Los 16 «mártires» sangrantes del Partido Nazi

Una vez que Adolf Hitler se hizo con el control del Partido Obrero Alemán fundado por el cerrajero Anton Drexler y lo reconvirtió en el NSDAP –Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores–, se entregó por completo a crear toda una simbología de ecos trágicos y grandilocuentes, con un fuerte componente místico-religioso. La temible esvástica fue su emblema, y la religión de la sangre, esbozada por el racista y teórico nazi Alfred Rosenberg, su credo.

Óscar Herradón ©

Fiesta del Partido Nazi en 1935.

El nuevo régimen necesitaba, como nueva religión, sus propios mártires, y éstos fueron, además del «camisa parda» Horst Wessel, los 16 miembros del NSDAP caídos el 9 de noviembre de 1923 durante el fracaso del Putsch de la Cervecería, símbolo del sacrifico para la redención del pueblo alemán.

En palabras de Éric Michaud, director de estudios en la École des hautes études en sciences sociales (EHESS) de París, autor de La estética nazi, un arte de la eternidad: «esa sangre confiscaba progresivamente la de los mártires de la Gran Guerra».

Se convirtieron en los 16 mártires sangrantes –Blutzeugen– y la conmemoración de su muerte se convirtió en una de las festividades más importantes del Tercer Reich junto al cumpleaños del Führer, el 20 de abril. En 1933, en la Feldherrnhalle de Munich, donde cayeron sus hombres, Hitler hizo erigir una gran placa de bronce con el nombre de los muertos caídos en el combate por la «libertad».

Feldherrnhalle (Múnich) durante el III Reich.


Precisamente a los «mártires del Movimiento», Adolf Hitler había dedicado el primer volumen de Mein Kampf, cuyas primeras ediciones reproducían sus nombres y sus correspondientes retratos, señalando que habían caído «en la fiel creencia en la resurrección de su pueblo».

El día 9 de noviembre se conmemoraba a la vez la muerte y la resurrección de los caídos. Se celebraba una marcha solemne que recordaba a las procesiones cristianas con los «Viejos Combatientes» del Partido, ataviados con sus vestidos de 1923 –que una tienda especial se había encargado de fabricar iguales–, que partían de la Bürgerbräukeller y llegaban hasta el Feldherrnhalle, recordando el recorrido hecho aquel ya lejano día del Putsch muniqués en que Göring fue herido y el ahora todopoderoso Hitler huyó y estuvo a punto de suicidarse. ¡Qué rápido olvida el hombre sus miedos y debilidades pasadas cuando está en la cima de su poder!

Los Templos de los Héroes

Para la conmemoración de estos «caídos», ritual que el Führer inauguró en 1935 y que permanecería inmutable hasta los años de la guerra, se erigieron los dos templos de los Héroes (Ehrentempel) sobre la Königsplatz, edificios concebidos por el propio Hitler y el arquitecto Ludwig Troost, destinados a recibir cada uno ocho sarcófagos de bronce, templos que simbolizaban «el pueblo resucitado y redimido». El recorrido hasta allí estaba jalonado de 240 altos pilones envueltos en paño rojo, coronados de vasos donde ardía la «llama del recuerdo». A medida que avanzaba la solemne comitiva, los nombres de los muertos del Movimiento eran recitados mientras se escuchaban cantos solemnes y una vez en la Köningsplatz se depositaban los ataúdes ante los dos templos.

Ehrentempel

Hitler, que en Mein Kampf plasmaba su indignación porque el Gobierno de Weimar hubiera rechazado una sepultura común para estos «héroes» (lo cual no era de extrañar, pues pretendieron precisamente acabar con ese Gobierno por la fuerza), hizo exhumar sus cuerpos y exponerlos en la Feldherrnhalle el 8 de noviembre, el día antes de la procesión. Ya entrada la noche, acudió al lugar en un imponente descapotable, pasando lentamente por la puerta de la victoria, atravesando las obligadas antorchas, las banderas con la esvástica y la multitud reunida.

En silencio subió, solo, los peldaños tapizados de rojo que separaban a esa multitud del recinto sagrado. Se recogió durante bastante tiempo ante cada uno de los féretros en un momento de gran solemnidad, incrementado por los pilones hinchados en lo alto de los dieciséis catafalcos y las teas de las SA y las SS que emanaban un humo eterno. Una vez allí, retumbaban dieciséis cañonazos, uno por cada caído, y se recordaban los nombres de los «mártires».

Hitler, que había comparado en 1923 la Alemania vencida al Cristo moribundo sobre la cruz, en palabras del citado Michaud, «reaparecía entonces transfigurado. Restauraba la gloria de los mártires y, providencial sobreviviente escapado del reino de los muertos, llevaba con él la salvación del Reich eterno». La edición del día siguiente del Völkischer Beobachter decía: «Él se yergue ante nosotros, como una estatura, ya más allá de la dimensión terrestre».

