«La Bomba»: el desarrollo atómico en la Segunda Guerra Mundial

La carrera a contrarreloj por obtener la bomba atómica llevó a aliados y países del Eje a una lucha sin cuartel en la que desplegaron sus últimos adelantos científico-técnicos, contaron con los hombres más brillantes de la comunidad académica e impulsaron el progreso de una forma nunca antes vista, aunque fuera a costa de muchas vidas humanas. Una batalla marcada por los informes secretos, el espionaje y la traición de muchos hombres a su código moral. Cuando la historia aún se pregunta hasta qué punto la Alemania nazi desarrolló su proyecto atómico, una monumental novela gráfica recupera los entresijos de aquella lucha entre bambalinas por obtener el arma definitiva.

Óscar Herradón ©

El Tercer Reich continúa siendo fuente inagotable de informaciones que, prácticamente cada mes, salen a la luz, y algunas de ellas obligan a reescribir una historia nunca cerrada del siglo XX. El 29 de diciembre de 2014 saltaba a la prensa internacional la noticia de que en Austria se había descubierto un gigantesco complejo subterráneo, de una extensión de 75 hectáreas, formado por varios túneles. Concretamente el hallazgo se realizó en la ciudad austriaca de Sankt Georgen an der Gusen, una semana antes de que los medios se hiciesen eco del mismo.

Entre otros rotativos, The Sunday Times señalaba que un grupo de expertos afirmaron que la construcción –edificada en lo que entonces era territorio del Reich en plena Segunda Guerra Mundial–, habría sido utilizada por científicos del régimen para desarrollar armas atómicas durante la contienda. El complejo subterráneo fue descubierto gracias a unas excavaciones que comenzaron después de que un grupo multidisciplinar de expertos hallara considerables niveles de radiación en la zona, lo que les hizo pensar que podría tratarse de una rudimentaria central nuclear nazi. Según afirmó a los medios Andreas Sulzer, director de la investigación, el lugar es «muy probablemente la planta de producción de armas más grande del Tercer Reich».

El complejo descubierto en Sankt Georgen an der Gusen
B8 Bergkristall

En la planta se encontraron restos de las tropas nazis, como cascos de las SS, y diferentes objetos de la época, un trabajo difícil teniendo en cuenta las sucesivas capas de tierra que ocultaban el complejo así como las placas de granito que, ya con la guerra en su contra, los alemanes utilizaron para cubrir la entrada y evitar que los aliados descubrieran el emplazamiento. Tan bien lo hicieron que transcurrieron setenta años hasta su localización. Los expertos barajaron entonces que dicha zona podría estar conectada con el campo de concentración de Mauthausen-Gusen –cuyos prisioneros, en su mayoría químicos y físicos, habrían puesto sus habilidades especiales al servicio del complejo atómico–, uno de los más temibles de la Solución Final, y la fábrica subterránea B8 Bergkristall, donde se fabricaron las unidades del célebre Messerschmitt Me-262, el primer caza a reacción operativo del mundo, éste sí, lugar descubiertos por los soviéticos tras la caída de Hitler.

Aquel importante descubrimiento volvía a poner sobre el tapete la estrecha relación del gobierno de Hitler con la carrera nuclear y desataba una vez más el debate sobre hasta qué punto de su desarrollo llegaron los científicos alemanes. Hasta ahora, la mayoría de expertos sostenían que el esfuerzo alemán durante la contienda se había centrado únicamente en el desarrollo de un reactor nuclear, con la posibilidad de que, si en todo caso hubiesen llegado a un punto avanzado, haber podido obtener lo que se conoce como bombas sucias –cluster bombs–, término que en la actualidad se usa para definir a los artefactos explosivos que diseminan elementos radiactivos en la atmósfera, y que causarían efectos nada comparables a los de una bomba atómica como la que desarrollarían los norteamericanos en el Proyecto Manhattan, nombre en clave del programa nuclear ultrasecreto estadounidense.

Alemania, pionera de la fisión nuclear

Heisenberg

En los años 20 y primeros de los 30 la ciencia alemana dominaba los campos de la física y la radioquímica mundiales. El proyecto de energía nuclear alemán acabaría conociéndose de forma informal como el Uranverein («Proyecto Uranio»), comandado por el célebre físico galardonado con el Nobel en 1932 Werner Heisenberg. En diciembre de 1938 los químicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann hicieron público que habían detectado el elemento bario tras bombardear con neutrones el uranio. Junto a Lise Meitner, habían descubierto la fisión nuclear en la misma Alemania nazi.

Groth

El 24 de abril de 1939, Paul Harteck, director del departamento de física y química en la Universidad de Hamburgo y asesor de la HeereswaffenamtHWA, Oficina de Armamento del Ejército–, junto a su ayudante Wilhelm Groth, se puso en contacto con la ReichskriegsministeriumRKM, Ministerio de la Guerra del Reich–, para alertarlos sobre el potencial de las aplicaciones militares de las reacciones nucleares en cadena y en la primavera de 1940, un reactor nuclear casi crítico fue construido por el propio Harteck en una planta especial de la citada universidad.

Instalaciones de la Heereswaffenamt
Proyecto Manhattan

En pocos meses, los físicos de todo el mundo informaban a sus respectivos gobiernos acerca de que el descubrimiento de Hahn podría llevar «a una producción sin precedentes de energía y a los superexplosivos». Sin embargo, la política de Hitler que en un primer momento pareció resolver los acuciantes problemas económicos de la República de Weimar, al estar basada en promover el empleo por medio de la industria armamentística, centrada en una inminente guerra, llevaba, como sostiene F. J. Ynduráin Muñoz, del Departamento de Física Teórica de la UAM, a medio plazo a la ruina, por lo que la financiación de cualquier actividad que no fuese directamente rentable para el esfuerzo bélico «era, simplemente, imposible para Alemania».

