Norsk-Hydro: la batalla del agua pesada (II)

En un post anterior vimos cómo los nazis llevaron a cabo la investigación nuclear en búnkeres secretos bajo tierra que tardaron setenta años en ver la luz. Pero el proceso de obtención de la energía atómica sería diferente al llevado a cabo por los aliados. Un elemento fundamental era el agua pesada. Y neutralizar su uso fue uno de los objetivos de los comandos especiales enviados para sabotear el programa atómico del Reich. El libro «La Brigada de los Bastardos» (Ariel, 2021), del brillante divulgador estadounidense Sam Kean, recupera ésta y otras acciones casi suicidas llevadas a cabo por grupos de la Resistencia financiados por Londres y Washington.

A pesar del fracaso y el amplio coste en vidas humanas, en la central londinense del SOE no se dieron por vencidos y, ante la insistencia de Churchill, se decidió formar un nuevo comando. El coronel John Skinner «Belge» Wilson, quien al comienzo de la guerra dirigía el centro de entrenamiento del SOE en Norgeby House –y fuera jefe de Policía en Calcula, además de estar al mando de los boy-scouts ingleses–, fue puesto al frente de la sección noruega del organismo y se ocupó de instruir a un grupo de seis jóvenes agentes noruegos en técnicas de sabotaje para llevar a cabo un nuevo intento de destruir la fábrica de agua pesada.

Ronnenberg

Al frente de la nueva operación fue designado el joven de 23 años Joachim Ronneberg (quien moriría en 2018, a los 99 años), también en nómina del SOE, organismo conocido por los alemanes despectivamente, aunque no sin fundamento, como la «Escuela de Bandolerismo Internacional». El propio Ronneberg escogió a otros cinco hombres que, con los cuatro de avanzadilla que ya se encontraban en la zona de Hardangervidda, completarían el equipo, entre ellos Knut Haukelid, un neoyorquino cuyos progenitores eran también noruegos.

Operación Gunnerside

Los seis agentes fueron trasladados a una escuela de adiestramiento especial del SOE que había sido desalojada al completo porque era necesario construir en ella un modelo a escala de cada una de las 18 celdas de alta concentración de agua pesada que se hallaban en la Norsk-Hydro, pues era de suma importancia que los saboteadores pudieran identificar correctamente la maquinaria objeto de su ataque. Una vez terminada, Ronneberg y sus hombres practicaron sin cesar la forma de colocar, incluso en la oscuridad, explosivos simulados, familiarizándose con la planta hidroeléctrica.

Miembros de la Operación Gunnerside del SOE

Mientras tanto, llegaba a Londres con su valiosa información bajo el brazo el citado doctor Brun. El nuevo comando dispondría, pues, de importantes planos de la planta facilitados por éste y Tronstad que sirvieron para reconstruir a escala natural las partes más importantes de la instalación, entre ellas, como apunta Janus Piekalkiewicz en su libro de cabecera Espías, agentes y soldados, «las secciones de concentrado y embotellamientos», por lo que los oficiales aprendieron a situar las cargas explosivas con rapidez y de forma segura, incluso en la oscuridad si fuera necesario. 

Acceder a la fábrica no era lo que se dice sencillo; únicamente existían dos vías de acceso: a través de un puente suspendido sobre un barranco de 50 metros de profundidad, que estaba custodiado por dos centinelas, y a través de una línea férrea. Optaron por la segunda de las opciones, pero para llegar hasta las vías, los agentes del SOE debían descender el barranco hasta el río Maan y después escalar la pared contraria. A pesar de que se habían endurecido las medidas de seguridad tras el fracaso de la Operación Freshman, los alemanes, convencidos de que los aliados no intentarían un sabotaje en invierno, relajaron la protección de la factoría. Una vez que acababa la vía, se llegaba a unos cobertizos, ya en terrenos de la Norsk-Hydro y el acceso a éstos solamente estaba bloqueado por un sencilla puerta de alambre provista de un candado y una cadena. Lo más difícil sería escalar y después hacer rappel, pero, como el grupo Swallow, los seis nuevos agentes eran expertos montañeros.

El equipo de apoyo

Haugland

Mientras tanto, en la cabaña reconvertida en centro de transmisiones, el operador Knut Haugland, que al igual que sus compañeros no había dejado de trabajar en la misión a pesar de la tragedia de los planeadores, recibía noticias de Londres, a la vez que un ingeniero que actuaba como su enlace en la fábrica les facilitaba datos sobre la manipulación del agua pesada y qué tipo de medidas de seguridad habían adoptado los alemanes, además del emplazamiento de las baterías antiaéreas y los campos de minas.