La Bandera de la Sangre

Así, Hitler volvía a traer del reino de los muertos los mandamientos de la sangre para que su pueblo los obedeciera. Setenta mil miembros del Partido desfilaron después como su séquito ante los caídos. Como reliquia por antonomasia del NSDAP estaba la llamada «bandera de la sangre» (Blutfhane), conducida por la Orden de la Sangre, una bandera recogida el día del Putsch fallido y salpicada por la sangre de los mártires. Desde el segundo Congreso del Partido en 1926,  a la bandera se atribuía la virtud de transmitir fuerzas por contacto, aunque eran pocas las veces que tal reliquia –tan importante– era mostrada en público. Cada vez que se consagraba una nueva bandera del partido o de organizaciones como la Orden Negra, con sus runas sieg (SS), ésta debía ser consagrada por Hitler con la Blutfhane en un ritual de fuerte contenido simbólico.

Hitler con la Blutfahne consagra otras banderas.

Como colofón a la solemne ceremonia, Goebbels hacía un último recital de los nombres de los caídos que imitaba el ritual de los fascistas italianos, uno tras otro, como si hubieran resucitado, seguidos de un ¡Presente! que entonaba el coro de las Juventudes Hitlerianas. Luego los ataúdes eran bajados al corazón de los dos templos y Hitler, visiblemente emocionado, decía: «Para nosotros ellos no están muertos. Estos templos no son sepulturas, sino una Guardia eterna. Ellos están allí para Alemania y velan por nuestro pueblo. Reposan aquí como los verdaderos mártires del Movimiento».

Los nacionalsocialistas ya tenían la liturgia y los lugares de rezo del régimen, sus propias reliquias y símbolos. La Sangre y el Suelo proclamada por Rosenberg era su religión, la esvástica su emblema, Hitler su dios reencarnado. Necesitaban también un enemigo atávico en consonancia con su visión dualista de la historia y ese no podía ser otro que el judío, al que culpaban de todos los males de Alemania.

PARA SABER MÁS:

–HERRADÓN AMEAL, Óscar: La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich. Edaf 2011.

–MICHAUD, Éric: La estética nazi, un arte de la eternidad. Adriana Hidalgo Editora 2009.

–SALA ROSE, Rosa: Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo. Acantilado 2003.

La Orden Negra: el camino de sangre de las SS en el Tercer Reich (El origen)

Bajo la supervisión de Heinrich Himmler tomó forma una de las organizaciones más siniestras de la historia humana: las SS, conocidas extraoficialmente como la Orden Negra, en alusión directa al color de los trajes de sus oficiales y a sus prácticas secretas, que la convirtieron no solo en un cuerpo militar y político, sino también en una organización mística. Este es el camino de muerte y destrucción que recorrieron los caballeros paganos del Tercer Reich.

Himmler durante un mitin ante sus SS

A mediados de la década de los veinte del siglo pasado, uno de los personajes más cercanos a Hitler, Heinrich Himmler, quien había comenzado su andadura en el Partido Nazi –NSDAP- con pasos discretos y acabaría siendo el segundo hombre más fuerte del régimen hitleriano, se puso al frente de un cuerpo de guardias personales cuyo principal cometido era proteger al futuro dictador alemán. Con el tiempo, la conocida como Orden Negra sería una de las fuerzas más siniestras y misteriosas del Tercer Reich, cuyos ritos, prácticas ocultistas y extravagantes creencias conducirían inexorablemente a Europa hacia la destrucción.

Para dar forma a su cuerpo de élite, con el que soñaba instaurar un orden racial en una nueva Europa pagana, el Reichsführer se inspiró en la antigua Orden medieval de los Caballeros Teutónicos o Deutsche Ritterorden, fundada por Heinrich Walpot von Bassenheim en el año 1198. Himmler, fascinado también con las religiones de Oriente, se inspiró en la casta guerrera hindú para crear su Orden Negra y siempre llevaba consigo textos de la Bhadavad Gîta, la “Canción del Señor” hindú. No en vano, enviaría una expedición al Tíbet en busca de los orígenes míticos de la raza aria en el Himalaya, financiada por una de las organizaciones más misteriosas creadas en el seno de la Orden Negra: la Ahnenerbe o “Sociedad Herencia de los Ancestros”, una de las mayores excentricidades del Reichsführer.

Emblema de la Ahnenerbe

El Estado soy yo

Pronto, al servicio del mago negro del Tercer Reich, las SS se convertirían en arquetipo del “Estado dentro del Estado”, un grupo exclusivo de hombres y mujeres poderosos que se regía por férreas normas de las cuales la principal era la lealtad al Reichsführer y la obediencia incondicional a sus órdenes, fueran cuales fuesen (algo que adquiría su expresión más siniestra en los campos de concentración y exterminio).

