10 cosas que (quizás) no sabías… del Imperio Español

Edaf publica un alucinante volumen profusamente ilustrado –e ilustrativo–, Infografías del imperio español, confeccionado a cuatro manos por dos de los mejores divulgadores de nuestro pasado, Carlos Canales y Miguel del Rey. En las próximas líneas, y con este documentado ensayo que ha visto recientemente la luz como timonel, nos sumergimos en algunas curiosidades de aquel tiempo, más o menos por las fechas en las que el insigne Miguel de Cervantes escribió aquello de «la más grande ocasión que vieron los tiempos».

Óscar Herradón ©

Hace unos 20 años que conozco a Carlos Canales. Entonces formaba parte del equipo de «La Rosa de los Vientos» (Onda Cero) y un servidor, que era becario de Año/Cero (y después pasó a engrosar las filas de la redacción de la revista Enigmas), todo un mozuelo de veintipocos ahora cuarentón, acudía a los conocidos como «Sertaos» donde se juntaba una buena panda de periodistas y divulgadores a los que unía la pasión por eso que llamamos misterio y que tiene mil y una bifurcaciones: el propio Canales, Jesús Callejo, Lorenzo Fernández Bueno, Enrique de Vicente, Miguel Blanco, Nacho Ares, Pablo Villarrubia, David Sentinella, Juan Ignacio Cuesta, Miguel Pedrero, Juan José Revenga, Javier García Blanco, Josep Guijarro, Janire Rámila, otro gran conocedor de los temas tratados en este post como Fernando Martínez Laínez y otros tantos amigos (o al menos conocidos) de lo insólito y la historia entre los que de cuando en cuando se dejaban caer compañeros de otras latitudes como Fernando J. López del Oso, Mariano Fernández Urresti o Miguel Aracil, entre otros.

Hace ya muchos años que no veo al señor Canales, y creo que la última vez que hablamos fue para una entrevista que me hicieron en el programa de referencia «La Escóbula de la Brújula» sobre el libro Espías de Hitler, tiempo ha, pero recuerdo las numerosas conversaciones sobre historia (y también desmenuzando la «realidad» que nos rodeaba por aquel entonces); yo con un nivel de conocimientos, por supuesto, a años luz de este hombre de memoria cuántica que contaba tantas cosas que uno era incapaz de asimilarlas todas. Así que lo mejor era acudir a sus numerosos ensayos. Desde entonces –y ha llovido sobre mojado y sobre secano–, su obra ha crecido de forma más que notable, casi exponencial.

Ahora que ha llegado a mis manos su último trabajo, con una editorial bien conocida de un servidor, Edaf (con la que he publicado La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich un ya lejano 2011 y La Gran Conspiración de QAnon y otras teorías delirantes de la Era Trump hace poquito, el pasado 2022, sobre un personaje que sigue dando que hablar, y tanto, semana tras semana), me vienen al recuerdo aquellos encuentros y me sirven como nostálgica introducción, de pincelada, a varias curiosidades englobadas en ese gigante con pies de barro pero injustamente tratado por la historiografía más reciente (y, por el contrario, exaltado en demasía por nostálgicos de arcabuz y florete) que es el imperio español. Veamos…

–A finales del siglo XVIII, los dominios del imperio español superaban los 20 millones de kilómetros cuadrados, repartidos en tres continentes, por lo que fue nada menos que el primer imperio global de la historia. Su máximo esplendor llegó bajo el reinado de Felipe II, momento en el que el reino llegó a tener el control de extensos territorios ubicados prácticamente en todo el planeta. Y aunque los ingleses derrotaron a la «Grande y Felicísima Armada», llamaban a nuestro soberano «el demonio del Mediodía»– (en contraposición a como conocíamos por estos lares a la Reina Virgen, «la Jezabel del Norte»), y sufrimos varias bancarrotas, basta con darse un paseo por el monasterio escurialense que el monarca mandó edificar en base a numerosas claves herméticas para ser conscientes de la magnificencia de aquel personaje «más allá de la Historia» bajo cuyos dominios, efectivamente, «no se ponía el Sol».

–Durante los tiempos de Felipe II, la Corona hispánica se planteó conquistar China, entonces bajo la longeva dinastía Ming, como ya hicieran con los imperios mexica e inca. Tan ambiciosa posibilidad tomó mayor entidad cuando se conquistó Portugal, que tenía puertos comerciales en aquella zona de Asia. El jesuita Alonso Sánchez (quien fue enviado por el gobernador de Filipinas a China, realizando dos viajes diplomáticos a Macao en 1582 y 1583) explicó que para la campaña se necesitaban 15.000 hombres venidos de todos los confines del imperio, así como 6.000 soldados de Manila y 6.000 japoneses, enemigos históricos de los chinos, y la incursión se realizaría desde las Filipinas, que debe su nombre precisamente al rey español. Un plan que Felipe II no autorizó finalmente tras la derrota de la Armada (In)vencible, prefiriendo optar por los intercambios comerciales.

