La Guerra de Portugal (1640-1668)

Nuestros vecinos la bautizaron como Guerra de Restauraçao de Portugal, también conocida como Guerra de Independencia. La Guerra con Portugal, como se conoció entre los españoles, se inició en 1640, duró 27 largos años hasta 1668 y tendría importantes consecuencias tanto a nivel nacional como internacional, siendo uno de los episodios clave del fin del esplendor de los Austrias hispánicos. Ahora, un detallado trabajo de investigación nos desvela los episodios olvidados de aquella contienda y el papel de los ejércitos españoles en la defensa de la llamada Unión Hispánica.

Por Óscar Herradón ©

Sebastián I de Portugal murió en la batalla del Alcazarquivir en 1578, por culpa de una actitud temeraria tras hacer oídos sordos a las advertencias de sus principales consejeros de que debían rendirse. Aquella batalla, conocida también como de Los Tres Reyes, enfrentó a las fuerzas portuguesas y a las de los pretendientes al trono de Marruecos. Imbuido de un ferviente espíritu de Cruzada y un marcado fanatismo religioso que le inculcaron sus educadores jesuitas, Sebastián se lanzó a una muerte segura en el campo de batalla. Su cuerpo fue recuperado después y sepultado primero en Alcazarquivir, y el mes de diciembre de 1578, fue entregado a las autoridades portuguesas en Ceuta, donde sus restos permanecieron hasta 1580, momento en que se realizó su entierro definitivo en el Monasterio de los Jerónimos de Belém.

Espinosa

Tras su muerte, se inició un movimiento de fuerte impronta mística, un mito conocido como Sebastianismo, debido a que poca gente había visto el cadáver del joven monarca y mucho menos aún lo habían reconocido (asunto del que me ocuparé en otra detallada entrada en «Dentro del Pandemónium»), en torno a las profecías del poeta António Gonçalves Annes Bandarra, unos versos a los que se atribuyeron carácter mesiánico. Juzgado por la Inquisición como judaizante (aunque parece que no era judío), sus libros fueron incluidos en el Índice de los Libros Prohibidos. Murió en 1556, 22 años antes que el rey luso, pero muchos quisieron ver en sus versos un aviso de lo que sucedería tras la muerte del monarca en el campo de batalla. Y en torno a ese mito surgieron personajes que se hicieron pasar por el rey redivivo, como Gabriel de Espinosa, pastelero de Madrigal, en una historia que ya quisieran hoy los de Sálvame.

Enrique I

Sebastián murió sin herederos, y sin la muerte también sin descendencia de su sucesor, su tío-abuelo Enrique I, en enero de 1580, se instauró un vacío de poder y la consiguiente crisis dinástica, y mientras las Cortes portuguesas decidían qué candidatura a ocupar el trono era la más apta, Felipe II de España se anticipó y reclamó sus derechos a la sucesión del trono luso: de los once matrimonios que tuvieron lugar entre la desaparecida dinastía de Avis, ocho habían sido con los Austrias españoles, por lo que la llamada Unión Ibérica, largamente anhelada, estaba en el horizonte y se convertía en una posibilidad muy real.

La Unión Hispánica

Felipe II

El Rey Prudente contaba con el apoyo de la clase media, la nobleza y el alto clero, pero la oposición vino de las clases populares y el bajo clero: el 20 de junio de 1580, Antonio, Prior de Crato, adelantándose al Austria, se proclamó rey de Portugal en Santárem. Candidato de dudosa legitimidad y un supuesto origen bastardo del rey Manuel I, su reinado (legitimado en varias localidades del país) duró apenas 30 días, pues sus escasas tropas serían vencidas por las comandadas por el duque de Alba en la batalla de Alcántara el 25 de agosto de 1580.