El Uranverein en la encrucijada

Fat-Man

Según el citado estudioso, los proyectos alemanes nunca tuvieron una financiación suficiente, ni de lejos. Únicamente Estados Unidos, con un producto interior bruto que casi duplicaba el alemán y era diez veces superior al japonés, permitió al país de las barras y estrellas mantener una guerra con ambos países del Eje y, además, en plena contienda, en 1944, gastar los 1.000.000.000 de dólares que requería el Proyecto Manhattan en un año.

Fermi

A este problema se sumó el hecho de que algunos de los más brillantes científicos de la Alemania nazi se vieran obligados a exiliarse por su ascendencia judía, como Meiner y Fritsch, que realizarían sus descubrimientos en Suecia, al igual que le sucediera al italiano Enrico Fermi, que también tuvo que exiliarse en 1938 debido a que su esposa era judía y a que la alianza entre Hitler y Mussolini les ponía en serio e inminente peligro. Éste último lograría en diciembre de 1942, en los sótanos de la Universidad de Chicago, una reacción nuclear sostenida que suponía un gran paso para los norteamericanos en su carrera por obtener la ansiada bomba atómica. Era, pues, casi imposible que los germanos consiguieran la misma antes. Sin embargo, los norteamericanos, que estaban desarrollando la bomba atómica en el desierto de Nevada, en una de los proyectos ultrasecretos mejor guardados de la guerra, no sabían hasta qué punto los alemanes estaban obteniendo logros en este sentido. Era vital que lograran obtener «el arma definitiva» antes que ellos.

Norsk-Hydro

Puesto que los espías aliados no habían conseguido encontrar laboratorios secretos en los que supuestamente se desarrollaba el proyecto atómico –algo que el hallazgo citado, en 2014, ha venido a corroborar–, los ojos de la Inteligencia británica, con Churchill a la cabeza, se pusieron en Noruega, en la planta Norsk-Hydro para la fabricación de agua pesada. En los prolegómenos de la investigación nuclear, el agua pesada resultaba un elemento imprescindible. La planta fue un lugar capital en la carrera nuclear nazi y capitaliza gran parte de un revelador ensayo publicado recientemente y del que me ocuparé en un inminente post.

Ahora, recomiendo la novela gráfica que se centra en aquella vertiginosa lucha por obtener armas atómicas que se desarrolló entre bambalinas en la mismísima Segunda Guerra Mundial –un avance científico-técnico sin precedentes al que obligaba la presión y los progresos del enemigo y que recuerda en la actualidad al vertiginoso desarrollo de vacunas para combatir el coronavirus en tiempo récord–.

La Bomba (Norma Editorial)

La novela gráfica en cuestión es un monumental volumen de 472 páginas que bajo el título de La Bomba ha publicado recientemente la siempre exigente Norma Editorial. Fruto del trabajo conjunto y la creatividad del historietista belga Didier Alcante, el guionista francés Laurent-Frederic Bollée y el ilustrador canadiense Denis Rodier, todos ellos grandes exponentes contemporáneos de la Bandé-dessinée, es un detallado y revelador fresco de cada uno de los participantes en esa carrera atómica contrarreloj en los años más devastadores de la contienda.

Con un trabajo de documentación previo colosal (no en vano, sus artífices tardaron cinco años en completarlo), en sus páginas vemos las dudas existenciales de los físicos y químicos que sentarían las bases de la fisión nuclear, las luchas intestinas de los militares con los políticos para llevar a cabo proyectos que debían permanecer en el más absoluto de los secretos en la era dorada del espionaje internacional, y cómo la tragedia se va palpando, como una muerte anunciada a voces –y también en silencio–, vaticinando el desastre que se avecina sobre la humanidad. Tecnología y ciencia, PROGRESO frente a DESTRUCCIÓN, una dicotomía largamente asentada en la historia contemporánea.

En los trazos en blanco y negro (que lo dotan de mayor sobriedad, y cierta coherencia acorde con aquellos tiempos en que los informativos que abrían las largas sesiones de cine también eran en escala de grises, como nuestro patrio NO-DO, que emitió desde 1942, en plena guerra mundial, hasta 1981) se materializan las inquietudes de físicos y premios Nobel como el italiano Enrico Fermi (que, seguido de cerca por las autoridades fascistas como señalé en el post, decidirá exiliarse en Estados Unidos, contribuyendo al avance atómico norteamericano) o el húngaro Leó Szilárd y su amigo alemán, el Premio Nobel Albert Einstein, quienes hubieron de escoger el camino del exilio cuando los nazis llegaron al poder, aventurando la tragedia que se cerniría sobre el pueblo judío pocos años después. Ellos sí lo consiguieron, muchos otros no.

También desfilan por estas sensacionales páginas los científicos alemanes que permanecieron en el Reich (bien por decisión propia, como Heisenberg, bien porque las autoridades hitlerianas les obligaron) y hubieron de trabajar en el desarrollo atómico nazi aún a sabiendas de que su comandante en jefe poseía un hálito destructor imparable. El narrador –el plutonio– hace suya la frase: «Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos», una sentencia que se atribuye a Robert Oppenheimer, terriblemente arrepentido de trabajar en la creación de «La Bomba» cuando fue detonada la primera en la prueba Trinity, en el desierto de Nuevo México, momento en que le vinieron a la mente esas palabras del texto cosmogónico hindú Bhagavad-Gita (que, por cierto, obsesionaba a Heinrich Himmler, que consideraba los bastiones helados del Himalaya la cuna de la raza aria).

Precisamente Szilárd y Einstein serían los impulsores de la obtención estadounidense de la bomba atómica al escribir varias cartas al entonces presidente Franklin Delano Roosevelt sobre el peligro que suponía el avance de las investigaciones atómicas alemanas, detonante del ultra-secreto Proyecto Manhattan. Con el tiempo, al igual que su colega Oppenheimer, se darían cuenta del terrible error de construir un arma tan devastadora, pero en aquellos momentos de guerra contra Hitler consideraron que era la única forma de frenar sus aspiraciones megalómanas (sí, la bomba se creó para ser lanzada contra el Reich, pero la claudicación del mismo «obligó» a lanzarla contra los japoneses).

