyes y su mezcolanza de idiomas, el Sacro Imperio Romano-Germánico suele parecer caótico e incompleto, pero gracias a la labor de Rady, con una ingente cantidad de información y un trabajo de documentación y análisis de las fuentes (muchas de ellas inéditas) ciclópeo, descubrimos el secreto de la perseverancia de este largo linaje: sus miembros estaban convencidos de su predestinación para gobernar el mundo como defensores de la Iglesia católica (aunque algunos, como el propio Rodolfo II, fuesen excomulgados, y otros, como Carlos V, enviase sus tropas contra la Santa Sede, el célebre Sacco di Roma), garantes de la paz (pese a las numerosas guerras que libraron) y mecenas de la ciencia y la cultura, algo en lo que coincidieron todos, contribuyendo, en tiempos de Felipe II, al esplendor del Renacimiento, y siglos después, a la expansión de otras corrientes de pensamiento aun a pesar de ser una institución del Ancien Régime

Para adquirir este completo ensayo, puedes visitar la página de Taurus (Penguin Random House):

https://www.penguinlibros.com/es/historia/38916-los-habsburgo-9788430623334











El castillo hermético de Federico II

Erigido entre 1240 y 1250 en una colina de Apulia, al sur de Italia, el sorprendente edificio medieval de Castel del Monte está cargado de simbolismos difíciles de comprender. Algunas teorías defienden que su artífice, el emperador alemán Federico II de Hohenstaufen, más conocido como Stupor Mundi –el Asombro del Mundo– ocultó en él una serie de claves herméticas.

Castel del Monte, Apulia, Italia (Crédito: Wikipedia)

Óscar Herradón ©

La figura del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y rey de Sicilia en el siglo XIII, Federico II de Hohenstaufen, aparece rodeada de un profundo halo de misterio que ocho siglos después de su andadura sigue despertando la controversia entre los investigadores. Fue conocido en su tiempo como Stupor Mundi, el «asombro del mundo», por su impresionante formación intelectual y su provocadora forma de actuar, realizando un acercamiento al mundo islámico en tiempos de guerras de religión y cruzadas cristianas, lo que para algunos le convertía en el «Anticristo». Sin duda se adelantó muchos siglos a su tiempo. De hecho, hoy mismo el pontífice Francisco I a Irak ha visitado por vez primera en décadas de historia católica, lo que es todo un hito, y han pasado dieciocho siglos desde que el Hohenstaufen se entrevistó pacíficamente con sus «hermanos» musulmanes.

Federico II (Wikipedia)

Su figura, no obstante, y teniendo en cuenta la época turbulenta que le tocó vivir, no está exenta de polémica. Cuenta la leyenda que Federico nació después de que un dragón se apareciera a su madre Constanza y echara sobre ella su aliento de fuego, una «visita» de gran contenido simbólico similar al del origen de algunos grandes mandatarios de la Antigüedad, como Alejandro Magno, o al de héroes del panteón grecolatino como Hércules. Pronto Federico comenzó a mostrar un enorme interés por todas las ramas del saber. Una vez coronado emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, en 1220, Federico convirtió Sicilia, donde tenía su corte, en un auténtico estado moderno con un magnífico funcionamiento del comercio y una administración centralizada. La llenó también de trovadores y artistas de toda clase, origen y condición.

De Arte Venandi

Protegió incluso a algunos cátaros y a patarinos y arnaldistas, todos con la particularidad común de ser considerados herejes por la Santa Sede. Ello, sumado a su afición por las ciencias ocultas y la alquimia, provocaría airadas reacciones de los católicos. De hecho, llegaría a ser excomulgado en varias ocasiones. Gran erudito, escribió varias obras, entre las que destaca un tratado de cetrería –De Arte Venandi cum Avibus–, y fue el único monarca que logró liberar Tierra Santa sin derramar una sola gota de sangre, gracias a sus habilidades diplomáticas.

Numerología, alquimia y arquitectura hermética

A su vez, el Stupor Mundi fue el artífice de uno de los edificios más asombrosos de la Edad Media. Es más que probable que la sabiduría ocultista y esotérica de su consejero «espiritual», el alquimista Michel Scoto y otros heterodoxos, influyeran en Federico II a la hora de tomar la decisión de construir en la región italiana de Apulia la fortaleza de Castel del Monte. Una construcción excepcional tanto por su forma como por su carácter mágico. Fue levantada a una altura de 540 metros sobre el nivel del mar, sobre una colina que para algunos autores es artificial y sobre la que, al parecer, existía en tiempos pretéritos un monasterio bajo la advocación de Santa María del Monte.

