Churchill y Franco. Una guerra secreta por la neutralidad (I)

De todos es sabido el estrecho lazo que mantuvo el régimen de Franco con el nazismo. Menos conocidas son las relaciones entre el Gobierno británico de Churchill y España. La desclasificación de importantes documentos de aquel periodo arroja luz sobre un soborno encubierto que cambiaría el rumbo de la Segunda Guerra Mundial.

Por Óscar Herradón ©

Casi 84 años después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, devastador conflicto que perfilaría el mundo en el que vivimos, y que dio un giro de 180 grados a la historia de la humanidad (y cuyas terribles consecuencias vuelven a reverberar en los oídos de los europeos a más de un año de la guerra de Ucrania), hemos escuchado hablar hasta la saciedad de las relaciones que el gobierno franquista, con un implacable poder recientemente estrenado, mantuvo con la Alemania nazi.

De todos es sabido que Adolf Hitler contribuyó al esfuerzo de guerra del lado de los golpistas, con armamento y con episodios tan deleznables –y estratégicamente claves– como el bombardeo de Guernica, que serviría a los modernos aviones de la Luftwaffe de entrenamiento para su indiscriminada Guerra Relámpago en el Viejo Continente; también de las negociaciones entre este y Francisco Franco para que una España paupérrima con un ejército mal preparado aunque fanático a la causa nacional no se mantuviera neutral, conversaciones que tendrían su momento clave en la reunión en Hendaya el 23 de octubre de 1940. Pero, ¿y las relaciones del dictador español con los aliados, concretamente con Winston Churchill y los mandamases del Foreing Office? ¿Tuvo algo que ver el combativo premier británico con la neutralidad del régimen franquista?

A bote pronto uno imagina que el “Caudillo” no pretendía mantener contacto alguno con las democracias occidentales cuando él mismo se había decantado por un régimen de Partido Único, prensa única e ideología nacionalfascista –y de religiosidad desbordante– que veía en el nazismo un arma implacable a quien pretendía imitar –creencias religiosas aparte–. Es más, en numerosas ocasiones Franco se jactó de querer entrar en la guerra del lado del Eje. ¿Qué sucedió entonces? A continuación veremos que Winston Churchill y su gobierno tuvieron mucho más que ver en el desarrollo de los acontecimientos de lo que en un principio pudiera parecer.

Una reveladora desclasificación

Enseguida nos retrotraeremos a la España de principios de los años cuarenta, con una Europa sumida en plena contienda. Pero a principios de octubre de 2016 saltaba a primera plana una noticia sobre el tema que venimos tratando. Concretamente, la prensa hablaba sobre la “traición” de Churchill a Franco, en relación a Gibraltar, cuando el entonces jefe del Estado español estaba convencido de que el dirigente británico devolvería aquella región por su neutralidad en el conflicto, a partir de unos papeles que en 2013 fueron desclasificados por la Oficina de Registro Público británica y que se sumaban a la gruesa publicación de archivos hasta entonces secretos sobre las relaciones entre los mandamases de Downing Street y el gobierno franquista. El tema de Gibraltar es sustancioso, aunque no fue definitivo en el desarrollo de los acontecimientos.  

A través de dichos expedientes y notas de las embajadas –la mayoría secretas hasta entonces– se puede trazar una historia de espías y medias verdades, y negociaciones en la sombra que mantuvieron a Franco en una delicada tesitura: apoyar a Hitler y Mussolini, a quienes consideraba aliados naturales, o mantenerse al margen para recibir promesas y ayudas de Inglaterra y Estados Unidos. Finalmente, el régimen se decantaría por esta última opción –con matices–.

España, nido de espías

Lord Halifax

Eran las 22.15 horas del 4 de junio de 1940 cuando sir Samuel Hoare, embajador británico en el Madrid franquista, enviaba un telegrama urgente a Londres. Era una comunicación secreta dirigida a Edward Frederick Lindley Wood, primer conde de Halifax, más conocido como lord Halifax a secas, que hoy, desclasificado por el MI6, sabemos que rezaba lo siguiente: «Hay indicios de que está cobrando impulso la idea de abandonar la neutralidad, y tengo la impresión de que ha llegado el momento de actuar de forma inmediata para verificarlo». Inglaterra estaba viviendo uno de sus peores momentos de la Segunda Guerra Mundial, siendo sus tropas literalmente arrasadas por la «Guerra Relámpago» nazi.

Samuel Hoare. Wikipedia (Free License).

Aquel mismo día se había producido el desastre de Dunkerque y, aunque Churchill no claudicó y continuó con su diatriba luchadora, enunciando el célebre discurso en el que afirmaría que los ingleses «jamás nos rendiremos», lo cierto es que la entrada de nuestro país en la contienda, algo que entonces parecía inminente, podía ser un golpe de efecto magistral para equilibrar la balanza bélica a favor del Eje.