–El símbolo del dólar viene del español y procede del siglo XVII, cuando las monedas del imperio eran una parte muy importante del comercio mundial y estaban extendidas por lo que después sería Estados Unidos ante la política monetaria restrictiva del Imperio británico sobre sus colonias. Aunque la mayoría cree que el símbolo del dólar procede de la abreviatura US (United States), una teoría bastante plausible afirma que su origen es el escudo que aparecía en los reales de plata (real de a ocho), la S como representación del emblema «Non Plus Ultra» –límite del mundo conocido en la Antigüedad, Gibraltar– y las dos barras que lo cruzan simbolizando las dos columnas de Hércules.

–Y ya que hablamos de tal expresión, Nos Plus Ultra («No más allá»), tan célebre o más como «Tanto monta» de sus católicas majestades, viene de la antigua Grecia, concretamente donde se sugería que finalizaba el mundo. Expresión que se atribuye al héroe clásico de los Doce Trabajos con la que describía los pilares que marcaban el fin del mundo conocido en el extremo occidental mediterráneo y que erigió, según la mitología, en Gibraltar y en Ceuta. Fernando de Aragón eligió aquel símbolo al conquistar Gibraltar. Aunque sería bajo Carlos V, consolidado el imperio y tras el descubrimiento de América, cuando Plus Ultra (ya sin el Non) se extendió a través de las monedas como símbolo de su poder. 

–En tiempos de Carlos III, durante el último cuarto del siglo XVIII, había una fuerte presencia española en California por medio de las misiones evangelizadoras y, ante los rumores de que los rusos –y también los británicos– estaban realizando incursiones ilegales en la zona helada de Alaska (territorio que según una bula papal de 1493 era de soberanía española, que se otorgó a toda la costa noroeste del Pacífico, derechos contenidos un año después en el Tratado de Tordesillas) desde Madrid llegó la orden de colonizar dicha zona del Pacífico para frenar el avance ruso y a la vez descubrir nuevos territorios para la Corona hispánica. Se impulsó la conquista con la idea de comprobar si existía realmente el llamado Estrecho de Anián, un paso que conectaba el Atlántico con el Pacífico por vía marítima que los exploradores buscaban sin éxito desde el siglo XVI.

Bodega

Hubo varias expediciones, como la de Pérez Hernández, la de Bruno de Heceta y Juan Francisco de La Bodega y Quadra, y la de Ignacio de Arteaga (en la que también participó Bodega y Quadra) cuyas embarcaciones subieron más hacia el norte con varios objetivos: evaluar la penetración rusa en tierras alaskeñas, la búsqueda de un paso del Noroeste y apresar al explorador y cartógrafo británico James Cook si lo encontraban en aguas pertenecientes a la Corona hispánica.

Entonces comenzó una lucha por hacerse con unos territorios ricos para el comercio de pieles de nutria, pero los 10 años de ausencia de los españoles (que se centraron en la evangelización) hicieron perder la oportunidad de conquista. No obstante, el nombre de ciertas localidades de aquellos lares, como Valdez o Cordova, evoca aquel efímero pasado español.

–Felipe II fue conocido como «el Rey Prudente» pero sin duda tal apelativo no se debía precisamente a los títulos que ostentaba. Fue «Duque de Milán» (1540-1598), Rey de Nápoles, Rey de Inglaterra e Irlanda (1554-1558), Duque de Borgoña, Rey de España, Rey de Cerdeña, Rey de Sicilia, soberano de los Países Bajos y Rey de Portugal (1580-1598). Fue también rey de Jerusalén, de las islas y tierra firme del mar océano, del Perú, así como Conde de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina de Aragón, Duque de Atenas y de Neopatria, Conde de Rosellón y de Cerdaña, Marqués de Oristán y de Gociano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, Conde de Flandes y de Tirol, entre otros.

–Como cuenta Infografías del Imperio Español, a comienzos del siglo XIX la Corona perdió áreas de territorio extraordinarias que hoy ni recordamos que le pertenecieron, como todo el oeste de Estados Unidos (de California a Tejas), la citada Alaska, Luisiana, la Florida o las islas Carolinas, Marianas y Palaos. En 1898 se producía el «Desastre» por el que España perdía sus tres últimas ricas colonias, Cuba y Puerto Rico en el Caribe y el archipiélago de Filipinas en el Pacífico, cuyas islas superaban el número de 3.000.

