Gengis Kan. Un enigma histórico

El legendario conquistador mongol falleció en 1227 y durante siglos, como sucede con los grandes personajes históricos de la antigüedad, su biografía –y muerte– están envueltas en brumas documentales, circulando numerosas leyendas sobre cuál fue su verdadero final. Una reciente investigación científica señala que pudo morir a causa de una enfermedad pandémica. Ahora que Ático de los Libros publica la que puede ser la biografía definitiva de Gengis Kan, de Jack Weatherford, indagamos en los últimos momentos de uno de los grandes conquistadores del pasado.

Por Óscar Herradón ©

Pexels (Free License)

Una de esas leyendas afirma que Kan se desangró tras ser acuchillado o castrado por una princesa tangut, una etnia histórica asentada al sur de la Mongolia Interior, en el punto final de la Ruta de la Seda, hoy en el noreste de la actual República Popular China y que sufrió como tantos otros el azote de las hordas del mongol.

Pero hay un sinfín de hipótesis, desde que murió por las heridas sufridas tras caerse de su caballo (recordemos que el emperador Federico I Barbarroja se ahogó tras caer de su pura sangre camino a Tierra Santa, apenas unos años antes de la muerte del mongol, en 1190, todo un varapalo para la imagen propagandística del rey como elegido de dios para guiar a los hombres), a causa de una flecha envenenada o en el campo de batalla durante un enfrentamiento directo con un ejército chino.

Igual que sucediera con otros personajes históricos de gran calado, es muy posible que su vida y muerte se hallan mitificado. Una investigación muy reciente (de 2021) realizada por expertos de la Universidad de Adelaida, en Australia, y publicada por la revista International Journal of Infectious Diseases, propone que Gengis Kan realmente murió a causa de una enfermedad pandémica que asoló a la humanidad en el siglo XIII como hoy, en pleno siglo XXI, lo ha hecho el maldito Covid-19, causando ya más de seis millones de muertos en un siglo de mayor salubridad, avances científicos y sanitarios que en tiempos medievales se habrían considerado poco menos que brujería.

Kan pudo haber sido víctima de la peste bubónica, el escenario, según los investigadores australianos, más probable. El creador del imperio mongol comenzó a sentirse mal y con fiebre entre el 18 y el 25 de agosto de aquel 1227, durante el asedio a la capital de Xi Xia (Imperio tangut). Al menos eso es lo que cuenta La Historia de Yuan, una de las 24 historias del pasado de China. Ocho días después de la aparición de los primeros síntomas febriles, pasó a mejor vida. El tiempo transcurrido y la forma ha llevado a tal hipótesis, con muchos visos de ser definitiva.

Tras las huellas de su sepultura

Y el misterio sobre su muerte está indisolublemente ligado a otro de los grandes enigmas que rodean la figura del mongol (como en el caso de Alejando Magno o Cleopatra): el lugar exacto donde se encuentra su tumba. Distintas historias aseguran que la tumba del mongol fue pisoteada por mil caballos con la finalidad de borrar cualquier rastro. También que los testigos y guerreros que le dieron sepultura fueron pasados a cuchillo para no revelar jamás el lugar exacto, algo similar a lo que sucedió –cuentan– con otra tumba perdida y muy buscada, la del emperador chino Qin Xi Huang, que murió en el año 210 a.C. y cuyo ejército de soldados de terracota, con los que fue sepultado, sí se hallaron, lo que brinda optimismo a los arqueólogos sobre el inminente descubrimiento de su tumba (a pesar del secretismo con el que las autoridades chinas llevan el asunto).