Antonio, prior de Crato

Un año después, Felipe II, en el momento más álgido de su reinado, ese imperio sin corona en el que «no se ponía el sol», fue proclamado rey con el nombre de Filipe I de Portugal por las Cortes de Tomar. La Unión Ibérica se convertía en una realidad y el reino luso pasaba a formar parte de la corona hispánica. Algo que engrandecía el poder de los Austrias españoles pero que no era bien visto por amplios sectores de la sociedad lusa, que se sentían humillados ante tan grande agravio a su independencia y honor.

Olivares

Durante décadas el reino portugués formó parte del reino de España, pero la tensión por diversos motivos políticos y la decisión de poner impuestos a favor de la corona a partir de 1611 (lo que empobreció a la población del país vecino) extendió un movimiento de sublevación que en torno a 1630 experimentó diversas escaramuzas y levantamientos (en su mayoría anecdóticos) que en los primeros años del reinado de Felipe IV, y a causa de la dura reglamentación del Conde-Duque de Olivares (en la presión fiscal debida a la castellanización de los territorios peninsulares), culminaría con el estallido de la sublevación en 1640.

Duque de Braganza

En 1638, ante el agravamiento de la situación, se convocó en Madrid, capital del reino de España, la Junta Grande de Portugal y en marzo de 1639 se suprimió el Consejo de Portugal, que fue sustituido por una Junta situada en Lisboa y otra más sita en Madrid. El descontento se había manifestado en varias revueltas populares en 1634 y 1637 respectivamente, en la región del Alentejo y otras ciudades, sin demasiadas consecuencias, aunque la insurrección estaba a punto de estallar. El personaje principal que encabezaría la oposición a España sería Joao, Duque de Braganza, aunque durante meses se mostró reacio a encabezar la conjura, entregado a su pasión, la música, en el Palacio de Villaviciosa. Finalmente aceptó ser nombrado rey pero no ser el líder de la insurrección. A la espera de que esta triunfase, permaneció en su dorado retiro.

Margarita de Saboya

El despótico gobierno de Miguel de Vasconcelos y Diego Suárez, secretarios de Estado de la virreina Margarita de Saboya, y ciertos agravios y exacciones violentas, fueron la chispa que hizo explotar a los rebeldes. Aprovechando que el grueso de las tropas españolas se hallaba desplegado en Cataluña, donde la situación era aún más delicada, los conjurados proclamaron la independencia de Portugal el 1 de diciembre de 1640. A las 9 de la mañana, los insurrectos ingresaron al Paço da Ribeira, en Lisboa, y asesinaron y arrojaron por la fachada del Palacio Real, que da a la Plaza del Mercado lisboeta, al secretario de Estado, Miguel de Vasconcelos, arrestando a su vez a la virreina en su gabinete, siendo encerrada en el Convento de Santos-o-Novo.

Asesinato de Vasconcelos

El Duque de Braganza aceptó la autoridad de la rebelión y se intituló rey de Portugal ese mismo día 1 bajo el nombre de Juan IV, dando inicio a la cuarta dinastía lusa o dinastía de Braganza.

La respuesta de España

Álvaro de Bazán

La confirmación del triunfo del alzamiento llegó a Madrid el 7 de diciembre de 1640, y en la corte se prohibió, bajo pena de vida, que se hablase del asunto. Pero el mecanismo de la guerra se puso en marcha. Rápidas operaciones militares dirigidas por el anciano duque de Alba por tierra y por el Marqués de Santa Cruz, D. Álvaro de Bazán, por mar, fueron la respuesta de la corona española a tal desafío. Por el norte tuvo especial importancia la compañía que capitaneaba D. Fernando de Castro, Conde de Lemos, constituida en parte por gente reclutada en la antigua provincia de Tuy, y a cuya fuerza expedicionaria no dudaron en sumarse muchos ciudadanos de La Guardia (hoy A Guarda, la hermosa tierra de mi familia materna desde cuya playa de O Molino se vislumbra el norte de Portugal con tal nitidez que parece que uno pudiera, apenas entornando los ojos, agarrarlo con la palma de su mano), y de comarcas adyacentes.

