Fue uno de los grandes agentes de inteligencia del siglo XX, y sin embargo es un gran desconocido en Occidente. De origen alemán, trabajó para los rusos en Japón, donde obtuvo una relevante y delicada información vital para el esfuerzo de guerra aliado, aunque el país del sol naciente sería también su tumba. Ahora, la editorial Crítica publica un ensayo que devuelve al personaje a su justo lugar en la historia contemporánea.
Óscar Herradón ©
Sería precisamente en el país del sol naciente donde Sorge realizaría su más brillante labor de Inteligencia, constituyendo una red que hoy día se considera como de las más eficientes de la Segunda Guerra Mundial. Japón era entonces un país hostil. De hecho, al igual que hiciera Alemania, había roto sus compromisos con la Sociedad de Naciones y todo ciudadano que viniera de fuera se consideraba sospechoso. Sorge no debía mantener ningún contacto, por pequeño que fuera, con la embajada rusa en el país, ni con el Partido Comunista Japonés clandestino.
La tapadera que utilizaría Sorge sería de nuevo la de periodista alemán, por ello, tras dejar Moscú el 7 de mayo de 1933 y una relación de varios meses con una soviética de nombre Ekaterina Maximova, se dirigió a Berlín, una vez más bajo el nombre falso de «Ramsay». Debía obtener un carnet de periodista y un pasaporte auténtico, todo ello burlando en la Gestapo. En aquello ocasión solicitó entrar a formar parte del Partido Nazi, aunque aquel intento no prosperaría hasta unos años después. Todo un temerario agente secreto.
Sí se puso en contacto, no obstante, con la Asociación de Prensa Nazi, una buena tapadera para un espía reconvertido en periodista, que utilizó para presentarse en la policía a solicitar un nuevo pasaporte alemán. Lo consiguió, así como cartas de recomendación. Consiguió que le contrataran dos periódicos para el envío de crónicas sobre Japón: el Börsen Zeitung y el Tägliche Rundschau, a cuyo jefe de redacción, conocido como el doctor Zeller, con el que trabó amistad gracias a que ambos eran ex combatientes, le facilitó una carta de presentación para el teniente Eugen Ott, destinado en un regimiento de artillería japonés en la ciudad de Nagoya.
De hecho, para viajar hasta el país del Sol Naciente y evitar los rigurosos controles de los puertos del norte de Alemania, el Centro acordó que el espía pasara a Francia y luego a Estados Unidos. En Nueva York y Chicago se entrevistó con dos miembros del Komintern y se enteró, gracias a éstos, que su colaborador japonés partiría de California. En Washington se presentó al embajador nipón con una carta de recomendación del profesor Karl Haushofer –teórico de la geopolítica que impulsaría la Lebensraum nazi– y el nipón le entregó otra dirigida al Departamento de Información del Ministerio de Asuntos Exteriores en Tokio. Richard Sorge era ahora otra persona que no despertaría sospecha alguna.
El agente llegó a Japón a finales del verano de 1933, un país conflictivo, con un gobierno confuso dirigido por un emperador, Hirohito, que era una suerte de dios viviente. No debería bajar la guardia. Aún no lo sabía, pero se había metido en la boca del lobo.
En el corazón del Sol Naciente
Salvo en clubs internacionales –a los que Sorge era muy asiduo– de Yokohama y Kobe, los extranjeros podían ver la animadversión que despertaban en Japón. No sería fácil pasar desapercibido en aquel ambiente y, sin embargo, nuestro agente sería un maestro de la ocultación. El operador de radio que le asignaron usaba el nombre en clave de «Bernhardt» y un tercer miembro del círculo era Branko Vukelic, un croata hijo de un oficial del imperio austro-húngaro, militante de izquierdas que vivía en Japón con su esposa y su hijo pequeño. No era el único agente que aguardaba las órdenes de Sorge. El japonés Miyagi Yotogu era aquel que le habían dicho que viajaría desde California para unirse a él en la capital nipona.