Los mongoles atacan Japón (Source: Wikipedia. Free License)

Hasta el momento, las expediciones arqueológicas para dar con la tumba de Kan han sido fallidas. Los autores del estudio de la Universidad de Adelaida concluyen que: «Si bien la ubicación exacta del lugar de enterramiento de Gengis Kan puede seguir siendo un misterio para siempre, una mirada más cercana a la probabilidad clínica y el contexto histórico-médico general de su campaña final puede ayudar a los estudiosos de su vida a arrojar luz sobre las circunstancias de su fallecimiento, así como a enfatizar la necesidad de tener en cuenta las enfermedades pandémicas como causas generales de la muerte de personalidades históricas en lugar de tratar de asumir causas de muerte particulares y excepcionales». Esa forma de morir, no obstante, es menos romántica (y por tanto atractiva) que a causa de una flecha envenenada, una ponzoña disimulada en un plato, una cuchillada a traición durante el sueño o la espada del enemigo en plena batalla.

PARA SABER ALGO (MUCHÍSIMO) MÁS:

Al margen de qué pasó en sus momentos finales, lo cierto es que la vida de Gengis Kan es apasionante. Personaje controvertido, marcado por las luces y las sombras (asesinatos, saqueos, esclavitud…), nadie puede dudar de su calado historiográfico: amasó un territorio dos veces mayor que el del Imperio romano, lo que es para echarse a temblar. Uniendo bajo su estandarte a distintas tribus mongolas (nómadas), enzarzadas en interminables y viejas guerras intestinas, Gengis Kan creó, partiendo casi desde cero, un imperio que abarcaría desde el Mediterráneo hasta el Pacífico y de Siberia al Himalaya.

Sus herederos le sumarían más conquistas: Rusia, el califato musulmán o China, a donde Kubilai –nada menos que protector de Marco Polo–, el último Gran Kan, trasladaría su capital antes del declive de aquella fuerza militar hasta entonces imparable. Y ahora Ático de los Libros acaba de publicar Gengis Kan y la creación del mundo moderno, de Jack Weatherford, ex profesor de antropología de DeWitt Wallace en el Macalester College de Minnesota que en 2006 fue galardonado con la Orden de la Estrella Polar, el mayor honor nacional de Mongolia para los extranjeros; probablemente el ensayo que se convierta en la biografía definitiva del conquistador medieval, a menos que se encuentre su tumba.

Y Weatherford, aunque de manera sucinta, también trata los últimos momentos del Gran Kan: afirma que unos días antes de su victoria final sobre los tangut, Gengis, que había sufrido de fiebre alta y aún así no quiso seguir los consejos de su esposa Yesui, se negó a volver a casa y continuó su avance hacia el reino tangut. Según la Historia secreta de los mongoles (confeccionada entre los siglos XIII y XIV) murió a finales de verano y, siguiendo al autor, «si bien describe con detalle todos los caballos que montó, enmudece a la hora de hablar de las circunstancias que rodearon la muerte del gran caudillo mongol».

Apunta también que otras fuentes sostienen que cuando murió, Yesui, su esposa tártara, preparó su cuerpo para que fuera enterrado sin ningún tipo de pompa ni boato, «con la misma sencillez que había caracterizado su vida». Al parecer, un grupo de asistentes se encargó de lavar y vestir el cadáver con una túnica blanca lisa, botas de fieltro y un sombrero, y luego lo envolvieron en una manta de fieltro cubierta de sándalo, la costosa madera aromática que repelía los insectos e impregnaba el cuerpo de una agradable fragancia, ocultando los efluvios de la corrupción, pues el Gran Kan, por muy venerado y notable que fuera, era un hombre de carne y hueso y no una deidad. Luego, ataron el ataúd en el que fueron depositados sus restos mortales con tres bandas doradas.

Al tercer día, una procesión partió rumbo a Mongolia con los restos del Gran Kan depositados en un sencillo carro. El séquito fúnebre iba encabezado por su estandarte del espíritu, seguido de una chamana y a continuación un caballo guarnecido con la montura y los estribos vacíos del gran caudillo mongol. El enigma de su final, por lo tanto, y de la ubicación de su tumba, permanecen vivos.