Si Franco se posicionaba en la contienda del lado de Alemania e Italia e invadía Gibraltar –algo que estuvo a punto de suceder mediante la denominada “Operación Félix”–, el territorio del sempiterno enfrentamiento entre nuestro país y el del premier, los aliados perderían el Mediterráneo y los buques y acorazados británicos tendrían que bordear todo el continente Africano hasta el Canal de la Mancha para librar su batalla en el Norte de África, una zona clave para la victoria. Esa era la verdadera amenaza española, pues su ejército estaba mal pertrechado y sus tropas aún acuciaban los estragos de la Guerra Civil, pero era un movimiento estratégico decisivo.

Documentos secretos del SOE en España

Aquello podía ser un verdadero desastre para los aliados. Había que hacer algo, y hacerlo rápido, y esa era la misión de Hoare, que había llegado a la capital española tan solo unos días antes de escribir a Halifax. Este personaje, uno de los más brillantes diplomáticos –y también espía, campo que conocía muy bien, pues había dirigido el servicio secreto británico en Rusia durante la Gran Guerra–, ya tenía sesenta años cuando fue nombrado embajador. En más de una ocasión había mostrado simpatía hacia la causa nacional y era el hombre más indicado para convencer a Franco y sus generales de la importancia capital de la neutralidad. Lo haría, eso sí, a golpe de talonario.   

Asunto Confidencial

Blitz

Y es que de los papeles desclasificados se deduce que Hoare tenía un plan –aunque el tiempo corría en su contra– para mantener la neutralidad española en la guerra. Paul Preston, biógrafo del embajador, señala que este había enviado telegramas a Londres explicando que Franco le había recibido en un despacho en el que lucían retratos de Hitler y Mussolini y le había llegado a decir que los británicos «deben rendirse ante la inevitable victoria alemana». Es más, el jefe del ejecutivo español había prometido a Hitler su participación en la contienda a cambio de la expansión española en África y de todos era sabido que estaba dispuesto a apoyar los totalitarismo que él mismo representaba frente a los regímenes parlamentarios, mientras en las calles de la Península falangistas y universitarios afectos a la dictadura clamaban por la victoria de Hitler con proclamas como «¡Abajo Inglaterra!», frases lapidarias que gritaban el 1 de junio de 1940 ante la embajada británica.

Todo estaba en contra de los ingleses para que España se mantuviera neutral y su entrada en la guerra era inminente, según Hoare, salvo que se detuviera con una gran cantidad de dinero, nada menos que medio millón de libras –dinero que aumentaría exponencialmente hasta los 10 millones de dólares– para sobornar a varios generales poderosos del régimen franquista. Si Gibraltar caía en manos españolas o alemanas y las potencias del Eje instalaban baterías en la costa africana, el Estrecho, como señalé líneas más arriba, quedaría blindado y los barcos, buques y navíos de guerra ingleses tendrían que circunnavegar África no solo para librar la batalla en el norte del continente sino también para acceder a la India, un territorio clave que podía llenarse de insurgentes y opositores al imperio británico.

«La Caballería de San Jorge»

En toda esta operación de chantaje la embajada británica en España se sirvió de la contrainteligencia y el espionaje, una de las armas más efectivas en aquella lucha. El principal espía, además de Hoare, en Madrid, era Alan Hillgarth, agregado naval y responsable de Inteligencia en nuestro país. Trabajando mano a mano con Hoare, será este quien escriba la célebre frase, dirigiéndose a sus superiores en Londres, de que es el momento adecuado de cargar “la caballería de San Jorge”, haciendo alusión a las guineas de oro con las que su país ayudaba a sus aliados en conflictos pasados, monedas decoradas con el patrón británico. Así acabaría conociéndose esta operación secreta que por fin ha trascendido.

Alan Hug Hillgarth

Y uno de los hombres clave para que la misma fructificara, según los informes y lo que ya recogiera en un magnífico libro en 2008 el historiador Pere Ferrer, fue el empresario español Juan March, quien ya había sido una pieza clave en la financiación del viaje que trajo a Franco a España para el levantamiento del 18 de julio que dio inicio a la Guerra Civil, a bordo del Dragon Rapide, un hombre cuya fundación hoy goza de enorme prestigio pero con un pasado lleno de claroscuros que, según Ferrer, era «un maestro de doblegar voluntades a través del soborno», quien había hecho una gran fortuna con el contrabando de tabaco durante la I Guerra Mundial y había blindado su imperio vendiendo armamento a distintos contendientes durante la Segunda, a aquel que fuera el mejor postor. Además, sería confidente del almirante Wilhelm Canaris –jefe de la Inteligencia naval de la Marina alemana, más tarde ejecutado por traición al Führer– en Madrid. Sería en 1936 precisamente cuando Alan Hillgarth conoció en Mallorca, donde se había establecido a principios de aquella década, al multimillonario hispano.

Al parecer, la decisión del MI6 de utilizar a March era que los generales españoles no supieran que era precisamente el gobierno británico, por el que no tenían demasiada simpatía, quien les compraba. Aunque en los primeros telegramas que intercambia Hoare con Londres no se mencione el nombre del empresario, autores como los historiadores Gabriel Cardona o Enrique Moradiellos, así como el citado Ferrer, apuntaban ya antes de la desclasificación de los documentos y misivas que era con March precisamente con quien el embajador británico negociaba los sobornos a los generales españoles. El banquero mallorquín estaba convencido de que los generales no le harían ascos al «complemento salarial» ofrecido por los hombres de Churchill.

