Operación Overlord: los secretos del Desembarco de Normandía (I)

Fue el episodio clave que daría inicio a la fase final de la guerra en Europa y el principio del fin del Tercer Reich. Dejando al margen las derrotas infligidas por los soviéticos a los alemanes en Stalingrado o Kursk, sin las que el avance por el Este hacia Berlín habría imposibilitado la victoria, los aliados asestaron un golpe mortal a la Alemania nazi el 20 de junio de 1944, el conocido como «Día D». Un impresionante contingente de fuerzas británicas y norteamericanas desembarcaron en el continente para avanzar sin parangón hacia el corazón del régimen nacionalsocialista.

Óscar Herradón ©

Todavía quedaba mucha sangre por derramar y espantosas batallas por librar –también numerosos bombardeos indiscriminados sobre población civil alemana por parte aliada– para que la gigantesca esvástica que coronaba el Reichstag fuese dinamitada como símbolo de la victoria contra el totalitarismo, pero aquella operación, probablemente la más importante de la contienda, fue algo más que decisiva, pues contribuyó a escribir la Historia con Mayúscula del siglo XX. Sin ella puede que la guerra hubiese durado algunos años más (Churchill creía que se habría alargado al menos dos) o, lo que es aún más estremecedor, que finalmente el Reich milenario que proclamaban los cantos de sirena de la propaganda hitleriana hubiese doblegado Europa al completo. Primero Europa… luego el resto del mundo, una historia alternativa similar a la que muestra la distópica El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), del visionario Philip K. Dick.

Sin embargo, existen numerosas sombras sobre aquel desembarco considerado hoy, no sin razón, la operación bélica más brillante de la guerra que es celebrada cada cierto tiempo en Moscú, Francia, Estados Unidos o Londres entre grandes desfiles –en los que unos y otros hacen gala, una vez más, de su potencial, por lo que pudiera venir…– y festejos regados de entusiasmo mezclado con la melancolía de aquellos, tantos, que perdieron su vida. Al menos hasta que llegó el Covid a trastocar nuestras vidas. Pronto, sin duda, volverán esas celebraciones masivas sin peligro de contagio.

Películas como El Día más Largo o Salvar al Soldado Ryan, la joya bélica de Steven Spielberg protagonizada por un contenido Tom Hanks, dan buena cuenta de los sacrificios humanos y materiales que supuso el Día D y los posteriores, y la complejidad y buen hacer de las fuerzas armadas a la hora de derrotar a las defensas alemanes en el Atlántico. Pero ninguna de las numerosas cintas que se dedicaron al despliegue, así como pocos libros, con alguna excepción, que se cuentan por millares en las siete décadas transcurridas desde el Desembarco, suelen ocuparse de los vitales movimientos llevados a cabo por los servicios de Inteligencia para allanar el terreno a aquella invasión magnificada por la heroicidad de los soldados y la determinación de los altos mandos militares.

Garbo

Y es que el trabajo previo de un grupo de espías sensacionales (entre ellos el español Juan Pujol «Garbo», pero también Dusko Popov, alias «Triciclo», Roman Czerniawski «Brutus», Lily Sergeyev «Tesoro» y Elvira de la Fuente Chaudoir, alias «Bronx»), el llamado Equipo D, cuyas acciones permanecieron silenciadas durante décadas, fueron capitales para que el Día D llegara, nunca mejor dicho, a buen puerto. Aquellos «soldados» que libraban su guerra en sótanos, pisos francos de países ocupados por las fuerzas nazis o italianas, y oficinas secretas de diferentes organizaciones de Inteligencia, contribuyeron al éxito de la misión tanto o más que aquellos que, dispuestos a morir por un ideal, saltaron de sus lanchas de desembarco en las cinco playas que recibieron el nombre en clave –en parte homenaje a los hogares de muchos de los invasores aliados– de Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword, con las balas silbando en sus oídos, exponiendo sus indefensos cuerpos a las minas, las ametralladoras y las bombas incendiarias para arrancar aunque sólo fuera un palmo de terreno a los ejércitos de Hitler.

Superespías para engañar a Hitler

Zigzag

Los «superespías» que dieron forma al mayor engaño de la Segunda Guerra Mundial quizá no atravesaron una playa llena de alambradas y trampas antitanque –estructuras formadas por tres gruesas vigas de metal cruzadas entre sí–, pero también estuvieron expuestos al peligro, mucho tiempo antes de que la primera lancha de desembarco llegara a las costas de Normandía, pudiendo ser descubiertos por los agentes de caso de la Abwehr, el SD o la Gestapo y ejecutados por espionaje, tras ser torturados con los métodos más retorcidos de las policías nazis y de ocupación. Algunos engañaron a los alemanes de manera tan descarada que hoy parece imposible que no fueran descubiertos instantáneamente por aquellos con los que negociaban su ficción y su papel de agentes dobles. Ya lo vimos en el caso del agente Zigzag, quien a punto estuvo también, curiosamente, de ser utilizado por sus controladores de la Abwehr –a los que mantuvo años engañados– para operar en primera línea de batalla en Normandía. Sobre algunos, incluso, planea la sospecha de ser triples o cuádruples agentes, y probablemente el secreto de sus acciones se lo llevaron con ellos a la tumba.

El baile de informaciones falsas, verdades encubiertas y contactos con una u otra agencia de Inteligencia, en ambos bandos, fue tal, que resulta una madeja difícil de desenredar alito en el marcosebe tir toda una serie de informes a los altos mandos alemanes para dar forma a una gigantesca campaña de confuún tantos años después y disponiendo de gran cantidad de documentación. Han tenido que pasar siete décadas, desclasificarse infinidad de archivos y entregarse a una laboriosa tarea algunos de los mejores historiadores y periodistas especializados en aquel periodo decisivo, para que se pongan los puntos sobre las íes y se cuente toda la verdad sobre uno de los episodios capitales de nuestra historia. Toda, o al menos una gran parte, porque la Historia siempre está llena de subterfugios, rincones olvidados e intereses del que la escribe o la difunde, sea quien sea.