He aquí el enlace para adquirir este ensayo de Ático de los Libros:

Los Protocolos de los Sabios de Sión: la farsa que cambió la historia de Europa (II)

Las teorías de la conspiración no son inocuas. Algunas pueden ser muy dañinas, e incluso criminales. En estos tiempos cibernéticos de trolls, foreros de doble identidad, fake-news e información globalizada muchas veces sin control, éstas campan a sus anchas por la Red… Puede parecer algo moderno, lo de usar la conspiranoia para cosechar poder y derrocar al adversario, pero lo cierto es que es algo bien antiguo, y unos de los máximos exponentes a la hora de utilizar falsas historias para sacar rédito político fueron los nazis, a través de un texto envenenado que hoy reivindican de nuevo grupos de extrema derecha.

Óscar Herradón ©

(Viene de Los Protocolos de los Sabios de Sión I)

Desde la publicación de la «Carta de los Judíos de Constantinopla», del abate Chauty (inspirada en una falsificación de la España de Felipe II), en toda Europa surgieron adeptos de esta enrevesada farsa, hasta que a finales del siglo XIX el antisemitismo adquirió connotaciones dramáticas en Rusia, el país en el que finalmente tomarían forma los Protocolos.

Nicolás II

Alejandro III y su hijo Nicolás II eran fanáticos antisemitas, hasta el punto de que durante sus reinados se expulsaba a los judíos a las zonas rurales o se les impedía encontrar trabajo en las ciudades. Los servicios secretos del zar utilizaron la conspiración judeomasónica en su propio beneficio, e hicieron creer a la opinión pública que toda la oposición al régimen, y en especial el terrorismo, era fruto de la conspiración judía mundial; los judíos se convertían así en los chivos expiatorios de todos los males de Rusia y de ello se encargaría un siniestro personaje del que enseguida hablaré.

Osman-Bey

Otro feroz antisemita fue Frederick Millingen, alias (Mayor) Osman-Bey, un estafador internacional de origen precisamente judío que en el libro La consquista del mundo por los judíos esbozaba todas las invenciones que sesenta años después desembocarían en la mayor de las matanzas: en un mundo sin judíos las guerras serían menos frecuentes y cesarían el odio de clases y las revoluciones. Como solución esgrimía llevar a los judíos «a África», como Hitler barajaría la posibilidad de trasladarlos a alguna colonia, quizá a la isla de Madagascar, y en otras ocasiones apuntaba que «la única forma de destruir la Alianza Israelita Universal es mediante el exterminio total de la raza judía», estremecedor vaticinio del Holocausto nazi.

El Diálogo en el Infierno

Otro de los textos que influirían en los autores de los Protocolos fue El Diálogo en el Infierno, de Maurice Joly, escrito en 1870. El autor francés había concebido una obra basada en un diálogo ficticio entre Montesquieu y Maquiavelo, en el que el primero defendía la causa del liberalismo –que abrazaba ciegamente el autor– y el segundo un despotismo cínico que denunciaba veladamente los métodos despóticos del emperador Napoleón III, entonces en el trono francés.

Maurice Joly

Paradójicamente, el discurso del ficticio Maquiavelo, que insiste en que la masa es incapaz de gobernarse a sí misma y necesita a un hombre fuerte que la controle, que para hacerse con el poder pueda remitir sus propuestas a una asamblea popular, que luego no le costará disolver, censurar la prensa, controlar a los adversarios políticos mediante la policía… Un texto incisivo, ingenioso, maravillosamente construido, que ofrece una defensa brillante del liberalismo, acabaría, tristemente, constituyendo la base de la farsa reaccionaria mal escrita que fueron Los Protocolos de los Sabios de Sión, cuyo autor copiaría deliberadamente la obra de Joly introduciendo ingredientes antisemitas de las obras citadas. Y curiosamente, la falaz falsificación dio la vuelta al mundo y alcanzó una fama sin precedentes.

Los Protocolos constan de 24 capítulos, el Diálogo de 25; lo que Joly ponía en boca de Maquiavelo, el falsificador lo ponía en boca de un misterioso conferenciante, el anónimo Sabio de Sión, que delineaba una profecía siniestra para el futuro.

