En breve hablaremos en «Dentro del Pandemónium» de la temible Unidad 757 del ejército japonés, que cometió algunas de las mayores atrocidades durante la Segunda Guerra Mundial en territorio asiático. Pero la brutalidad del ejército nipón también actuó en otros lugares, como Okushima, en ocasiones llamada Usagi Shima –«Isla Conejo»–, una pequeña isla situada en el Mar Interior de Seto, en Takehara, Prefectura de Hiroshima.
Óscar Herradón ©
Este enclave jugó un papel relevante durante la contienda, donde se desarrolló el gas venenoso que los japoneses usaron como arma química en China. Hay que remontarse tiempo atrás, hasta 1925, cuando el Instituto de Ciencia y Tecnología del Ejército Imperial Japonés, dio inicio a un programa secreto para desarrollar armas químicas, a pesar de que el Protocolo de Ginebra de ese mismo año prohibía su uso. Okunoshima fue elegida para este plan por estar aislada y lo suficientemente alejada de Tokio y otras grandes ciudades en caso de un accidente. Así, bajo la jurisdicción de la milicia nipona, el procesador para la preservación de los peces locales –hasta entonces vivían allí únicamente tres familias de pescadores–, fue reconvertido en un reactor de gas tóxico, aunque manteniéndolo en el más absoluto secreto, que produjo hasta 6.000 toneladas de gas venenoso.
Terribles secretos por fin al descubierto
Con el fin de la guerra, los documentos relativos a la producción de armas químicas fueron quemados y las Fuerzas de Ocupación aliadas se deshicieron del gas de distintas formas, obligando a que la población se mantuviera callada a ese respecto. ¿Acaso pretendían utilizar la planta para algún fin desconocido como lo hicieron con instalaciones nazis tras la liberación? Otro secreto más sin desvelar de aquel tiempo.
Aunque parezca increíble, tanto las ruinas de la planta de fabricación del gas como su planta generadora de energía continúan hoy en pie. Lo que más choca al viajero es el fuerte contraste entre los tétricos edificios semiderruidos de la Segunda Guerra Mundial, realmente tétricos, y los miles de conejos que se pasean por la isla. Ahora, la rebautizada como «Isla de los Conejos» es un lugar de gran atractivo turístico –al menos antes del azote del Covid– a donde llega un ferri de forma habitual repleto de curiosos. En 1988, las autoridades abrieron el llamado Museo del Gas Venenoso, un recordatorio para el curioso de los terribles y sórdidos experimentos que se llevaron a cabo en aquellas plantas abandonadas que hoy configuran el paisaje del islote.
La muestra es pequeña, formada por tan solo dos salas, pero un buen ejemplo de lo que allí sucedió en tiempos demoníacos: máscaras antigás, el traje de goma que vestían los trabajadores, al parecer no muy seguro, pues hubo varios accidentes y muchos problemas oculares, y quedan fotografían espeluznantes de los daños provocaba en las personas –incluidos niños– la exposición al gas mostaza, el que se produjo en mayor proporción, y derivados. Se calcula que llegaron a trabajar allí hasta 5.000 personas durante la guerra, entre ellas Reiko Okada, una de las pocas testigos vivas de aquellos hechos que, cuando era una estudiante de 13 años, en 1944, fue movilizada a Okunoshima para trabajar en la fábrica, aunque sus jefes nunca le dijeron qué era lo que manipulaba.
Un años después, Okada fue una de las personas que socorrió a los heridos de Hiroshima –lo que le provocó graves problemas de salud debido a la exposición a la radiación dejada por la bomba atómica–, aunque ella, como tantos, también había contribuido a la guerra química, por lo que hace unos años pidió perdón públicamente.
Siniestros barracones destartalados
Lo que queda de la factoría es solo un reflejo tenebroso de lo que fue: cientos de ventanas rotas y paredes de hormigón erosionadas por el tiempo y cubiertas de musgo, cual si se tratara de un lugar embrujado, a lo que se suman los siniestros barracones de soldados, testigos mudos –o no tanto– de lo que allí sucedió durante la contienda. Aunque parece que circulan historias de aparecidos entre los turistas, lo que no es de extrañar viendo las ruinas, si el edificio estuviera en Estados Unidos no cabe duda de que ya tendría una larga trayectoria de «fantasmas» a sus espaldas, como pasa con Alcatraz o la Penitenciaría Estatal del Este, en Pensilvania.
Aunque parezca increíble, tanto las ruinas de la planta de fabricación del gas como su planta generadora continúan en pie. Lo que más choca al viajero es el fuerte contraste entre los edificios semiderruidos de guerra, realmente inquietantes, y los miles de conejos que se pasen por la isla dando una imagen bucólica, de ternura e inocencia, al conjunto del paisaje. Lo que no saben muchos de los incautos que disfrutan dándoles de comer, acariciándolos o tumbándose entre cientos de ellos, es que en un principio los cándidos mamíferos –los primeros, no los que ahora campan a sus anchas– fueron criados precisamente para que los científicos japoneses probasen en ellos sus terribles armas químicas. Entrañable, ¿verdad?