Sancho Dávila

A ellos se unieron también los tercios reunidos en la ciudad de Pontevedra bajo las órdenes de D. Sancho Dávila, Maestre de Campo, apodado «el Rayo de la Guerra» (que en 1580 fue vencido por el prior de Crato en la Batalla de Alcántara pero que el 24 de octubre de ese mismo año conquistó Oporto para la corona), al igual que hicieron otros señores cumpliendo los mandatos de Felipe IV, como D. García Sarmiento de Sotomayor, Señor de Salvatierra, que acudió con sus vasallos a formar parte del ejército invasor. Movimientos de tropas similares tuvieron lugar en las otras fronteras entre España y Portugal, principalmente en territorio extremeño.

Los Habsburgo bautizaron a Juan IV como «El Tirano», mostrándolo en su propaganda como a un traidor. El 28 de enero de 1641 se iniciaron las sesiones de las Cortes que legitimaron la «restauración» de Juan al trono portugués. La falta de combates de importancia daría a los portugueses dos largas décadas para fortalecer su defensa frente a Castilla, reconstruyendo fortalezas, creando un ejército más efectivo y haciéndose con armas para su defensa. El país luso quedó dividido en seis regiones militares y se emprendieron una serie de obras de fortificación tanto de las fronteras como de las ciudades del interior en previsión de posibles ataques españoles.

El rey Juan IV de Portugal
Escudo de armas de Juan IV

En un principio, Juan IV actuó de forma precavida: mantuvo el sistema legal del periodo anterior y a la mayoría de cargos de responsabilidad. A su vez, creó el Consejo de Guerra, el Consejo Ultramarino y emprendió las reformas del Consejo de Estado y del Consejo de Hacienda. Sobrevivió a un intento de regicidio en 1647 y murió el 6 de noviembre de 1656 debido «al mal de la gota y la piedra», cuando ya había fallecido su primogénito, el infante Teodosio, príncipe de Brasil (que murió en 1653, a los 19 años), extendiendo la leyenda de la maldición que pendía sobre los Braganza.

Melo

El periodo de 1640 a 1668 se caracterizó por enfrentamientos periódicos entre ambos reinos, desde pequeñas escaramuzas a graves conflictos armados. El frente se mantuvo prácticamente estático y, por parte española, era fundamentalmente defensivo, pues la prioridad de la Corona era sofocar la Sublevación de Cataluña. Siguiendo el llamamiento de Juan IV, algunos cientos de soldados cambiaron de bando, pero otros no, y de hecho, en el frente catalán combatieron numerosos soldados portugueses a favor de los Austrias y la unidad en su conjunto llegó a estar al mando de un luso, Francisco Manuel de Melo.  En un primer momento, de hecho, el gobierno madrileño permitió que los rebaños portugueses pasaran a Extremadura y que jornaleros lusos participaran en la siega en Castilla en 1641. La corte madrileña pasaría de la guerra defensiva a la ofensiva en 1657.

La debilidad de ambos reinos retrasó los enfrentamientos bélicos que debían decidir la cuestión de la independencia portuguesa, lo que hizo que la guerra durase 27 largos años, siendo la más larga del siglo XVII en la península Ibérica.

Victorias olvidadas y la derrota de un imperio

En una larga guerra de casi 28 años, hubo importantes éxitos de los Tercios españoles que caerían en el olvido por el fracaso final de la Corona hispánica a la hora de retener el trono luso, y precisamente un portentoso ensayo que acaba de publicar la editorial Actas recoge esas victorias y una visión de conjunto detallada y analítica de aquella longeva contienda. El libro en cuestión es La Guerra de Portugal (1640-1668), obra de Enrique F. Sicilia Cardona.

Por sus páginas caminan personajes fascinantes de ambos bandos, convencidos de que estaban llamados a realizar grandes hazañas y de la victoria final, y se desgranan las traiciones y alianzas de ingleses y franceses que se coaligaron para ayudar a los resistentes lusos y derribar así al gigante con pies de barro en que se había convertido la monarquía hispánica, que no obstante atesoraba un poder y dignidad todavía apabullantes. Un escenario que trascendía, por tanto, la política de la Península y se convertía en otra guerra más de escala internacional en aquel siglo de contrastes y una dura pugna por controlar la hegemonía de Occidente que fue el Barroco.