La labor de Miyagi, que adoptó el nombre de «Joe» tras unirse al partido comunista norteamericano en los años 20 y que no era ni mucho menos un experimentado agente, sería informar de los problemas políticos y militares de Japón. Su principal mérito radicaba en que sabía leer y escribir japonés, limitándose a proporcionar a Sorge noticias y opiniones recogidas en diarios y revistas del país. Sin embargo, sería éste quien cinco meses después, y por petición de su jefe, acudiría a entrevistarse con Hotsumi Ozaki, «el primer y más importante socio» de Sorge en China.
Unos días después, se encontraron ambos en un parque y nuestro protagonista le pidió reanudar sus actividades secretas. Ya existía la red Sorge, con sede central en Tokio, un círculo secreto cuya principal misión sería obtener información clave y clasificada sobre asuntos militares, diplomáticos, financieros o de índole política y económica, además de secretos militares o relacionados con recursos de tipo estratégico. Toda esa información sería puntual y debidamente enviada a sus jefes en Moscú.
Ozaki sería el principal agente de Sorge, y le facilitaría a lo largo de siete años informes secretos de un valor incalculable. Sin embargo, también otros personajes serían clave en la labor del agente: gracias a la carta de recomendación que le entregó el jefe de redacción del Tägliche Rundschau, el doctor Zeller, el espía pudo entrar en contacto con el teniente coronel Eugene Ott, quien convertiría en su más importante enlace con la colonia alemana en Tokio.
Richard Sorge causaría un gran impacto –por un lado simpatía y por otro animadversión– en aquella comunidad de rigurosas normas sociales: excelente conversador, divertido, dado al alcohol y mujeriego empedernido, solía presentarse a las fiestas de sociedad vestido con ropa de calle, despreciando el elegante esmoquin de rigor, o simplemente no presentándose lo que ofendía a muchos. No le importaba lo más mínimo, teniendo en cuenta su carácter bohemio y desenfadado. Era un hombre inquieto e incombustible cuya peligrosa labor no le dejaba demasiado tiempo para relajarse.
Lo más granado de la sociedad japonesa de Entreguerras
Gracias a las buenas amistades que hizo Sorge durante su primer año en Japón, entró en contacto con el príncipe Albrecht von Urach, nada menos que el corresponsal del órgano oficial del Partido Nazi en Japón, el Völkischer Beobachter. También entabló relación con Herbert von Dirksen, nuevo embajador alemán: Alemania y Japón se hallaban muy unidos desde que ambos países abandonaran la Sociedad de Naciones. Sus buenas relaciones con el embajada germana mejoraron cuando llegó a Tokio, en 1934. El capitán Paul Wenneker, nuevo agregado naval.
En la primavera de ese año, el problema principal que Sorge habría de investigar –las intenciones japonesas hacia la URSS– tenía importancia especial, ya que, durante el invierno, las relaciones entre ambos países se habían tensado. Para la mayor parte de los agregados militares en Tokio, el conflicto militar soviético-japonés resultaba ya probable en 1935, sin embargo, Sorge, a través de un minucioso análisis de la situación política, llegó a la conclusión de que el conflicto no estallaría. Acertó.
Miyagi había conseguido crear toda una red de informantes distribuidos por gran parte del país, entre ellos Akiyama Koji, a quien había conocido en sus años en California y de quien recibiría una valiosa ayuda tiempo después. Akiyama, que se había graduado en una escuela superior comercial en los EEUU, comenzó a traducir documentos secretos al inglés que pondría a disposición de la red.
Entre conferencias de prensa, reuniones en los bares –donde solía aguzar el oído para recoger cualquier información– y fiestas con las más importantes personalidades del lugar, Sorge iba engrosando el número de informes valiosos para Moscú. El encargado de convertir en copias fotográficas los informes era Vukelic, quien transformaba los preciados documentos en microfilms que eran enviados a la capital rusa por correos humanos. Quien más problemas dio en la organización sería «Bernhard», que siempre estaba ebrio y en muchas ocasiones no enviaba la información por radio.