Hombres y mujeres que permanecieron en el anonimato muchos años, por voluntad propia y también en virtud del secreto de Estado al que les obligaba el Gobierno de su Majestad –al que se añadía el delicado asunto de la Guerra Fría–, salen hoy de la clandestinidad para erigirse en los héroes silenciados de una guerra que, como ninguna otra, estuvo determinada por algo más que las armas de fuego, los combates submarinos y los movimientos estratégicos en el campo de batalla sin los que, no hay que olvidarlo, tampoco puede ganarse o perderse ninguna guerra. Si es que es lícito hablar en términos de «victoria» o «derrota» cuando se han perdido miles o millones de vidas en el camino. Pero, ¿quiénes fueron aquellos hombres que brindaron información fundamental para que los soldados entrasen en acción en la costa francesa como antes lo habían hecho, en otros episodios dignos de novela como la invasión del Norte de África o la toma de Sicilia, aunque en una magnitud mucho mayor?

Eisenhower planifica la ofensiva en el oeste

Vayamos por un momento al inicio de los preparativos que acabarían dando forma a la denominada Operación Overlord («Señor Supremo»), nombre en clave de la invasión de Europa por el oeste. Durante dos años Inglaterra libró prácticamente la guerra en solitario, pero tras el ataque japonés a Pearl Harbor, Churchill aprovechó la buena relación que mantenía con Roosevelt –con quien hablaba prácticamente a diario desde su Cuarto del Teléfono Transatlántico– para obtener el compromiso de una coalición aliada contra Alemania, Japón y la Italia fascista. Lejos quedaba la viabilidad de la Operación León Marino, pero la Wehrmacht seguía queriendo neutralizar a las islas británicas, y, para ello, se crearían las llamadas «Armas Secretas», los cohetes V-1 y V-2 a cuyo frente se hallaba el SS Wernher von Braun, más tarde… ¡héroe de la NASA!

Eisenhower da instrucciones en «el Día más largo» (Source: Wikipedia)

Hay que señalar que tras declarar la guerra, Roosevelt encargó al general Dwight Eisenhower diseñar una gran ofensiva en el oeste europeo. Para ello, el brillante militar que años más tarde ocuparía el mismo sillón presidencial en la Casa Blanca, hubo de desplazarse a Londres, una ciudad siempre a merced de los aviones y las bombas alemanas. El Gabinete de Guerra era consciente del peligro que corría el general estadounidense y para ello se construyó ex profeso otro búnker dentro de la red de refugios secretos del gobierno, que a día de hoy se mantiene en pie pero continúa siendo uno de los lugares más blindados de toda Inglaterra, al que han tenido acceso muy pocos investigadores ajenos a los servicios secretos de Su Majestad o a las Fuerzas Armadas.

Durante unos años los búnkeres londinenses, excavados a una profundidad no muy grande bajo tierra, podían resistir los fuertes impactos de las bombas lanzadas por los aviones alemanes –incluso por los stukas o «bombarderos en picado», que causaron grandes daños en las islas–, pero con la puesta el diseño de sus nuevos cohetes ultrasecretos ni siquiera estas estructuras se encontraban a salvo. El búnker que daría cobijo a Eisenhower mientras se diseñaban planes secretos como la Operación Torch, la invasión del Norte de África, o la Operación Husky, para tomar Sicilia, se encontraba en Londres y tenía varios accesos.

El Centro Eisenhower, en Londres

Para finales de 1940, en Inglaterra se habían construido unos catorce mil refugios antiaéreos formados por casamatas circulares con aberturas donde había instaladas una ametralladoras y troneras para disparar entre cinco o seis fusiles. Un buen número de estas casamatas fueron construidas como accesos a una serie de túneles que, aunque en principio destinados para dar cobijo a civiles, el gobierno decidió que debían servir para usos oficiales: albergar tropas en tránsito o como cuarteles y oficinas para los altos mandos militares. Precisamente Eisenhower tenía sus oficinas en el refugio de los túneles –que interconectaban con el denominado «Tubo», el principal refugio antiaéreo londinense, consistente en la red de túneles del metro–, cuya entrada principal era preservado por la casamata de Goodge Street, interconectada con la red de túneles y el tren metropolitano. En la actualidad, aquella entrada la ocupa una empresa privada que, en honor al general estadounidense, ha sido bautizada como «The Eisenhower Centre».

Este post continuará a la mayor brevedad en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

BEEVOR, Antony: El día D. La batalla de Normandía. Crítica, 2010.

CARDONA, Pere y P. Villatoro, Manuel: Lo que nunca te han contado del Día D. Principal de los Libros 2019.

HERRADÓN, Óscar: Expedientes Secretos de la Segunda Guerra Mundial. Luciérnaga,

MACINTYRE, Ben: La historia secreta del Día D: la verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler. Crítica, 2013.

BREAKING NEWS!

Hace unos días, la editorial La Esfera de los Libros contraatacaba con una nueva y suculenta novedad nada menos que del prestigioso historiador británico Max Hastings, que ya va por su segunda edición. El libro es Overlord. El día D y la batalla de Normandía y el título hace referencia al nombre en clave de aquella colosal operación de desembarco y conquista, «Señor Supremo», orquestada por los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos para engañar a la Wehrmacht. Esta monografía se suma a una lista de magníficos trabajos sobre el asunto, entre los que destacan principalmente dos, los de Antony Beevor y Ben Macyntire, y podríamos decir que se trata, al menos de momento, del trabajo definitivo sobre el Desembarco, completamente actualizado con datos e informes –algunos recientemente desclasificados– y una contrastación de fuentes ingente e impecable. Un texto monumental que abarca tanto los preparativos como analiza los escenarios (cada una de las playas, los parapetos, los búnkeres, el camino francés hacia el continente…), las operaciones de inteligencia desplegadas por ingleses y estadounidenses para facilitar el Desembarco y engañar a los ejércitos de Hitler con otro punto de invasión (entre otros, Calais), la contraofensiva alemana y el coste indescriptible en vidas, así como la enorme destrucción material.