–Uno de los emblemas de la grandeza del Imperio Español (símbolo recuperado del olvido en los últimos tiempos por patriotas y nostálgicos de pro), es la Cruz o Aspa de Borgoña. Fue la enseña de los ejércitos del Imperio hispánico, una representación de la cruz de San Andrés, dos aspas rojas anudadas cruzadas. Puesto que San Andrés era el patrón de Borgoña, fue el emblema utilizado por las tropas de Juan I de Borgoña (que pasaría a la historia como Juan sin Miedo) en la Guerra de los Cien Años (que en realidad duró 116). Luego, sería la cruz que ostentaba en los uniformes y banderas de su séquito Felipe de Borgoña, primogénito de María de Borgoña y Maximiliano I de Habsburgo. Cuando «el Hermoso» contrajo matrimonio con Juana de Castilla (mal llamada «la Loca»), trajo aquel emblema a la península ibérica y fue heredado y adoptado de forma expresa por su hijo, Carlos I de España.

Desde 1785, la Cruz de Borgoña fue el símbolo más utilizado en las banderas españolas. Curiosamente, durante la guerra carlista de 1833-1840 continuaba siendo la bandera del Ejército español, de las fuerzas regulares liberales (que no adoptaron la rojigualda hasta 1843).

–El Imperio español, integrado por un conjunto de territorios europeos, americanos, asiáticos, africanos y de Oceanía, fue desde el siglo XVI al XIX el primero de alcance global, al abarcar inmensas extensiones muy alejadas de la metrópoli imperial. A diferencia de otros grandes imperios anteriores, sus amplias posesiones no siempre se comunicaban por tierra, por lo que exigieron el mantenimiento constante de un importante poder marítimo.  Las llamadas flotas de Indias fueron el sostén de tan inmenso poderío, pues permitieron mantener un despliegue territorial de tales dimensiones y la infraestructura política, económica y militar. Un esfuerzo colectivo que se mantuvo durante casi tres siglos y desarrolló una auténtica revolución a través de las rutas marítimas que conectaron Europa, América y Asia; una suerte de primera globalización geográfica, económica y política. Constituían todo un monopolio comercial controlado a través de la llamada Casa de Contratación de Sevilla, puerto de donde partían y arribaban las flotas, siendo muchas veces acechadas por piratas y corsarios ingleses como el legendario sir Francis Drake o Walter Raleigh.

–Los célebre tercios, que alcanzaron una mayor popularidad gracias a la saga de novelas del capitán Alatriste, fueron la piedra de toque de la hegemonía terrestre del imperio español y los amos de la guerra de la Europa moderna. Creados por Carlos I de España en 1536 a través de la llamada ordenanza de Génova, constituyeron la élite de los ejércitos españoles entre los siglos XVI y XVII al ser la primera fuerza que combinó en una misma unidad armas blancas y de fuego, lo que convirtió a sus soldados prácticamente en invencibles durante más de un siglo en los campos de batalla del viejo continente.

Los tercios (los primeros fueron el Tercio Viejo de Sicilia, el Tercio Viejo de Nápoles y el de Lombardía) estaban formados íntegramente por soldados profesionales, en su mayoría hijos no primogénitos de la baja nobleza (aunque su grueso procedía de todos los dominios hispánicos) que solían hacer gala de un marcado orgullo y un concepto del honor que no concebía la rendición y buscaba permanentemente la gesta militar. Y aunque alguna sonada derrota eclipsó sus hazañas, como la de Rocroi, frente a las tropas francesas al servicio de Luis XIV (el 19 de mayo de 1643), lograron muchas de las mayores victorias de aquel tiempo: la batalla de Pavía (1523), la de Mühlberg (1547), la de San Quintín (1557) o la de Breda (1624).

PARA SABER MÁS (DE AQUELLA ÉPOCA):

Puesto que el Imperio Español y sus siglos de historia se encuadran dentro de lo que se denomina «Historia Moderna», nada mejor que acercarnos a este concepto a través de las páginas de un particularísimo ensayo recientemente publicado por Alianza Editorial: Historia moderna. Siglos XV al XIX, hecho a cuatro manos por Manuel Rivero Rodríguez y José Martínez Millán.

El concepto de Historia Moderna ha tenido distintas interpretaciones a lo largo de los siglos. En este documentado trabajo se estudia el periodo que va de los siglos XV al XIX, estructurado en cuatro bloques que proponen una relectura de la cronología tradicional. En primer lugar, «La crisis de la estructura de la Cristiandad», partiendo de Italia, como antiguo campo de batalla entre los poderes universales del Papado y del Imperio en las guerras de las investiduras, porque el vacío que ambos provocan permite que se produzcan los cambios culturales, sociales y políticos de la modernidad, la importancia decisiva de sus comerciantes y navegantes en la expansión ultramarina y su centralidad política, pues fue el campo de batalla en el que las potencias compitieron para hacerse con la hegemonía en Europa.