Canaris

Los militares opositores a Franco, que los había, empezaron ya a mostrar su descontento durante la Guerra Civil, incluso en el propio bando golpista, y cuando el conflicto fratricida terminó, algunos quisieron restaurar la monarquía borbónica y otros sacar el mejor provecho personal de la situación. El ejército franquista no estaba precisamente bien pagado en la España de la cartilla de racionamiento y el estraperlo. Los generales españoles ganaban unas 5.000 pesetas mensuales en medio de una fuerte inflación –lo que implicaría que las cantidades iniciales subieran desorbitadamente–. Aquello no era lo que se dice mucho dinero, aunque muchos de aquellos mandamases tuvieran sus propios “negocios” gracias a su cargo en el franquismo.

Comunicaciones in extremis Madrid-Londres

Al comienzo todo parecía marchar viento en popa. El 9 de junio, Hoare telegrafiaba a Londres lo siguiente: «Las negociaciones secretas proceden satisfactoriamente». Pronto, no obstante, el dinero prometido se quedó corto, y el medio millón de libras inicial iría aumentando progresivamente para evitar que España entrase en guerra. Los intercambios telegráficos entre la embajada inglesa en Madrid y la capital británica eran cada vez más frecuentes y en ellos, hoy desvelados, podemos leer frases de Hoare tan inquietantes –y trascendentes– como las siguientes: «Dudo de si enviar ningún nombre, ni siquiera en un mensaje cifrado». Cuando Italia declara la guerra a Francia y Gran Bretaña, Franco anuncia que España pasa de la neutralidad a la “no beligerancia” y la situación es cada vez más crítica. Samuel Hoare vuelve a escribir a Londres: «Debe aceptar mi palabra de que las personas son de la mayor importancia (…) la entrada de España en la guerra depende de nuestra rápida acción». Y puntualizaba: «La situación es crítica». Lo acordado por el espionaje británico con March era depositar el dinero en el Swiss Bank Geneva de Nueva York. El día 21 de junio, el Foreign Office confirmaba a Hoare que la operación ya había sido realizada.

Este post tendrá una inminente segunda parte en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Existen diversos títulos que nos acercan a estos hechos de forma exhaustiva, como Sobornos. De cómo Churchill y March compraron a los generales de Franco, de Ángel Viñas (Crítica, 2021) o El Telegrama que Salvó a Franco. Londres, Washington y la cuestión del régimen (1942-1945), de Carlos Collado Seidel, también editado por Crítica unos años antes, en 2016. El más reciente es Bajo las zarpas del Léon, de Marta García Carrera, editado por Marcial Pons.

Un libro muy recomendable para entender la influencia ejercida por Gran Bretaña en España para decantar la balanza a favor de los aliados, no solo en la Segunda Guerra Mundial sino también en la Primera. En tan delicados periodos históricos del siglo XX España se convirtió en un protagonista destacado del escenario neutral, y fue objeto de reiteradas campañas propagandísticas extranjeras que trataban, por una parte, de explotar las filias y fobias existentes en el país, y por otra, favorecer sus respectivas causas bélicas y dificultar la actuación del enemigo en territorio español. En este sentido, la potencia aliada que movilizaría mayores esfuerzos propagandísticos en la Península sería Gran Bretaña, colocando al país, como reza el título del ensayo, bajo la zarpa de un león que, aunque luchó a contracorriente buena parte de los conflictos, extendió sus garras a través de la diplomacia y la persuasión, como hemos visto en este post.

Este documentado trabajo revela la misión de la propaganda británica en España, un instrumento de guerra que partía de instancias ministeriales y diplomáticas, pero que también se nutría de dinámicas paralelas, como las aportadas por las redes de inteligencia, la iniciativa popular o las plataformas periodísticas e intelectuales. Evolucionando desde la supervivencia a la ofensiva, los británicos emplearon todos los canales disponibles a su alcance para tratar de orientar a la opinión pública española; a veces caminando al filo de lo imposible entre el límite de la imaginación, los obstáculos impuestos por el Gobierno español y los márgenes de la clandestinidad.

He aquí el enlace para adquirirlo:

https://www.marcialpons.es/libros/bajo-las-zarpas-del-leon/9788418752346/

Franco Desenterrado. La Segunda Transición Española

Y otro libro polémico pero a su vez necesario lo publicó en 2022 la editorial Pasado & Presente, a cuyos títulos debe estar muy atento cualquier apasionado de la historiografía. Se trata de Franco Desenterrado. La Segunda Transición Española, del catedrático de Estudios Hispánicos en el Oberlin College Sebastiaan Faber. En unos tiempos en que la Ley de Memoria Histórica, renombrada Ley de Memoria Democrática (que derogó la anterior), intenta dignificar a los perdedores, también se ha provocado un efecto contrario y probablemente no deseado a más de 80 años del fin del conflicto fratricida: el despertar de viejas rencillas, las consecuencias de los asuntos mal cerrados (o cerrados apresuradamente) y la debilidad de esa misma memoria a la que se quiere dar voz.