Una completa edición que incluye un prólogo a la edición española, numerosos mapas que muestras los desembarcos aliados entre el 6 y el 9 de junio, y otros momentos clave como la batalla por Villers-Bocage, la Operación Epsom (la ofensiva británica también conocida como Primera Batalla del Odón), la Operación Goodwood (ya en julio) o la Operación Cobra (nombre en código de la operación aliada lanzada por el Primer Ejército de Estados Unidos siete semanas después del Día D), entre otras. También incluye exhaustivos apéndices con una cronología detallada, el Orden de batalla aliado, las Fuerzas disponibles en el llamado Teatro Europeo de Operaciones (ETO por sus siglas en inglés) para la operación Overlord Día D e incluso las Fuerzas terrestres alemanas encontradas por los Aliados en Normandía. Imposible brindar una mayor fuente documental.

Como la historia es cambiante, y sobre todo en un asunto tan descomunal como la guerra más devastadora de todos los tiempos, no dejan de aparecer nuevos testimonios o de desclasificarse documentos que se creían perdidos, o blindados, o simplemente se desconocía su existencia, lo que nos obliga a cambiar una y otra vez lo comúnmente aceptado sobre un asunto, sobre un hecho (por decisivo que fuera, como es el caso de aquel «Día más largo»). Por ello, en un escenario vivo y cambiante aunque sucediera hace 80 largos años, con el tiempo no será extraño que surjan nuevos trabajos reveladores. Por ahora, éste de Hastings (autor de obras emblemáticas como Armagedón. La derrota de Alemania, 1944-1945, La Guerra de Churchill: la historia ignorada de la Segunda Guerra Mundial o Némesis. La derrota del Japón, 1944-1945, entre otras), es el más completo y novedoso hasta el momento.

La voz autorizada de John Keegan, de The New York Times Book Review, ha dicho de él: «El relato de Max Hastings sobre la batalla no sería indigno de coincidir con el de los mejores periodistas y escritores que la presenciaron. Un homenaje a sus habilidades como historiador».

He aquí la forma de adquirirlo:

http://www.esferalibros.com/libro/overlord/

La Batalla por los puentes

Y para conocer con qué dificultades se encontraron los aliados en su marcha hacia el corazón del Tercer Reich, nada mejor que hacerlo de la mano nuevamente de Beevor (del que hemos citado varias veces su obra capital sobre el Desembarco, el bestseller El Día D: la batalla de Normandía). Crítica recupera uno de los últimos trabajos del que es, junto a Hastings, el más notable de los historiadores militares contemporáneos. En La Batalla por los puentes. Arnhem 1944, con su habitual pulso narrativo y su profusión de detalles y valiosa información (ingente cantidad de datos que en ningún momento ralentiza el vibrante relato, he ahí parte de su maestría como narrador de la Historia), el inglés se centra en un episodio que a punto estuvo con dar al traste los planes aliados.

En septiembre de 1944, menos de tres meses después del Día D, las tropas británicas y estadounidenses comandadas desde Londres avanzaban por Holanda y se disponían a cruzar el Rin para invadir una Alemania atenazada por la cruz gamada (y sacudida, para más inri, por continuos bombardeos del enemigo), y cuando todo parecía estar hecho, tuvo lugar el desastre de Arnhem, la última victoria germana, que iba a alargar la contienda más allá de lo previsto, con el consiguiente número de bajas y pérdidas materiales por ambas partes. Gracias a esa valiosísima documentación citada, que en muchos de los casos era inédita hasta ahora, así como diarios y numerosos testimonios personales en un incansable –y habitual– trabajo de campo de muchas décadas, Beevor desvela la verdad de lo que sucedió cuando el batallón del militar británico John Frost se topó con una resistencia del enemigo que no habían previsto, un desastre que «Monty» quiso convertir en victoria y al que ahora la historiografía bélica pone en su justo lugar. Aquí podéis adquirir esta joya de la Segunda Guerra Mundial que el editor y columnista Jay Elwes ha definido con estas palabras: «Otra obra maestra del más célebre de los historiadores militares de nuestro tiempo». Ahí es nada.

GUERREROS:

Y precisamente del «más célebre de los historiadores militares de nuestro tiempo», una de las editoriales de nuestro país que más devoción y cuidado muestra por la historiografía, Desperta Ferro, publica uno de sus últimos y más singulares trabajos centrados en el ámbito bélico: Guerreros. Retratos desde el campo de batalla. Una narración absorbente y con un original punto de vista sobre esas historias individuales (pero que acaban trascendiendo a nivel colectivo) y que por regla general quedan difuminadas por los grandes hechos, los nombres de oficiales de alta graduación o la épica (que nunca es tal) de las batallas.

Así, Hastings, en una meditada y difícil selección, acertada sin duda (aunque podría haber sido muy diferente teniendo en cuenta el amplio espectro temporal tratado), aborda las hazañas en el campo de batalla –ya sea en tierra, mar y aire– de dieciséis «guerreros» que dan título a la obra, de distinta extracción social y nacionalidad que abarcan los tres últimos siglos. Comienza con las Guerras Napoleónicas, donde aborda la figura del singular general y escritor napoleónico Marcellin de Marbot, y también de sir Harry Smith y su esposa española (y compañera de armas) Juana María de los Dolores; también recoge la guerra anglo-zulú, que retrata a través de la figura del ingeniero reconvertido en soldado John Chard, en la batalla de Rorke’s Drift (historia retratada en la cinta Zulú, de Cy Enfield).