La segunda parte, «La Lucha por la Monarchia Universalis», analiza y describe la evolución de estas premisas, el desarrollo de las cortes europeas y la complejidad que va adquiriendo el gobierno de los estados, la división religiosa y la compartimentación de Europa en confesiones, el alcance y efecto de la expansión europea en el mundo en la manera en que América, África y Asia se transforman con el contacto de los europeos.

La tercera parte estudia el comienzo del cambio de paradigma a finales el siglo XVII, «La ruptura del concepto Monarchia Universalis y la búsqueda de un equilibrio político», el sistema post westfaliano que afecta en su ideal de equilibrio tanto al orden interno de las monarquías y su reconfiguración como a la creación de los cimientos del moderno sistema internacional de estados. Los seis últimos capítulos constituyen un bloque marcado por la crisis del Antiguo Régimen, un término empleado para significar un nuevo modelo de sociedad, la sustitución del «sistema cortesano» por el paradigma del «Estado nacional». Lo que se sitúa entre los años 1735 y 1820 en que concluye esta «Historia Moderna».

La Doncella de Orleans: un nuevo enfoque

La historia de Juana de Arco se ha contado infinidad de veces, muchas de ellas de forma incompleta, sectaria, dando pábulo a leyendas y rumores frente a las fuentes históricas o con una marcada falta de sentido crítico, principalmente entre aquellos que pretendían restituir su figura y reconvertirla en «santa», los mismos que no titubearon a la hora de quemarla en la hoguera por «hereje». Un nuevo trabajo de la medievalista británica Helen Castor, que publica Ático de los Libros, clarifica su figura a nivel historiográfico como nunca antes.

Óscar Herradón ©

Y aunque hay notables y exhaustivos trabajos sobre su esquiva figura, muchos ya han quedado algo anticuados y sobrepasados por el hallazgo de nuevas fuentes documentales. En ese sentido, el libro sobre la vida y época de la Doncella de Orleans que firma la medievalista británica Helen Castor y que acaba de publicar en castellano en una fabulosa edición Ático de los Libros, puede que sea la biografía definitiva, al menos de nuestro tiempo, sobre Juana, un análisis riguroso, crítico, sobre su auge, caída en desgracia y rehabilitación posterior. Acompañado además del estilo dinámico y de gran tensión narrativa que caracteriza a la autora, responsable de otro título emblemático que en 2020 publicó también Ático de los Libros: Lobas. Las vidas de cuatro grandes reinas medievales y origen de una serie documental.

Y lo más importante de la monografía: que Castor desvela la verdad tras el mito que viste desde hace siglos la figura de la Doncella de Orleans, un mito largamente labrado y reimpulsado durante el Romanticismo. La medievalista se ha sumergido durante años en el personaje histórico y en la sociedad que lo vio nacer para atravesar su leyenda y centrarse en su figura sin aditamentos. El resultado es una obra que aporta sorprendentes revelaciones sobre Juana de Arco, entre otras, que ni fue una combatiente letal ni tuvo una extensa carrera militar (su edad y su apresamiento fueron probablemente las culpables) más allá de los grandes logros del levantamiento del sitio de Orleans y la importante victoria en la batalla de Patay que harían posible la coronación de Carlos el Bien Servido.

Coronación de Carlos VII.

Carlos VII de Francia era un rey supersticioso, fruto de una época de fuertes contrastes, y en 1429 creyó a Juana sin dudar cuando ésta le recitó la oración que el monarca decía diariamente (¿pudo alguien del estrecho círculo del mandatario filtrar dicha información previamente a la joven?). No debemos olvidar que la política (vestida de fe y devoción) lo impregnaba todo, también su trágico final. Pero el otrora delfín francés también era un personaje crédulo y de temperamento endeble, así que cuando apresaron a su mayor valedora no dio ningún paso «oficial» por rescatarla –a pesar de los intentos de sus hombres por liberarla– y puso sus esperanzas en otro salvador de corte místico, igualmente de extracción humilde, un joven pastor al que los ingleses no tardaron en capturar, como a Juana, y al que ahogaron en el Sena.

Carlos VII

Puesto que estaba en juego la santidad de su causa y también la hegemonía de la Iglesia, en la que ningún soberano se podía inmiscuir (lo haría un siglo más tarde el monarca inglés Enrique VIII, provocando nada menos que el cisma de Inglaterra), Carlos VII no la apoyaría en su juicio, a pesar de los intentos de sus hombres de liberarla, entre ellos el mariscal de Francia, Gilles de Rais.