Y es que, aunque todo país democrático debe limpiar su oscuridad y hacer justicia, muchos aseguran que aquello debió hacerse recién inaugurada la democracia, y no cuando la mayoría de aquellos (tanto las víctimas como los verdugos) llevan décadas muertos. Aunque, quizá, como reza el refrán, «nunca es tarde». No todos opinan igual, claro.

Esta polarización, incrementada tras el traslado de los cuerpos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera del Valle de los Caídos, hoy renombrado también como Cuelgamuros, unido al auge de la ultraderecha en Estados Unidos, toda Europa y también en España, la parcialidad de la judicatura y de algunos medios y otros problemas que vienen a evidenciar las fisuras de la llamada Transición, como el movimiento independentista catalán o el nuevo revisionismo histórico, sirven al autor para preguntarse si realmente España necesita una Segunda Transición…

Un libro controvertido pero revelador, con un enfoque mesurado y externo, sobre la delicada situación que atraviesa nuestro país y que contiene 13 entrevistas a periodistas, historiadores y politólogos de distintos ámbitos y posiciones, como Enric Juliana, Antonio Maestre, José Antonio Zarzalejos, Cristina Fallaràs, Marina Garcés o Ignacio Echevarría, cuyas palabras pueden servirnos para comprender y analizar correctamente nuestro pasado y cómo nos enfrentamos a nuestro futuro.

He aquí el enlace para adquirirlo en la web de la editorial:

http://pasadopresente.com/component/booklibraries/bookdetails/2022-02-07-17-24-27

Generalísimo (Galaxia Gutenberg)

Y si lo que queremos es centrarnos en una de las figuras clave de esta historia, el dictador Francisco Franco, y sus múltiples «rostros» y contradicciones (de las que también hizo gala en ese crucial periodo que supuso la Segunda Guerra Mundial, en relación tanto con el Eje como con los Aliados), nada mejor que sumergirnos en las páginas de Generalísimo. Las vidas de Francisco Franco, 1892-2020, recientemente publicado por una editorial habitual en el Pandemónium, Galaxia Gutenberg.

Obra de Javier Rodrigo, investigador en ICREA Acadèmia y catedrático acreditado en la Universitat Autònoma de Barcelona, pretende recorrer la vida del personaje a partir de sus denominaciones: de cómo lo llamaron, y de cómo se autodenominó. Paquito, Comandantín, Caudillo, Generalísimo, Su Excelencia el Jefe del Estado… estas y otras denominaciones acompañaron al dictador a lo largo de su vida. Según sus biógrafos y propagandistas (que hicieron «el agosto» durante cuarenta largos años), fue el inmortal, heroico y providencial hombre enviado por Dios para salvar a España, el defensor de la patria, santificado hasta el punto de que, a su muerte, la gente le dejaría peticiones manuscritas de milagros en el ataúd.

O, en su reverso tenebroso representado desde el antifranquismo, el ser tímido, reprimido y taimado, el cruel, traidor, déspota y despiadado Criminalísimo. El resultado es una reconstrucción a veces turbadora y siempre fascinante de los mitos adheridos a la biografía de Francisco Franco Bahamonde. Una visión renovada y original, un recorrido desde el mito del guerrero tocado por Dios, inmortal e invencible, hasta la caricatura presente, convertido en carne de meme, pasando por su proyección narrativa como salvador de la patria, pacificador nacional, buen dictador, abuelo feliz, protodemócrata u hombre excepcional e irrepetible. Generalísimo habla de las vidas, reales o inventadas, del dictador. Pero, sobre todo, habla de la historia y el presente de España con la controvertida Ley de Memoria Democrática en boca de todos.

La revolución pasiva de Franco (HarperCollins)

Y si queremos seguir ahondando en la ambigua personalidad del dictador, desde un enfoque novedoso como sucede con el texto anterior, el pasado 2022 HarperCollins Ibérica publicaba el sugerente ensayo La revolución pasiva de Franco, un libro diferente sobre el dictador y las entrañas del franquismo, que nos revela una nueva perspectiva de la historia contemporánea de España y la llamada Transición. Es obra del filósofo e historiador español José Luis Villacañas, quien, de la mano de La vida de Castruccio Castracani, la obra de Maquiavelo que vio la luz en 1520, nos descubre la figura del «Caudillo» como condotiero y explica al personaje comparándolo con el prototipo de gobernante dibujado por el diplomático y escritor italiano en su inmortal obra El Príncipe.

Teniendo en consideración además el pensamiento del teórico marxista también italiano Antonio Gramsci, Villacañas estudia el papel constituyente de Franco y el sentido de lo que llama «la revolución pasiva», sin precedentes en la historia de nuestro país, que se llevó a cabo durante su largo mandato de cuatro décadas.

