Descubren nuevos fragmentos de los rollos del Mar Muerto

A pesar de los tiempos inciertos que vivimos y de que la pandemia y el confinamiento hayan provocado que muchos yacimientos estuvieran inactivos durante meses –algunos todavía permanecen cerrados–, la arqueología está de enhorabuena: hallan nuevos fragmentos de los Manuscritos del Mar Muerto por primera vez en 60 años. El descubrimiento no es baladí, y nos sirve para recordar en «Dentro del Pandemónium» la historia y el valor de estos documentos capitales de la antigüedad.

Óscar Herradón ©

El hallazgo fue realizado por arqueólogos israelíes y presentado hace dos días en público en Jerusalén. Es la primera vez que sucede algo así desde 1961, salvo los fragmentos movidos en el mercado negro, verdaderas reliquias si tenemos en cuenta que se trata de algunos de los primeros libros sobre la Biblia, cuyo análisis podría revelar muchos «huecos» de las escrituras, mucho contenido que se pudo perder en sus posteriores traducciones.

Desde 2017, en que se dio luz verde a una operación contra los saqueadores del patrimonio, se han ido recuperando los nuevos fragmentos, entre ellos las reconstrucciones en griego de versículos del Libro de los Doce Profetas Menores, en concreto los de Zacarías y Nahum, el último libro de la Nevi’im, la segunda división principal del Taraj o Biblia judía.

La Cueva de los Horrores    

Las nuevas partes de los Rollos del Mar Muerto se localizaron en la misma Cueva de los Horrores –llamada así por las decenas de cadáveres que descansaban en su interior– en la que en 1961 fueron descubiertos otros fragmentos y que, según los expertos, están sirviendo para completar pergaminos ya conservados desde los años 40 del siglo pasado –se dio con ellos por vez primera, como enseguida veremos, en 1947–.

Según el comunicado emitido por los arqueólogos que han excavado en los barrancos de Cisjordania –territorio palestino ocupado desde 1967–, y pertenecientes a la Autoridad de Antigüedades de Israel (AAI), para lograrlo tuvieron que descender desde la cresta de los acantilados de la frontera con largos rápeles –algunos de hasta 80 metros– y usar drones que permitieron inspeccionar hasta 500 cuevas y oquedades a lo largo de decenas de kilómetros.

Dichos hallazgos –afirman– servirán para revisar la historia de las traducciones al griego del Antiguo Testamento, que luego pasaron al latín y más tarde se vertieron a los idiomas actuales. Sin embargo, la legislación internacional –al menos oficialmente–, prohíbe que Israel, como potencia ocupante, saque del territorio ocupado los hallazgos arqueológicos, lo que ha generado una nueva disputa con la Autoridad Palestina, que ejerce un limitado autogobierno en parte de Cisjordania desde 1993. No parece, no obstante, que las quejas de sus «vecinos» vayan a frenar a los arqueólogos israelíes en su propósito de indagar en la presencia judía en aquella zona. Y es que estos nuevos fragmentos pueden arrojar luz sobre la misteriosa secta judía –hipótesis que no todos los expertos defienden– que se refugió en el Mar Muerto hace casi veinte siglos, legándonos los primeros textos bíblicos hoy conservados, los esenios, de los que me ocuparé en un inminente post.

Según reveló a Reuters Oren Ableman, director de la investigación de los rollos del Mar Muerto en la AAI: «Hemos encontrado unas piezas del puzle para añadir a la imagen de gran angular, pero son aún pequeñas. Con esta nueva información que no teníamos antes seguimos avanzando para descifrarlos». 

La ausencia de violencia en la Cueva de los Horrores hace pensar a los investigadores que los miembros de la secta fueron sitiados por los romanos en sus cuevas y barrancos, donde murieron por inanición. Los nuevos fragmentos se descubrieron junto con los restos momificados de un niño que vivió hace unos 6.000 años y una cesta de la era neolítica que se ha datado en más de 10.000. Un auténtico oasis de la memoria del pasado posible gracias al clima extremadamente seco de aquella zona, que permite un gran estado de conservación.

El origen de un hallazgo asombroso

Como si el destino estuviese aguardando a la década de los cuarenta del siglo XX para dar a conocer algunos de los libros perdidos más importantes de la historia del hombre, apenas dos años después de ser descubiertos los códices de Nag-Hammadi, en 1947 aparecieron los famosos Manuscritos del Mar Muerto. De nuevo fue un hombre humilde el autor del hallazgo. El pastor beduino Jum’a Muhammad buscaba una cabra perdida en los alrededores de las ruinas de Kirbet Qumrán, en pleno desierto, a orillas del lago salado conocido como Mar Muerto, cuando descubrió una oquedad en la escarpada roca. Tras arrojar con fuerza una piedra, el pastor escuchó un sonido como de barra al romperse. Cuando entró en lo que parecía ser una cueva descubrió algunas vasijas de antigua alfarería entre las que se encontraban unos polvorientos manuscritos de pergamino enmohecido envueltos en una tela.