Los autores, en su minucioso trabajo de reconstrucción histórica, tampoco dejan fuera episodios del proceso nuclear bélico mucho menos publicitados y casi desconocidos por el gran público, como el papel desarrollado por los japoneses en dichas investigaciones o cómo los militares que estaban a cargo de la construcción del Pentágono (un proyecto igualmente «top secret» que impulsó la contienda) serían puestos también al frente de la comisión atómica estadounidense.

Con un ritmo endiablado, como el que hubieron de mantener los verdaderos protagonistas en aquellos tiempos de sangre y fuego en el interior de sus laboratorios ultrasecretos para conseguir objetivos palpables, presionados por gobiernos y militares, en la trama, a modo de flashes, también se recuerdan episodios clave de la Segunda Guerra Mundial como el ataque japonés a Pearl Harbor, la derrota del Tercer Reich, y por supuesto el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, el trágico epílogo largamente anunciado de aquella costosa investigación secreta.

Una verdadera joya gráfica que ha sido definida por la empresa de radio difusión pública de Bélgica RTBF como «El cómic definitivo». No sé si me atrevería a decir tanto, pero desde luego estamos ante una de las mejores obras sobre el tema publicadas en los últimos años, y la más completa de BD centrada en la bomba atómica en el marco de la guerra jamás editada. Una auténtica delicia para apasionados del cómic y de la historia que podéis adquirir en el siguiente enlace:

https://www.normaeditorial.com/ficha/comic-europeo/la-bomba

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

La Segunda Guerra Mundial. Una historia gráfica (Pasado & Presente)

Y si lo que queremos es una visión global, amena a la par que rigurosa del conflicto en el que se enmarcaron estas operaciones, la Segunda Guerra Mundial, la mayor sangría de la historia de la humanidad, nada mejor que sumergirnos en la adaptación gráfica de la obra de uno de los mejores historiadores de aquel periodo, el británico Antony Beevor, en una majestuosa edición por obra y gracia de la editorial Pasado & Presente.

Una poderosa narrativa visual del más sanguinario conflicto armado de todos los tiempos, al menos hasta ahora (y esperamos que así siga siendo). Con un elegante trazo en el que priman los grises (que resaltan el dramatismo de lo narrado), Anglès recoge acontecimientos del Frente Oriental, la Blitzkrieg (Guerra Relámpago) alemana y de la posterior Europa conquistada por los ejércitos de Hitler, grandes batallas y ataques como Pearl Harbor, Stalingrado, Iwo Jima, Okinawa, el bombardeo de Dresde (que quedó reducido a cenizas por los ataques aliados que supusieron una de las mayores vulneraciones a la población civil alemana) o la conquista de Berlín por tropas soviéticas y estadounidenses, así como las condiciones más horribles de aquella grandilocuente tragedia: las inhumanas condiciones del gueto de Varsovia, los hornos crematorios del Holocausto o el lanzamiento de la bomba atómica sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki que pondrían fin de forma dantesca a la larga conflagración.

Dibujos a página completa complementados por pequeñas (y algunas no tanto) píldoras de texto extraídas (más bien adaptadas) de la obra de Beevor que aportan una escueta pero concisa explicación de la Segunda Guerra Mundial para profanos en la materia, pero que deleitará por igual a los conocedores de la historiografía de aquel decisivo periodo del siglo pasado. Más de 2.000 ilustraciones en 550 páginas que consiguen captar con fidelidad el pulso narrativo del historiador británico, algo complicado si tenemos en cuenta la cantidad de información de sus obras de referencia (y su extensión), una potente historia visual que está llamada a ser obra de referencia a partir de ahora y que debería ser lectura obligatoria en las escuelas.

He aquí el enlace para adquirir esta joya bibliográfica:

http://pasadopresente.com/colecciones/historia/bookdetails/2020-10-26-17-24-20

Espías atómicos: agentes soviéticos en el Proyecto Manhattan (I)

En un reciente reportaje en «Dentro del Pandemónium» hablábamos sobre la implacable vigilancia a la que durante décadas el FBI sometió a Albert Einstein. Pues bien, aunque la fijación de J. Edgar Hoover con la llamada «infiltración roja» rayaba en la paranoia, lo cierto es que no iba tan desencaminado. Y es que en el corazón mismo del ultrasecreto proyecto atómico estadounidense se infiltró el mismísimo Kremlin, cuyos altos cargos estuvieron informados de los avances con uranio enriquecido que se llevaron a cabo en la base no tan «blindada» de Los Álamos.

Óscar Herradón ©

Una singular historia de diplomacia, contrainteligencia, medias verdades y pura conspiranoia que se mantuvo silenciada durante décadas y que estuvo a punto de cambiar el devenir del siglo XX, en los complejos y combativos tiempos de la esvástica, la hoz y el martillo y la bandera estrellada de EEUU, cuya vulneración a los derechos humanos y civiles –como el caso de los ciudadanos japoneses dentro de sus fronteras– no casaba con lo impreso en su Carta Magna y el lema de la tierra de la «libertad y las oportunidades».

1950. En EE UU se produce un verdadero pánico rojo que no dejará de incrementarse en las décadas siguientes hasta el final de la Guerra Fría. Para más inri, aquel año que pasaría a la historia como el comienzo de la Caza de Brujas del senador por Wisconsin Joseph McCarthy, con la colaboración de otros políticos de calado como Richard Nixon, el propio presidente Harry Truman –que el 30 de enero anunciaba públicamente la fabricación de una bomba de hidrógeno «mucho más poderosas que la bomba atómica», eje de la política de la Casa Blanca– o autoridades como Hoover y su FBI, tuvo lugar el mayor escándalo por espionaje en el seno del país.