Una vez que consolidó su poder en 1934, en plena ebullición del poderío nazi, Himmler dio rienda suelta a sus obsesiones medievales y al pasado mítico alemán,  con el que había crecido en Munich. Entonces ya había convertido en su consejero espiritual a Karl Maria Wiligut, el «Rasputín nazi», un ex combatiente iluminado y loco que decía poseer una memoria ancestral que le permitía nada menos que comunicarse con los ancestros arios de Alemania y que diseñaría los símbolos esotéricos de las SS, una vez que ingresó en el cuerpo bajo el pseudónimo de Karl Maria Weisthor y fue nombrado jefe de la Sección de Prehistoria e Historia Antigua, que formaba parte del Departamento de raza y asentamientos –RuSHA– que dirigía Walter Darré.

Wiligut

Para Heinrich Himmler, la “memoria ancestral” de Wiligut, un personaje marcado por el alcoholismo y las enfermedades mentales sobre el que incluso recaía la sospecha de abusos sexuales a sus dos hijas –lo que nos da una idea de la falta de humanidad del Reichsführer, al que solo interesaba alcanzar su propósito místico y político- sería la llave que abriría la puerta de la gloriosa prehistoria germana.

Himmler creía fervientemente en todo lo que decía en sus discursos. Convincente orador, hablaba a los jóvenes sobre el irresistible encanto de una orden oscura y secreta, que poseía un credo pagano que se rebelaba contra la burguesía cristiana. En 1937, en un discurso radiofónico, afirmó que era mucho mejor ser pagano que cristiano, y “rendir culto a las certidumbres de la naturaleza y los antepasados que a una divinidad invisible y a sus supuestos representantes en la Tierra”.

Himmler se veía a sí mismo como el fundador de una nueva Orden pagana cuyo objetivo era extenderse por toda Europa y que duraría al menos tanto como el “Reich de los Mil Años” que había iniciado Adolf Hitler al tomar el poder.

Emblemas místicos de las SS

A partir de 1934 las SS fueron promovidas de forma consciente por el Reichsführer no sólo como una élite racial, sino también como una Orden secreta y oscura, creándose a tal efecto insignias simbólicas, emblemas y uniformes que con su elegancia, sirvieron como un señuelo para atraer a sus filas a ciudadanos comunes de media Europa. Durante toda la historia de la terrible organización el emblema que quedaría irremisiblemente asociado a ésta sería la «cabeza de la muerte» o Totenkopf, una calavera con tibias cruzadas diseñada por Karl Maria Weisthor y que se adoptó como un vínculo «directo y emocional» con el pasado de la élite militar de la Alemania imperial, pues ya había sido utilizada por los Húsares Negros o «de la Muerte» y por otras unidades militares tiempo después. En 1923 los miembros del Stosstrupp de Hitler adoptaron la Totenkopf como emblema distintivo, que se seguirían llevando sus sucesores en las SS, aunque con un diseño exclusivo a partir de 1934, con una «cabeza de la muerte» sonriente, con mandíbula inferior, sirviendo de modelo del prestigioso anillo de las SSTotenkopfring– diseñado por Weisthor y que era el regalo con el que Himmler honraba a sus hombres más leales.

Daga de las SS

Además de la Tontenkopf, las runas SS representaban el elitismo y la camaradería de la organización, siendo pronto elevadas a una condición cuasi sagrada. A todos los Antwärter de la Allgemeine-SS que entraron en la organización antes de 1939 se les impartían clases de simbolismo rúnico como parte de su formación, y en 1945 la Orden Negra utilizaba hasta 14 variedades principales de runas, que incluso se añadieron con teclas especiales a las máquinas de escribir que se utilizaban en sus oficinas centrales.

Totenkopfring

Como señala Robin Lumsden, profesor de la Universidad de St. Andrews, en Escocia, y autor de Historia Secreta de las SS, a fin de inculcar una sensación de caballerosidad en todos sus oficiales y soldados jóvenes, el Reichsführer los recompensaba con los tres símbolos menos grandiosos pero muy significativos dentro de la organización: la daga de honor, la espada ceremonial –Ehrendegen– y el anillo citado, «una combinación mística que, evocadora de una aristocracia guerrera y de la leyenda de los Nibelungos, simbolizaría la Ritterschaft –Caballería- de la nueva Orden de las SS», que estaba arraigada, según creía fervientemente Heinrich Himmler, en el pasado germánico más remoto. La daga llevaba grabada la inscripción “Mi honor es mi lealtad”, un lema sugerido por Hitler que evocaba los juramentos de los caballeros teutónicos. Tanto ésta como la espada estaban decoradas con runas.

Óscar Herradón ©