Necronomicón. El libro de los nombres muertos

Es uno de los «libros malditos» que más ha dado que hablar en casi un siglo, foco de eterno debate entre estudiosos, historiadores de la literatura y amantes de la ciencia ficción y el terror. ¿Pura ficción? Quizá no tanto…

Óscar Herradón ©

Entre sus páginas se recogen, supuestamente, las fórmulas y rituales necesarios para despertar a terribles dioses antiguos que dominaron el Universo hace millones de años, y que permanecen dormidos en remotas regiones fuera de nuestro espacio-tiempo, esperando que algún alma atormentada o curioso insaciable abra el libro y los despierte. Son los Antiguos o Dioses Primigenios, que supuestamente llegaron a la Tierra antes de todo tiempo conocido, instaurando un reinado de terror, y que fueron expulsados por otras razas fuera de nuestra dimensión conocida. Sin embargo, permanecen en el Exterior, según Lovecraft, esperando la oportunidad de volver a la Tierra y sumir a ésta en un futuro terrible regido por la locura…

El escritor estadounidense, gran apasionado del ocultismo y la magia negra, incluyó entre sus relatos, además de la enigmática historia del Necronomicón, referencias a grimorios reales –y otros ficticios– que probablemente conservaba en su bibliotecas. En El Caso de Charles Dexter Ward, una de las mejores novelas del literato, podemos leer lo siguiente:

«La estrafalaria colección, junto a un conjunto de trabajos vulgares, que el señor Merrit no tuvo reparo en envidiar, reunía a casi todos los cabalistas, demonólogos y magos conocidos por el hombre; y era una isla del tesoro del saber en los dudosos territorios de la alquimia y la astrología. Los Turba Philosophorum de Hermes Trismegisto en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis de Geber y la Llave de la Sabiduría de Artephius, estaban allí; junto con el cabalístico Zohar; la recopilación de Peter Jammy sobre Alberto Magno, el Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophico coronándolo todo. Judíos y árabes medievales estaban representados con profusión, y el señor Merritt empalideció al coger un elegante volumen conspicuamente etiquetado y ver que se trataba en realidad del prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, del que había oído susurrar cosas monstruosas unos años atrás, tras descubrirse ciertos ritos indescriptibles en el extraño pueblecito de Kingsport, en la provincia de Massachussets-Bay».

Alhazred, el árabe loco

Lovecraft afirmaba que el verdadero nombre del grimorio era Al-Azif, un término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno producido por los insectos que antiguamente representaban el murmullo de los demonios. El autor mencionó su existencia en el año 1927 a su círculo privado de amigos, a los que envió una especie de borrador que incluía la historia del grimorio maldito. Aunque su intención no era publicar el texto, un año después de su muerte, en 1938, la Rebel Press editó ochenta ejemplares en forma de panfleto con la historia del Necronomicón, a modo de homenaje al autor. Desde entonces, el misterio en torno a su historia no hace sino incrementarse con el tiempo.

Su «autor» parece que fue Abdul Alhazred, conocido como «el árabe loco», un poeta que había huido de Sanaa al Yemen hacia el año 700 d.C. y que supuestamente pasó diez años en soledad en el desierto que se extiende al sur de Arabia, conocido como Roba-el-Khaliyeh o «Espacio Vital» de los antiguos. Cuentan las leyendas que este lugar estaba habitado por monstruos terribles y espíritus malignos. Según Ibn-Khallikan, biógrafo de Al-Razhed durante el siglo XIII, en algún punto del desierto el árabe loco había descubierto la famosa Ilrem, una ciudad inencontrable conocida como Ciudad de los Pilares bajo cuyas ruinas se encontraban los anales secretos de la raza de los Antiguos, deidades como Yog-Sothoth y Cthulhu, a la espera de ser despertadas.

Al parecer, cuando Alhazred vivía en Damasco escribió el famoso Necronomicón con sangre humana. Su muerte, en el año 738, está rodeada de un gran misterio: cuentan que fue asesinado y devorado, ya completamente loco, por un monstruo invisible en pleno día en presencia de múltiples testigos. Siguiendo los relatos de Lovecraft se puede reconstruir la trayectoria del misterioso grimorio –la forma en que el autor fue incluyendo referencias al mismo en sus escritos es un ejemplo de ingenio literario digno de alabanza–. En el año 950, un tal Theodorus Philetas de Constantinopla tradujo la obra al griego, bajo el título de Necronomicón o Libro de los Muertos.