Es evidente que la fortaleza es una exaltación de la simbología del número ocho, ya que esta cifra se repite como un leitmotiv en la disposición del mismo. Siguiendo al autor galo Jean-Michel Angebert, el número ocho es símbolo de equilibrio y de infinito y se presenta en múltiples tradiciones como un rasgo común para la realización de la llamada Gran Obra alquímica. Varios autores afirman que Castel del Monte se usaba como fortaleza, mientras que para otros era un edificio de recreo o incluso un lugar de alojamiento; lo extraño es que su rara disposición descarta casi por completo estas hipótesis. En el caso de que fuera una fortaleza, deberían existir almenas defensivas y otros elementos característicos de las mismas; la posibilidad de que fuese utilizado como alojamiento también es improbable, pues la planta octogonal dificultaría la disposición de muebles y utensilios y la comodidad de los invitados. Narraciones contemporáneas refieren que, en ocasiones especiales, cientos de caballeros de diversas nacionalidades eran recibidos por el emperador en el exterior del recinto, donde se alojaban en tiendas de campaña, lo que viene a corroborar la teoría de que el interior del edificio no era habitado por nadie. Lo que hacían allí aquellos caballeros continúa siendo un misterio. Puede que algún tipo de ceremonial… ¿pagano?

Castel del Monte desde el aire (Licencia: Wikipedia)

Hay expertos que sostienen que Castel del Monte podría ser incluso un observatorio astronómico, dada la disposición del edificio y el enclave elegido para la construcción. La puerta de entrada principal al edificio, que conduce al patio octogonal central, está orientada al Este, según el eje Andria-Jesusalén. La orientación de esta entradaes sin duda alguna intencionada, y su finalidad era conseguir «una identificación vinculante entre el edificio y el Cosmos, lo divino y lo terrenal. El edificio se convertía así en un reflejo del cielo en la tierra (…)». Hoy, la enigmática «fortaleza» continúa en pie, majestuosa, erigida sobre la misma colina que la vio nacer, sorprendiendo a propios y extraños por su peculiar forma, cobijando entre sus muros oscuros secretos de una época que escapa a nuestra comprensión, y que cada vez se aleja más y más en el tiempo.

Símbolos del poder regio

Ahora que la monarquía parlamentaria no goza en España precisamente de su mejor momento, por las veleidades financieras –por ser suave– del Rey Emérito y parte de su entorno más cercano –será la Justicia, ciega, o no tanto, quien finalmente decida la implicación de cada uno en el mayor escándalo que azota la Zarzuela en cuarenta años–, recordamos en este post algunos de los símbolos del poder real –Iura regalia– y su significado ritual a lo largo de los siglos.

Óscar Herradón ©

Coronación de Felipe II de Francia (1179)

Durante la ceremonia de consagración, cuyo fin último era legitimar el poder real sobre la voluntad divina, el rey era investido con una serie de símbolos con los que ha sido representado –principalmente en Occidente- en la mayoría de retratos y otras obras de arte de índole propagandística y que indicaban su carácter supraterreno y su condición de máximo mandatario de la comunidad. Las insignias reales eran consideradas por sus portadores como auténticas armas iniciáticas, y su sola posesión confería el llamado poder regio.

La Corona

Además de servir como adorno para la cabeza que realzaba la figura de su portador, tenía –y sigue teniendo hoy en día– forma de círculo, símbolo de la perfección. El uso de la misma como distinción e incluso como importante símbolo funerario data de épocas remotas.  En la antigüedad se adornó la corona, generalmente de oro y piedras preciosas, con diferentes hojas de plantas como el rosal, la hiedra, el mirto, el roble o el olivo, cada una de ellas con un significado simbólico concreto.

Desde tiempos pretéritos estuvo asociada también al culto solar, y no olvidemos que muchos de los reyes que gobernaban Occidente durante la Edad Media y Moderna hicieron del astro rey, el Sol, su símbolo personal. Eran los conocidos como monarcas de estirpe solar, caso por ejemplo de Luis XIV de Francia, cuyo sobrenombre, Rey Sol, no deja lugar a dudas, o de otros personajes como Rodolfo II o Federico II de Hohenstaufen, reyes muy vinculados al universo oculto y hermético.