De la gloria militar al calabozo

Jean de Ligny

Jeannette Darc fue capturada el 23 de mayo de 1430, cuando intentaba levantar el sitio de Compiègne, una ciudad sometida por el bastardo de Vendôme, un caballero al servicio de Jean de Ligny (Juan II de Luxemburgo-Ligny). Tres días después de su captura, el fraile Martin Billorin, inquisidor general de Francia, pidió que se le aplicase a Juana la jurisdicción inquisitorial por ser «persona sospechosa de diversos errores que huelen a herejía». Su destino estaba echado: el 14 de julio, Pierre Cauchon, obispo de Beauvais y a la sazón un francés renegado que trabajaba para los ingleses, reclamó para la doncella la jurisdicción episcopal para juzgarla como «sospechosa de hechicería y de invocar demonios». Encerrada en Ruan, el ejército francés intentó liberarla en reiteradas ocasiones sin éxito.

Juana de Arco (1903) por Albert Lynch (Fuente: Wikipedia. Free License).
Pierre Cauchon

En un sombrío calabozo permaneció más de un año antes de ser sometida al juicio de un tribunal eclesiástico. Beauvais nombró finalmente a un tribunal formado enteramente por clérigos leales a la causa inglesa (poniendo en evidencia, una vez más, que no eran los mandatos divinos sino los intereses creados de los hombres los que decidían) que la juzgó sin apenas pruebas desde el 21 de febrero de 1431; y la acusó, entre otras lindezas, de «herejía, abandono del hogar y travestismo», este último (al que recurrieron por su uso continuado de ropa de soldado y el pelo corto durante las campañas) se castigaba entonces con la pena capital. Según las prescripciones del Deuteronomio, una mujer no debía vestir con ropa de hombre ya que se trataba de «una abominación de Dios».

Ella misma explicó durante el proceso que se vestía así debido a la posibilidad muy real de que fuese violada al dormir y convivir con la soldadesca, todos hombres sometidos en ocasiones, en campaña, a largos periodos de abstinencia carnal. Afirmaba que aquellos ropajes eran mucho más difíciles de arrancar que las vestimentas de mujer. Y no estaba desencaminada: con los años se supo también que precisamente en la prisión de Ruan la joven sufriría varios intentos de violación de varios guardias e incluso de un noble que acudió a visitarla. Espeluznante.

Juana de Arco (1879), por Jules Bastien-Lepage.

Lo más increíble, según evidencia Castor en su relato, es comprender cómo en una sociedad tan supersticiosa, temerosa de Dios y dominada sin contemplaciones por el patriarcado, donde las mujeres (y más de las capas sociales más bajas) apenas tenían voz, se escucharon las prerrogativas de Juana de Arco hasta el punto de convertirla en líder de las tropas que luchaban contra los ingleses en aquel tiempo de sangre y fuego. El juicio al que la sometieron ingleses y borgoñones tuvo un carácter claramente político destinado a desacreditar sus logros (y por ende los del propio delfín coronado como Carlos VII en Reims), incidiendo en que, si se trataba de una «bruja», el soberano debía su corona, por tanto, a la brujería.

Una joven completamente sola, sin una gran instrucción, que además no contó con defensa alguna en un juicio claramente ilegal (del que me ocuparé más detalladamente en un próximo post) que pretendía servir de escarmiento a los enemigos de los ingleses. Todo se arregló como una gigantesca farsa sin posibilidad de exculpación alguna y acabaría con su veredicto de culpabilidad y su quema en la hoguera el 30 de mayo de 1431 en Ruan, con tan solo 19 años.

Un enfoque novedoso

Castor no sigue al pie de la letra, ni mucho menos, los cánones biográficos, sino que intenta (y lo consigue) reconstruir minuciosamente la Francia en la que le tocó vivir a Juana y los pasos rigurosamente históricos que siguió esta sorprendente mujer del medievo (siempre que ha sido posible). Castor, especializada en la Inglaterra medieval, profesora y miembro del Sidney Sussex College de la Universidad de Cambridge, así como miembro de la Real Sociedad de Literatura, revive la corta pero intensa vida de esta mujer extraordinaria que contravino las normas sociales de su época a partir del relato de testigos contemporáneos, enemigos y compañeros de armas. También sobre la ingente documentación existente sobre su causa: cartas, crónicas, poemas, tratados, libros de cuentas y las actas de su juicio por herejía en 1431 y las del llamado «juicio de anulación» que los franceses celebraron un cuarto de siglo después para rehabilitar su memoria.

Actas del juicio de anulación.

No obstante, la británica no se circunscribe en exclusiva a la documentación escrita y escarba entre líneas, buscando contradicciones y distorsiones entre los testimonios para traernos a la Juana de Arco más cercana posible a la realidad histórica. Algo que evoca una quimera, como la propia autora señala al final de tan exuberante monografía: «Juana todavía espera a ser descubierta. Si leemos los documentos excepcionales que dejan constancia de una vida totalmente extraordinaria con el conocimiento de cómo llegaron a redactarse, nos sumergimos en su mundo, un universo refinado, brutal y de una incertidumbre terrorífica en el que nada es seguro salvo la fuerza suprema de la voluntad de Dios; y entonces, tal vez, podemos comenzar a comprender a Juana: lo que creía que estaba haciendo; por qué quienes la rodeaban reaccionaron como lo hicieron; cómo aprovechó ella la oportunidad, con un resultado milagroso, y qué ocurrió, al final, cuando los milagros dejaron de producirse».