Para no poner sobre alerta a los nazis, que podían tener interceptadas las líneas, hasta el último momento no se informó a los agentes que partían de Londres del lugar exacto del aterrizaje. Se les entregó, junto al equipo, una píldora de cianuro, por si acaso debían tomar la salida rápida. La noche del 16 de febrero de 1943, un bombardero Halifax trasladó a los seis oficiales noruegos, que saltaron en paracaídas sobre la meseta de Hardangervidda. Tras varios días de búsqueda en medio de una condiciones climáticas muy adversas, se unieron al grupo de avanzadilla y todos se ocultaron a unos tres kilómetros de Rjukan, en otra cabaña abandonada, donde perfilaron los últimos detalles de la misión de sabotaje.

Poniendo en práctica lo que tantas veces habían ensayado en la escuela del SOE en Inglaterra, procedieron a llevar a cabo la misión en la fábrica de Norsk-Hydro. Tras retener a un trabajador noruego en la factoría, colocaron las cargas explosivas en las cámaras de electrólisis de agua pesada, abandonando en el lugar, de forma deliberada, un subfusil británico para dejar claro que se había planificado en plan en Londres y que los nazis no tomaran represalias contra la población civil. No querían que sucediera lo mismo que en Praga tras el atentado y posterior muerte del implacable Reinhard Heydrich.

Josef Terboven

Poco después de que los saboteadores huyeran, las cargas comenzaron a detonar. Al día siguiente se produjo en Rjukan una reunión de urgencia entre el comisario del Reich en la zona, Josef Terboven, y el jefe de las SS y de la policía de ocupación en Noruega, Wilhelm Rediess, que ordenaron la detención de medio centenar de personas en calidad de rehenes. Sin embargo, pocas horas después el general de la Wehrmacht, Nikolaus von Falkenhorst, célebre por ejecutar la Operación Weserübung –nombre en clave del asalto alemán sobre Dinamarca y Noruega– ordenó poner en libertad a los prisioneros, alegando que se trataba de una operación de índole militar, ajena a la población civil, aún a sabiendas de que la Resistencia local debía estar de una u otra forma involucrada en el acto de sabotaje. Sin duda, sabía que una represalia sobre los habitantes del lugar tan solo serviría para aumentar la tensión en un país donde los grupos opositores eran muy activos ante la ocupación alemana.

Nikolaus von Falkenhorst

Aún así, Von Falkenhorst decidió peinar la meseta de Handargevidda con unos 3.000 hombres en busca del grupo de comandos británico que creían se encontraba oculto. Quemaron las cabañas y los refugios pero no los encontraron. Seis de los diez hombres del comando que llevó a cabo la Operación Gunnerside ya habían conseguido huir a Inglaterra vía Suecia, tras haber recorrido 300 kilómetros en apenas dos semanas, mientras otros cuatro, comandados por Haukelid, permanecieron en el país para continuar al servicio de la Resistencia.

Última misión en el lago Tinn

La zona de la fábrica donde se producía el agua pesada sufrió grandes daños, pero ello no impidió que apenas seis meses después la planta de Vermok ya estuviera reparada y el agua pesada volviera a producirse. Enterado de ello Churchill, para detener la carrera atómica nazi esta vez hizo oídos sordos a las reticencias de los noruegos y dio luz verde al bombardeo de la planta. Sería la Fuerza Aérea Norteamericana, con sus Fortalezas Volantes B-17, las que lanzarían más de setecientas bombas sobre la planta de Norsk-Hydro el 16 de noviembre de 1943, con la lamentable pérdida de la vida de veinte civiles noruegos.

Haukelid

Debido a los daños causados en la fábrica, los alemanes decidieron trasladar las reservas de agua pesada que aún poseían hasta Alemania: nada menos que 39 barriles que contenían catorce toneladas del preciado líquido. En cuanto tuvo conocimiento de ello, Einar Skinnarland informó a Londres. Fue de nuevo Winston Churchill quien dio la orden a la Ejecutiva de Operaciones Especiales para que se tomaran medidas drástica para acabar con aquel cargamento. Sería Knut Haukelid quien recibiría el encargo de llevar a cabo la nueva misión.