Muhammed, junto a dos de sus primos que le acompañaban –aunque esta parte de la historia no está muy clara- trasladó los manuscritos a su campamento y allí fueron colgados de un poste, permaneciendo durante algún tiempo prácticamente olvidados. Existe el rumor de que algunos de los pergaminos fueron utilizados para hacer fuego, algo que, de ser cierto, supondría una desgracia para el mundo de la arqueología y la investigación, que ya llorara la penosa destrucción de muchos de los códices encontrados dos años antes en circunstancias similares. Al principio fueron tratados con desprecio, como sucios trapos inservibles, ignorantes sus descubridores de la importancia capital de los mismos que podría haberles hecho ricos. Analfabetos y pobres, los beduinos vendieron los pergaminos al mejor postor -o quizás al único-, un zapatero que hacía las veces de anticuario llamado Khalil Eskander Shahin, alias «Kando», que los adquirió por apenas cinco libras.

A partir de entonces el destino de los escritos fue el de auténticos «libros malditos»: pasaron de mano en mano vendiéndose entre traficantes de antigüedades y mercenarios que los trataron sin cuidado alguno, cual baratijas. Algo después, el arhimandrita Athanasius Yeshue Samuel, del convento sirio ortodoxo de San Marcos de Jerusalén, compró los manuscritos, también a un bajo precio, ante la sospecha de que pudiera tratarse de textos de gran valor. Acertó de pleno.

Athanasius Yeshue Samuel

La importancia del descubrimiento aún no había sido revelada, aunque los pastores únicamente habían hallado el cinco por ciento de la colección total de pergaminos que después saldrían a la luz tras una batalla campal entre arqueólogos y mercenarios. Los primeros descubrieron muchos más textos, o más bien partes de ellos, en diferentes cuevas, hasta llegar al número de once, en los alrededores de Qumrán, pero en numerosas ocasiones gentes del lugar que pretendían comerciar con ellos, ante la evidencia de su importancia, se les adelantaron. 

La historia de estos textos está rodeada de polémica desde el mismo día de su aparición. Fueron reivindicados por el gobierno jordano como de su propiedad, al ser encontrados en una zona que se hallaba bajo su dominio, aunque más tarde se iniciaría una larga guerra por su posesión. El establecimiento del Estado de Israel en el territorio de Palestina una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, como forma de restituir el dolor sufrido por los judíos durante el holocausto nazi, no había hecho sino empeorar las cosas. Los manuscritos fueron trasladados numerosas veces de un lugar a otro para ponerlos a salvo, pero en cada traslado se deterioraban cada vez más –llegaron a ser protegidos incluso en una caja fuerte de la embajada estadounidense establecida en la zona-. Durante la Guerra de los Seis Días que tuvo lugar en Tierra Santa, muchos investigadores temieron por la seguridad de los pergaminos. Finalmente, no fueron ni la guerra entre Israel y Palestina ni la pugna político-religiosa por conseguirlos las situaciones que más contribuyeron a poner en peligro la integridad de los textos, sino los propios estudiosos del material, que en un principio lo trataron casi tan mal como los mismos pastores beduinos que los hallaron.

Las condiciones en las que se llevó a cabo su análisis no merecen otro calificativo que el de patéticas dada la enorme importancia de los manuscritos y su incalculable valor: cuenta Stephen Hodge que para unir los fragmentos, los investigadores utilizaron materiales como cinta adhesiva e incluso papel adhesivo del que se usaba en los pliegos de los sellos postales. Los fragmentos –casi ninguno de los manuscritos fue encontrado intacto- eran dejados sobre bandejas, sin ningún tipo de protección, sometidos a la acción del sol, muy potente en una zona como Oriente Medio; en las mesas de trabajo se mezclaban los trozos de pergamino que debían ser unidos con ceniceros llenos de cigarrillos y tazas de café, y se llegaron a sacar potentes fotografías –muy útiles más tarde por la degradación que sufrieron los textos- utilizando luz infrarroja sin ningún tipo de filtro para poder revelar los trazos de escritura en partes de los manuscritos que se habían oscurecido con el tiempo.

Y eso no es todo, los «expertos» pintaron fragmentos que eran ilegibles con aceite de clavo para poder obtener una mayor legibilidad de los mismos. A todas estas auténticas barbaridades, más dignas de niños realizando manualidades que de eminentes arqueólogos e historiadores, se unió todo un cúmulo de intereses creados y secretismo que duró casi cuarenta años. Seguro que los últimos fragmentos hallados por los arqueólogos israelíes –reavivando la tensión siempre latente con los palestinos– son tratados con mayor cuidado.

Esta historia continuará en un próximo post.

BIBLIOGRAFÍA:

GREZ, David, Los Evangelios Gnósticos, las enseñanzas secretas de Jesús.

HODGE, Stephen, Los Manuscritos del Mar Muerto, Edaf, 2001.