Los Protocolos consisten en una serie de conferencias, en las que un miembro del gobierno secreto judío, el de los Sabios de Sión, explica una conspiración para lograr la dominación mundial; 24 «protocolos» de estilo pomposo y difuso que, mediante argumentos tortuosos e ilógicos, en palabras de Norman Cohn, atacan al liberalismo, explicando los métodos mediante los cuales los judíos pretenden conquistarlo todo, destruyendo la fe cristiana, controlando la política, la educación, etc.

La primera publicación de la falsificación tuvo lugar en la prensa rusa entre 1903 y 1907, primero en el periódico de San Petersburgo Znamya (La Bandera), dirigido por el antisemita militante P.A. Krushevan, que había llegado a instigar un pogromo en Kishiner, Besarabia, en el que habían muerto 45 judíos, otros 400 resultaron heridos y se destruyeron 1.300 casas y tiendas pertenecientes a éstos.

Policía, espía, falsificador

A finales del siglo XIX, cuando los Protocolos comenzaron su andadura en Rusia, dirigía la policía secreta un siniestro personaje, Pyotr Ivanovich Rachkovsky, un individuo obeso, de vetusto bigote, sumamente elocuente, que tras su eterna sonrisa ocultaba a un auténtico sádico que disfrutaba torturando y acorralando a los enemigos del decadente imperio ruso. Es sumamente curiosa sin embargo la manera en la que acabó erigiéndose en policía del zar, pues en 1879, fue detenido por la Tercera Sección de la Cancillería Imperial –futura Okhrana–, acusado de actividades contra la seguridad del Estado ruso, acusado de dar refugio a un terrorista; cierto o no, sólo le quedaban dos alternativas: o ser exiliado a Siberia, donde muy pocos sobrevivían, o pasar a formar parte de la policía política. Ni qué decir tiene que escogió la segunda opción.

Emblema de la Okhrana, la policía secreta zarista
Centurias Negras

Su carrera fue meteórica: apenas dos años después realizaba actividades secretas en una organización derechista rusa, Santa Druzhina, más tarde reconvertida en Unión del Pueblo Ruso; en 1883 se convertía en ayudante del jefe de los servicios de seguridad de San Petersburgo y en 1884 dirigía en París las operaciones secretas de la policía fuera de Rusia. Tal era su destreza, que no tardaría en organizar meticulosamente una red de policías-espías en Francia, Suiza, Londres y Berlín, para seguir la pista de los planes orquestados por los revolucionarios y terroristas rusos, en un tiempo de proliferación del terrorismo anarquista en toda Europa.

Rachkovsky

Conspirador nato, era un experto en falsificar documentos y en provocar atentados de los que acusaba a grupos revolucionarios para generar cambios políticos, algo en lo que serían expertos también los nazis. Rachkovsky, ambicioso e implacable, se hizo rico en operaciones de especulación en la Bolsa y nada en la Rusia zarista escapaba a su control. Y lo más importante: se hizo experto, como señala el autor citado, en presentar el movimiento revolucionario y progresista ante la burguesía como si fueran un mero instrumento en manos de los judíos, desviando hacia este sector de la población el descontento generado por la propia política absolutista del zarismo.

Maestro del engaño, Maquiavelo renacido, el delincuente reconvertido en policía utilizó falsificaciones, habló de Ligas Patrióticas falsas para engañar a rusos y franceses, distribuyó propaganda confusa para enfrentar a distintas facciones… fue un maestro de la propaganda negra varias décadas antes de que lo fuera Joseph Goebbels en el Tercer Reich.

La Okrana (también Ojrana)
Trepov

En 1905 el general Dmitrii Fedorovich Trepov fue nombrado Superintendente de Palacio y para sofocar las actividades revolucionarias, que eran cada vez más habituales, asumió poderes casi dictatoriales y nombró a Rachkowsky director adjunto del Departamento de Policía; ahora con un gran poder, se mostraría implacable con sus enemigos políticos. De nuevo falsificando folletos y documentos que atribuía a organizaciones inexistentes, instaba al pueblo y a los soldados rusos nada menos que a matar a los judíos.