Siguiendo el guion de la comedia La Mandrágora de Maquiavelo, el autor también analiza la Transición para preguntarnos cuánto duran las revoluciones pasivas, por qué son tan inestables y qué es lo que las pone en peligro. Todo ello bajo el telón de fondo de la destrucción del pueblo republicano y del sufrimiento de las clases populares en la larga noche de la guerra y la posguerra que marcaron gran parte del siglo XX en el sur de Europa. He aquí el enlace para adquirirlo en la web de la editorial tanto en papel como en edición digital:

Memoria de la Retirada (BLUME)

Y en relación al período inmediatamente anterior a las negociaciones secretas emprendidas entre el gobierno franquista y Londres, un libro que conmueve y que es de obligatoria lectura para entender el sufrimiento que causó la sublevación, la Guerra Civil y la posterior victoria del bando franquista es Memoria de la Retirada. 1939. Éxodo y Exilio, dirigido por el fotoperiodista y realizador nacido en París Miquel Dewever-Plana y publicado por la editorial Blume.

Este cautivador ensayo marca el momento en el que Barcelona cayó en manos de los sublevados. Fue el 26 de enero de 1939 y desde ese momento miles de familias republicanas hubieron de exiliarse a Francia, dejando atrás toda una vida, la patria, los enseres y propiedades y los recuerdos. Numerosos niños acomparon a sus padres camino del exilio, experimentando los terribles campos de internamiento y concentración, calamidades y muchas privaciones más.

80 años después, aquellos niños de corta edad se hallan en el ocaso de sus vidas (aunque cada vez son menos los testigos directos de aquellos turbulentos años en que también transcurrió la Segunda Guerra Mundial) y desean más que nunca transmitir como legado a los más jóvenes (que a veces apenas saben algo de nuestra guerra fratricida) la dolorosa experiencia que vivieron. Y este volumen profusamente ilustrado recoge su extraordinario testimonio.

Prisiones siniestras de la historia (I)

En el siguiente post, realizamos un recorrido, desde la antigüedad a nuestros desconcertantes días, por los presidios y mazmorras más temibles erigidas por el hombre para el hombre. Algunas están impregnadas por la siempre presente huella de la leyenda, por lo general trágica, pero el misterio asoma también, cual intruso, cuando visitamos sus celdas, palpamos sus paredes, recorremos, como trasuntos de condenados en vida, sus polvorientos corredores de la muerte.

Óscar Herradón ©

Los gritos eran indescriptibles, el ambiente viciado y pestilente, las ratas, gigantescas, corrían a sus anchas, lacerando y comiendo la carne de los reos cuando éstos se descuidaban, agotados por la tiniebla; la cámara de torturas funcionaba a pleno rendimiento, el verdugo presto a desplegar toda su habilidad con artilugios que parecían ideados por la mano del mismo demonio… Celdas oscuras, llenas de humedad, sin comunicación posible con el exterior; la soledad, el hambre y la muerte inminente convertidas en única compañía. La falta de libertad como bandera.

Prisiones, presidios, cárceles… probablemente el lugar más temido por el hombre de todas las épocas, el reducto de piedra erigido para privar de libertad al ser humano, algo que hoy se hace más palpable ante el azote de la Covid-19 y el confinamiento obligado, lo que nos hace sentir un poquito cómo deben sentirse estos hombres, por desalmados que hayan sido. Un reducto pétreo en el que, por lo general, se cometieron atrocidades inimaginables con los congéneres y cuyas paredes, al menos aquellas de los que continúan en pie, son testigos mudos no solo del sufrimiento, que fue mucho, sino de episodios y sucesos cargados de misterio, el mismo misterio que sobrevolaba una atmósfera oscura, tétrica e impía de un rincón al otro del orbe azulado.

La Bastilla, prisión y símbolo regio

La Bastilla, símbolo del absolutismo francés, se ideó en 1356, en una época de gran convulsión política, en plena guerra contra los ingleses, a modo de recinto alrededor de París para proteger la ciudad de cualquier amenaza exterior, por orden de Etienne Marcel, en un momento en el que el rey galo era prisionero de los ingleses. La célebre torre de la prisión se comenzó a construir en la puerta de St. Antoine. La primera piedra fue colocada el 22 de abril de 1370 y en 1382, con Carlos VI sentado en el trono, se culminó su construcción; un impresionante edificio formado por ocho torres de 22 metros y unas paredes inexpugnables de cuatro metros de grosor.

Lo que empezó siendo una fortaleza que protegiera la ciudad de la luz acabó por convertirse en símbolo del poder real, en prisión de Estado en la que eran encerrado los reos por orden expresa del monarca, simplemente con carta sellada por Su Majestad –conocida como lettre de cachet. Un presidio que en numerosas ocasiones fue «alojamiento» de personas de renombre, como el cardenal del Balue, que fue encerrado en una jaula por orden del rey Luis XI, el mariscal de Biron, acusado de espía de los españoles, el célebre ministro de finanzas Fouquet, por orden de Luis XIV, o «inquilinos» tan célebres como Voltaire, que fue encerrado en ella dos veces y el enigmático hombre de la máscara de hierro, personaje cuya identidad aún hoy continúa siendo esquiva y ha dado pie a todo tipo de hipótesis: que si se trataba de un hermano del propio Rey Sol, que si era un hermano gemelo del monarca, que si Fouquet, e incluso el dramaturgo Molière o el propio mosquetero D’Artagnan, según la teoría esbozada por el historiador inglés Roger MacDonald.