Asedio de Badajoz. 1658

Su autor, profesor de Humanidades, conferenciante y especialista en temas histórico-militares, despliega un exhaustivo conocimiento de la época y las múltiples aristas de aquel conflicto y hace un uso encomiable de una cantidad de fuentes documentales que asusta. Recupera así, en su conjunto, esa caída marcial final y pone los puntos sobre las íes en lo que a la restitución de nuestro pasado se refiere, un pasado de contraluces que no obstante resulta apasionante.

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La galera de Cervantes en Lepanto

Miguel de Cervantes fue uno de los más ilustres de nuestras letras, y su monumental Quijote en dos partes es considerado por muchos el inicio de la novela moderna. Ahí es nada. Además, fue un valeroso soldado que luchó en la batalla de Lepanto contra los turcos, episodio bélico que él mismo describiría como «la más importante ocasión que vieron los tiempos». ¿Cuál fue su papel en este enfrentamiento en medio del mar que teñiría de sangre las aguas del Mediterráneo?

Óscar Herradón ©

Batalla de Lepanto (Antonio de Brugada, Wikipedia)

Como buen exponente del Siglo de Oro en que le tocó vivir, para Cervantes la profesión de soldado era probablemente aquello de lo que se sintió más orgulloso durante toda su ajetreada vida. Para el escritor, como buen caballero, las armas siempre fueron tan importantes como las letras, quizá más, como se desprende del famoso Discurso de las armas y las letras que recita don Quijote en su obra cumbre, pues sin acción, la teoría, está vacía de contenido:

«…dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios; y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas a éstas adherentes, que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida».

En dicho discurso, de una alta calidad literaria y reveladora elocuencia, Cervantes volverá sobre el recurrente tema de la llamada «Edad de Oro»:

«Bien haya aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención…».

No se trata sin embargo de ningún discurso pacifista, Cervantes lo que hace es reivindicar las antiguas armas de los nobles caballeros –espada, lanza– puras y sin la capacidad de exterminio de las modernas armas de artillería, que el autor aborrece, pues con ellas «no se puede demostrar la verdadera valentía de un guerrero». Hace 400 años el concepto de pacifismo actual –reivindicable y loable, por supuesto– habría sido considerado absurdo, probablemente cobarde.

No olvidemos que el ilustre don Miguel, aun con su evidente modernidad y amplitud de miras, fue un hombre de su tiempo, una época en la que los esquemas mentales de los hombres poco tenían que ver con los de hoy en día, otra de las razones por las que su obra se nos antoja más difícil de interpretar.

El caso es que en Lepanto el autor demostraría el valor de un auténtico héroe. Era el 7 de octubre de 1571 y cuando la flota en la que viajaba, en una galera conocida como La Marquesa, se enfrentó a las embarcaciones turcas, Cervantes se encontraba en el entrepuente que servía de enfermería, acechado por la malaria. La intensa fiebre y los vómitos que padecía no impidieron que ocupara una posición de gran riesgo en la celebérrima batalla, situándose en el esquife de la embarcación, donde corría el peligro de recibir fácilmente un proyectil o un arcabuzazo.

Tras largas horas de cruenta lucha cuerpo a cuerpo, reiterados abordajes y un inmenso océano teñido de sangre –el mismo autor así lo describiría–, la flota española consiguió vencer finalmente al Turco, no sin antes haber sufrido grandes pérdidas tanto uno como otro bando. Nuestro héroe sufrió también graves heridas de las que siempre se sentiría profundamente orgulloso: recibió tres arcabuzazos –sin duda por la posición de riesgo que ocupaba–, dos en el pecho y uno en la mano izquierda que le valdría el sobrenombre de «el manco de Lepanto». El «manco» que escribiría la obra cumbre de las letras hispánicas.