A comienzos de febrero de ese año era detenido en Londres el científico alemán Klaus Fuchs, para algunos el mejor agente de inteligencia del siglo XX, ahí es nada (aunque eso se ha dicho de muchos, quizá demasiados) quien no tardaría en confesar que durante la Segunda Guerra Mundial y después había robado regularmente secretos atómicos estadounidenses y se los había filtrado a los rusos. Una declaración que parecía del todo coherente teniendo en cuenta que el propio Truman había declarado en septiembre de 1949 que los rusos habían ensayado la bomba atómica y que EE UU ya no era la única potencia nuclear –lo que provocó que dedicaran astronómicas cantidades de los ya muy abultados presupuestos de Defensa al desarrollo de la Bomba H–.

Hoover, que se había arrogado el éxito de detener en territorio norteamericano a dos comandos de espías nazis en plena guerra, comandados por George John Dasch, la mayoría de los cuales fueron ejecutados en la silla eléctrica –una historia que tendrá su espacio en breve en «Dentro del Pandemónium»–, fue incapaz de impedir que en el corazón de la maquinaria armamentística se infiltraran espías soviéticos.

Klaus Fuchs (Wikipedia)

Aquello parecía dar a Hoover la razón: él había vigilado a Einstein como sospechoso de espionaje, y continuaría haciéndolo, ahora con más motivo, y en ese momento otro científico alemán, conocido del primero –y que, según un informe interno equivocado del FBI, había sido recomendado por el Premio Nobel para participar en el Proyecto Manhattan– descubría todo el pastel. Pronto, el estado de ánimo del país se manifestaba en alarmantes titulares de prensa como los siguientes: «Los rojos consiguen nuestros planes de bomba»; «Un británico pasa secretos militares atómicos a los rusos», «Espías rondaban las plantas atómicas estadounidenses». A ello se sumaba algo completamente nuevo, y que marcaría la historia de aquel tiempo: la aparición de la televisión, con sus imágenes apocalípticas y dramatizadas hasta el paroxismo sobre la amenaza soviética.

Puede que la amenaza de la infiltración comunista nunca fuese tan real como advertían los defensores de la América reaccionaria que hoy representa el presidente saliente Donald Trump, también obsesionado durante su mandato con la investigación atómica de Irán, un día en el que Washington está blindado ante la toma de posesión de Joe Biden con las aguas más revueltas si cabe que en los años 50, pero lo cierto es que no les faltaba razón: el «enemigo rojo» había penetrado en lo más profundo del sistema y recabado la información secreta más delicada de su historia: la relacionada con el desarrollo atómico. Aquello daría rienda suelta a los conspiracionistas y a los anticomunistas hasta el punto de que se llevaría a cabo una persecución febril de todo lo que oliera a disidencia.

«Supertrump» (Wikipedia)

Los titulares se hacían eco de que Fuchs admitía haber entregado secretos atómicos a los soviéticos desde una fecha tan temprana como 1942, pero, ¿cómo pudo un agente enemigo infiltrarse en las instalaciones ultrasecretas de Oak Ridge, el lugar junto a la Casa Blanca y después el Pentágono –que fue creado precisamente entre 1941 y 1943– más protegido en tiempos de la guerra, en la que era ya la primera potencia armamentística mundial, rebosante de expertos agentes, policías, militares de alta graduación y científicos plenamente entregados al esfuerzo de guerra?

Fabricando a un espía

El doctor Klaus Fuchs nació en Rüsselsheim, Alemania, en 1911, y su historia es una de las más apasionantes del siglo pasado. Como habría de sucederle a muchos de sus colegas, entre ellos Einstein, en 1933 Fuchs tuvo una serie de encontronazos con los nazis, provocados por su filiación al Partido Comunista alemán, lo que le hizo emigrar a Francia, y posteriormente, gracias a contactos familiares, viajó a Inglaterra, a Bristol, en cuya universidad obtuvo su doctorado en física en 1937, así como un doctorado en Ciencias en la Universidad de Edimburgo.

Oak Ridge en 1945 (un área militar no tan segura)

Tras el estallido de la guerra en septiembre de 1939, los ciudadanos alemanes en territorio inglés serían internados, como lo fueron también los japoneses en Norteamérica en uno de los episodios más oscuros de la historia aliada. Fuchs fue trasladado a un campo de internamiento a la Isla de Man, y posteriormente enviado a Quebec, en Canadá, donde permanecería recluido hasta diciembre de 1940. Gracias a la intercesión del profesor Max Born, que tuteló su tesis –y según algunas fuentes, al propio Einstein–, Fuchs fue liberado y regresó a Edimburgo, donde pasó a trabajar en el proyecto de investigación de armamento nuclear británico, conocido con el nombre en código de Tube Alloys –«Aleaciones Tubulares»–, por recomendación del físico británico Rudolf Ernst Peierls.

Peierls

Revelaciones posteriores indican que ya por aquel entonces había sido contactado por los soviéticos. En uno de los papeles desclasificados del GRU –hoy conocido como GU, servicio de inteligencia militar, y de plena actualidad por sus incursiones precisamente en Reino Unido, e incluso en el Procés catalán–, fechado en Londres el 10 de agosto de 1941, se muestra que se estableció contacto con Fuchs. A pesar de las restricciones en tiempos de guerra, su origen alemán y sus contactos con el «enemigo rojo», le concedieron la ciudadanía británica en 1942, a punto ya de participar en el proyecto armamentístico más letal y relevante de todos los tiempos. Y eso que en Alemania Fuchs había sido un reconocido miembro del Partido Comunista y que mientras terminaba su formación en Física siguió manteniendo contactos con los miembros del partido.

El hecho de que un científico con un oscuro pasado de filiación comunista que había sido investigado incluso por la inteligencia británica, diera el salto para trabajar en Los Álamos parece que se debió a un imperdonable descuido del MI-5: un informe de sus agentes animaba a trasladarle al Proyecto Manhattan, al otro lado del Atlántico, porque «allí no podría contactar con espías rusos». Sorprendente (y equivocado, como se mostraría más adelante).