En el siglo XVII, el temible cardenal Richelieu la utilizaría como cárcel de Estado, cuando tras sus gruesos muros se torturaba a los reos con crueldad hasta que confesaban sus «crímenes» –algo por otra parte habitual en aquel tiempo en cualquier prisión de cualquier país–. Algunas prisiones medievales contaban con algo que ya forma parte del museo de los horrores de la historia, un museo con demasiadas piezas; las denominadas oubliettes según la voz francesa, una palabra que deriva de oubli –olvido– y que consistía en pozos horadados en el suelo que servían de mazmorras, pero que acababan por convertirse en tumbas. Allí se arrojaba a los prisioneros más temidos –o a aquellos que simplemente se habían atrevido a desafiar el orden establecido–, donde eran relegados al olvido, alejados del mundo de los vivos hasta que morían de agotamiento, enfermedad o inanición. Aunque no se sabe con certeza si realmente existió, la oubliette más célebre según las crónicas fue precisamente la de la prisión «regia» francesa.

En el siglo XIX, el escritor galo Luis Blanc trazó un siniestro retrato de lo que fuera la Bastilla antes de la Revolución Francesa, un lugar ocupado por jaulas de hierro, calabozos subterráneos que eran «nido de sapos, lagartos, ratas monstruosas, arañas; una enorme piedra por todo mobiliario, cubierta con un poco de paja». Espacios donde el reo respiraba un aire viciado, pestilente, rodeado de las sombras del misterio y condenado a un encierro casi perpetuo, ignorante incluso de la pena por la que había sido condenado.

Una prisión que ha dado pie a numerosas leyendas y que en su día fue conocida como «el infierno de los vivos». Los reos sabían cuándo entraban, pero nunca cuándo habrían de salir. La Bastilla se convirtió así en símbolo del poder tiránico del rey, por lo que sería uno de los principales objetivos y símbolos de la Revolución Francesa, cuando fue tomada por una multitud enfervorecida que pretendía acabar con el símbolo del Antiguo Régimen. Aquello tuvo lugar el 14 de julio de 1789. El 21 de enero de 1793 era guillotinado el rey, Luis XVI, símbolo para los franceses de un tiempo de oscuridad y prisiones que, bajo el gobierno revolucionario y sus aniquilaciones en masa sería todavía más siniestro.

La Torre de Londres

Dos fueron las prisiones más célebres de Inglaterra durante siglos: la Marshalsea –donde sobre los reos generalmente pendían delitos financieros– y la Torre de Londres, todavía hoy símbolo de tortura y habitáculo pétreo para entidades atormentadas, quizá el más célebre presidio, junto a Alcatraz y la Bastilla, de la historia más oscura del hombre.

Foto Óscar Herradón (noviembre de 2014)

Situada a orillas del Támesis, fue fundada hacia el año 1066 por los normandos, con piedras blancas traídas de Francia. Sería Guillermo el Conquistador, en 1078, el encargado de construir la denominada Torre Blanca, comienzo de una edificaciónn que llamada posteriormente Palacio Real y Fortaleza de Su Majestad, sería utilizada tempranamente como prisión, convirtiéndose en símbolo de la opresión real. La Torre es un complejo fortificado de varios edificios situados dentro de dos anillos concéntricos de muros defensivos y un foso alrededor, y que sería ampliado en varias ocasiones durante los siglos XII y XIII, disposición que prácticamente se mantendría inalterable a partir de entonces. A partir del siglo XIV, con motivo de la coronación de un nuevo rey, una procesión partía desde este símbolo del poder de Inglaterra hasta la Abadía de Westminster, donde se realizaba la ceremonia en sí. Desde su construcción hasta el siglo XV fue utilizada también como residencia real, pero los Tudor preferirían utilizarla básicamente como fortaleza y prisión, una prisión rodeada de leyendas, estandarte del sufrimiento y la sinrazón humanas.

A lo largo de su historia, parece que solo unas siete personas fueron ejecutadas dentro de sus gruesos muros; lo común era trasladar a los condenados hasta una colina denominada Tower Hill, situada al norte de la fortaleza, donde a lo largo de cuatro siglos fueron ejecutadas al menos 112 personas, pero no sería raro que el número fuera mucho mayor. 

Foto Óscar Herradón (noviembre de 2014)

Es célebre también su Torre Sangrienta –Bloody Tower–. En principio, dicha cámara era una especie de estancia «de lujo», donde eran retenidos personajes de renombre como el arzobispo de Canterbury Thomas Cranmer, siendo quemado en la hoguera por orden de María Tudor al haber validado el matrimonio de su padre con Jane Seymour –no debemos olvidar que María era la hija de Catalina de Aragón, primera consorte y única legítima a ojos de los católicos del fallecido monarca inglés–. Pero más tarde pasaría a ser conocida con el escalofriante nombre actual, según la tradición, porque Ricardo III mandó asesinar en ella a sus sobrinos, aunque nunca se supo el verdadero destino de estos príncipes.

