En tiempos de pandemia y pánico –justificado, por supuesto, pero en parte sobredimensionado por los medios–, el mundo sigue sumido, al margen del Covid, en numerosos problemas que ahora parecer importar aún menos al primer mundo.
Y me declaro igual de culpable que la mayoría. En medio de una crisis sanitaria y económica sin parangón en el mundo occidental, hay millones de personas que continúan enfrentándose cada día a otro tipo de muerte, al exilio forzoso, a la tortura y a la miseria; problemas que el virus no ha hecho sino acrecentar en las latitudes más castigadas desde hace años, décadas, incluso siglos. Esos sitios donde no ha llegado ni la Wi-Fi, ni los teléfonos inteligentes, ni la PlayStation 4, en ocasiones ni el agua corriente ni la electricidad, en pleno siglo XXI.
Recordar –y por tanto concienciar y animar a la acción incluso en tiempos de adversidad global– es lo que pretenden algunos trabajos que, en forma de libros-testimonio, remueven conciencias y nos hacen salir de nuestra burbuja, en gran parte acomodada incluso en tiempos de ERES, ERTES, negocios con oscuro horizonte o colas del hambre en nuestros mismos barrios. Sí, sabemos que aquí en España y en muchos otros países desarrollados ni todo el mundo vive bien ni las oportunidades están a la vuelta de la esquina, y mucho menos ahora, cuando en el peor de los escenarios –aunque aún podría serlo más– el Banco de España prevé un paro del 22% para el año 2021. Vergonzante.
Pero, como digo, hay situaciones mucho más trágicas que no debemos olvidar a pesar del miedo que todos tenemos al colapso sanitario y a la crisis económica descontrolada. El reciente y trágico, doblemente –por ser, al parecer, intencionado– incendio del campo de refugiados de Moria, nombre de ecos Tolkianos pero cuyas marginales construcciones poco tenían que ver con el esplendor del reino subterráneo descrito por el maestro de la literatura fantástica, hace más acuciante aún poner de relieve el trágico destino de los migrantes. Un destino incierto que se oscurece aún más conforme el cambio climático, otro de los grandes problemas de nuestro presente e inminente futuro al que damos temerariamente de lado, aumenta a un ritmo vertiginoso.
La editorial independiente La Caja Books, que nos tiene acostumbrados a magníficas –y poco habituales– ediciones de ensayos que dan voz a esas personas que no suelen hablar en los mass-media, ha publicado recientemente Sínora: historias de frontera de Europa y de las personas que la habitan, del periodista gallego Andrés Mourenza. El término que da título al libro, sinora, es la forma en griego de la palabra «frontera», esos muros, a veces invisibles, que erigimos los «animales racionales» para separar y que en muchas ocasiones se convierten en sinónimo del desastre, y de la deshumanización. Un tema harto demonizado y puesto de relieve en los últimos años por ese gran muro que pretende construir –y que en gran parte ya está erigido, y con administraciones demócratas, de eso hablaré otro día–, el presidente más controvertido de los últimos años, el mediático Donald Trump.
Mourenza, como buen periodista de campo, viajó hasta un lugar que estremece, un sitio de paso reconvertido en fosa común, un lugar cuyas condiciones pueden extrapolarse a muchos otros enclaves de nuestro ingrato planeta. Y es que por muchas RRSS que nos bombardeen con información a cada segundo, no hay nada como el contacto directo para narrar la realidad de esos «otros mundos» que están en el nuestro aunque queramos taparlos.
Viajar a la otra orilla del Evros –donde un cementerio sin nombre plagado de muertos anónimos recuerda al viajero el drama de esta realidad silenciada de los que pretenden atravesar el mar para alcanzar la gloria eruopea–, cruzar el abismo de agua que separa Turquía de Grecia, es el sueño de miles de refugiados que huyen de la barbarie, de la guerra y la miseria.
Sínora es la crónica valiente de una odisea sin mitología, pero regada de monstruosidades; desde el confín de Europa con Oriente Medio, este libro nos trae una nueva lección de ese fértil cruce de caminos entre la literatura, el periodismo y la Historia. Periodismo del valiente, del bueno, en tiempos de fake-news, globalización informativa y RRSS cargadas de insultos baratos, reflexiones banas, intereses creados y superficialidad.
Urbicidio: destruyendo la memoria de los pueblos
Y si además queremos ahondar en lo que se ha dado en definir con el neologismo de «urbicidio» y que no es otra cosa que la destrucción del arte, las imágenes y los edificios, una «violencia contra la ciudad» acuñada en 1963 por el autor Michael Moorcok, la misma editorial nos ofrece otro potente ensayo –potente en el sentido de remover conciencias–: La destrucción de la memoria, publicado tiempo atrás, pero todavía disponible en su web. Escrito con garra y cierta mala leche por el periodista y consultor en patrimonio Robert Bevan, este libro es un tortazo a la cara de los intolerantes, de cualquier color e ideología, esos que todavía hablan de derribar monumentos y obras artísticas, también aquí, en nuestro país, y en este 2020 pandémico y alocado.
Un aterrador recorrido –mayor al saberse real– por toda una serie de guerras y conflictos en los que la aniquilación de símbolos e iconos arquitectónicos ha ejercido un papel capital, símbolo de la barbarie: Dresde, Vukovar, Guernika, Sarajevo, Tíbet, Mostar, Palmira… hasta el corazón del capitalismo occidental: las Torres Gemelas y el World Trade Center en un 2001 del que acaban de cumplirse 19 largos años. Un ensayo complejo y profundo que combina con maestría erudición y documentación con testimonios de primera mano obtenidos siguiendo el mejor reporterismo.
En sus páginas podemos asomarnos al genocidio armenio, pero también a una de las grandes tragedias que asoló el Viejo Continente no hace tantos años. No durante los tiempos salvajes de la Segunda Guerra Mundial o del telón de acero sino en los acomodados años 90, en pleno corazón de Europa, ante la impotencia y parálisis de los países «civilizados» más próximos, la inacción de la OTAN o la indiferencia más pura de las grandes potencias: la guerra de Yugoslavia, que dejó un reguero de sangre y muerte estremecedor y cuya destrucción también se cebó con los símbolos arquitectónicos de toda un territorio, como el puente de Mostar, volado durante la Guerra de Bosnia el 9 de noviembre de 1993.
No obstante, Bevan se remonta también a la antigüedad, y cómo la «destrucción de esa memoria» del otro, del enemigo, del diferente, ha sido una constante en la historia. Así, nos habla de las ciudades aztecas destruidas por Cortés –o las propias ciudades indígenas arrasadas previamente por los conquistados–, los babilonios que destruyeron el Templo de Salomón en Jerusalén o los destructores de grandes bibliotecas de la antigüedad.
Como escribió en su día el crítico George Bataille, los monumentos no solo simbolizan a un enemigo, son en sí mismos el enemigo. De ahí ese afán por la guerra cultural y la destrucción del patrimonio de distintas culturas. Un ensayo que ha sido definido por el diario británico The Independent así: «Su narrativa es cautivadora y convincente. Toda persona concienciada debería leer este libro y extraer sus propias lecciones».
En una próxima entrada hablaré de los controvertidos y por ello aún más necesarios títulos que la editorial ha dedicado a los países del antiguo Telón de Acero, o a los lugares hoy más peligrosos de Armenia o de la Rusia de Putin.
Más información en: https://www.lacajabooks.com/