Si bien durante su estancia en Inglaterra Fuchs había sido supervisado por el GRU, una vez que cruzó a Nueva York pasó a ser competencia del NKGB. A finales de 1943, Fuchs fue transferido, junto con Peierls, a la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde pasaron a trabajar para el Proyecto Manhattan, que por fin había tomado forma gracias a las presiones de físicos como Einstein o Leó Szilárd, que convencieron a Roosevelt de que la Alemania nazi podría conseguir pronto la bomba atómica, una amenaza demasiado seria para no actuar, teniendo en cuenta el avanzado nivel tecnológico del Tercer Reich y su visible poder de destrucción. Eso en parte, y por otra gracias a movimientos aún más oscuros de pequeños grupúsculos que en Washington estaban decidiendo cómo sería lo que quedaba del siglo XX, aun a pesar de la opinión en contra de prestigiosos científicos.

Los Álamos (¿inexpugnables?)

Desde agosto de 1944, Fuchs trabajó en la División de Física Teórica del Laboratorio Nacional de Los Álamos, en Nuevo México, un lugar blindado por barrotes que a muchos científicos –principalmente europeos– les incomodaba porque les recordaba a los campos de concentración nazis. Allí, realizó su trabajo bajo las órdenes del físico nuclear Hans Bethe, uno de los padres de la bomba atómica, más tarde investigado también por los federales por «afiliación comunista», al igual que el líder del proyecto, el físico teórico Robert Oppenheimer, atormentada para los restos por su participación.

El Proyecto VENONA 

El encargado del interrogatorio de Fuchs fue el oficial del MI-5 William Skardon. Tras una gran presión, y a pesar de su negativa inicial, el físico confesó finalmente en enero de 1950, y debido a sus declaraciones desenmascaró la tapadera de varios colegas que no tardarían en ser detenidos.

Cuando Fuchs firmó su confesión, implicó a un contacto estadounidense anónimo. Al conocer Hoover dicha información, se entregó a fondo a desenmascararlo y, con los medios de comunicación ansiosos de historias de agentes secretos, movilizó equipos especiales de sus agentes por todo el país. Así, la Oficina tuvo pronto una lista de más de 500 sospechosos, y entre los científicos que también se puso bajo vigilancia se hallaban dos del Proyecto Manhattan, Hans Bethe –supervisor de Fuchs– y Edward Teller, ambos nacidos en el extranjero, judíos e intelectuales.

Harry Gold

Pero el golpe de gracia lo dio Hoover cuando sus hombres detuvieron a un químico llamado Harry Gold que resultó ser el cómplice desconocido de Fuchs. Este químico de laboratorio nacido en Berna, Suiza, en 1910, y nacionalizado estadounidense, al que el biógrafo Allen M. Hornblum define como «ese soltero tímido de ojos tristes de Filadelfia», era un recluta reacia a la causa comunista en 1930, que llegó a resistirse a la influencia de las arengas políticas de un amigo de la juventud. Sin embargo, como señala el periodista Allen M. Hornblum en The invisible Harry Gold – The man who gave the soviet the atom bomb (Universidad de Yale): «Impresionado por el hecho de que la Unión Soviética se había convertido en el primer país en hacer del antisemitismo un crimen contra el Estado», finalmente decidió llevar a cabo, a partir de 1934, acciones de espionaje contra su empresa a favor de los soviéticos, ya que a éstos les interesaban por aquel entonces los productos de la Pennsylvania Sugar Company. Según su biógrafo, «Nadie podía sospechar que el hombre rechoncho de aspecto extraño y expresión triste era un espía soviético que comerciaba con secretos industriales y militares». Para pasar desapercibido y evitar ser vigilado, «caminaba por el lado oscuro de la calle y comía en restaurantes con cabinas en lugar de mesas al aire libre». Con el fin de reforzar el poderío industrial de la URSS, a partir de los años 40 decidió pasar la información que le pasaba Fuchs y éste se la entregaba a un individuo encargado de hacerla llegar a Moscú. Aquel individuo respondía al nombre en clave de «Sonia», cuya verdadera identidad era la de Ruth Kuczynski, el contacto de Fuchs en las filas soviéticas y nada menos que la mano derecha de uno de los mejores espías soviéticos de todos los tiempos en Asia: Richard Sorge.

Ruth Kuczynski, alias «Sonia»

Los nombres que salpican el «expediente Fuchs» son numerosos: desde la espía estadounidense Elizabeth Bentley –que espió para la URSS de 1938 hasta 1945–, otra de las «víctimas» del Proyecto VENONA, al también brillante espía atómico Theodore Hall. Las consecuencias de las detenciones acabarían llevando al matrimonio formado por Ethel y Julius Rosenberg a la silla eléctrica, los primeros civiles condenados a muerte y ejecutados por espionaje en EE UU en uno de los episodios más deleznable de la «democracia» del país de las barras y estrellas.

Este post continuará desvelando «información clasificada» en una próxima entrega.

PARA SABER UN POCO/MUCHO MÁS:

Recientemente la Editorial Crítica publicaba un vibrante ensayo que nos viene que ni pintado al asunto que hemos tratado en este post: Historia secreta de la bomba atómica. Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba, del historiador y periodista británico Peter Watson.

Un autor que sabe de lo que habla como pocos, y es que Watson tiene una larga carrera en el campo del periodismo de investigación, siendo uno de los primeros espadas de este campo en Reino Unido en las últimas seis décadas. Fue editor de New Society y formó parte durante cuatro años del grupo de investigación «Insight» de The Sunday Times, un proyecto iniciado en 1963 y que entre otras importantes revelaciones en 1967 informó de que el espía prófugo a la URSS Kim Philby, un turbio y apasionante asunto de espionaje que no tardaremos en abordar en el blog, era nada menos que el tercero de los llamados «Espías de Cambridge». A su equipo de investigación se debe también la investigación del «Caso Profumo (The Profumo affair)», un escándalo político sin precedentes en Reino Unido, la controversia sobre el fármaco Talidomida o la fabricación secreta de armas nucleares por el Estado de Israel.