En la Antigua Grecia, los vencedores de los juegos olímpicos eran obsequiados con una corona de laurel, que estaba también relacionado con el citado culto solar y que fue recuperado como símbolo de la victoria por los emperadores romanos –la conocida como «corona cívica», triunfal de oro y con hojas de laurel, era la máxima expresión, el símbolo más elevado del poder humano–.

Sin embargo, siguiendo el trabajo de Paola Rapelli Grandes dinastías y símbolos de poder (Electa, 2005), la corona como signo de la realeza no proviene de la cultura grecorromana, sino de Oriente. En el Antiguo Egipto, por ejemplo, algunos faraones ostentaban el título de rey del Alto y del Bajo Egipto, y  tal dignidad era representada por la corona de ambos reinos: la Blanca o  Hedjet, símbolo del Alto Egipto, y la Roja o Desheret, símbolo del Bajo, fusionadas en una, conocida como Sejemty o Corona Doble. Asimismo, existían otro tipo de coronas utilizadas con diversa finalidad y en distintas ocasiones, como Atef o corona osiriaca, que estaba presente en algunos rituales de carácter funerario, y la Jemjem, compuesta por tres coronas Atef y otros complementos, y que parece que tenía una función solar, entre otras.

Osiris

Según Francisco Javier Arriés, la corona, a semejanza del gorro del mago o del hechicero, se apoyaba sobre el último chakra, simbolizando el poder conferido desde lo alto que irradiaba sobre su portador. La palabra chakra viene del sánscrito cakra y tiene el significado de «rueda» o «círculo». Según el hinduismo y algunas culturas asiáticas, los chakras son vórtices energéticos situados en los cuerpos sutiles del ser humano, llamados Kama rupa –«forma del deseo»– o linga sharira –«cuerpo simbólico»–. Su tarea es la recepción, acumulación, transformación y distribución de la energía llamada prana. Los chakras básicos son siete.

De entre todas las que hoy se conservan, destaca por su belleza y simbolismo la corona imperial de Carlomagno, personaje crucial en la forja de la dignidad real de corte divino. Esta consta de ocho placas articuladas y su forma no es casual, pues el octógono es una forma intermedia entre el círculo y el cuadrado, y simboliza la regeneración, algo que sabían muy bien algunos soberanos como Federico II de Hohenstaufen, que utilizó dicha geometría en Castel del Monte.

La corona imperial de Carlomagno, que fue fabricada en los talleres de la abadía de Reichenau, muestra además una serie de placas esmaltadas que representan a Cristo –Rey de Reyes– y a varios soberanos del Antiguo Testamento, lo que indicaba que el Imperio era una institución divina, eje de la convivencia humana que se erigía como protectora del catolicismo. La riqueza y ostentación de la corona imperial es otra de sus peculiaridades. No debemos olvidar que en la mayoría de los casos estos símbolos estaban ornamentados por gemas y piedras preciosas, cuyas virtudes y poderes talismánicos –tendremos ocasión de descubrir también la importancia que algunos reyes otorgaban a las propiedades curativas de ciertos elementos de la naturaleza– actuaban, según se creía, sobre el monarca.

Trono de Carlomagno en la iglesia de Aachen (Aquisgrán)

La Espada

El segundo símbolo que otorgaba el poder regio era la espada, la principal de las armas iniciáticas, que simbolizaba el poder y la justicia, pero también el conocimiento y la razón, virtudes que debía poseer siempre el soberano, aunque por desgracia dicha premisa no se cumplía en muchas ocasiones, «el eje que une los mundos, y una imagen del rayo solar que disipa las tinieblas».

Este importante simbolismo estaba muy vinculado a la caballería iniciática, mientras que la espada era también uno de los principales símbolos de identificación del caballero. Podemos hablar por tanto del caballero-rey o del rey-caballero, honor que algunos soberanos alcanzaron por méritos propios y que otros obtuvieron de forma despótica, obligando a los verdaderos iniciados a que les concediesen el privilegio de nombrarles como tal.

