Espías atómicos: agentes soviéticos en el Proyecto Manhattan (I)

En un reciente reportaje en «Dentro del Pandemónium» hablábamos sobre la implacable vigilancia a la que durante décadas el FBI sometió a Albert Einstein. Pues bien, aunque la fijación de J. Edgar Hoover con la llamada «infiltración roja» rayaba en la paranoia, lo cierto es que no iba tan desencaminado. Y es que en el corazón mismo del ultrasecreto proyecto atómico estadounidense se infiltró el mismísimo Kremlin, cuyos altos cargos estuvieron informados de los avances con uranio enriquecido que se llevaron a cabo en la base no tan «blindada» de Los Álamos.

Óscar Herradón ©

Una singular historia de diplomacia, contrainteligencia, medias verdades y pura conspiranoia que se mantuvo silenciada durante décadas y que estuvo a punto de cambiar el devenir del siglo XX, en los complejos y combativos tiempos de la esvástica, la hoz y el martillo y la bandera estrellada de EEUU, cuya vulneración a los derechos humanos y civiles –como el caso de los ciudadanos japoneses dentro de sus fronteras– no casaba con lo impreso en su Carta Magna y el lema de la tierra de la «libertad y las oportunidades».

1950. En EE UU se produce un verdadero pánico rojo que no dejará de incrementarse en las décadas siguientes hasta el final de la Guerra Fría. Para más inri, aquel año que pasaría a la historia como el comienzo de la Caza de Brujas del senador por Wisconsin Joseph McCarthy, con la colaboración de otros políticos de calado como Richard Nixon, el propio presidente Harry Truman –que el 30 de enero anunciaba públicamente la fabricación de una bomba de hidrógeno «mucho más poderosas que la bomba atómica», eje de la política de la Casa Blanca– o autoridades como Hoover y su FBI, tuvo lugar el mayor escándalo por espionaje en el seno del país.

A comienzos de febrero de ese año era detenido en Londres el científico alemán Klaus Fuchs, para algunos el mejor agente de inteligencia del siglo XX, ahí es nada (aunque eso se ha dicho de muchos, quizá demasiados) quien no tardaría en confesar que durante la Segunda Guerra Mundial y después había robado regularmente secretos atómicos estadounidenses y se los había filtrado a los rusos. Una declaración que parecía del todo coherente teniendo en cuenta que el propio Truman había declarado en septiembre de 1949 que los rusos habían ensayado la bomba atómica y que EE UU ya no era la única potencia nuclear –lo que provocó que dedicaran astronómicas cantidades de los ya muy abultados presupuestos de Defensa al desarrollo de la Bomba H–.

Hoover, que se había arrogado el éxito de detener en territorio norteamericano a dos comandos de espías nazis en plena guerra, comandados por George John Dasch, la mayoría de los cuales fueron ejecutados en la silla eléctrica –una historia que tendrá su espacio en breve en «Dentro del Pandemónium»–, fue incapaz de impedir que en el corazón de la maquinaria armamentística se infiltraran espías soviéticos.

Klaus Fuchs (Wikipedia)

Aquello parecía dar a Hoover la razón: él había vigilado a Einstein como sospechoso de espionaje, y continuaría haciéndolo, ahora con más motivo, y en ese momento otro científico alemán, conocido del primero –y que, según un informe interno equivocado del FBI, había sido recomendado por el Premio Nobel para participar en el Proyecto Manhattan– descubría todo el pastel. Pronto, el estado de ánimo del país se manifestaba en alarmantes titulares de prensa como los siguientes: «Los rojos consiguen nuestros planes de bomba»; «Un británico pasa secretos militares atómicos a los rusos», «Espías rondaban las plantas atómicas estadounidenses». A ello se sumaba algo completamente nuevo, y que marcaría la historia de aquel tiempo: la aparición de la televisión, con sus imágenes apocalípticas y dramatizadas hasta el paroxismo sobre la amenaza soviética.