Sabedores de que podían ser objeto de un nuevo sabotaje, los nazis blindaron el tren que debía transportar los barriles hasta Alemania con un centenar de centinelas. Sin embargo, en un punto del trayecto, concretamente donde se situaba el lago Tinn, la vía férrea se cortaba y los barriles debían ser trasladados a bordo de un transbordador ferroviario que realizaba un trayecto de unos treinta kilómetros sobre el agua entre las localidades de Mael y Tinnoset.

El plan era hundir el ferri, concretamente el SF Hydro. Debido a que el lago Tinn, uno de los más grandes de Noruega, alcanzaba una profundidad de hasta cuatrocientos sesenta metros, los alemanes no podrían recuperar los barriles de su fondo. Era, no obstante, una misión muy arriesgada que conllevaba, a su vez, la pérdida de vidas civiles como graves «daños colaterales» de la guerra secreta. No obstante, gracias a varios empleados de la Norsk-Hydro que trabajaban en secreto para la Resistencia, se pudo retrasar la salida del ferri un día, del 19 de febrero, sábado, al 20, domingo, el día de la semana que la cantidad de pasajeros era menor.

SF Hydro

La madrugada del día 20 de febrero de 1944, Haukelid y otros tres saboteadores penetraron en el HMS Hydro y colocaron ocho kilos y medio de explosivo en la sentina del ferri. A las 10.30 horas de la mañana la carga hizo explosión y al cabo de unas horas la embarcación descansaba en el fondo del lago Tinn. Habían muerto catorce civiles, entre tripulantes y pasajeros, pero gran parte del cargamento de agua pesada destinado al esfuerzo nuclear del Tercer Reich quedó inservible.

En 1965, Anthony Mann dirigía la cinta Los héroes de Telemark, protagonizada por Kirk Douglas, una versión con algunas inexactitudes históricas como la mayoría de películas gestadas por Hollywood, aunque de buena factura y muy entretenida. Tuvieron que pasar cinco décadas hasta que se recuperaran los primeros restos de aquel naufragio que puso punto y final a la Operación Gunnerside, que pasaría a la historia como «la Batalla del Agua Pesada».

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Este episodio se recoge, junto a muchos otros vinculados al trabajo de sabotaje de los aliados para frenar el proyecto atómico nazi, en el vibrante ensayo La Brigada de los Bastardos. La apasionante historia de los científicos y espías que sabotearon la bomba atómica nazi, publicado recientemente por Crítica. En realidad, la «batalla del agua pesada» fue uno más (aunque relevante) de los episodios que se encuadraron en un plan mucho más ambicioso que partió de reuniones secretas en Washington y que fructificó gracias a la estrecha colaboración entre los servicios secretos estadounidenses y los británicos.

Mientras se planificaba de forma reservada el Proyecto Manhattan en Los Álamos, la Oficina de Servicios Estratégicos –OSS, antecesora de la CIA–, ideó un plan secreto que recibió el nombre de Operación Alsos. En griego dicha palabra significa «arboleda», equivalente en inglés a «grove», en alusión al jefe de la operación, el general Leslie R. Groves, director general del Distrito Mahattan de Ingeniería (popularmente conocido como Proyecto Manhattan).

Su objetivo era rastrear y entorpecer las investigaciones sobre energía nuclear llevadas a cabo por los potencias del Eje, principalmente el Tercer Reich. El corazón de la misión Alsos estaba conformada por el grupo que da nombre al ensayo: la llamada «Brigada de los Bastardos», un grupo de soldados, científicos y agentes secretos que se infiltraron entre los físicos, químicos y militares alemanes para detener la amenaza más aterradora de la guerra: que Hitler dispusiera de una bomba nuclear.

El resultado fue, como hemos visto en esta entrada, un complot digno del mejor thriller, pero rigurosamente real, y documentado con mimo por el divulgador científico Sam Kean, con ese estilo claro, directo y en ocasiones cercano al humor que le caracteriza y que le ha hecho merecedor de una gran notoriedad y una legión de seguidores. Es colaborador de medios como The New Yorker, The Atlantic, The New York Times Magazine o Science, y ha publicado obras convertidas en auténticos bestseller como La cuchara menguante, El pulgar del violinista, El último aliento de César y Una historia insólita de la neurología, todos ellos publicados por la editorial Ariel.