PARA INDAGAR ALGO (MUCHO) MÁS:

Para una visión global de la gran empresa de Lepanto, recientemente, y con motivo del 450 aniversario de tal acontecimiento, la editorial Edaf ha publicado el exhaustivo y apasionante ensayo Gloria imperial. La jornada de Lepanto, firmado por dos grandes conocedores de nuestro pasado, Carlos Canales y Miguel del Rey.

Una visión novedosa de un episodio clave del imperio español. Durante siglos, Lepanto se ha planteado siempre como una lucha religiosa –contra el Infiel–, pero este trabajo muestra también cómo dicha causa (de fe) estaba subordinada al poder y a mayores beneficios comerciales, pues como dice el refrán, no es oro todo lo que reluce, tampoco en las grandes gestas históricas. Al comienzo de la batalla que tiñó de rojo las aguas del Mare Nostrum, el imperio otomano poseía la armada más grande del mundo; cinco horas más tarde había dejado prácticamente de existir, y el enemigo de España perdido toda su hegemonía y poder marítimos. El Turco no estaba acabado tras el lance contra Juan de Austria (enviado por su hermano de padre Felipe II a comandar tal empresa), pero nunca volvería a ser el mismo ni a participar en un combate naval de tal importancia. En sus páginas conoceremos todo tipo de detalles, desde los políticos y económicos a los puramente militares y armamentísticos.

Aquí dejo el enlace para adquirir el libro en la web de la editorial:

https://www.edaf.net/libro/gloria-imperial_119387/

Recientemente, la editorial Almuzara, con una loable dedicación a la divulgación histórica, publicaba Galeras de Guerra. Historia de los grandes combates navales (480 a.C.-1571 d.C.), del autor Víctor Aguilar-Chang. Precisamente, el libro finaliza en el último de los grandes enfrentamientos de este tipo de embarcaciones, el de la Batalla de Lepanto, comandada por don Juan de Austria, hermano por parte paterna del mismísimo Felipe II. Pero este ameno y completo ensayo se encarga de hacer un exhaustivo repaso por los barcos icónicos en las guerras del Mediterráneo durante más de dos milenios, ese Mare Nostrum que vio tanta sangre vertida en sus agitadas aguas; una monografía que llevará al lector a recorrer la evolución de las galeras de guerra, sus tácticas de combate y las estrategias seguidas por sus comandantes a través de tres grandes batallas que dejaron una huella indeleble en el océano: además de Lepanto, la de Salamina (480 a.C.) y la de Ecnomus (256 a.C.) He aquí cómo adquirirlo:

Los demonios del Siglo de Oro (parte I)

Las crónicas españolas de los siglos XVI y XVII están llenas de extraños sucesos que las gentes de entonces, profundamente supersticiosas, creían de índole sobrenatural. En una sociedad fuertemente jerarquizada y de religiosidad desbordante, el contraste entre el bien y el mal era muy marcado, y el temor a las fuerzas de la oscuridad casi una obsesión.

Óscar Herradón ©

Fue el tiempo de novicias que decían sufrir arrobos y éxtasis, monjas posesas y también el de condenas por brujería y hechicería. Dichos casos se recogían en textos y manuscritos que todavía se pueden ojear en viejas bibliotecas. Hechos sumamente curiosos que advierten que las crónicas del misterio son tan antiguas, casi como la misma escritura…

La superstición y la magia estaban muy arraigadas en la mente del español de los siglos XVI y XVII. En la Península a las supersticiones de los pueblos primitivos, romanas y godas, se unieron las de los judíos y los moriscos, además de las milenarias del pueblo gitano. Toda una caterva de prácticas heterodoxas lograron fundirse con el dogma católico, generando un sincretismo religioso, una «nueva religión» que podríamos considerar paralela entre el pueblo, que seguía manteniéndola viva a pesar de la condena de la Iglesia.