Watson, además, ha sido corresponsal de The Times en Nueva York y ha escrito crónicas y opiniones para medios de tanto prestigio como The Observer, The New York Times o The Spectator. Autor de nada menos que trece libros, entre los que destacan Historia Intelectual del siglo XX (2004), La gran divergencia (2012), La Edad de la Nada (2014) o Convergencias (2017), todos ellos publicados en castellano por Crítica, es uno de los más agudos observadores de la historia social del siglo XX. Nadie mejor que él, pues, para hablarnos de lo que sucedió entre bambalinas en relación al proyecto atómico.

Con un pulso narrativo impagable, propio solo de los mejores, y un ritmo endiablado, cual si se tratara de un thriller, pero escrupulosamente verídico, y apoyado en una profusa documentación, mucha de ella inédita hasta el momento y otra solo recientemente desclasificada, el británico nos muestra cómo surgió, y cómo en un principio fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear. ¿Entonces, por qué prosperó? En la línea en la que venimos hablando sobre Los Álamos y los oscuros personajes que rodearon al proyecto, Watson nos revela cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder y que controlaban los pasillos de Washington, tomó por su cuenta la decisión de construir y emplear la bomba atómica, algo que, contrariamente a lo que se suele admitir, parece que no era necesaria para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Y qué fin… Un ensayo controvertido que no solo desvela un pasado desconocido: ilumina un presente sujeto todavía a una amenaza nuclear latente. He aquí cómo adquirirlo:

https://www.planetadelibros.com/libro-historia-secreta-de-la-bomba-atomica/311813

La Conspiración contra Einstein (II)

Existen pocos personajes que trasciendan su tiempo y despierten tantas pasiones y controversias como Albert Einstein. Sus descubrimientos continúan hoy revelando posibilidades científicas asombrosas, muy adelantadas a su tiempo y a los postulados teóricos de sus colegas, a los que dejó abrumados, pero una amalgama cada vez mayor de detractores se empeña en desmontar sus teorías y en deslegitimar la más importante de todas, base de numerosos descubrimientos, la de la Relatividad. Obligado a exiliarse a EEUU por el ascenso del nazismo, la fiebre anticomunista lo convirtió en una figura incómoda para el establishment y el FBI de J. Edgar Hoover lo consideró el enemigo público número uno.

Óscar Herradón ©

Einstein y Chaplin (1931)

Dentro del pensamiento conspirativo del todopoderoso J. Edgar Hoover, primera espada del FBI, cuyo feroz anticomunismo no le iba a la zaga a los mayores fanáticos del país de las barras y estrellas –y que se ocupaba mucho más de perseguir a éstos y a espías británicos que a los propios nazis–, todos eran sospechosos, y mucho más aquellos próximos al campo de la ciencia y de la cultura. Albert Einstein, un físico que había trabajado en Alemania y era judío y, por tanto, estigmatizado por los nazis –el propio Hoover era un declarado antisemita–, tenía todas las papeletas de ganarse la desconfianza del jefe absoluto de los federales, incómodo por las declaraciones y excentricidades del físico. Y así fue, según se desprende del expediente que se mantuvo secreto durante décadas.

El polémico libro de Jerome

Aunque culpar a Einstein de lo que sucedió con la bomba atómica sería como echar la culpa a Mahoma por la creación del ISIS, lo cierto es que la ecuación que formuló en 1905 serviría 40 años más tarde, en cierta manera, para fabricar la bomba. Pero además, lo que movió a los mandamases de Washington a decidirse por la carrera nuclear pudo iniciarse por una carta firmada de puño y letra por el a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, mientras en España se desangraban republicanos y franquistas. Leó Szilárd era un físico judío húngaro que, como Albert, se había exiliado a EE UU huyendo del Tercer Reich. Se conocían desde los años 20 cuando ambos habían diseñado y patentado un modelo de refrigeración que trataron de comercializar sin éxito. En diciembre de 1938 los alemanes habían logrado la fisión del uranio y Szilárd, que investigaba la reacción nuclear en cadena, supo que era el primer paso para construir bombas atómicas. Le habían llegado informes de que los nazis, tras la anexión de los Sudetes, estaban intentando apropiarse de las minas de uranio de Checoslovaquia. Sabía que debía alertar a los aliados y que Einstein, que era toda una personalidad, sería un buen reclamo para ello.

Aunque Albert parece que, sorprendido, espetó: «¡Nunca se me había ocurrido!», fue consciente del peligro y aceptó enviar una misiva conjunta al mismo presidente, Franklin Delano Roosevelt. Einstein dictó una primera versión en alemán y Szilard redactó el texto definitivo y corregido en inglés.

Objetivo del FBI

Aunque pueda parecer lo contrario, para dos científicos de prestigio y para el premio Nobel más célebre del siglo XX no fue ni mucho menos fácil encontrar a alguien que entregara la carta en la Casa Blanca sin que se perdiera entre otros montones de documentos. En un principio pensaron en el famoso aviador Charles Lindberg, pero éste era partidario de una paz duradera con el Tercer Reich y había llegado a ser condecorado por Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe alemana. Era un reaccionario poco amigo de «izquierdistas».

Szilárd y Einstein

Finalmente, eligieron como mensajero a Alex Sachs, economista de Lehman Brothers –sí, la misma empresa financiera que sería gatillo de la crisis financiera de 2008– que tenía buena amistad con Roosevelt. En la misiva, fechada el 2 de agosto de 1939 en Peconic, Long Island, Einstein explicaba al presidente la posibilidad «en el futuro inmediato» de que se use uranio para hacer «bombas extremadamente poderosas». Le advertía poco menos que de un Armagedón: «Una sola de estas bombas, llevada por un barco y explotada en un puerto, podría destruir el puerto por completo, así como el territorio circundante». Teniendo en cuenta que los nazis ya trabajaban en el proyecto atómico –a través del denominado Club del Uranio, Uranverein–, Einstein advertía a Roosevelt de que EE UU debía asegurarse el suministro de uranio y «acelerar» la investigación nuclear.