Puesto que había tantos problemas con la eficiencia del técnico de radio, los informes secretos de mayor valor eran enviados utilizando correos humanos a través de Shanghái, lo que implicaba un gran riesgo. Se sabe que el propio Sorge realizaría este papel en varias ocasiones. Finalmente, el espía sería admitido oficialmente en el Partido Nazi, lo que le proporcionaba una cobertura mucho más segura. Sostenido económicamente desde Moscú, el «grupo Sorge» recibiría entre 1936 y 1941 alrededor de 40.000 dólares. Sin embargo, a la hora de la verdad, se quedarían completamente solos.
Tokio-Berlín-Moscú: informes secretos
El valor de sus transmisiones era cada vez mayor. Lo que más le interesaba a la red Sorge era la información concerniente a los movimientos ultraderechistas japoneses, que eran ferozmente anticomunistas y podían suponer un peligro en la dirección del Ejército a la hora de tomar una decisión: buscaban un enfrentamiento directo con la URSS. Era un trabajo difícil, pues debían mezclarse con fascistas y radicales de derechas como los que habían acabado con el jefe de gobierno, Inukai Tsuyoshi, en 1932.
Otro de los colaboradores más fiables de nuestro protagonista fue Kawai Teikichi, que había sido durante semanas sometido a brutales interrogatorios por parte de la policía japonesa de Shanghái y que también era conocido de Ozaki. Poseía una librería en Tientsin (Tianjin) que le servía como centro de operaciones. Debía, además, conseguir otro operador de radio que reemplazase a «Bernhardt» –al que había hecho regresar a Moscú por su incompetencia y haber puesto en peligro la red de espionaje–. Depender únicamente de los «correos humanos» era harto peligroso.
Sorge volvió a viajar a través de los EEUU y en Nueva York le proporcionaron un pasaporte falso con ciudadanía austríaca, para después embarcar hacia Francia y de allí hacia Rusia. En Moscú, se encontró por primera vez con el general Semyon Petrovich Uritsky, que en 1919 había alcanzado el cargo de jefe de operaciones del servicio secreto del Ejército Rojo y que en 1935 había sustituido a Berzin –víctima de las purgas de Stalin– como nuevo jefe del Cuarto Buró. Allí consiguió que sus jefes designaran como nuevo operador de radio al técnico alemán Klausen, que ya había trabajado con él en China. El agente regresó a Japón a través de Europa y EEUU. Gracias a sus excelentes contactos, le dieron un despacho en la embajada alemana, y poniendo en grave riesgo su propia vida, fotografiaba todos los documentos que necesitaba, valiéndose de una cámara automática.
El riesgo era continuado, y aumentó cuando fue detenido Kawai Teikichi el 21 de enero de 1936. Las autoridades lo trasladaron a la prisión de Hsinking, en cuyos sótanos fue sometido, durante días, a brutales torturas para que confesara, pero guardó un estoico silencio digno de elogio. La red Sorge seguía libre de toda sospecha. De momento…
Gracias a sus informes, los soviéticos conocían mucho mejor los problemas del Lejano Oriente que los gobiernos norteamericano y alemán, informes cuidadosamente planificados en los que Richard Sorge no se limitaban a recopilar información sino memorandos personales muy trabajados en los que, basándose en sus conocimientos de economía, política y diplomacia, sacaba sus propias conclusiones sobre la situación internacional y japonesa.
Nadie sospechaba que pudiera ser un espía, y mucho menos que, de realizar dicha labor, lo hiciera para los comunistas. Prueba de ello es que recibió la proposición de dirigir la sección local del Partido Nazi. Sostenía con los alemanes unas excelentes relaciones, lo que provocó que en 1936 Sorge obtuviera «una colocación reconocida de secretario oficioso del agregado militar», es decir, de su colega Eugene Ott, lo que le abría sorprendentes posibilidades de realizar su tarea clandestina. Al convertirse en su hombre de confianza, disponiendo incluso de despacho propio, tuvo acceso en la embajada a documentos secretos que, de otra manera, le habría sido prácticamente imposible conseguir.