En el siglo XVI se intensificaron las creencias de índole mágico-supersticiosa, que parecían haber sucumbido a finales del Medievo. A tal punto llegaba la pasión por lo heterodoxo que en marzo de 1582 el Inquisidor de Valladolid descubrió en la Universidad de la ciudad castellana profesores que enseñaban magia, doctrina que ordenaban los Estatutos del centro, donde se hallaban además libros autorizados sobre la materia. Un año después se prohibieron aquellos estudios pero se permitió el trazado de horóscopos, práctica tan en boga entonces que los grandes mandatarios y reyes del Renacimiento, como Felipe II, Catalina de Médicis o Isabel I de Inglaterra, se guiaron por los consejos de adivinos, magos y astrólogos.

Crónica «oculta» del Rey Pasmado

Pero sería el siglo XVII, el del barroco por antonomasia, aquella España que veía el comienzo de su declive hegemónico bajo el cetro del cuarto Felipe, cuando la superstición alcanzaría un grado tal de inserción en la sociedad  que en todos los estratos sociales, desde el hombre más humilde al noble más laureado –salvo excepciones, que las hubo–, creía en la intervención de lo sobrenatural en sucesos de diversa índole e incluso en el devenir de la vida cotidiana.

El piadoso (pero promiscuo) Felipe IV, por Velázquez.

Para el historiador español José Deleito y Piñuela, autor del inolvidable ensayo La vida religiosa española bajo el cuarto Felipe. Santos y pecadores (Espasa-Calpe, 1963), este aumento desaforado de la superstición se erigió como caricatura «del ardiente misticismo y de la fiebre teológica que devoraron las almas en el siglo XVI». La España de los Austrias sufrió grandes crisis de ideales y una relajación moral y en las costumbres propicias para desarrollar creencias supersticiosas, prácticas que alcanzaron a todos los campos de la España de entonces: el pensamiento, las artes y las mismas costumbres.

Juan José de Austria

Hechiceros, brujas, nigromantes y adivinos estaban a la orden del día y gentes de rancio abolengo creían a pies juntillas en sortilegios y agüeros, acudiendo a que les adivinasen el porvenir o a pedir ayuda para todo tipo de problemas: mal de amores, envidias, obtener éxito y dinero, encontrar un tesoro perdido…  Juan José de Austria, el hijo bastardo que Felipe IV tuvo con la comedianta María Calderón, era un apasionado de la astrología y un asiduo de los salones de adivinación. Esta ciencia alcanzó tanta notoriedad que incluso algunos nobles se permitieron el lujo de tener astrólogo propio que elaborase su horóscopo personal. Se creía en el influjo de los astros sobre los hombres, los cuales nacían con buena o mala estrella, dependiendo del signo zodiacal que les influyese; existían días fastos, favorables para todo, y nefastos, que eran adversos para aventurarse a realizar cualquier cosa.

Durante los siglos XV y XVI gozó de una gran popularidad la llamada astrología judiciaria, aquella aplicada a los pronósticos y que trataba de predecir acontecimientos futuros por medio de la posición e influencia de los cuerpos celestes. La astrología llegó a ser recomendada por las Cortes como un necesario complemento de la Medicina y se crearon cátedras de la misma en ciudades como Valencia. Pedro Ciruelo, teólogo autor del texto Reprobación de las supersticiones y hechicerías (Alcalá de Henares, 1530), llegó a decir que «la astrología es ciencia verdadera, como la Filosofía Natural o la Medicina», a pesar de condenar muchas prácticas supersticiosas y creencias sobrenaturales en su obra.

No obstante, en 1585 el papa Sixto V prohibió su práctica a través de la bula Coeli et Terrae y desde el año 1612 los astrólogos fueron castigados con pena de destierro y galeras, además de abjurar de sus creencias. Si muchos, como el mismo Felipe II y sus sucesores, admiraban esta ciencia y creían en ella a pies juntillas, autores como Calderón de la Barca la condenaron abiertamente, en obras como El astrólogo fingido.