Leslie R. Groves

Aquellos hombres de la «brigada» que bien pudieron inspirar a Quentin Tarantino para su película Malditos Bastardos, que arriesgaron sus vidas en pro de la libertad, orquestaron todo tipo de sabotajes, impulsaron el espionaje a una escala nunca antes vista y cometieron incluso asesinatos para frenar las aspiraciones del Führer. Entre ellos destacaron con luz propia el ex jugador de béisbol Moe Berg, el físico nuclear Samuel Goudsmit o el general Leslie R. Groves, pero hubo muchos más, y todos tienen su momento de gloria en estas páginas (prolongación en papel de su verdadera actuación en el curso de la HISTORIA con mayúsculas). Un relato vibrante y en ocasiones increíble (aunque sucedió) que podéis adquirir en el siguiente enlace:

https://www.planetadelibros.com/libro-la-brigada-de-los-bastardos/331525

Comandos y operaciones especiales en la II Guerra Mundial (Susaeta):

Y si lo que queremos es realizar un acercamiento, ameno a la vez que instructivo, al gran teatro de operaciones secretas y clandestinas que tuvieron lugar en aquella brutal conflagración, nada mejor que sumergirnos en las páginas, profusamente ilustradas a todo color y acompañadas de mapas y gráficos, de Comandos y operaciones especiales de la II Guerra Mundial, una joya gráfica editada por Susaeta Ediciones. Un recorrido vertiginoso por las unidades de comandos de ambos contendientes que, alcanzando un desarrollo y perfeccionamiento colosal, se desplegaron por desiertos, mares, selvas, acantilados, montañas y urbes asediadas como Stalingrado o Berlín…

Esta magnífica selección –pues fueron tantas que harían falta miles de páginas para detallar cada una de ellas– contempla operaciones famosas como la Operación Fortitude (que permitió el Desembarco de Normandía, el gran asalto a la Fortaleza Europa), o la Operación León Marino, que planeó la invasión –frustrada– de Gran Bretaña por la Wehrmacht, y otras menos conocidas, como la Operación Gleiwitz (una operación de falsa bandera que atribuyó a los polacos el ataque a la frontera alemana y justificó la invasión del país por los ejércitos de Hitler) pero que contribuyeron, algunas de manera decisiva, al resultado final de la mayor sangría conocida por el hombre contemporáneo.

He aquí el enlace para hacerse con este volumen:

https://www.editorialsusaeta.com/es/libros-de-guerra/11847-comandos-y-operaciones-especiales-en-la-ii-guerra-mundial-9788499284859.html

Espías atómicos: agentes soviéticos en el Proyecto Manhattan (II)

En un reciente reportaje en «Dentro del Pandemónium» hablábamos sobre la implacable vigilancia a la que durante décadas el FBI sometió a Albert Einstein. Pues bien, aunque la fijación de J. Edgar Hoover con la llamada «infiltración roja» rayaba en la paranoia, lo cierto es que no iba tan desencaminado. Y es que en el corazón mismo del ultrasecreto proyecto atómico estadounidense se infiltró el mismísimo Kremlin, cuyos altos cargos estuvieron informados de los avances con uranio enriquecido que se llevaron a cabo en la base no tan «blindada» de Los Álamos.

Según apunta en su magnífico libro Fred Jerome, Hoover y su oficina también se enfrentaban a las potenciales repercusiones del caso Fuchs: «Después de todo, el proyecto Manhattan había estado bajo vigilancia intensa y constante del FBI y el G-2. Las declaraciones oficiales de la Oficina insistían en que ésta había proporcionado a Scotland Yard informaciones vitales que permitieron detener a Fuchs»*.

En su confesión jurada, Fuchs también implicó a un contacto estadounidense anónimo. Para Hoover era una prioridad encontrarlo. Con los focos de los medios pendientes de su actuación y deseosos de historias de espías, el jefe de los federales movilizó equipos especiales de agentes por todo el país para que realizaran exhaustivas investigaciones. Pocos días después, la Agencia tenía una lista de más de 500 sospechosos, algunos basados en los papeles Venona. Entre los detenidos, hubo uno al que Hoover definiría como «el crimen del siglo», un químico de nombre Harry Gold.