Vann

Y no se olvida de Vietnam, conflicto que recrea a través de los ojos del enérgico Teniente Coronel y asesor militar estadounidense John Paul Vann, un «verso suelto» dentro del ejército con una historia personal digna de una novela. Su decisión de intentar llamar la atención de la opinión pública sobre los problemas de Vietnam a través del New York Times (gracias a su contacto, el combativo periodista e David Halberstam), sacando los trapos sucios del grupo de operaciones especiales Comando de Asistencia Militar en Vietnam (catalogado como de ultra-clasificado), provocaría su expulsión como asesor en 1963 y su abandono del ejército pocos meses después, convirtiéndose en una suerte de «traidor» cuando en realidad fue todo lo contrario.

Wake

Y junto a otras contiendas (como las operaciones en los Altos del Golán), Hastings viaja al escenario que nos interesa más en este post: el de la Segunda Guerra Mundial. Los personajes de esta contienda, para mi satisfacción, son los que engloban la mayor parte del volumen. Hastings comienza con la epopeya de John Masters, oficial británico del Ejército Indio (y célebre novelista), que penetró en las líneas enemigas en Burma, luchando junto a los gurkhas en la campaña de Birmania. El historiador británico cuenta después la historia del jefe de escuadrón Guy Gibson, piloto de la RAF que protagonizó un increíble raid sobre las presas del Ruhr (en el marco de la Operación Chastise), y que inspiraría la película de 1955 Los destructores de diques. También otros personajes fascinantes como Audie Murphy, James Gavin o la australiana integrada en las filas del Grupo de Operaciones Especiales (SOE) de Churchill, Nancy Wake, alias «Ratón Blanco», que ayudó a la Resistencia francesa durante la ocupación nazi, llegando a ser la mujer del bando aliado con más condecoraciones por sus acciones en la guerra.

Guerreros es un estudio sobre el coraje pero también sobre la hipocresía del concepto de «héroe» estipulada por gobiernos y administraciones (siempre de los países vencedores), que endiosan a unos personajes, condecorándolos con todos los honores, mientras sepultan en el olvido (a veces deliberadamente) a otros «guerreros» cuyas acciones fueron tanto o más decisivas que los primeros.

Podéis adquirir esta maravilla de la historiografía contemporánea, pinchar en el siguiente enlace:

Los secretos de la Operación Carne Picada

Una de las operaciones secretas más extrañas y decisivas de la Segunda Guerra Mundial, orquestada por el MI5, tuvo a la «neutral» España como eje para su consecución. El protagonista involuntario de esta singular historia fue el cadáver de un mendigo inglés al que se haría pasar por un alto oficial de la marina británica, y cuyo cuerpo, vestido con uniforme y portando valiosos documentos, fue arrojado frente a las costas de Huelva. Esta es la historia de la conocida como «Operación Carne Picada».

Por Óscar Herradón ©

Conferencia de Casablanca. 1943

La Segunda Guerra Mundial no sólo se libró en los frentes de batalla. Para su desenlace también fue decisivo el papel de los servicios de Inteligencia de cada contendiente y las operaciones orquestadas entre bambalinas por los mejores espías de aquel tiempo. Ya lo hemos señalado en varias ocasiones. Sus actos fueron tanto o más valiosos que los llevados a cabo por las unidades militares en batallas que han pasado a la historia por ser una verdadera masacre que regó los campos de Europa de rojo sangre.

Precisamente, las operaciones de engaño y desinformación fueron vitales en el éxito de futuras invasiones. La que nos ocupa fue una operación de alto secreto cuyo éxito permitiría un avance importantísimo para la victoria aliada en el Viejo Continente. Pero vayamos al comienzo de esta historia llena de interrogantes.

El origen de uno de los más brillantes señuelos del espionaje británico lo encontramos en la Conferencia de Casablanca –celebrada entre el 14 y el 24 de enero de 1943–, cuando se decide que la invasión de Europa a través de las islas del Mediterráneo (la que sería conocida con el nombre en clave de Operación Husky), tendría lugar en el mes de julio de ese mismo año. Así lo decidieron los mandatarios reunidos en el marroquí Hotel Anfa: Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill, Charles de Gaulle y el general galo Henri Giraud. Un movimiento minuciosamente estudiado para asestar un golpe mortal a los ejércitos de Hitler.

El canciller alemán, y su Alto Estado Mayor –el OKW–, eran conscientes de la inminencia de un desembarco en el Viejo Continente, sin embargo, la topografía del terreno favorecería a los defensores, por lo que ingleses, franceses y norteamericanos debían mantener en secreto el lugar exacto del mismo, dando forma a un elaborado plan de engaño que desde el principio se topó con no pocas dificultades y sí mucho escepticismo.

Tras la derrota de los ejércitos de Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, y finalizada con éxito la campaña del norte de África, la llamada Operación Torch (Antorcha), Sicilia se había convertido en un lugar estratégico fundamental, pues era el punto más indicado para iniciar una invasión del Sur de Italia y de allí del continente, hacia el centro de la Europa ocupada por los nazis. Esto también lo sabían los ejércitos del Eje, por lo que dotaciones alemanas e italianas permanecían en constante alerta. En la isla, la Luftwaffe de Göering tenía allí una de sus principales bases, desde las que hostigaban las posiciones enemigas en Malta.

Existía también la posibilidad, aunque menor, de que el desembarco aliado se realizara en otro lugar y precisamente esa sería el objetivo de los servicios secretos ingleses: desviar la atención de los alemanes de Sicilia a otros supuestos puntos de acceso. La idea era hacer creer a Hitler y al Abwehr, el servicio de espionaje alemán comandado por el almirante Canaris, que las primeras incursiones que darían paso a la invasión se producirían simultáneamente por Grecia y Cerdeña, en ningún caso por Sicilia, que, tratándose del lugar exacto, serviría para fingir una maniobra de distracción. Ello, a pesar de que a comienzos de febrero un informe de los servicios de Inteligencia alemanes redactado para el Oberkommando der Wehrmacht (OKW), el Alto Estado Mayor del Ejército, indicaba en relación a las intenciones aliadas que «Sicilia se presenta automáticamente como el primer objetivo».