Las voces del arcángel Miguel, santa Catalina y santa Margarita encomendaron a Juana la noble misión divina de ayudar al delfín, hijo de Carlos «el Loco», a hacerse con la corona francesa en el marco de la mal llamada Guerra de los Cien Años (que en realidad duró 116), devolver al enemigo inglés al mar y derrotar a los traidores borgoñones, pero no le advirtieron del trágico destino que le esperaba en el tribunal de los hombres, más implacable que el celestial, por partir de su Domrémy natal a empuñar las armas por una causa que finalmente no se demostraría tan noble (al margen de ella).

Portada del libro Lobas, de Helen Castor (Ático de los Libros 2020).

Juana de Arco fue un nombre tomado del primer apellido de su padre y que ella nunca utilizó: se refería a sí misma como «Jeanne la Pucelle» (Juana la Doncella), para enfatizar su carácter de sierva elegida por Dios y su proximidad a la Virgen. En palabras de Castor, que desmitifica muchos de los lugares comunes atribuidos al personaje, Juana «es una gran estrella en el firmamento de la historia».

He aquí el enlace para adquirir este portentoso título:

Gilles de Rais. El mariscal del Diablo (parte II)

Quien se convertiría en uno de los asesinos en serie más atroces de la historia bajo el sobrenombre de «Barbazul», nació en la Torre Negra del castillo de Champtocé, en Bretaña, o quizá en el castillo de Machecoul, el año 1404. Era el heredero de una de las más importantes familias de Francia, dueña de grandes extensiones de tierras e innumerables títulos nobiliarios. Feroz guerrero, luchó mano a mano con la Doncella de Orleans, Juana de Arco, en varias batallas de la Guerra de los Cien Años y gracias a su posición privilegiada, se convertiría nada menos que en Mariscal de Francia. Hasta que sembró los campos galos con sangre de innumerables víctimas.

Óscar Herradón ©

Gilles de Rais, por Valentin Foulquier (1862) (Fuente: Wikipedia)

Tras la ejecución de Juana, el 30 de mayo de 1431, Gilles de Rais se retiró a sus dominios y se entregó a una orgía de sangre que no tuvo parangón hasta su muerte. El 15 de noviembre de 1432 falleció su abuelo, la única persona capaz de controlar sus impulsos homicidas –aunque en cierta forma, el responsable también de impulsarlos–. A partir de entonces el mariscal se entregó por completo a sus depravados deseos.

Aunque en el posterior juicio contra su persona se descubriría que Gilles había cometido ya varios crímenes con anterioridad a 1431, fue tras aquella fatídica fecha cuando dio rienda suelta a su sadismo. Rodeado de una camarilla de fieles –y quizá atemorizados– servidores, se dedicó por entero a raptar a niños y niñas de corta edad –de entre 8 y 12 años normalmente– a los que vejó y arrebató la vida de forma salvaje. Fieles al señor de Laval fueron sus primos Roger de Bricqueville –su ayudante más fiel– y Gilles de Sillé, quien asumió en un comienzo el secuestro de los infantes que servirían para los denigrantes festejos de su amo. En un segundo grupo se encontraban Henriet Griart y Étienne Corillaut –Poitou–, que habían entrado al servicio de Gilles como criados cuando aún era un adolescente, y la siniestra Perrine Martin, alias «La Meffraye» –así se conocía entre el pueblo a esta proveedora de carne en alusión al nombre de un ave de presa–, una despiadada mujer que secuestró a no pocos inocentes para obtener el favor de su señor.

Durante aquellos años de penumbra, el señor De Rais dilapidó su fortuna en constantes festejos y orgías que nada tenían que envidiar a las de sus emulados emperadores romanos. En 1434, como homenaje a su inolvidable Doncella de Orleans, realizó el montaje teatral más espectacular que había contemplado Europa hasta entonces: El misterio del sitio de Orleans, que se estrenó en dicha ciudad en primavera de 1435. Fue el último gesto honorable de su vida.

Juana de Arco en armadura ante Orleans, de Jules Èugene Lenepveu (Fuente: Wikipedia)

Gilles cometió la mayoría de sus crímenes en los castillos de Tiffauges, Champtocé –donde comenzó su carrera criminal–, Machecoul y en la casa de la Suze, en Nantes, entre 1432 y 1437. Se estima que a lo largo de una década desaparecieron en la región dominada por el varón de Laval alrededor de mil niños y niñas, de los que una buena parte, sin duda, fueron víctimas del todopoderoso mariscal y sus secuaces. No existen cifras exactas sobre el número de crímenes que cometió, aunque en el sumario del juicio contra su persona se contabilizaron unos 200 crímenes. Parece ser que su primera víctima –si exceptuamos a Antoine– fue un aprendiz de curtidor de 12 años, que fue engañado por Guillaume de Sillé.