A lo largo de un siglo se desataron terribles acontecimientos, al parecer debido a la existencia del libro, por lo que el patriarca Michael mandó destruir todas las copias en la hoguera –el destino de todo buen «libro maldito»–. En el año 1228 Olaus Wormius lo tradujo al latín y en 1232, el pontífice Gregorio IX prohibió tanto la versión griega como la latina. Durante el siglo XV parece ser que en la ciudad española de Toledo se realizó una de las versiones –griega o latina–, ejemplar que se conservaría en el British Museum. En el siglo XVII pudo realizarse también una reedición, que se encontraría en la Bibliothèque Nationale de París, y una versión traducida al inglés antiguo estaría también celosamente guardada en la Universidad de Miskatonic, en la ciudad de Arkham (Salem), entre otras versiones.

John Dee

La edición árabe original se perdió en los tiempos de Wormius, aunque hay vagas alusiones a la existencia de una copia secreta, según el autor de Providence, encontrada en San Francisco a principios de siglo, pero que desapareció en un gran incendio. Igualmente existía una traducción de John Dee, fascinante personaje que ya hemos mencionado en varias ocasiones en «Dentro del Pandemónium», copia que habría poseído el padre de Lovecraft, Winfield Lovecraft, y que podría ser la base de la conocida magia enoquiana de Dee.

Sprague de Camp

El caso es que, a pesar de los estudios realizados por investigadores como Robert Turner, fundador de la sociedad Orden de la Piedra Cúbica o el experto informático David Langford, junto a los «hallazgos» de personajes como L. Sprague de Camp, biógrafo de Lovecraft que afirmaba haber encontrado una copia del verdadero grimorio maldito –junto a los supuestos ejemplares guardados en los citados museos, que parecen ser sin duda falsos–, el texto continúa, si es que alguna vez existió, desaparecido.

Serviría de fuente de inspiración a numerosas novelas, series de televisión y películas, como la descacharrante y sangrienta saga Evil Dead (adaptación catódica incluida protagonizada por el mismo Bruce Campbell, ya más entradito en años y en carnes), pues precisamente un libro maldito llamado Necronomicón, con piel humana y forma de rostro horrible por portada, escrito con sangre, sirve para «desatar todos los infiernos». Que Dios nos coja confesados. Vade Retro!

PARA SABER MUCHÍSIMO MÁS:

Hace casi nueve décadas que murió y aún así el maestro Lovecraft sigue presente en las novedades editoriales año tras año: adaptaciones de sus obras, nuevas traducciones, novelas gráficas de su onírico y extravagante universo de terror cósmico, su propia biografía en viñetas e incluso su atormentada existencia narrada por un inclasificable autor como el francés Michel Houellebecq, tanto o más impenetrable que el propio visionario de Providence. A continuación, repasamos algunos de los últimos lanzamientos con el señor Howard Philips como protagonista absoluto. No merece menos.

Valdemar Gótica

Me atrevería a decir que la obra de Lovecraft en castellano estaría incompleta, o al menos sería menos precisa y sugerente, sin la labor de una de mis editoriales favoritas, Valdemar. Desde hace más de dos décadas, sus editores se han volcado en traernos los mejores autores de la literatura fantástica, sci-fi y de terror, y por supuesto nuestro protagonista es uno de los referentes tanto de su imprescindible colección Gótica, que no para de crecer, como de las páginas de El Club Diógenes y otras.

Lo último que han sacado en su referente en tapa dura negra como las profundidades de la mente de Lovecraft es la reedición de Más allá de los eones y otras historias en colaboración. Debido a la situación de penuria económica que solía arrastrar el autor, no le quedó más remedio que completar los ingresos obtenidos de sus relatos (publicados la mayoría en revistas populares) con otras tareas que no le gustaban tanto, como el asesoramiento y la revisión de textos enviados por otros autores.

Con algunos de los textos se limitaba a una breve revisión de estilo, pero en otros realizaba una reescritura casi completa, con cambios sutiles (o directamente radicales) en el argumento. Los textos que forman esta maravillosa compilación fueron en su mayoría íntegramente escritos por Lovecraft sobre un argumento, a menudo reconstruido, escrito por otros autores como Winnifred Virginia Jackson (que no aportó ni una sola palabra), Adolphe de Castro, Zelia Bishop o Hazel Head, entre otros. Podríamos decir, por tanto, que nos encontramos ante otra obra nueva del maestro del horror, con los ingredientes habituales de su prosa.