Era necesario, pues, que la operación de engaño hiciera cambiar a Hitler de opinión en dos direcciones diferentes: reducir sus temores acerca de Sicilia y aumentar su preocupación por Cerdeña, Grecia y los Balcanes.

Gestando un plan perfecto

Serían dos oficiales ingleses los encargados de dar forma a la que acabaría siendo conocida con el nombre en clave algo escatológico de Operación Carne Picada o Picadillo (Mincemeat Operation). Se trataba del capitán de la RAF (Fuerza Aérea Británica) Sir Charles Cholmondeley, que trabajaba en la sección B1A del MI5, y del capitán de corbeta Ewen Montagu, que pertenecía entonces a la División de Inteligencia Naval del Almirantazgo, y para el ultrasecreto Comité XX (también conocido como “Doble Cruz” –Double Cross–).

Ewen Montagu

Este último daría a conocer dicha operación a la opinión pública en 1953 en un libro que tituló El hombre que nunca existió –que se convertiría en película homónima en 1956–, pero en virtud del Acta de Secretos Oficiales y el hecho de que los servicios secretos de su país se hallaran en plena Guerra Fría, Montagu hubo de omitir no pocos detalles, cambiando a su vez fechas y nombres de los personajes involucrados en una trama digna de la mejor novela negra, y es que, como enseguida podrá comprobar el lector, precisamente en algo similar podemos rastrear su origen. De hecho, había sido el propio Comité Conjunto de Inteligencia británico quien encargó al oficial escribir el libro, ante el riesgo de que apareciesen en la prensa informaciones fuera de control.

En 2010 sería el periodista británico del diario The Times, Ben Macintyre, autor de reveladores libros sobre operaciones secretas en tiempos bélicos, quien arrojaría luz definitiva sobre uno de los episodios más singulares de la Segunda Guerra Mundial. Es el propio autor quien señala que la idea original surgió de la imaginativa mente del escritor Ian Fleming, creador de James Bond y quien mucho sabía de espionaje, pues trabajaba entonces, como Montagu, para la Oficina de Inteligencia Naval británica. Al parecer, se inspiro en la trama de una novela de detectives publicada en la década de los 30, escrita por Basil Thomson, a su vez también oficial de Inteligencia y policía que en sus ratos libres se dedicaba a escribir y que falleció tiempo antes de dar luz verde al proyecto, en 1939.

La idea, retomada por Cholmondeley, consistía en enviar información falsa a los alemanes a través de un oficial muerto en combate, o como finalmente se decidiría, fallecido durante un accidente aéreo mientras transportaba información vital a los altos mandos aliados en el norte de África.

Cholmondeley, cerebro de la operación con Montagu.

Una operación similar había sido llevada a cabo en 1942, en la batalla de Alam Halfa, según cuenta Milagros Soler siguiendo el trabajo del británico: un cadáver se había abandonado en un coche que explotó –o eso se hizo creer– cuando atravesaba un campo de minas. Dicho cuerpo llevaba consigo un mapa falsificado de otros supuestos campos minados. El plano se le entregó de forma inmediata a Rommel, que parecer ser mordió el anzuelo y sus temibles panzers, los camuflados y letales carros de combate alemanes, quedaros atrapados en las abrasadoras arenas del desierto.

«Carne Picada» era mucho más ambiciosa y comportaba mayores riesgos. Los aliados sabían que de ser hallado el cadáver, éste sería sometido a una minuciosa autopsia y los documentos que portaba, bajo el marchamo de “Alto Secreto”, sometidos a un meticuloso análisis para detectar cualquier fraude, por pequeño que fuera. De fracasar la operación, los alemanes sabrían que se hallaban ante un engaño y no les sería difícil prever el verdadero punto de la invasión. Algo muy parecido sucedería un año después, en el marco del Día-D, el espectacular desembarco de Normandía que ahora no nos ocupa.

El plan orquestado por Ewen Montagu consistía en hacer llegar hasta las costas de Huelva el cuerpo sin vida de un alto oficial de la Marina que había muerto ahogado al estrellarse su avión. Y es aquí donde entra en liza nuestro país. El MI5 decidió escoger las costas onubenses por varias razones: entre otras, las corrientes de la zona, que podían trasladar el cuerpo sin demasiadas dificultades hacia la costa. Además, Huelva quedaba de paso en la ruta aérea entre Londres y el cuartel general aliado en Argel, dando consistencia a la hipótesis de un supuesto accidente. Otra de las razones esgrimidas era que, a pesar de ser oficialmente neutral, como ya hemos visto en artículos anteriores, nuestro país era campo abonado para las maniobras de los nazis, pues todo el mundo sabía que el general Franco daba cobertura a los servicios secretos de Hitler.

La última y más importante razón, quizá, era que precisamente en Huelva operaba uno de los más eficientes espías del Abwehr en el sur de Europa, Adolf Clauss, cuyo padre ejercía como cónsul en la región y, por tanto, mantenía importantes contactos con los altos mandos del gobierno franquista, que no le hacían ascos a la esvástica. Hacia 1920 ya se había convertido en el principal agente del servicio de Inteligencia del ejército alemán en Huelva, donde en teoría trabajaba como técnico agrícola –se había formado en Alemania como arquitecto e ingeniero industrial hasta que estalló la Gran Guerra–. Bajo esta falsa apariencia, y desde su residencia en La Rabita, llegaría a organizar sabotajes de los barcos ingleses.

Durante la década de los 30, se casó con la hja de un importante oficial del ejercito español, lo que permitió a Clauss introducirse en Falange. Cuando estalló la Guerra Civil, se alistó inmediatamente como capitán en la Legión Cóndor, la unidad de voluntarios alemanes que combatió por el bando franquista. Para 1943, cuando se desarrollan los hechos que venimos narrando, el agente dirigía la red de espionaje más grande y eficaz de la costa española. Situada entre la frontera portuguesa y Gibraltar, Huelva adquirió una importancia estratégica clave durante el conflicto.