Poco tiempo después, el ahora director de la Policía formaba una peligrosa liga antisemita que respondía al nombre de Unión del Pueblo Ruso, cuyo principal cometido era apoyar financieramente a grupos armados que practicarían a partir de ese momento un tipo de terrorismo político con matanzas de judíos cuyos terribles métodos influirían directamente en nuestros siniestros protagonistas. No es de extrañar por tanto que fuera el verdadero impulsor de una de las falsificaciones más peligrosas de la historia del hombre: Los Protocolos de los Sabios de Sión.

Este post tendrá una inminente tercera y última entrega en «Dentro del Pandemónium».

PARA INDAGAR MUCHO MÁS:

El origen de estas actas bautizadas como Los Protocolos de los Sabios de Sión son oscuros y dudosos; existen mil y una teorías sobre el mismo pero estudiosos de la talla de Norman Cohn, que en los años sesenta llevó a cabo la más minuciosa investigación sobre su origen y difusión a través del análisis de miles de documentos y de numerosas entrevistas a miembros de las SS y a antiguos nazis, han contribuido a arrojar algo de luz sobre su forja e inusitado éxito posterior, rodeados, no obstante, insisto, de múltiples sombras. Ahora han sido publicados importantes trabajos que recojo al final del artículo.

Recientemente, con la reactivación de tamaña farsa en el universo cibernético por grupos extremistas y herederos del viejo nacionalsocialismo, se han publicado nuevos y documentados trabajos sobre el asunto. Uno de los más importantes es Los Protocolos de los Sabios de Sión. Una historia infame, y salió hace apenas unos meses al mercado de mano de una de las editoriales que más cuidan las publicaciones de historia, Marcial Pons. He aquí la portada y la forma de adquirirlo en la web:

Evans

El otro es el último trabajo de uno de los mayores expertos en historia contemporánea y en la Segunda Guerra Mundial, el británico Richard J. Evans y se centra en exclusiva en ese pensamiento conspirativo y antisemita que invadía toda la ideología nazi y que le serviría para justificar sus atrocidades con los judíos y otras minorías, entre ellos, principalmente, una creencia férrea en el contenido de los Protocolos.

En Hitler y las teorías de la conspiración. El Tercer Reich y la imaginación paranoide, Evans propone una mirada crítica a la era de la «posverdad» en la que los «hechos alternativos» han ido ganando terreno, algo muy similar a lo que sucedió en la Europa de Entreguerras y en la Alemania nazi. Para situarnos en la materia, el autor escoge cinco de las teorías conspirativas más duraderas sobre el Tercer Reich y las analiza con el rigor que le caracteriza para explicar cómo éstas puedes no solo movilizar a las masas, sino instalarse como verdades históricas oficiales de un régimen.

Por supuesto, comienza con Los Protocolos de los Sabios de Sión, esa supuesta conspiración del pueblo judío para socavar la civilización –y que recuerda, mucho, a discursos actuales sobre el inmigrante y el diferente–, el mito del «Puñal por la Espalda», según el cual los socialistas y los judíos fueron los responsables de impulsar al ejército alemán de aceptar la derrota en la Gran Guerra, en base a oscuros intereses creados; el incendio del Reichstag, que aunque se trató realmente de una operación de «falsa bandera» (fue realmente provocado por los nazis para instalarse en el poder, pero se acusó del mismo al joven comunista Marinus van der Lubbe, drogado y puesto en el lugar de los hechos) estuvo siempre rodeada de un aura de conjura y complot que se instaló con fuerza entre los alemanes; el misterioso vuelo del viceführer Rudolf Hess a Reino Unido en 1941 supuestamente con la intención de firmar la paz con el imperio británico a espaldas (o no) del Führer; y el eterno rumor de que Hitler huyó del Führerbunker en 1945, en un Berlín sitiado, y escapó a Sudamérica para vivir el resto de sus días oculto y sin ser juzgado, rumor que impulso por interés estratégico el propio Stalin y el Kremlin y que llegaría a barajar como posible el mismo FBI, que posee un informe en dicho sentido.