La operación más secreta del mundo

Hoover aprovechó el caso Fuchs para renovar y reforzar su Oficina. Durante la semana que siguió a la detención del espía atómico en Londres, el jefe del FBI mantuvo tres reuniones con el subcomité de asignaciones del Senado estadounidense para pedir más financiación, en particular para la contratación de nuevos agentes, y convenció a éstos y a la prensa de que vendieran la historia de que solo él y los federales podrían proteger a EE UU, que ahora permanecía «bajo el asedio de los espías comunistas y la creciente amenaza roja». Unos días después, el Chicago Tribune publicaba: «Hoover dice a los senadores que hay 540.000 rojos en Estados Unidos. Al parecer, un senador dijo al tribunal que a la vista del peligro que suponían los espías, Hoover podía conseguir «prácticamente todo lo que quisiera». Así se aceleraba la máquina conspirativa del macartismo, alimentada por los titulares sobre casos de espionaje, que contribuyeron, según Jerome, al creciente número de soplos y pistas sobre «espías» que afluían a las oficinas federales a comienzos de 1950.

Harry Gold, alias «Raymond»

Incluso, aprovechando la fiebre anticomunista, Hoover intentó vincular el caso Fuchs con su eterno objetivo: Albert Einstein, aunque no sirvió de mucho, y el premio Nobel pasó a mejor vida el 18 de abril de 1955, mientras Fuchs y Gold permanecían en prisión. Durante la friolera de nueve largos años, Fuchs había pasado información sobre el desarrollo del proyecto atómico norteamericano a los científicos soviéticos sin pedir nada a cambio. Continuó espiando tras el lanzamiento de Fat Man sobre Hiroshima y desde el otoño de 1947 a mayo de 1949 dio a su oficial de enlace, Aleksandr Feliksov, el principal esbozo teórico para crear una bomba de hidrógeno y los bosquejos iniciales para su desarrollo, según el estado en que se encontraba el proyecto de colaboración entre Inglaterra y Estados Unidos en 1948 y suministró también los resultados de las pruebas de las bombas de plutonio y uranio realizadas en el atolón de Eniwetok. Parece que se encontró con Felíksov al menos en seis ocasiones.

Feliksov

Además, es muy probable que suministrara datos clave sobre la producción de Uranio 235, revelando que la producción en EE UU era de cien kilogramos de U-235 y 20 kg de plutonio por mes. Aunque no se puede afirmar de forma categórica, casi con seguridad con esos datos la URSS pudo calcular el número de bombas atómicas que poseía su principal enemigo durante la Guerra Fría, concluyendo –a pesar de la propaganda que incidía en lo contrario– que Norteamérica no estaba preparada para una guerra nuclear a finales de las década de 1940 e incluso a comienzos de la siguiente; algo que coincidía con los informes enviados por otro espía atómico, Donald Duart Maclean, desde Washington.

Gracias a aquella privilegiada información robada, la URSS pudo saber que EE UU no tenía suficientes armas nucleares para afrontar el bloqueo de Berlín –en unos años en los que hasta el mismísimo Churchill se planteó declarar una guerra a los soviéticos*– y la victoria de los comunistas en China al mismo tiempo.

Valorando la información secreta

Maclean

A día de hoy continúa habiendo controversia entre los estudiosos acerca de la importancia de la información robada y filtrada por Fuchs a sus superiores en Moscú. Mientras que el físico Hans Bethe, director de la división técnica del Proyecto Manhattan, y quien le conocía bien, llegaría a decir que el alemán fue el único físico que conoció que realmente cambió la historia, físicos soviéticos declararían más tarde que los diseños iniciales propuestos por Fuchs y Edward Teller eran inútiles. Además, se ha insistido en la poca importancia que dio a tal filtración el director administrativo del proyecto soviético, Lavrenti Beria, responsable de leer la correspondencia de Fuchs y dársela a terceros para su verificación. Beria desconfiaba de la información facilitada por científicos, y más extranjeros, y parece –como es lícito– que tampoco comprendía muy bien el contenido de dichos informes, por lo que quizá no tuvo un impacto sustancial sobre los planes atómicos soviéticos. La duda sigue en el aire.

Por su parte, el también físico soviético German Goncharov, quien tenía, a diferencia de los norteamericanos, acceso a material confidencial sobre el caso, señaló en varios trabajos de archivo que si bien el trabajo inicial de Fuchs no ayudó a Estados Unidos en sus esfuerzos por lograr una bomba de hidrógeno, estaba mucho más cerca de la solución correcta final de lo que se reconoció en aquel tiempo, teniendo en cuenta que el mismo Kremlin, en una forma habitual de actuar en inteligencia, negó cualquier vínculo con la labor llevada a cabo por el físico alemán en Los Álamos. De hecho, para Goncharov, éste estimuló a los investigadores soviéticos para tratar problemas útiles que acabarían proporcionando una solución correcta y por ende la obtención de la bomba atómica por la URSS.