La última y más importante razón, quizá, era que precisamente en Huelva operaba uno de los más eficientes espías del Abwehr en el sur de Europa, Adolf Clauss, cuyo padre ejercía como cónsul en la región y, por tanto, mantenía importantes contactos con los altos mandos del gobierno franquista, que no le hacían ascos a la esvástica. Hacia 1920 ya se había convertido en el principal agente del servicio de Inteligencia del ejército alemán en Huelva, donde en teoría trabajaba como técnico agrícola –se había formado en Alemania como arquitecto e ingeniero industrial hasta que estalló la Gran Guerra–. Bajo esta falsa apariencia, y desde su residencia en La Rabita, llegaría a organizar sabotajes de los barcos ingleses.

Durante la década de los 30, se casó con la hja de un importante oficial del ejercito español, lo que permitió a Clauss introducirse en Falange. Cuando estalló la Guerra Civil, se alistó inmediatamente como capitán en la Legión Cóndor, la unidad de voluntarios alemanes que combatió por el bando franquista. Para 1943, cuando se desarrollan los hechos que venimos narrando, el agente dirigía la red de espionaje más grande y eficaz de la costa española. Situada entre la frontera portuguesa y Gibraltar, Huelva adquirió una importancia estratégica clave durante el conflicto.

Era vital que una vez se descubriera el cadáver, los documentos que éste portaba no fueran directamente enviados a la embajada británica, como requería el procedimiento oficial en un país neutral, sino inspeccionados primero por los hombres del Abwehr antes de ser devueltos a sus dueños. Existía la posibilidad de que el cadáver fuese enviado de forma casi inmediata a Gibraltar, colonia británica, para rendirle honores y darle sepultura, pero entonces la misión fracasaría, así que se puso en alerta a varios altos cargos ingleses tanto de Huelva como del Peñón.

Un cadáver sin identidad

Líneas más adelante recogeré cómo se las ingeniaron los agentes ingleses para lograrlo, pero veamos antes quién era «el hombre que nunca existió».

Cuenta Montagu en su libro citado de 1953 que se puso en contacto con el prestigioso patólogo forense sir Bernard Spilsbury, quien aconsejó el cuerpo de una víctima de neumonía, «que presentan un encharcamiento de los pulmones similar al de los ahogados por líquido pleural», siendo así muy difícil de detectar por otro patólogo forense al servicio de los alemanes que se trataba de alguien fallecido previamente.

sir Bernard Spilsbury

Montagu apunta que lograron localizar a un hombre que había muerto por neumonía en un hospital londinense, tras obtener el permiso oficial de su familia, a la que dijeron que daría un gran servicio a su país, aunque sin especificar los pormenores de la misión. Lo único que sus parientes pidieron a cambio, según el oficial de Inteligencia, fue que se le diera cristiana sepultura. La realidad era algo distinta, y hoy por fin conocemos la verdadera identidad de aquel héroe de guerra sin vida.

El mismo Winston Churchill, muy interesado en las operaciones de Inteligencia, dio luz verde a la operación el 15 de abril de 1943 y los hombres al servicio de Montagu se dedicaron a la minuciosa tarea de construir una identidad al cadáver. El premier lo hizo no sin antes obtener la colaboración y el apoyo del general Eisenhower, comandante supremo del ejército aliado en África, que obtuvo instantáneamente. Los encargados del rebuscado ardid sabían que cualquier pequeño error de cálculo o incongruencia sería detectado por los alemanes. Nacía así el capitán de los Royal Marines con función de Mayor William Martin, nacido en Cardiff, Gales, en 1907 y con 36 años en el momento de su supuesta muerte, que estaba destinado en el Cuartel General de Operaciones Combinadas. Era un capital eventual habilitado como “comandante” para aquella misión, puesto que nadie con una graduación inferior hubiese podido llevar documentos de alto secreto como los que portaba si querían que los alemanes se tragaran el engaño.

Se le construyó una personalidad hecha a medida, una historia con algún que otro claroscuro e incluso una relación ficticia, mientras los departamentos especializados en falsificaciones preparaban a conciencia los documentos que lo identificaban y aquellos que había de portar en su ficticio viaje hasta Argel, destino al que nunca llegaría.

La identidad del personaje creado por Montagu, aprobada por el Departamento de Inteligencia Naval fue el siguiente: un oficial de enlace destinado en la Marina Real que prestaba entonces un gran servicio realizando correos de conexión entre las tropas de África y la dirección en Londres, y que encontraría la “muerte” en un accidente aéreo durante el viaje Gibraltar-Londres mientras transportaba información vital para el desarrollo de la guerra en el Mediterráneo.

Pam

Para dotar de credibilidad a la misión de contrainteligencia, se le inventó una relación formal con una joven bautizada como Pam –que en realidad era la agente del MI5 Jean Leslie, muerta en 2012, que posó para un par de fotografías que se guardaron en la cartera de Martin como si formaran parte de su vida privada–, a las que acompañaban también cartas de amor que estaban desgastadas para dar la apariencia de que habían sido releídas muchas veces. Entre sus pertenecías se incluyeron un juego de llaves, entradas de teatro recientes de una función londinense, una factura por el alojamiento de su club en Londres e incluso un descubierto del Lloyds Bank en el que se le apremiaba a reingresar el dinero debido. Montagu y su equipo querían hacer creer que se trataba de un oficial responsable pero a la vez algo descuidado, para lo que facturas sin pagar y una tarjeta de identidad duplicada que servía para reemplazar la que había perdido, así como un pase caducado del Cuartel General de Operaciones Combinadas.

Era la forma para poder explicar que la maleta que portaba estuviese atada mediante una cadena a su gabardina, dando la impresión de que quería estar cerca del material a lo largo del trayecto pero también de su tendencia al descuido –lo que podía jugar en su contra, porque la Inteligencia alemana podía haber dudado de que se eligiese para una tarea de alto secreto a un hombre de estas características, cosa que por suerte no sucedió–.