La Torre de Londres fue célebre en tiempos precisamente de los Tudor, con el citado monarca, tan pasional como depravado, su hija la católica María Tudor, y con su hermana, la protestante Isabel I –que curiosamente había estado encerrada varios años en dichas fortaleza–, cuando los espías a sueldo del secretario de Estado Francis Walsingham perseguían católicos con denuedo.

Máquinas de tortura, jaulas de hierro, una humedad y olor fétido que condenaba a los reos a un calvario constante… Durante el reinado del despiadado Enrique VIII, el verdugo más célebre de la fortaleza fue Sir Leonard Skevington, teniente de la Torre, quien ideó una máquina de tortura atroz y célebre desde entonces en Inglaterra: la llamada «hija de Scavenger –o Skevington–». Cuenta la tradición que durante un interrogatorio a un traidor al rey, en 1581, Skevington se encontró con el problema de que el reo medía más de dos metros, por lo que no podía ser torturado en el potro, la gran especialidad del jefe de los verdugos; fue así como a Leonard se le ocurrió crear un artilugio cuyo funcionamiento era precisamente el contrario al del potro: mientras este último se construyó para estirar las extremidades hasta casi desmembrarlas, la «hija de Scavenger» consistía en comprimir los miembros; era un dispositivo con dos grandes brazos que forzaban al reo a colocarse en posición fetal. Al ceñirlos podían destrozar la espalda y fracturar brazos y piernas; a medida que el acero presionaba la caja torácica, las costillas se fracturaban y dislocaban, los pulmones se comprimían y, en el momento culmen, la sangre brotaba a chorros por los orificios del cuerpo. Otra víctima de este terrible artefacto, poco usado por otra parte en los interrogatorios, fue Thomas Cottam, un sacerdote católico que fue ejecutado en tiempos de Isabel I de Inglaterra.

Famosa es también en la fortaleza la llamada «Puerta de los Traidores», que hoy puede verse en las visitas guiadas que se llevan a cabo en la fortaleza y que constituyen uno de los mayores atractivos turísticos de Londres. Construida por Eduardo I, en un primer momento esta, situada en la llamada Torre de St. Thomas, era una de las principales entradas fluviales del castillo, que cambió de nombre cuando se convirtió en el acceso por el que eran conducidos reos acusados de alta traición como Tomás Moro o Ana Bolena, cuya sombra, alargada, dicen que aún puede verse en su interior…

(Foto Óscar Herradón. Noviembre de 2014)

El «espectro» más célebre que aseguran se pasea por las dependencias de la Torre londinense, como digo, es el de Ana Bolena, decapitada por orden de su marido, Enrique VIII –quien tenía especial devoción por enviar a sus cónyuges al cadalso–, acusada de adulterio, incesto –con su hermano– y alta traición, quien permaneció encerrada en la prisión hasta su ejecución, en 1536. Cuentan que ha sido vista numerosas veces por miles de testigos en más de 100 lugares distintos de la fortaleza y la torre. Uno de los testimonios más célebres fue el de un joven centinela que 1864 hacía guardia debajo de la llamada «Casa de la Reina», quien aseguraba haberla visto recorrer los pasillos: de la niebla surgió una figura ataviada de blanco que, presurosa, se dirigía hacia él, traspasándole. Otra cosa es que aquella «visión» fuera fruto de la sugestión que y el temor que ya atenazaba a los guardianes, si no fuera porque la figura fue también vista por otros dos soldados, que aseguraron haber presenciado la escena. Otras leyendas del folclore inglés afirman que la madre de Isabel I, la Reina Virgen, solía aparecerse a los testigos sin cabeza, lo que se era fruto de la forma en la que había sido ajusticiada: decapitada por el verdugo.

Aunque parece no ser el único «fantasma» que se pasea a sus anchas por este símbolo londinense. Diversos testimonios afirman que también se aparece el de Lady Jane Grey, conocida como “la reina de los nueve días” –el escaso tiempo que reinó– quien también fue ejecutada en la Torre de Londres, donde fue encerrada por orden de la católica María Tudor al no renunciar a su credo protestante, acusada de participar en una rebelión de la que al parecer la desdichada ni siquiera había formado parte. Jane Grey fue sentenciada en febrero de 1554 y decapitada en la explanada que se hallaba en frente de la Torre. En 1957, en el aniversario de su ejecución, aseguran que un guardián vislumbró una masa blanquecina que acabó tomando la forma de Lady Jane, suceso corroborado por otro testigo.

(Fotografía Óscar Herradón. Noviembre de 2014. Con Teresa Nieto).