No obstante, la mayor parte del trabajo de Fuchs continúa siendo confidencial en Estados Unidos, y teniendo en cuenta la cerrazón habitual del gobierno ruso, no es ni mucho menos fácil para los historiadores determinar cuál fue la verdadera influencia de su labor como espía. Quizá haya que esperar aún varias décadas. De lo que no cabe duda es de que su epopeya fue una de las más apasionantes en el campo de la inteligencia del pasado siglo XX.

Fuchs permaneció en prisión nueve de los 14 años a los que había sido condenado por espionaje en un juicio que apenas duró 90 minutos y en el que se adujo que sufría «esquizofrenia calculada». Salió por buena conducta. Tras ello, vivió en la República Democrática Alemana, donde fue considerado un héroe por el régimen soviético, y allí pudo desarrollar distintos trabajos académicos, siendo condecorado con la Orden de Karl Marx y la Orden Patriótica del Mérito por sus hazañas. Murió en Berlín en 1988, llevándose, muy probablemente, numerosos secretos a la tumba, como tantos y tantos agentes que actuaron en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría.

PARA SABER UN POCO/MUCHO MÁS:

  • JEROME, Fred: El Expediente Einstein. El FBI contra el científico más famoso del siglo XX. Planeta, 2002.

Historia Secreta de la Bomba Atómica, de Peter Watson

Recientemente la Editorial Crítica publicaba un vibrante ensayo que nos viene que ni pintado al asunto que hemos tratado en este post: Historia secreta de la bomba atómica. Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba, del historiador y periodista británico Peter Watson.

Un autor que sabe de lo que habla como pocos, y es que Watson tiene una larga carrera en el campo del periodismo de investigación, siendo uno de los primeros espadas de este campo en Reino Unido en las últimas seis décadas. Fue editor de New Society y formó parte durante cuatro años del grupo de investigación «Insight» de The Sunday Times, un proyecto iniciado en 1963 y que entre otras importantes revelaciones en 1967 informó que el espía prófugo a la URSS Kim Philby, un turbio y apasionante asunto de espionaje que no tardaremos en abordar en el blog, era nada menos que el tercero de los llamados «Espías de Cambridge». A su equipo de investigación se debe también la investigación del «Caso Profumo (The Profumo affair)», un escándalo político sin precedentes en Reino Unido, la controversia sobre el fármaco Talidomida o la fabricación secreta de armas nucleares por el Estado de Israel.

Watson, además, ha sido corresponsal de The Times en Nueva York y ha escrito crónicas y opiniones para medios de tanto prestigio como The Observer, The New York Times o The Spectator. Autor de nada menos que trece libros, entre los que destacan Historia Intelectual del siglo XX (2004), La gran divergencia (2014), La Edad de la Nada (2014) o Convergencias. El orden subyacente en el corazón de la ciencia (2017), todos ellos publicados en castellano por Crítica. Es uno de los más agudos observadores de la historia social del siglo XX. Nadie mejor que él, pues, para hablarnos de lo que sucedió entre bambalinas en relación al proyecto atómico.

Con un pulso narrativo impagable, propio solo de los mejores, y un ritmo endiablado, cual si se tratara de un thriller, pero escrupulosamente verídico, y apoyado en una profusa documentación, mucha de ella inédita hasta el momento, el británico nos muestra cómo surgió, y cómo en un principio fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear. ¿Entonces, por qué prosperó? En la línea en la que venimos hablando sobre Los Álamos y los oscuros personajes que rodearon al proyecto, Watson nos revela cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder y que controlaban los pasillos de Washington, tomó por su cuenta la decisión de construir y emplear la bomba atómica, algo que, contrariamente a lo que se suele admitir, no era necesaria para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Y qué fin… Un ensayo controvertido que no solo desvela un pasado desconocido: ilumina un presente sujeto todavía a una amenaza nuclear latente. He aquí cómo adquirirlo:

https://www.planetadelibros.com/libro-historia-secreta-de-la-bomba-atomica/311813