Puede que la amenaza de la infiltración comunista nunca fuese tan real como advertían los defensores de la América reaccionaria que hoy representa el presidente saliente Donald Trump, también obsesionado durante su mandato con la investigación atómica de Irán, un día en el que Washington está blindado ante la toma de posesión de Joe Biden con las aguas más revueltas si cabe que en los años 50, pero lo cierto es que no les faltaba razón: el «enemigo rojo» había penetrado en lo más profundo del sistema y recabado la información secreta más delicada de su historia: la relacionada con el desarrollo atómico. Aquello daría rienda suelta a los conspiracionistas y a los anticomunistas hasta el punto de que se llevaría a cabo una persecución febril de todo lo que oliera a disidencia.

«Supertrump» (Wikipedia)

Los titulares se hacían eco de que Fuchs admitía haber entregado secretos atómicos a los soviéticos desde una fecha tan temprana como 1942, pero, ¿cómo pudo un agente enemigo infiltrarse en las instalaciones ultrasecretas de Oak Ridge, el lugar junto a la Casa Blanca y después el Pentágono –que fue creado precisamente entre 1941 y 1943– más protegido en tiempos de la guerra, en la que era ya la primera potencia armamentística mundial, rebosante de expertos agentes, policías, militares de alta graduación y científicos plenamente entregados al esfuerzo de guerra?

Fabricando a un espía

El doctor Klaus Fuchs nació en Rüsselsheim, Alemania, en 1911, y su historia es una de las más apasionantes del siglo pasado. Como habría de sucederle a muchos de sus colegas, entre ellos Einstein, en 1933 Fuchs tuvo una serie de encontronazos con los nazis, provocados por su filiación al Partido Comunista alemán, lo que le hizo emigrar a Francia, y posteriormente, gracias a contactos familiares, viajó a Inglaterra, a Bristol, en cuya universidad obtuvo su doctorado en física en 1937, así como un doctorado en Ciencias en la Universidad de Edimburgo.

Oak Ridge en 1945 (un área militar no tan segura)

Tras el estallido de la guerra en septiembre de 1939, los ciudadanos alemanes en territorio inglés serían internados, como lo fueron también los japoneses en Norteamérica en uno de los episodios más oscuros de la historia aliada. Fuchs fue trasladado a un campo de internamiento a la Isla de Man, y posteriormente enviado a Quebec, en Canadá, donde permanecería recluido hasta diciembre de 1940. Gracias a la intercesión del profesor Max Born, que tuteló su tesis –y según algunas fuentes, al propio Einstein–, Fuchs fue liberado y regresó a Edimburgo, donde pasó a trabajar en el proyecto de investigación de armamento nuclear británico, conocido con el nombre en código de Tube Alloys –«Aleaciones Tubulares»–, por recomendación del físico británico Rudolf Ernst Peierls.

Peierls

Revelaciones posteriores indican que ya por aquel entonces había sido contactado por los soviéticos. En uno de los papeles desclasificados del GRU –hoy conocido como GU, servicio de inteligencia militar, y de plena actualidad por sus incursiones precisamente en Reino Unido, e incluso en el Procés catalán–, fechado en Londres el 10 de agosto de 1941, se muestra que se estableció contacto con Fuchs. A pesar de las restricciones en tiempos de guerra, su origen alemán y sus contactos con el «enemigo rojo», le concedieron la ciudadanía británica en 1942, a punto ya de participar en el proyecto armamentístico más letal y relevante de todos los tiempos. Y eso que en Alemania Fuchs había sido un reconocido miembro del Partido Comunista y que mientras terminaba su formación en Física siguió manteniendo contactos con los miembros del partido.

El hecho de que un científico con un oscuro pasado de filiación comunista que había sido investigado incluso por la inteligencia británica, diera el salto para trabajar en Los Álamos parece que se debió a un imperdonable descuido del MI-5: un informe de sus agentes animaba a trasladarle al Proyecto Manhattan, al otro lado del Atlántico, porque «allí no podría contactar con espías rusos». Sorprendente (y equivocado, como se mostraría más adelante).