Pero si queremos disfrutar del «outsider de Providence» de forma absoluta, nada mejor que hacerse con su narrativa completa en dos volúmenes de la misma colección oscura. No hay nada similar a nuestro alcance. He aquí el enlace:

http://www.valdemar.com/product_info.php?products_id=764

Y también en viñetas…

Por su parte, en 2019 la editorial Oberón (Grupo Anaya) lanzó la biografía de nuestro autor en forma de novela gráfica, un volumen a la altura del maestro (tanto en guión como en trazo, con un dibujo inquietante) con el que disfruté de lo lindo. Su título era Howard P. Lovecraft. El escritor de las tinieblas, en el marco de la colección «Libros Singulares», y todavía puede encontrarse en algunos puntos de venta. Muy recomendable.

Y si lo que pretendemos es echarnos unas risas a costa de inspirarnos –ligeramente– en Lovecrat, además de revisitar las cintas de Raimi tenemos a nuestra disposición un cómic irreverente e inclasificable publicado hace unos meses por Fandogamia Editorial: Perrinowmicon, que ya va por su segunda edición.

En realidad, no se trata de un compendio de fuerzas malignas al estilo del Necronomicón original, aunque sí de toda una amalgama de textos e imágenes sin tabúes, de mal gusto, hirientes, transgresoras y descacharrantes fruto de la retorcida mente del guionista, dibujante, entintador e historietista –ahí es nada– Michael Perrinow, que publicó en Twitter de 2012 a 2016; en una edición coloreada por Sara Cepeda. He aquí el link para hacerse con esta rareza:

https://fandogamia.com/linea-adsl/50-perrinowmicon-2-edicion.html

El mago personal de Heinrich Himmler

Existió un personaje, fundamental en el círculo íntimo de Heinrich Himmler (jefe de la Gestapo, las SS y el mayor obseso del régimen por el ocultismo), que ha sido llamado con acierto por algunos historiadores «el Rasputín nazi», el artífice de los rituales secretos y los símbolos esotéricos de las SS.

Óscar Herradón ©

Respondía al nombre de Karl Maria Wiligit, uno de los personajes más extravagantes, oscuros y silenciados de aquel tiempo. Sin sus delirantes teorías, herederas de los grupos secretos völk de principios de siglo que influirían poderosamente en el ideario nacionalsocialista, y que asumió sin rodeos el Reichsführer, las SS nunca habrían sido lo que acabaron siendo. Pero vayamos por pasos… ¿Quién fue ese singular individuo que suelen pasar por alto los libros «serios» de historia? ¿Cuál fue su papel en el inmenso aparato político nazi? Y es que, mal que le pese a algunos que subestiman su papel en los acontecimientos, los postulados ocultistas de Wiligut se convirtieron en ideología política, con nefastas consecuencias a nivel global.

Karl Maria había nacido en Viena en 1866, siendo hijo de un oficial del Ejército con problemas mentales. En  1906 se casó con Malwine Leus von Teuringen of Bozen, con quien tuvo dos hijas, Gertrud y Lotte. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió en el ejército y cuando finalizó la conflagración, con las nefastas consecuencias de la derrota para Alemania, como tantos otros de sus compatriotas se afilió a una organización paramilitar de derechas en Austria. Entonces ya era  un hombre violento con un marcado alcoholismo que iba armado de una pistola y maltrataba continuamente a su esposa; sobre su persona planeaba también la sospecha del abuso sexual a sus dos hijas pequeñas que llevaría a la madre a cerrar con llave la habitación de las niñas.

Recluido en un psiquiátrico

Su peligroso comportamiento y sus costumbres extravagantes hicieron que finalmente fuese internado en una institución mental en Salzburgo, donde  le fue diagnosticada psicosis, esquizofrenia y megalomanía y donde permanecería recluido hasta 1927. En el hospital mental, Weisthor haría gala de su diagnóstico, jactándose entre sus compañeros y los celadores de que él mismo había sido capaz de evitar un golpe de estado comunista en Alemania y de que nada menos que miembros del Ku Klux Klan, organización racista estadounidense a la que admiraba, le sacarían pronto de su reclusión.

Totenkopfring

Más extravagante sin embargo era que recogía piedras de una granera cercana al edificio de manera obsesiva, guijarros que pulía y cuidaba como si fueran diamantes; tantos pedruscos recopiló –cerca de un millar– que ocupaban casi toda su habitación. Según uno de los psiquiatras que lo trataron, Karl Maria consideraba cada pieza un amuleto y creía hallar en sus formas diversas figuras que consideraba que representaban una serpiente, un falo, una parte de un trono antiguo germánico…

Völkish

A pesar de su evidente distorsión de la realidad, cuando salió del hospital se convirtió en una especie de místico, un visionario muy respetado en los estrechos círculos de los ultranacionalistas alemanes, las sectas Völkisch. Afirmaba que su linaje se remontaba al dios nórdico Thor y que entre sus antepasados se contaba Arminio, el caudillo germánico que había vencido a las legiones romanas en Teutoburgo. Según sus propias declaraciones, recogidas por Nicholas Goodrick Clarke, sus antepasados habían conservado «el sagrado conocimiento de las tribus germánicas» durante milenios; afirmaba ser el último descendiente de un antiguo linaje de sabios alemanes cuyas raíces se perdían en la Historia, los Uiligotis, del clan de AsaUana.