El grupo de lacayos raptaba a los niños unas veces con engaños a sus padres –entrar a servir a un gran señor en tiempos de guerra y hambruna era un privilegio–, y otras simplemente haciendo uso de la fuerza. Una vez en el castillo, los criados vestían al pequeño con ropajes de lujo, prometiéndole todo tipo de regalos si se portaba bien, invitándole a un banquete y dándole de beber, según recogen las actas judiciales, vino con especias. Gilles se excitaba viendo cómo sus sirvientes abusaban sexualmente del pequeño o pequeña, y frotaba posteriormente su sexo contra ellos, hasta acabar violándolos. Cuando los desdichados gimoteaban o chillaban el mariscal ordenaba colgarlos del cuello, para acallarlos y violarlos, una vez más, en esta terrible postura. A continuación solía rajar su vientre y eyacular, excitado únicamente ante la visión de sus vísceras en el suelo de la estancia. En otras ocasiones, se sentaba sobre el pecho de los inocentes muchachos tras cortarles el cuello, para disfrutar de su agonía mientras se desangraban. Tan solo la visión de su indescriptible sufrimiento, el pánico de sus miradas, la sangre y finalmente la ausencia de vida lograban excitar al despiadado mariscal, también necrófilo.

Después de realizar su brutal carnicería, Gilles ordenaba a sus sirvientes que metieran los cadáveres en sacos e hicieran desaparecer los restos. Montones de cráneos y huesos se amontonaban en los calabozos de sus propiedades en medio de un olor pestilente solo comparable al del castillo de Csejte, donde la siniestra condesa húngara Elizabeth Bathory, un siglo después, se entregaría a una carnicería igual o más brutal que la del egregio francés.

Satanismo y experimentos alquímicos

La orgía de sangre adquirió tintes satánicos cuando Gilles hizo venir de Florencia en 1437 a un alquimista a instancias del corrupto sacerdote Eustache Blanchet, quien probablemente desconocía los crímenes del mariscal. El iniciado era un joven de 22 años, de nombre Francesco Prelati, quien convenció a De Rais de la necesidad de realizar experimentos alquímicos para obtener la tan ansiada transmutación de los metales que devolviera la riqueza perdida al señor de Laval, construyendo laboratorios dedicados expresamente a ello en sus dependencias. Fue entonces cuando entró en juego un demonio de nombre Barron quien, según Prelati, le otorgaría un gran poder si realizaba sacrificios en su nombre –algo que el italiano desmentiría en el proceso–. Al parecer lo habían invocado en el gran salón del castillo de Tiffauges, dibujando un gran círculo de cinco puntas en el suelo y reproduciendo conjuros recogidos en un gran volumen con páginas escritas en rojo. Fue entonces cuando Gilles realizó el obligado «pacto con el Diablo» que le otorgaría el poder absoluto. No fue la única vez que De Rais bailó a los compases del Maligno, pues en una ocasión Blanchet le había presentado a un nigromante, de nombre Rivière que, armado con un escudo y una espada, llevó al grupo a un claro del bosque con intención de «ir en busca de Satán». Fue una estratagema por la que el antaño glorioso militar perdió una suculenta cantidad de dinero.

Castillo de Tiffauges (Fuente: Wikipedia)

Al parecer, en la ceremonia orquestada por Prelati, el demoníaco Barron no hizo acto de presencia, aunque una terrible tormenta se abatió sobre Tiffauges; el mago italiano le dijo entonces al mariscal, quizá ignorando sus terribles crímenes, que debía ofrecerle al escurridizo ser el corazón, los ojos y los órganos sexuales de un niño. Ni harto ni perezoso el señor de Laval así lo hizo. A la brutalidad de sus asesinatos seguían periodos de doloroso arrepentimiento, donde Gilles simulaba hacer actos de auténtica contricción cristiana, que le llevaron incluso a fundar, en un ejercicio de cinismo sin límites, una residencia de acogida para niños huérfanos en sus dominios al que dio el nombre de «Los Santos Inocentes». Inocentes a los que no dudaba en masacrar cuando caía la noche, haciéndoles padecer lo indecible…

Mientras tanto, Gilles perdía cada vez más propiedades, que compraba el duque de Bretaña, y tanto su hermano René como su esposa e hija, a las que no veía desde hacía años, hicieron un llamamiento incluso al rey para que le impidiese derrochar en su totalidad la hacienda familiar. Nada podía hacer el varón por salvar su alma, ni sus riquezas.