Otro de los símbolos representativos del poder real es el cetro, símbolo de fuerza y fecundidad e imagen de la columna que sostiene el Universo. En la Antigua Grecia, siguiendo el trabajo de Rapelli, el cetro era el bastón largo que usaban las personas mayores como apoyo para caminar y los pastores para guiar los rebaños, por lo que acabó convirtiéndose en el símbolo del Buen Pastor –Cristo– según lo define el Evangelio de Juan (10,1) y por tanto en un poderoso símbolo del rey divino, por lo que representa la función específica de protección de la grey de los fieles y, fuera del marco religioso, de todos sus súbditos.

Es habitual en la iconografía cristiana que muchos santos y personajes relacionados con la religiosidad porten también un cetro, elemento que en la mitología grecorromana, por su parte, representaba el símbolo fálico, como por ejemplo el tirso de Dioniso.

Fuera de Europa era la vara que indicaba el rango social y que se exhibía en las ceremonias rituales. Por su forma rígida y vertical se le relacionaba, como ya he señalado, con el eje del mundo, de gran similitud con la espada. Generalmente, al menos en Europa, el cetro solía rematarse en forma de pomo redondo, símbolo también del mundo y del control absoluto sobre él; también solía ser engalanado con otros ornamentos, como la flor de lis –símbolo de los reyes franceses–, que significa luz y purificación.

Otros elementos simbólicos

El globo también era un elemento crucial dentro del simbolismo regio, y los reyes y emperadores lo llevaban en la mano durante las diferentes ceremonias oficiales, y en la más importante probablemente de sus vidas: la de coronación, simbolizando, en palabras de la citada Rapelli «la metáfora del poder sobre un área terrenal, pero por extensión sobre el mundo entero», encarnando además el ordenamiento divino del cosmos y remarcando también el papel mesiánico del rey como salvador de su pueblo, si tenemos en cuenta que en la iconografía religiosa Cristo se presenta sosteniendo un globo en una de sus manos como salvador del mundo –Salvator Mundi–.

Junto a todos estos símbolos, el trono fue uno de los que mayor distinción otorgaba al soberano; éste era el «ombligo del mundo» y representaba el Universo sobre el que gobernaba el rey. Además, simbolizaba la unidad estable y la síntesis entre el Cielo y la Tierra y era un símbolo también de la majestad divina, pues la divinidad se representa sentada precisamente sobre un trono.

En el Antiguo Egipto, el faraón aparecía representado generalmente sobre un trono, y en los jeroglíficos de las pirámides éste tenía el significado de equilibrio y seguridad. Por su parte, en la Grecia antigua los doce dioses del Olimpo también se sentaban en tronos adornados con ricas joyas. El de Zeus se hallaba situado en la Gran Sala del Consejo, y era de mármol negro pulido con incrustaciones de oro puro, símbolo del astro rey. Para llegar al mismo había siete escalones, cada uno de ellos representando uno de los colores del Arco Iris. Sobre uno de los brazos del gran asiento se posaba un águila de oro que mostraba un rubí en cada ojo; con una de sus garras apresaba los rayos del Dios-Rey, regalo de sus aliados los cíclopes en la lucha contra Cronos y sus secuaces durante la guerra por el Olimpo.

La reina Hera, por su parte, se sentaba sobre un trono de marfil, símbolo de pureza. En Grecia también los reyes y los nobles se sentaban sobre tronos. Rapelli escribe que era un símbolo tan poderoso en aquella civilización que se esculpían tronos vacíos para los dioses, de manera que éstos pudieran estar presentes en todo momento.

En el arte cristiano la Virgen y Cristo están sentados también sobre ellos durante el acto de coronación. Asimismo, Jesús promete a los apóstoles que cuando juzguen a las doce tribus de Israel se sentarán sobre tronos. Estos suelen estar elevados sobre uno o varios escalones, a veces con un dosel o pabellón encima, como en la capilla del palacio real de Aquisgrán, en la que Carlomagno tenía reservado un lugar especial para el trono durante el transcurso de las celebraciones religiosas, elevado sobre una plataforma que hacía que el emperador se situara, física y simbólicamente, por encima de todos sus feligreses.

Para saber más:     

HANI, Jean: La realeza sagrada. Del faraón al cristianísimo rey. José J. de Olañeta Editores 1998.

HERRADÓN, Óscar: Historia oculta de los reyes. Magia, herejía y superstición en la corte. Espejo de Tinta, 2007.

RAPELLI, Paula: Grandes dinastías y símbolos del poder, Electa, Barcelona, 2005.