Creía además poseer poderes extraordinarios y decía ser clarividente. Gracias a sus supuestas dotes visionarias, su «memoria ancestral» le permitía recordar las experiencias vividas con su tribu hace más de 300.000 años. Afirmaba que en aquel período brillaban tres soles en el cielo y la Tierra estaba poblada por seres mitológicos, gigantes y enanos, «visiones» que recordaban a los escritos teosóficos de la ocultista rusa Madame Blavatsky que tanto influyeron en los círculos esotéricos prenazis y en la mentalidad de Himmler.

Madame Blavatsky

Wiligut hablaba de luchas entre diferentes razas y de una reconciliación promovida por sus antepasados, los Alder-Wiligoten. En el año 9600 a.C. Estalló una guerra entre Irministas y Wotanistas, quienes obligaron a los primeros a exiliarse a Asia, donde se hallarían los vestigios de los últimos arios. El abuelo de Wiligut, según él mismo decía, le había enseñado los antiguos símbolos rúnicos –que adoptarían las SS– y su padre le había narrado la historia de la familia «cuando cumplí los 24 años», algo innecesario si tenemos en cuenta que decía tener «capacidades» precognitivas.

Símbolo del ariosofismo nazi

Fuera del pabellón psiquiátrico cambió su apellido Wiligut por el de Weisthor, según él, derivado del alemán Weise –sabio– y de Thor, el célebre dios nórdico del trueno al que tanto admiraba también el Reichsführer. En ocasiones entraba en trance, en medio de convulsiones, y otras veces recitaba dichos primitivos que afirmaba haber recibido de sus ancestros. Cuesta creer para una mente racional que un personaje de estas características, notablemente enajenado, fuera tenido en cuenta por alguien, pero lo cierto es que poseía fervientes seguidores entre los grupos ultranacionalistas, que lo consideraban un maestro en las tradiciones de las tribus germánicas desde su pasado más remoto.

No era de extrañar, con dichas “habilidades”, que pronto llamara la atención de Himmler, tan obsesionado o más que él con las sagas germánicas y el pasado mítico. El líder de la Orden Negra lo conoció en el transcurso de un congreso de la Sociedad Nórdica y se sintió rápidamente fascinado por su elocuencia y su “conocimiento” del pasado. Weisthor era ya un hombre mayor –tenía 67 años– pero con un gran entusiasmo y no menos carisma.

Darré

Así que Himmler lo convirtió primero en SS-Standartenführer y más tarde en SS-Brigadeführer y le ofreció un puesto en la RuSHA de Walter Darré, elevándolo a jefe de la «Sección de Prehistoria e Historia Antigua» del organismo. Muchos, no obstante, consideraban a Wiligut un charlatán, pero no es menos cierto que una gran parte de los SS veían también en Himmler a un iluminado de creencias extravagantes y aún así debían someterse a sus órdenes sin contemplaciones, siendo, como era, uno de los hombres más poderosos e implacables de su tiempo.

PARA SABER MÁS:

GOODRICK-CLARKE, Nicholas: Las oscuras raíces del nazismo. Editorial Sudamericana, 2005.

HERRADÓN AMEAL, Óscar: La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich. Edaf, 2011.

NARRATIVA:

Hace unos meses la editorial Alfaguara publicaba un absorbente thriller histórico ambientado en la Alemania nazi escrito por Fabiano Massimi (que acaba de publicar con la misma editorial su nueva novela, que próximamente reseñaremos en las entrañas del Pandemónium).

Hitler y Raubal

Su título es El Ángel de Múnich y en la más pura tradición del noir historiográfico (en una línea muy similar de Philip Kerr y su saga ambientada en la misma época), se centra en un episodio fundamental de la biografía íntima de Adolf Hitler: la extraña muerte de su sobrina, Angela «Geli» Raubal, a la que veneraba y con la que, según algunas fuentes, pudo incluso mantener una relación de tipo incestuoso. Raubal se descerrajó un tiro con la pistola del líder nazi (la misma que utilizaría él para suicidarse 14 años después en el bunker de la Cancillería, sentenciando su «glorioso» Tercer Reich) en el domicilio que compartían el 18 de septiembre de 1931.