Evans, con una quirúrgica observación de los hechos, investiga sus orígenes y la causa de su permanencia para demostrar que «la explotación consciente de los mitos y las mentiras con fines políticos no resultan ser una creación del siglo XXI». De hecho, se remontan mucho más atrás de los nazis, hasta la antigüedad, al origen de las civilizaciones y al ansia del hombre por mantener o alcanzar el poder. He aquí la forma de adquirirlo:

https://www.planetadelibros.com/libro-hitler-y-las-teorias-de-la-conspiracion/330637

Los duques de Windsor y la sombra del nazismo (parte II)

Ciñó la corona del Reino Unido bajo el nombre de Eduardo VIII, pero no tardó en abdicar para casarse con Wallis Simpson, una dama sin ascendente real. Sus delicados contactos con el régimen nazi y franquista antes y durante la Segunda Guerra Mundial pusieron contra las cuerdas al gobierno inglés y han generado numerosas dudas sobre su patriotismo y la verdadera razón de su abdicación. En nuestro país, rodeado de espías de ambos bandos, vivió uno de los episodios más singulares de la contienda.

Óscar Herradón ©

Eduardo y Wallis (Source: Wikipedia. Free License).

En la capital española, los Windsor permanecerían ocho días, del 22 de junio al 1 de julio de 1940, y aunque breve, esta estancia sería decisiva en el desarrollo de los acontecimientos posteriores y en la futura suerte que correría la pareja. Impresionado por los devastadores efectos de la contienda fratricida que desangró a los españoles durante tres años (lo que afianzó su idea de que la guerra, que consideraba una barbarie, no era la solución a los problemas), el duque hizo diversas visitas oficiales y se reunió con altos cargos del gobierno franquista, por aquel entonces, aunque neutrales, abiertamente favorables a los intereses alemanes frente a los aliados.

El implacable señor Churchill

No hay que olvidar que para conseguir la victoria y convertir España, con sus eslóganes totalitarios, en «Una Grande Libre», Franco contó con el apoyo logístico y militar nazi y con el italiano, a pesar del acuerdo de No Intervención firmado por las potencias europeas. La península Ibérica había sido el campo de pruebas en el que la Wehrmacht puso a punto sus innovaciones tecnológicas en el campo bélico y ahora se convertía en un auténtico nido de espías, un país «neutral» en el que jugaban sus cartas ambos contendientes y donde los duques serían presionados desde varios frentes, manteniendo una intensa actividad diplomática a tres bandas: con el propio gobierno franquista; con el inglés, comandado ya por Winston Churchill, partidario de una lucha con todas las consecuencias contra Hitler –y rotundamente contrario a cualquier tipo de negociación de paz entre ambos países–; y también con los nacionalsocialistas.

Agentes secretos tras sus pasos

Samuel Hoare había sido recientemente nombrado embajador británico en España, y traía con él instrucciones del mismo Primer Ministro de seguir muy de cerca a Eduardo, debiendo mantenerle informado personalmente de cada paso que diera y decisión que tomara. Entonces existían serias sospechas del servicio secreto –el SIS–, de que el otro rey mantenía contactos con sus amigos alemanes, y la Península era un lugar delicado por la facilidad de movimiento que éstos tenían en ella. Así, aquellos escasos ocho días tuvo lugar una intensa actividad informativa entre las embajadas: Churchill y Hoare se enviaron varios telegramas, donde el premier pedía al diplomático que evitase el contacto de Eduardo y Wallis con los germanos, intentando, por todos los medios, que su estancia en nuestro país fuese lo más breve posible, instándole a que el matrimonio se trasladase hasta Lisboa. Allí los planes eran otros: alejarlos de la influencia de la esvástica obligándoles a exiliarse a una colonia inglesa, probablemente en América del Norte.