Además de los vaticinios de tipo astrológicos, existían formas de adivinación tan extrañas y sugerentes como la spatulomancia o «adivinación por los huesos de la espalda»; la kefalenomanteia, «a través de la cabeza asada de un asno o un carnero», o la onuxomanteia o «adivinación por las uñas manchadas de aceite»; además de las habituales a través de naipes o cartas, lectura de las manos (chiromancia y ahora quiromancia), por los posos del café…

Astrología, sortilegios y agüeros

Era habitual que en los escritos de la época reseñaran prodigios y sucesos de índole sobrenatural cuya veracidad, en una época donde imperaba la superstición, nadie ponía en duda. En los Avisos de Pellicer y Barrionuevo o en los textos de la escritora francesa Madame d’Aulnoy –que señala no creer en las supercherías de los españoles– se recogen no pocas situaciones sin aparente explicación racional. La escritora gala apunta que cuando llegó a la ciudad de Toledo, cuna de las tres religiones y enclave mágico por excelencia, los lugareños le aseguraron que de un nicho situado en el coro de la catedral brotó una fuente de agua que manó durante varios días seguidos; aquél prodigio ocurrió al parecer en tiempos medievales, cuando el moro sitiaba la ciudad y los cristianos andaban escasos del preciado líquido.

En el mismo recinto sacro la francesa vio un pilar protegido por una verja donde la tradición señalaba que la Virgen se había aparecido a San Ildefonso. Asimismo, le contaron que varios lagos que salpicaban la geografía española exhalaban ciertos vapores que desataban tempestades y albergaban en sus profundidades peces monstruosos; que existían conjuradores de la langosta –especie de hechiceros que conseguían extirpar las plagas mediante conjuros y ritos mágicos– y que los nacidos en Viernes Santo eran capaces, cuando pasaban ante un camposanto en el que había personas asesinadas o por el lugar de un crimen, de ver al malogrado difunto ensangrentado cual aparición espectral.

No eran pocas las historias tomadas como ciertas acerca de sucesos sobrenaturales que tenían como escenario conventos y catedrales. En el convento de monjas de Santa Clara, sito en Valladolid, descansaba en una lúgubre tumba un antiguo caballero castellano que, al decir de las religiosas, siempre sollozaba cuando se moría alguno de sus parientes. El barroco fue tiempo de arrobamientos, éxtasis y visiones demoníacas. En las Noticias de la época se hallan episodios de este tipo de forma abundante, como el que apuntaba que en la Iglesia madrileña de San Ginés un fraile descalzo de la Orden de los franciscanos «se arrebató en éxtasis, en el cual, desde la mitad de la iglesia fue hasta el altar por el aire, y en él estuvo un cuarto de hora mirando el Santísimo Sacramento a vista de gran pueblo, que le hizo pedazos el hábito (…)».

Por la misma época, en un convento de agustinos que se hallaba en la ciudad de Burgos, se veneraba en una capillita a un Cristo que según declaraban los religiosos, que se turnaban para custodiarlo, sudaba todos los viernes. La talla era adorada por personaje de alto rango y por el pueblo llano y sus custodios se las vieron y se las desearon para protegerlo, pues al menos dos veces fue robado por los monjes de otro convento; aunque al parecer volvió por su propio pie a su ubicación original…

José Pellicer, cronista de la Villa y Corte

José Pellicer de Ossau Salas y Tovar, en sus célebres Avisos Históricos, escribía el 8 de septiembre de 1643 que «en Madrid una imagen de pincel en tabla, de Nuestra Señora del Populo de Roma, estando en una casa particular una criada gallega, empezó a cantar en su alabanza y a bailar, y vio que Nuestra Señora movía los dedos de las manos. Dio voces, espantada, y llamó a gente que lo vio también. Concurrió mucho pueblo y el señor Nuncio, y se trujo la imagen a las Descalzas Reales, donde la pusieron en su oratorio adentro». Nadie dudaba, aunque fuera un escritor de renombre, de la intercesión de fuerzas sobrenaturales en el devenir del día a día.

(Continuará en un próximo post… aún más extraño).