Lo más importante de todo, una vez definida su identidad, fue preparar toda una serie de documentos que convenciesen a los alemanes de que el desembarco aliado se iba a efectuar en algún otro punto que no fuese Sicilia. Se optó para ello no por documentos oficiales, sino por cartas entre altos cargos del ejército donde destacaban opiniones y sugerencias sobre el desembarco.

Los falsos planes se sugerían por medio de una carta personal del teniente general sir Archibald Nye, segundo jefe del Estado Mayor General Imperial, dirigida al general sir Harold Alexander, comandante británico en el norte de África, donde el primero le decía al segundo por cauces no oficiales –off the record–, que se llevarían a cabo dos operaciones conjuntas: mientras Harold Alexander atacaba con sus tropas Córcega y Cerdeña, el general Henry Wilson desplegaría las suyas en Grecia. Maestros en el arte de la desinformación, los agentes del MI5 indicaban en la carta que se estaban elaborando planes «para engañar a los alemanes» y convencerlos de que el desembarco se haría en Sicilia. Así, obligaban a la Wehrmacht a dispersar sus fuerzas.

Pasaporte de William Martin

Pero aquella no era la única misiva que incluía el maletín del Mayor Martin: en otra, dirigida por Lord Louis Mountbatten, Jefe de Operaciones Combinadas, al almirante Sir Andrew Cunningham. Comandante en Jefe del Mediterráneo, se ensalzaba la habilidad de Martin en operaciones de tipo anfibio, y el ficticio Mountbatten señalaba que era una información tan delicada que no podía seguir el curso oficial, de ahí el motivo del vuelo del hombre que nunca existió. En una hábil maniobra se apuntaba como centro de la invasión la isla de Cerdeña.

Un ahogado en Huelva

El cadáver de William Martin fue vestido con el uniforme de los Royal Marines –algo que no fue sencillo debido a su rigidez–, e introducido en un contenedor estanco conservado en hielo seco. El tubo metálico fue introducido en el submarino HMS Seraph, al mando del teniente comandante N. A. Jewell, que partió a las 18 horas del 19 de abril de 1943 de la base de Holy Loch con rumbo a la isla de Malta.

HMS Seraph

El día 30 de abril, a una milla marina de la costa onubense, el submarino subió a la superficie. Sobre las 4.30 horas, subieron el contenedor a cubierta y Jewell procedió a abrirlo en presencia de los oficiales de a bordo. Puesto que Jewell era el único que conocía la verdad hasta ese momento, tomó en aquel instante juramento de silencio a sus subordinados. Ante el peculiar catafalco, se celebró un responso fúnebre. El comandante pronunció el Salmo 39, «Caducidad de la vida»; luego, le colocaron al cadáver, ya muy deteriorado, un salvavidas de la RAF para que pareciera la víctima de un accidente aéreo y arrojaron sus restos al agua, con la esperanza de que las corrientes del Estrecho arrastraran el cuerpo a tierra. Una vez que el submarino se hubo alejado lo suficiente, Jewell informó a sus superiores en Londres con el mensaje «Carne Picada completada».

Aún en la capital inglesa, en el cuello de Martin habían colocado una cadena con una cruz de plata y placas de identificación en la que podía leerse: «Mayor Martin, R.M., R/C», cuyo significado era el siguiente: «Mayor Martin. Royal Marine. Roman Catholic». Esto último se incluyó para que, si todo salía según lo previsto en el plan secreto, el cuerpo fuera enterrado en el cementerio católico de Huelva y no en la colonia inglesa de Gibraltar, lo que daría al traste con la operación. Además. Los espías alemanes controlados por Crauss se movían con gran facilidad en el camposanto onubense y tendrían un acceso casi directo a la información del maletín.

El cuerpo de Mayor Martin fue encontrado cerca de la playa de Mata Negra. El descubrimiento fue puesto en conocimiento de las autoridades pertinentes y la autopsia corrió a cargo del forense Eduardo Fernández del Torno, quien, contrariamente a la opinión del británico Spilsbury, realizó un análisis preciso y muy profesional del cuerpo, determinando que llevaba fallecido entre cinco y diez días. Si los alemanes le hubiesen prestado más atención a su informe, se habrían percatado de que Martin no podía haber estado en el teatro la noche del 22 de abril, como indicaban los resguardos de las entradas que portaba en su uniforme, pues en dicha fecha debía llevar varios días muerto. Del Torno dejó constancia de su extrañeza ante el hecho de que el Mayor no mostrase las habituales mordeduras de peces. Aun así, determinó que había muerto de «asfixia por inmersión».

Hillgarth

La operación estuvo a punto de irse al traste cuando el maletín que portaba el cadáver iba a serle entregado por el juez instructor de la Marina de Huelva, Mariano Pascual de Pobil, al vicecónsul británico, Francis Haselden, evitándose así el molesto papeleo. Haselden, sin embargo, estaba al corriente de la Operación Micemeat gracias a Alan Hug Hillgarth, agregado naval de la embajada británica en Madrid, y le indicó a Pobil que debía seguir los cauces oficiales. Por ello, el maletín estuvo trece días en manos de las autoridades franquistas, tiempo más que suficiente para que los «zorros» del Abwehr accedieran a la información clasificada.

Para dar más cobertura al engaño, el nombre del Mayor Martin apareció incluido en una lista de bajas publicada por el diario británico The Times en 4 de junio, junto al de otros oficiales que, efectivamente, habían muerto en un accidente aéreo sobre el mar. Para que el engaño se viera reforzado, se enviaron una serie de mensajes de máxima urgencia del propio Almirantazgo al agregado naval británico en Madrid, pidiéndole la devolución «a cualquier precio» de los documentos que portaba el cadáver. Así –sabedores de que la inteligencia española seguía de cerca las comunicaciones británicas– alertarían a las autoridades franquista sobre la importancia capital de los papeles.