Juicio, arrepentimiento y derrota

Debido a su relevancia en el seno de la alta nobleza francesa, Gilles de Rais pudo disfrutar durante años de impunidad para cometer sus atrocidades, pero una carrera criminal de tal envergadura no podía sino acabar despertando, algún día, las sospechas de las autoridades, como así sucedió. El obispo de Nantes, Jean de Malestroit, comenzó a recopilar múltiples testimonios y denuncias sobre las actividades del mariscal, extrañado por las desapariciones de tantos y tantos jóvenes. Nuestro siniestro protagonista cometió un error fatal cuando, completamente alcoholizado y arruinado, se enfrentó a Guillaume Le Ferron, al servicio del duque de Bretaña, osando incluso encerrar al hermano de éste, Jean, que era sacerdote, en su pestilente castillo. Había cometido un delito civil y otro eclesiástico, y fue la oportunidad de Malestroit de detenerle y llevarlo a juicio. Pero Gilles llegó más allá, encerrando al sargento mayor de Bretaña, Jean Rousseau, cuando fue en calidad de mensajero del duque Juan V para prenderle. Finalmente, Gilles optó por soltar a los prisioneros, pero Juan V ordenó a su canciller, Pierre de l’Hospital, que continuara con las pesquisas iniciadas por el obispo de Nantes.

Jean de Malestroit, obispo de Nantes

Más inteligentes que su señor, cuando se supieron en peligro, los primos del mariscal, Roger y Sillé, decidieron huir, sin que se volviera a saber nada más de ellos. Mientras tanto, De Rais se entregó de forma compulsiva a la bebida, mostrando síntomas de una demencia que no tardaría en causar estragos en su mente ya de por si atrofiada. Confirmadas las sospechas, el 13 de septiembre de 1440 una compañía de soldados enviada por el duque de Bretaña, al mando del capitán Jean l’Abbé y del delegado episcopal Robin Guillaument, se personó ante el castillo de Tiffauges para apresar a De Rais, acusado de triple delito de asesinato, hechicería y sodomía. Su suerte estaba echada.

Primero se desarrolló el proceso eclesiástico, cuyo tribunal estaba presidido por el obispo de Nantes. Gilles compareció ante los jueces el 19 de septiembre de 1440 y la acusación formal contra él se componía de cuarenta y nueve actas redactadas por el fiscal público Guillaume Chapeillon, licenciado en Derecho por la Universidad de la Sorbona. Tras declarar los imputados, Perrine Martin –quien se suicidó antes de subir al cadalso–, Griart y Poitou, donde confesaron las terribles atrocidades cometidas con los infantes, le llegó el turno al terrible «mariscal del infierno». En un principio se negó a confesar, pero tras ser excomulgado –algo que le atormentaba sobremanera– decidió confesar de sus horrendos crímenes. Tras el proceso eclesiástico vendría el civil; De Rais fue condenado a morir en la horca, no sin antes ser acogido de nuevo en la Iglesia católica, debido a su «sincero» arrepentimiento. Es la ventaja que tiene el Sacramento de la penitencia. Henriet y Poitou, por su parte, corrieron la misma suerte que su señor, pero mientras éste pudo ser enterrado en suelo cristiano, en el monasterio del Carmelo en Nantes, las cenizas de estos dos últimos fueron arrojados al río Loira. Eustache Blanchet fue desterrado y obligado a pagar una multa de trescientas coronas de oro, mientras que a Francesco Prelati se le condenó a cadena perpetua en una cárcel eclesiástica y a someterse a severos castigos físicos, además de ser alimentado únicamente con pan y agua.

Proces de Gilles de Rais en presencia del obispo de Nantes

Como ejemplo de la locura homicida de Gilles de Rais, quedaron para la historia de la infamia las palabras de su secuaz Henriet Griart: «Algunas veces el Sire de Rais cortaba las cabezas de sus víctimas, otras veces cortaba las gargantas, otras veces los descuartizaba, otras les quebraba el cuello con un palo que torcía en forma de bufanda. Mi señor de Rais decía que sentía más placer al asesinar a esos niños, al ver sus cabezas y miembros separados de sus cuerpos y al verlos morir y ver correr su sangre que al trabar conocimiento carnal con ellos. Mi señor experimentaba a menudo placer mirando las cabezas que se habían separado de los cuerpos y alzándolas en sus manos para que yo o Poitou las viéramos […]. A continuación besaba la cabeza que a él le gustaba más y esto parecía proporcionarle un inmenso placer».

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

BATAILLE, George: El verdadero Barbazul. La tragedia de Gilles de Rais. Tusquets, 2000.

CEBRIÁN, Juan Antonio: El Mariscal de las Tinieblas. La verdadera historia de Barbazul. Temas de Hoy, 2005.

HEERS, Jacques: Gilles de Rais. La verdadera historia de «Barbazul» Antonio Machado Libros (Papeles del Tiempo), 2017.