Otros «espectros célebres» son los de Thomas Beckett –quien aparece golpeando uno de los muros con su crucifijo–, o una procesión fantasmal que al parecer puede verse en el aniversario de la ejecución de Margarita Pole, ordenada por el sanguinario Enrique VIII que ya he citado anteriormente. Las extrañas apariciones han llegado a afectar a un edificio de oficinas de lujo situado frente a la fortaleza, cerca del Tower Bridge, donde los operarios de mantenimiento y limpieza afirman haber observado la aparición de una dama en la primera planta, junto al hall y también en los pasillos de la segunda planta. No obstante, la tradición fantasmagórica está fuertemente asentada en Inglaterra y Escocia, y fue impulsada por los escritores románticos, que dejaron una huella indeleble en sus gentes, muy predispuestas a observar «fenómenos extraños» que quizá no hayan tenido jamás lugar. Ya sabemos del fuerte poder de la sugestión…

Sea como fuere, la Torre de Londres y aledaños es un lugar misterioso y extraño que aún conserva entre sus muros el aroma de un tiempo de injusticia y temor en el que los monarcas dictaban sus órdenes implacablemente, por lo que se quizá se escuchen los lamentos eternos de los que allí fueron sacrificados sin compasión bajo el hacha del verdugo. Si alguien se aventura a visitarla, que le dedique al menos medio día entero, pues la visita el larga, fascinante, obligada para los apasionados de la historia.

La Isla del Diablo

Como en la archifamosa serie Perdidos, pero con un argumento tristemente real, los habitantes de la isla del diablo estaban prisioneros en un paraíso del que no podían escapar; su ubicación, el agua que la rodea, eran sus verdaderos barrotes. Una colonia penal en Panamá en la que tuvieron lugar hechos terribles, luctuosos, que todavía se palpan en ese ambiente por lo demás paradisíaco. Pero la exuberante vegetación no es capaz por sí sola de ocultar el sufrimiento y la muerte que allí tuvieron lugar, los miles de cadáveres que descansan bajo su tierra tras años de padecimientos indescriptibles.

La Isla del Diablo –nombre que también se daría a la estadounidense Alcatraz– es la más pequeña de las tres Islas de Salvación y se halla a 11 km de la costa de Guayana francesa, con una extensión de 0,14 km2. Rocosa y cubierta de vegetación tropical, se encuentra a unos 40 metros sobre el nivel del mar.

Su historia como presidio comienza en 1851, cuando el emperador francés Napoleón III decidió utilizarla para enviar lejos del país a prisioneros de todo tipo, desde criminales y asesinos a presos políticos. El presidio era administrado desde Korou, en tierra firme, pero las condiciones en la isla eran estremecedoras, en condiciones sanitarias y alimenticias infrahumanas, de ahí su significativo nombre. Desde 1852 hasta 1938 fueron enviados al lugar más de 80.000 prisioneros, la mayoría de los cuales no salía jamás con vida.

El penal fue clausurado en 1946, siendo repatriados a Francia la mayoría de sus presos, algunos tan célebres como Alfred Dreyfus, que pasó allí cuatro años hasta que fue declarado inocente en 1906 a raíz del «Caso Dreyfus», el anarquista Clément Duval, quien escribiría en sus Memorias acerca de su paso por la isla, describiéndola como «uno de los barrios bajos de Sodoma, construida en la sombra de la bienintencionada burguesía de la Tercera República, un tributo a su modesta moralidad y su positiva ciencia penal». Al margen de esta descripción, influenciada sin duda por su pensamiento político, lo cierto es que la Isla del Diablo fue un lugar sobrecogedor. Quien mejor plasmó sus vivencias en aquel paraíso tropical que tras su exuberante vegetación ocultaba lo más sórdido de la humana, fue Henri Charrière, quien a través de su célebre novela Papillon –llevada también con éxito al cine por Franklin J. Schaffner en 1973– narraba sus numerosos intentos de fuga de las Islas de Salvación y también de la Isla del Diablo, describiendo algunas de las atrocidades que allí se cometían. Un historia cuya veracidad ha sido cuestionada numerosas veces, pero que no desmerece la siniestra fama de un lugar que, como bien indica su nombre, parecía haber sido construido y custodiado por los lugartenientes del príncipe de las tinieblas.

Este post continuará, tras los barrotes…

PARA CURIOSEAR UN POCO MÁS:

Tras el éxito cosechado con el libro La vuelta al mundo en 80 cementerios, el autor Fernando Gómez publica también con Ediciones Luciérnaga su nuevo trabajo, que nos viene que ni pintado para la temática de este post: El mundo a través de sus cárceles, un inquietante y tenebroso paseo por los presidios más emblemáticos, algunos de ellos citados en estas líneas: desde la Cárcel Mamerina de Roma o la Prisión de los Plomos de Venecia a la cárcel de Reading, en Inglaterra, la prisión australiana de Port Arthur o la siempre sugerente Alcatraz, «la Roca», que preside la sugerente portada del ensayo que podéis ver bajo estas líneas. En tiempos de confinamiento forzoso, no esta mal ver cómo han malvivido los reos, por muy temibles o despreciables que fueran, de un rincón al otro de este planeta (in)humano.