Si bien durante su estancia en Inglaterra Fuchs había sido supervisado por el GRU, una vez que cruzó a Nueva York pasó a ser competencia del NKGB. A finales de 1943, Fuchs fue transferido, junto con Peierls, a la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde pasaron a trabajar para el Proyecto Manhattan, que por fin había tomado forma gracias a las presiones de físicos como Einstein o Leó Szilárd, que convencieron a Roosevelt de que la Alemania nazi podría conseguir pronto la bomba atómica, una amenaza demasiado seria para no actuar, teniendo en cuenta el avanzado nivel tecnológico del Tercer Reich y su visible poder de destrucción. Eso en parte, y por otra gracias a movimientos aún más oscuros de pequeños grupúsculos que en Washington estaban decidiendo cómo sería lo que quedaba del siglo XX, aun a pesar de la opinión en contra de prestigiosos científicos.

Los Álamos (¿inexpugnables?)

Desde agosto de 1944, Fuchs trabajó en la División de Física Teórica del Laboratorio Nacional de Los Álamos, en Nuevo México, un lugar blindado por barrotes que a muchos científicos –principalmente europeos– les incomodaba porque les recordaba a los campos de concentración nazis. Allí, realizó su trabajo bajo las órdenes del físico nuclear Hans Bethe, uno de los padres de la bomba atómica, más tarde investigado también por los federales por «afiliación comunista», al igual que el líder del proyecto, el físico teórico Robert Oppenheimer, atormentada para los restos por su participación.

El Proyecto VENONA 

El encargado del interrogatorio de Fuchs fue el oficial del MI-5 William Skardon. Tras una gran presión, y a pesar de su negativa inicial, el físico confesó finalmente en enero de 1950, y debido a sus declaraciones desenmascaró la tapadera de varios colegas que no tardarían en ser detenidos.

Cuando Fuchs firmó su confesión, implicó a un contacto estadounidense anónimo. Al conocer Hoover dicha información, se entregó a fondo a desenmascararlo y, con los medios de comunicación ansiosos de historias de agentes secretos, movilizó equipos especiales de sus agentes por todo el país. Así, la Oficina tuvo pronto una lista de más de 500 sospechosos, y entre los científicos que también se puso bajo vigilancia se hallaban dos del Proyecto Manhattan, Hans Bethe –supervisor de Fuchs– y Edward Teller, ambos nacidos en el extranjero, judíos e intelectuales.

Harry Gold

Pero el golpe de gracia lo dio Hoover cuando sus hombres detuvieron a un químico llamado Harry Gold que resultó ser el cómplice desconocido de Fuchs. Este químico de laboratorio nacido en Berna, Suiza, en 1910, y nacionalizado estadounidense, al que el biógrafo Allen M. Hornblum define como «ese soltero tímido de ojos tristes de Filadelfia», era un recluta reacia a la causa comunista en 1930, que llegó a resistirse a la influencia de las arengas políticas de un amigo de la juventud. Sin embargo, como señala el periodista Allen M. Hornblum en The invisible Harry Gold – The man who gave the soviet the atom bomb (Universidad de Yale): «Impresionado por el hecho de que la Unión Soviética se había convertido en el primer país en hacer del antisemitismo un crimen contra el Estado», finalmente decidió llevar a cabo, a partir de 1934, acciones de espionaje contra su empresa a favor de los soviéticos, ya que a éstos les interesaban por aquel entonces los productos de la Pennsylvania Sugar Company. Según su biógrafo, «Nadie podía sospechar que el hombre rechoncho de aspecto extraño y expresión triste era un espía soviético que comerciaba con secretos industriales y militares». Para pasar desapercibido y evitar ser vigilado, «caminaba por el lado oscuro de la calle y comía en restaurantes con cabinas en lugar de mesas al aire libre». Con el fin de reforzar el poderío industrial de la URSS, a partir de los años 40 decidió pasar la información que le pasaba Fuchs y éste se la entregaba a un individuo encargado de hacerla llegar a Moscú. Aquel individuo respondía al nombre en clave de «Sonia», cuya verdadera identidad era la de Ruth Kuczynski, el contacto de Fuchs en las filas soviéticas y nada menos que la mano derecha de uno de los mejores espías soviéticos de todos los tiempos en Asia: Richard Sorge.