Sir Samuel Hoare siguió cada paso de la pareja por España
Beigbeder

En Madrid, se celebró en honor de Eduardo una recepción en el Hotel Ritz, organizada por la embajada británica y a la que asistieron más de 300 invitados. A pesar de la contienda europea, seguían siendo la pareja de moda del periodismo sensacionalista. Tras la recepción, por orden del mismo Franco, el ministro de Asuntos Exteriores español, Juan Luis Beigbeder, se entrevistó con el duque: la idea, impulsada por el dictador, era interrogar sutilmente al inglés sobre su posicionamiento respecto a diversas cuestiones que podrían ser trascendentales en un futuro cercano, entre ellas, en relación con la guerra en Europa, su opinión sobre la posición del Gobierno inglés y las acciones de Churchill y si era o no la intención del duque intervenir personalmente en el rumbo de los acontecimientos, según se desprende del informe secreto de Beigbeder a Franco sobre Eduardo que se encuentra en el Archivo Francisco Franco, concretamente el informe 27.073, como recogió en un magnífico artículo sobre el tema el doctor en historia Isidro González García.

Eden

El ministro enviaba al Caudillo dicho informe secreto el 25 de junio, cuando los ingleses llevaban tres días en el país. Según se desprende de éste, el duque le había transmitido que se encontraba en una compleja situación personal, sus ideas para que se solucionase el conflicto y su latente antisemitismo, otro de sus puntos en común para con los nazis: «No soy más que un retrato, no sé dónde me quieren colocar ni qué debo hacer. Hace cuatro años que me retiré de la política y desgraciadamente presentí entonces las calamidades actuales. Toda la culpa la tienen los judíos y rojos de Eden con gente del Foreign Office y otros políticos, a todos los cuales pondría contra la pared». Eduardo se refería a Anthony Eden, quien por aquel entonces ocupaba la cartera de Exteriores en el gobierno británico.

Según transmitió el aristócrata a Franco, «no desea más que una paz justa y equitativa con el fin de elevar no la cultura de la clase baja, sino sus medios de vida», remarcando que se sentía «muy impresionado por la miseria de ciertos pueblos de España que vio a su paso a esta capital». Es cierto que, germanofilia y declaraciones poco dignas de un personaje de su posición aparte, Eduardo se había mostrado interesado en la mejora de las condiciones laborales de las clases medias y bajas en su país, y había sido criticado por algunas de sus inclinaciones (contrarias a la política británica y más favorables a la sindical) en sus años como príncipe de Gales.

La frustrada «Operación David»

Pero volvamos al asunto que nos ocupa: mientras la glamurosa pareja se hallaba en nuestro país, los servicios de Inteligencia alemanes estaban gestando una operación clandestina que respondería al nombre de «Operación David» y que consistía nada menos que en la retención, e incluso el secuestro por la fuerza, de su «amigo» Eduardo a fin de presionar a los peces gordos de Downing Street para cambiar su política de agresión al Tercer Reich.

El Estado Mayor alemán sabía que librar una guerra en dos frentes era demasiado arriesgado, y el Führer, que consideraba a los británicos de ascendencia germánica, prefería llegar a un acuerdo con éstos para tener las manos libres a la hora de emprender la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética que siempre tuvo en mente. Aquello, no obstante, quedaría en saco roto.