La carta que «desencadenó» la carrera atómica americana

Aunque hubo más factores que influyeron en tomar aquella decisión, la misiva del físico alemán sin duda surtió su efecto: diez días después de que la recibieran en el Despacho Oval, tomaba forma el llamado Comité Briggs, considerado por muchos el germen del Proyecto Manhattan que comandaría el físico teórico Robert Oppenheimer y desarrollaría finalmente la bomba. Aunque no todos los estudios están de acuerdo en este punto, Cindy Kelly, presidenta de la Fundación por el Patrimonio Atómico, que vela por la memoria del proyecto Manhattan, señala que «La carta no es una anécdota. Convenció a Roosevelt de que había que actuar».

El programa ultrasecreto, que escapa a la intencionalidad de este post, fue muy complejo y supuso toda una amalgama de intereses creados, conspiraciones y espionaje a todos los niveles. De hecho, Einstein fue dejado aparte por un tema exclusivamente político. Probablemente por la inquina de Hoover hacia su persona y los informes que los federales remitieron al Departamento de Defensa sobre su opacidad ideológica. Sin embargo, Fred Jerome señala que otros compañeros suyos que sí formaron parte del Proyecto Manhattan, como Szilard o el propio Oppenheimer, eran igualmente «sospechosos» para los garantes del patriotismo. Muchos de ellos científicos que trabajaron en la planta ultrasecreta K-25 en Oak Ridge.

Base ultrasecreta K-25 en Oak Ridge (Tennessee, EEUU)

Aunque continúa siendo un enigma, sin duda influyó el veto del FBI. A pesar de sus proclamas antibélicas, Einstein tuvo su oportunidad en mayo de 1943, cuando fue contratado por la Armada estadounidense como consejero sobre la guerra submarina y los explosivos de alta potencia. A través de la Oficina de Inteligencia Naval el físico estaba autorizado a investigar cuestiones relacionadas con la guerra, lo mismo que le había prohibido el G-2. El 10 de junio, la ONI (siglas de Office of Naval Intelligence) indicaba: «El jefe de operaciones navales no pone objeciones a la contratación de Einstein».

Del pacifismo al belicismo antinazi

El Premio Nobel, a quien pagaban 25 dólares al día, se entregó en cuerpo y alma a su nuevo trabajo y contribución al esfuerzo de guerra. Su amigo el radiólogo germano-estadounidense Gustav Bucky afirma que le dijo: «Mientras dure la guerra, no quiero trabajar en ninguna otra cosa». Lejos quedaban los tiempos del desarme. La situación que atravesaba el mundo lo necesitaba.

Desde el 18 de junio de 1943 al 15 de octubre de 1944, Einstein envió al teniente de navío y físico Stephen Brunauer informes regulares y detallados sobre problemas relacionados con explosivos de alta potencia. Brunauer informaría tras la guerra que las soluciones del físico alemán habían sido confirmadas en pruebas balísticas como «completamente exactas». Tras aparecer en la prensa fotografías suyas que lo designaban como «hombre de la Armada», Vannevar Bush le pidió que trabajara como consejero para la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico.

Jerome afirma que si las cartas a Roosevelt no fueran prueba suficiente, el trabajo de Einstein para la Armada no deja duda de que respaldó el esfuerzo bélico y según escribió la historiadora de la Física Françoise Balibar, «apoyó el esfuerzo nacional por desarrollar la energía y las bombas nucleares». Sin embargo, cuando su colega Bush, con un importante papel político en el desarrollo atómico, le pidió que ejerciera como consejero, Einstein rechazó la oferta, probablemente molesto por haber sido apartado del Proyecto Manhattan–.

Oppenheimer

De hecho, Roosevelt no compartía la desconfianza de Hoover y el general Strong hacia Einstein de que pudiera ser un peligro para EE UU si se le confiaban secretos militares debido a sus «opiniones izquierdistas». En abril, justo tres meses antes de que el G-2 le negara la credencial de seguridad, el presidente lo invitó a una reunión ampliada del Comité Asesor sobre el Uranio, proponiéndole que sugiriera, incluso, otros posibles participantes.

Diseñando armamento

A pesar de sus proclamas antibélicas, Einstein tuvo su oportunidad de cumplir su deseo de luchar contra los fascismos en mayo de 1943, cuando fue contratado por la Armada como consejero sobre la guerra submarina y los explosivos de alta potencia. A través de la Oficina de Inteligencia Naval, el alemán estaba autorizado a investigar cuestiones relacionadas con la guerra, lo mismo que le había prohibido el G-2. El físico, a quien pagaban 25 dólares al día, se entregó en cuerpo y alma a su nuevo trabajo y contribución al esfuerzo de guerra. Lejos quedaban los tiempos del desarme. La situación que atravesaba el mundo –diría– lo necesitaba.

Desde el 18 de junio de 1943 al 15 de octubre de 1944, Einstein envió al teniente de navío y químico estadounidense Stephen Brunauer –y quien durante la era McCarthy habría de dejar su puesto en la Mariana al serle imposible refutar los cargos anónimos de que era desleal a EE UU– informes regulares y detallados sobre problemas relacionados con explosivos de alta potencia. Brunauer informaría tras la guerra que las soluciones del físico alemán habían sido confirmadas en pruebas balísticas como «completamente exactas». Tras aparecer en la prensa como «hombre de la Armada», Vannevar Bush, con un importante papel político en el desarrollo de la bomba atómica, pidió a Einstein que trabajara como consejero para la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico.

Una de las misivas de Einstein al teniente de navío Brunauer

Jerome afirma que si las cartas a Roosevelt no fueran prueba suficiente, el trabajo de Einstein para la Armada no deja duda de que respaldó el esfuerzo bélico y, según escribió la historiadora de la Física Françoise Balibar, «apoyó el esfuerzo nacional por desarrollar la energía y las bombas nucleares». Sin embargo, cuando su colega Bush le pidió que ejerciera como consejero, Einstein rechazó la oferta, probablemente molesto por haber sido apartado del Proyecto Manhattan.