Cuando el maletín regresó a Londres tras pasar por manos de Hillgarth, trece días después, el examen microscópico reveló que los alemanes habían abierto y vuelto a cerrar las cartas. En otro alarde de genialidad, que planeó sobre toda la operación, Montagu había dejado unas minúsculas pestañas dentro de los sobre que, aunque parecían intactos, podía comprobarse que se habían manipulado al caerse estas. La misión parecía haber salido bien, y la confirmación llegó con las escuchas descifradas en Bletchley Park, las emisiones Ultra descifradas a la máquina Enigma alemana: indicaban que los nazis estaban desviando fuerzas para defender Córcega, Cerdeña y la costa griega. A raíz de esta noticia, se envió un breve despacho telegráfico a Churchill sobre el éxito de la operación: «Carne Picada tragada entera» (Mincemeat Swallowed Whole).

Montagu y Cholmondeley trasladando el cuerpo.

Morder el anzuelo                     

Tan solo quedaba esperar los resultados. La noche del 9 al 10 de julio de 1943, alrededor de 160 mil soldados aliados desembarcaron en Sicilia. El alto mando alemán –OKW– había determinado el traslado desde territorio siciliano a Kalamata y Cabo Aroxos, en Grecia, de varias divisiones acorazadas. Una división de panzers se desplazó desde Francia al frente del Egeo y otras fueron dirigidas a los Balcanes cuando se estaba librando en el Este una de las batallas decisivas de toda la guerra, la de Kursk. Córcega y Cerdeña fueron fortificadas, dejando Sicilia prácticamente desguarnecida.

Tras las guerra, se realizó una investigación en los archivos del Tercer Reich –los que no habían sido destruidos, que fueron muchos–, y en los de la Kriegsmarine se encontró el diario del almirante Karl Dönitz, más tarde sucesor del Führer antes de la derrota final como Reichspräsident, quien, en una entrada del 15 de mayo, señalaba: «El Führer no está de acuerdo con la idea del Duce de que la punta más probable de invasión sea Sicilia. Según su opinión, los documentos anglosajones encontrados en España confirman que el desembarco se producirá en la isla de Cerdeña y el Peloponeso». En aquel caso, Mussolini llevaba toda la razón.

Aquel fue uno de los golpes más efectivos de los aliados y sin duda acortó la duración de la guerra, contribuyendo a la agonía del Tercer Reich que, por suerte, jamás duraría Mil Años como rezaba la propaganda del régimen. Hoy, una lápida en el cementerio onubense de Nuestra Señora de la Soledad sigue recordando a aquel héroe post-mortem de la contienda. En ella puede leerse sobre el mármol los nombres de William Martin y el de Glyndwr Michael –que se añadió hace pocos años–, con la inscripción horaciana: Dulce et decorum est pro patri mori («Dulce y honroso es morir por la patria»).

El verdadero «hombre que nunca existió»

Desde que se dio a conocer a la opinión pública la existencia de la Operación Carne Picada a través del libro de Ewen Montagu de 1953 El hombre que nunca existió, la verdadera identidad del teniente William Martin ha sido objeto de numerosas controversias. El agente de la Inteligencia Naval señaló que era el cuerpo un hombre sin identificar de 34 años, muerto de neumonía, a cuya familia se le pidió el correspondiente permiso, señalando que realizaría una verdadera gesta por su patria. En 1996, el ejército británico desclasificó varios documentos en relación a este hecho, documentos que analizó el historiador aficionado Roger Morgan, quien llegó a la conclusión de que Martin fue en realidad un vagabundo galés, alcohólico y con problemas mentales, que al parecer se suicidó –o ingirió por error– raticida en un almacén de la capital londinense. Se trataba del galés Glyndwr Martin, de entre 30 y 34 años de edad cuyo cuerpo se encontraba en la morgue del hospital Saint Pancrass, a cargo de W. Bantley Purchase, Jefe del Servicio Forense de Londres y que estaba al tanto de la operación secreta. Los síntomas de muerte por envenenamiento podrían, en opinión de los forenses, confundirse con un ahogamiento, haciendo que los pulmones presentaran una semejanza con patologías de fallecimientos producidos por inmersión.

Sin embargo, hay autores que no están conformes con dicha hipótesis. Esgrimen el hecho de que parece poco probable que el fallecido por ingesta tóxica fuera el elegido, ya que esa circunstancia podría detectarse en la autopsia –de todas maneras, no debemos olvidar que Martin no fue sometido a una autopsia exhaustiva precisamente porque era “católico”, y es que a Montagu no se le escapó ningún detalle–.

En su libro Los secretos del HMS Dasher, escrito por John y Noreen Steele, dedicado al portaaviones británico que fue hundido en un error bélico fatal por los propios aliados el 27 de marzo de 1943, que se cobró 379 muertos, trágico suceso que se ocultó a la opinión pública para no minar la moral de los ingleses, los autores señalan que el cuerpo que se dejó flotando frente a Punta Umbría no era el del vagabundo galés Glyndwr Michael, sino el de una de las víctimas de dicho accidente. La razón: que el cuerpo de vagabundo fue obtenido en enero de 1943 y que, pese a estar conservado en hielo, debía estar en un avanzado estado de descomposición para cuando “Carne Picada” se llevó a cabo. Afirman que lo lógico habría sido que Montagu y Cholmondeley trasladaran el cuerpo directamente al puerto de Blyth, donde estaba amarrado el Seraph, sin embargo, el submarino recibió órdenes de acudir a la costa este de Escocia, hacia el norte, para luego dirigirse hacia el sur, al Flirth of Clyde, lugar del accidente del Dasher. ¿Extraño, verdad? La hipótesis de los autores citados es que se necesitaba un nuevo cuerpo para el éxito de la operación y que el contenedor que Montagu llevó a Holy Loch estaba vacío. El misterio «hombre que nunca existió» sigue vivo.

Otros libros relacionados:

Clauss. Un agente alemán en la Huelva de la II Guerra Mundial, de Enrique Nielsen y Jesús Copeiro, editado por Niebla.