Como no podía retirarse con los documentos, se limitaba a leerlos y recoger mentalmente sus puntos esenciales. En alguna ocasión, no obstante, conseguía llevar algunos a su despacho y fotografiarlos con una cámara en miniatura, corriendo gran riesgo, puesto que no podía echar la llave o despertaría las sospechas de los funcionarios. Sin embargo, sólo estaba prohibido fotografiar los documentos, no leerlos, por lo que cuando uno llegaba a sus manos podía permanecer una hora en cualquier despacho sin ser molestado, memorizando sus partes más decisivas. Entre otros asuntos, informó de conferencias secretas en Berlín entre personalidades alemanas y japonesas.
Ozaki continuaba siendo el más eficiente de sus colaboradores: en verano de 1936 fue elegido miembro de la delegación japonesa para el Congreso del Instituto de Relaciones del Pacífico que tuvo lugar en Yosemite, California, a donde fue en calidad de intérprete, obteniendo información de primera mano. En agosto de ese mismo año. Sorge fue a Pekín con la excusa de asistir a una conferencias de periodistas extranjeros, aunque su verdadera misión consistía en recorrer Mongolia Interior y obtener informes de las tropas niponas allí concertadas. En 1938 viajaría a Hong Kong y le entregaría a un correo informes secretos que venía acumulando. Era tan sutil su trabajo, que el mismo embajador alemán lo envía a Manila con el propósito de llevar información reservada. Tenían al enemigo en casa y ni siquiera lo sospechaban.
Fue también en 1938 cuando sufrió un accidente de motocicleta hallándose ebrio: auténtico loco de la velocidad, iba a casi cien por hora cuando se estrelló contra la pared ¡de la Embajada norteamericana de Tokio! Pudo haber muerto, pero finalmente el impacto no fue tan grave, aunque en ese momento fue trasladado sangrando abundantemente hasta el hospital de St. Luke, cuando le visitó el agente secreto soviético Max Klausen. Corrían un verdadero peligro así que Sorge le entregó los informes en inglés para un agente soviético que iba a hacer de correo y dinero norteamericano que llevaba en el bolsillo y que podría haber despertado sospechas. Sorge perdió casi todos sus dientes y se había fracturado la mandíbula. Fue cuidado con mimo por el matrimonio Ott, que lo tuvieron en su casa hasta su total recuperación. A pesar de que los engañaba, se había convertido en verdaderos amigos, quizá los únicos que tenía.
Este post tendrá una última e inminente entrega en «Dentro del Pandemónium».
PARA SABER UN POQUITO (MUCHO) MÁS:
–HERRADÓN, Óscar: Espías de Hitler. Las operaciones de espionaje más importantes y controvertidas de la Segunda Guerra Mundial. Ediciones Luciérnaga (Gruplo Planeta), 2016.
–MATAS, Vicente: Sorge. Los Revolucionarios del Siglo XX. 1978.
–WHYMANT, Robert: Stalin’s Spy: Richard Sorge and the Tokyo Espionage Ring. I. B. Tauris and & Co Ltd, 2006.
UN ESPÍA IMPECABLE:
Y para ahondar en la figura de Sorge con datos completamente actualizados (basados en informes confidenciales recientemente desclasificados y nueva documentación reveladora), nada mejor que sumergirnos en las páginas de Un espía impecable. Richard Sorge, el maestro de espías al servicio de Stalin, que acaba de publicar Crítica en una alucinante edición en tapa dura. Su autor, Owen Matthews es un periodista de dilatada trayectoria que ha estado en primera línea de fuego en diferentes conflictos como corresponsal de la revista Newsweek en Moscú. Nadie mejor que él, pues, para hablarnos de un agente secreto en nómina del Kremlin que también fue un aventurero y también arriesgó su seguridad en pos de un ideal.
Con formación en Historia Moderna por la Universidad de Oxford, antes de entrar en Newsweek, al comienzo de su carrera periodística, Matthews cubrió la guerra de Bosnia y ya en las filas de dicha publicación cubrió la segunda guerra chechena, la de Afganistán y la de Irak, así como el conflicto del este de Ucrania. Ha sido colaborador también de medios tan importantes como The Guardian, The Observer y The Independent y ganó varios premios con su libro de 2008 Stalin’s Children. Un espía impecable ha sido elegido libro del año por The Economist y The Sunday Times. He aquí el enlace para adquirirlo:
https://www.planetadelibros.com/libro-un-espia-impecable/324957