El final de un genio

Muchos acusan a Einstein de haber comenzado el desastre nuclear. Paradójicamente, aquel que condenó el militarismo, era un pacifista convencido y activo y además sospechoso de desviación ideológica ante el FBI, llegó a ser bautizado por la revista Time en 1945, el mismo año de las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki, como «el padre de la bomba atómica»: acompañaba la portada con un hongo nuclear y su celebérrima fórmula «e=mc2». Uno de sus últimos biógrafos, Jürgen Neffe, dijo que «Fue la gran tragedia de su vida».

El físico era alguien tan relevante para la comunidad sionista que en 1952 el primer ministro de Israel, David Ben-Gurión, le ofreció ser presidente, cargo que rechazó con las palabras «No tengo aptitud natural». Einstein moría el 18 de abril de 1955, a los 76 años. El mundo había derrotado al nazismo, pero la Guerra Fría estaba en pleno auge y en EE UU el macarthysmo estaba sembrando el país de delación y sospecha: cualquiera podía ser comunista, era sospechoso de serlo, y la vigilancia recordaba –con la salvedad de las condenas– los tiempos en que miembros de la Gestapo confiscaron su casa de Wansee.

Einstein con Ben-Gurión

Menos de un año antes, el 19 de junio de 1953, el matrimonio formado por los estadounidenses Ethel y Julius Rosenberg fue ejecutado en la silla eléctrica acusado de espionaje: por pasar secretos atómicos a la URSS, lo mismo de lo que el Expediente Einstein acusaba al físico alemán. Fue la primera ejecución de civiles por espionaje en la historia de EE UU, que había llevado también a la silla eléctrica a varios saboteadores nazis en los años 40 «por obra y gracia» de Hoover, el mismo que hasta 1941 mantenía estrechos lazos con el Tercer Reich. Los tiempos no habían cambiado, tan solo el color de las banderas.

PARA SABER MÁS:

Por supuesto, el libro de Fred Jerome, cuya edición en castellano fue publicada por Planeta en 2002 y hoy es un incunable: El Expediente Einstein. El FBI contra el científico más famoso del siglo XX.

Y este pasado 2020 Einstein, como no podía ser de otra manera, no dejó de estar de actualidad, a pesar del Covid y de otros avatares, así que varias editoriales españolas publicaron interesante ensayos sobre el físico que desarrolló la Teoría de la Relatividad, planteados desde muy diversas perspectivas. Veamos tres de los más relevantes:

Ediciones Pasado & Presente lanzaba La revolución inacabada de Einstein. Más allá de la física cuántica, del prestigioso físico teórico Lee Smolin, que trabaja en la Universidad de Pensilvania (EEUU). En las páginas de este ensayo de perfecta factura, como acostumbra a hacer la editorial, el científico embarca al lector en un viaje vertiginoso por las distintas teorías que pretenden superar las limitaciones de lo cuántico. El autor demostrará el acierto de unas pero también cómo muchas otras yerran intentando dar respuesta a esta inquietante cuestión: si el mundo que experimentamos cada uno de nosotros es tan distinto de lo que parece mantener la física cuántica, ¿qué explica que sea como es?

Repasando todas las teorías que parecen viables como alternativa, Smolin ofrece una visión de conjunto mucho más compacta, pues considera a la física cuántica clásica, siguiendo las intuiciones del genial Einstein, incompleta, «solo la parte superficial de algo mucho más profundo».  En cierta ocasión, Smolin declaró que «Puede que haya otros universos mejores que el nuestro», lo que abrió una nueva esperanza para soñadores y creo a su vez un gran revuelo entre los académicos.

Por su parte, Tusquets Editores nos acercaba El desconocido Albert Einstein, de Luis Navarro Veguillas, un recorrido accesible y muy entretenido por las contribuciones científicas de un Einstein no relativista –aquel, por tanto, más desconocido, como reza el acertado título– en campos como la termodinámica, las fuerzas moleculares, el efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano, la estructura dual de la radiación o su posición ante la mecánica cuántica, entre muchos otros estudios tratados con una prosa sencilla y comprensible para los no iniciados en la materia. En tiempos de obligado empoderamiento femenino, el ensayo termina indagando con lucidez la polémica sobre la auténtica responsabilidad que pudo tener Mileva Mari, la primera esposa del físico alemán, en algunas de sus principales aportaciones científicas.

Y para finalizar, recomendamos El Físico y el filósofo, de Arpa Editores, firmado por la doctora en Historia de la Ciencia por la Universidad de Harvard Jimena Canales, una mirada fascinante al debate que a comienzos de los años 20 del siglo pasado cambió nuestra percepción de una de las principales características del Universo: el tiempo. Era un 6 de abrill de 1922, en París, cuando Albert Einstein y Henri Bergson debatieron publicamente sobre este esquivo y decisivo concepto físico. El físico alemán consideraba que la teoría del tiempo que postulaba su contrincante era «una noción psicológica y superficial, irreconciliable con las realidades cuantitativas de la física». El filósofo galo, por su parte, quien consideraba que un concepto de tal importancia no debía entenderse exclusivamente a través de la reducida lente de la ciencia, criticó la teoría del científico alemán por ser «una metafísica injertada en la ciencia, una que ignoraba los aspectos intuitivos del tiempo».

Aquel debate abriría una brecha irreconciliable entre ciencia y humanidades que dura hasta hoy. Un texto que no se posiciona a favor o en contra de una de las visiones, sino que abre nuevas formas de pensar sobre la relación entre ambas vertientes. Una relato magistral y revelador sobre cómo se puso a prueba la verdad científica de un siglo dividido en todos los campos, no solo en el académico, también en el político, en plena época de Entreguerras, un tiempo que acabaría llevándonos a la Segunda Guerra Mundial y al lanzamiento de la bomba atómica, episodios en los que la figura de Einstein y sus conceptos del tiempo y del espacio tuvieron un impacto incuantificable.