Eran tiempos de grandes turbulencias. Incluso, mientras Eduardo y Wallis eran recibidos en nuestro país, los servicios secretos británicos temían una invasión de la Península por parte de los ejércitos de Hitler, y la consecuente conquista de Gibraltar, un puerto clave para el abastecimiento. Es por esta razón, entre otras, que aquellos días de ajetreo continuado fueron tan relevantes. Entonces se temía que la devastadora maquinaria bélica alemana, que con su «Guerra Relámpago» –Blitzkrieg– estaba conquistando una extensión de terrenos no conocida desde los tiempos de Napoleón, ganara la guerra, y cualquier acción y decisión diplomática eran vitales para lo que acabara sucediendo. Eran horas decisivas y los Windsor, piezas fundamentales de este gran puzle de complot, operaciones secretas e informaciones cruzadas, las vivieron entre España y el país vecino, Portugal, siendo seguidos muy de cerca por el gobierno español, sus compatriotas y los espías al servicio de la esvástica.

Hoare

Beigbeder continuaba en su expediente secreto informando a Franco que: «Internacionalmente no antepone Inglaterra a los demás países. Carece de sentimiento nacionalista de manera muy marcada, razón por la que desea una paz a todo trance y un arreglo justo en beneficio de la humanidad más que en bien de uno u otro Estado». Aquella actitud, evidentemente, era considerada por su gobierno como una amenaza, sobre todo desde que Churchill fuera nombrado primer ministro, y algunos hablaban de su postura como derrotista, algo que en tiempos de guerra se pagaba caro. Es más, Eduardo insistió –siempre según lo escrito por Beigbeder– en que no le hubiera importado representar a su país ante el Gobierno del general Franco, y llegó a realizar declaraciones que ponían en peligro su propia integridad física si llegaba a oídos inadecuados: «Dijo que si se bombardease con eficacia Inglaterra esto podría traer la paz. Parecía más bien desear que esto ocurriese». Y eso que hablaba no solo de su patria sino de un país del que había sido rey…

Speer

Varios autores han barajado que la idea de Eduardo era recuperar la corona, y que Wallis, a su vez, se convirtiera en reina. Así, firmaría la paz con los alemanes y les apoyaría en su cruzada contra los soviéticos, pues era bien conocida también su aversión al bolchevismo, que compartía con otros importantes personajes de su país y por supuesto alemanes, españoles e italianos. También los nazis creían que el Windsor era la clave para un armisticio entre ambos países, y todo parece indicar que pretendían restituirle en el trono inglés. De hecho, habían lamentado que abdicara en la figura de su hermano Jorge VI. El mismo Albert Speer, arquitecto favorito de Hitler y Ministro de Armamento del Reich durante la guerra, recogía en sus controvertidas y esculpatorias Memorias: «Estoy seguro de que a través de él se podrían haber logrado relaciones permanentes de amistad. Si se hubiera quedado, todo habría sido diferente. Su abdicación fue una grave pérdida para nosotros».

Este post tendrá una inminente tercera y última parte en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

Con su habitual buen hacer, La Esfera de los Libros nos brinda entre sus novedades un libro a través del que comprenderemos mejor la figura de la duquesa de Windsor (y por ende la de su controvertido marido), escrito nada menos que por Diana Mitford, una de las más estrechas amigas del duque. Asidua invitada a sus fiestas en París o al «Moulin» de Orsay, el pueblo francés donde fueron vecinos, Mitford dejaría a su primer marido (inmensamente rico) por el fascista inglés Oswald Mosley, a quien admiraba (convirtiéndose en lady Mosley), lo que estrecha aún más esos lazos entre quien fuera breve monarca del trono inglés y su plebeya esposa con las fuerzas reaccionarias, para la mayoría de historiadores, verdadera causa (más allá del amor ilegítimo) de que fuese apartado de la Corona cuando ya corrían vientos de guerra en Europa, sabedor el gobierno de su germanofilia y sus buenas relaciones con el Tercer Reich. Un libro, definido por Philip Mansel como «Irresistible» en el que Mitford, a través de un característico y afilado estilo –maliciosamente inteligente, ciertamente irónico y perspicaz–, pinta un retrato de gran realismo de quien fuera su amiga, Wallis Simpson, captando su encanto pero también sus sombras, que las tuvo, y no fueron pocas. He aquí la forma de adquirirlo:

http://www.esferalibros.com/libro/la-duquesa-de-windsor/