Ruth Kuczynski, alias «Sonia»

Los nombres que salpican el «expediente Fuchs» son numerosos: desde la espía estadounidense Elizabeth Bentley –que espió para la URSS de 1938 hasta 1945–, otra de las «víctimas» del Proyecto VENONA, al también brillante espía atómico Theodore Hall. Las consecuencias de las detenciones acabarían llevando al matrimonio formado por Ethel y Julius Rosenberg a la silla eléctrica, los primeros civiles condenados a muerte y ejecutados por espionaje en EE UU en uno de los episodios más deleznable de la «democracia» del país de las barras y estrellas.

Este post continuará desvelando «información clasificada» en una próxima entrega.

PARA SABER UN POCO/MUCHO MÁS:

Recientemente la Editorial Crítica publicaba un vibrante ensayo que nos viene que ni pintado al asunto que hemos tratado en este post: Historia secreta de la bomba atómica. Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba, del historiador y periodista británico Peter Watson.

Un autor que sabe de lo que habla como pocos, y es que Watson tiene una larga carrera en el campo del periodismo de investigación, siendo uno de los primeros espadas de este campo en Reino Unido en las últimas seis décadas. Fue editor de New Society y formó parte durante cuatro años del grupo de investigación «Insight» de The Sunday Times, un proyecto iniciado en 1963 y que entre otras importantes revelaciones en 1967 informó de que el espía prófugo a la URSS Kim Philby, un turbio y apasionante asunto de espionaje que no tardaremos en abordar en el blog, era nada menos que el tercero de los llamados «Espías de Cambridge». A su equipo de investigación se debe también la investigación del «Caso Profumo (The Profumo affair)», un escándalo político sin precedentes en Reino Unido, la controversia sobre el fármaco Talidomida o la fabricación secreta de armas nucleares por el Estado de Israel.

Watson, además, ha sido corresponsal de The Times en Nueva York y ha escrito crónicas y opiniones para medios de tanto prestigio como The Observer, The New York Times o The Spectator. Autor de nada menos que trece libros, entre los que destacan Historia Intelectual del siglo XX (2004), La gran divergencia (2012), La Edad de la Nada (2014) o Convergencias (2017), todos ellos publicados en castellano por Crítica, es uno de los más agudos observadores de la historia social del siglo XX. Nadie mejor que él, pues, para hablarnos de lo que sucedió entre bambalinas en relación al proyecto atómico.

Con un pulso narrativo impagable, propio solo de los mejores, y un ritmo endiablado, cual si se tratara de un thriller, pero escrupulosamente verídico, y apoyado en una profusa documentación, mucha de ella inédita hasta el momento y otra solo recientemente desclasificada, el británico nos muestra cómo surgió, y cómo en un principio fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear. ¿Entonces, por qué prosperó? En la línea en la que venimos hablando sobre Los Álamos y los oscuros personajes que rodearon al proyecto, Watson nos revela cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder y que controlaban los pasillos de Washington, tomó por su cuenta la decisión de construir y emplear la bomba atómica, algo que, contrariamente a lo que se suele admitir, parece que no era necesaria para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Y qué fin… Un ensayo controvertido que no solo desvela un pasado desconocido: ilumina un presente sujeto todavía a una amenaza nuclear latente. He aquí cómo adquirirlo:

https://www.planetadelibros.com/libro-historia-secreta-de-la-bomba-atomica/311813

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