Con tan apasionante –y real– punto de partida comienza el relato. Tras el mismo, hay una ardua tarea de investigación que bien podría haber dado origen a un monumental ensayo. Pero tamaña cantidad de datos Massimi los sabe conjugar con maestría y sin que entorpezcan en ningún momento el pulso narrativo, fluido y poderoso.

En un máximo de ocho horas, y en medio de un gran secretismo decretado desde las altas instancias, los comisarios Siegfried Saber y el adjunto Helmut Forster deberán cerrar el caso que ha tenido lugar en una dirección de sobre conocida por todos en Múnich: el número 16 de la Prinzregentenplatz, donde vivía el líder del NSDAP. Aunque el cadáver de Raubal se encontraba en su habitación cerrada desde dentro, los investigadores observarán algunas contradicciones en la versión oficial del suicidio con la pistola del «tío Alf».

La investigación posterior y la búsqueda de la verdad se verán ensombrecidas por las injerencias de personajes poderosos, de intereses creados y de la poderosa máquina propagandística del partido que no alcanzará el poder definitivo hasta 1933, cuando Hitler se convierte en canciller, pero que ya tenía una gran influencia en Alemania y Austria. El autor italiano enriquece la trama de esta novela ya convertida (con razón) en bestseller mundial con una serie de extraños «suicidios» que se suceden entre supuestos testigos del suceso.

He aquí el enlace para adquirirlo en papel y también en eBook y Audiolibro:

https://www.penguinlibros.com/es/literatura-contemporanea/7250-el-angel-de-munich-9788420454290

Los nativos olvidados de la Gran Guerra

Fueron algunos de los soldados más eficientes y temerarios en el sanguinario frente de la Primera Guerra Mundial. Los nativos canadienses destacaron como hábiles rastreadores y francotiradores, pero su papel fue relegado al olvido, y el Gobierno de su país los trató de forma ignominiosa tras su regreso. Ahora, un cómic editado por Norma Editorial recuerda su epopeya en las trincheras europeas de la primera guerra moderna.

Óscar Herradón ©

Uno de los episodios más desconocidos en torno a la llamada Gran Guerra, que con el paso de los años y el estallido de la contienda de 1939 acabaría por conocerse como la Primera Guerra Mundial, y que abarcó de 1914 a 1918, una advertencia sombría y sanguinaria de lo que esperaba al mundo «civilizado» de la vigésima centuria, fue la participación de diversas unidades formadas por nativos canadienses que luchaban en el Ejército de Su Majestad contra Alemania.

Cuando estalló la guerra en Europa con el asesinato del archiduque Francisco Fernando como casus belli, muchos países no dudaron en sumarse tanto a las filas del Eje como del bando aliado. Canadá entró en el conflicto sin dudarlo, al igual que Australia y Nueva Zelanda, pues consideraban que, frente a los boches (forma despectiva por la que se conocía a los alemanes entre las filas aliadas), la «raza británica» estaba en peligro. En ese momento, aunque el Imperio Británico ya era un gigante con pies de barro, los lazos indisolubles entre las metrópolis y las antiguas colonias que conformaban la  Commonwealth era más fuerte que nunca antes.

Sin embargo, en 1914 Canadá no estaba preparada para la que sería la primera guerra auténticamente moderna. Además, les separaba del Viejo Continente, como a EEUU (mucho más fuerte económica y militarmente) el océano Atlántico. La milicia canadiense apenas llegaba a los 60.000 hombres y la mayor parte del armamento y los pertrechos procedentes del Reino Unido no habían llegado aún.

Canadian Expeditionary Force
Fusil Ross (Source: Wikipedia).

Así que los mandos tomaron la decisión de equipar a los soldados del fusil Ross, de fabricación canadiense, preciso en el disparo pero con tendencia a encasquillarse. Aquello sería un desastre que causaría numerosas bajas. Los primeros 30.000 voluntarios fueron instalados en el campamento de Valcartier, a las afueras de Ottawa, y entre ellos se hallaban algunos miembros de las tribus indígenas nativas. Aquello fue algo que no se tomó con buenos ojos el Cuerpo Expedicionario Canadiense (CEF, Canadian Expeditionary Force), por lo que su admisión no fue nada sencilla, y tampoco su posterior asimilación en sus filas, debido al arraigado sentimiento racista y de desprecio de los colonos hacia las poblaciones autóctonas que compartían gran parte de los altos mandos y la mayoría de políticos. Temían (o ese fue el pretexto) que los alemanes tratasen a los indios canadienses como a hombres no civilizados, meros salvajes –vamos, como sus propios compatriotas–.

Iroqueses y la tribu de las Seis Naciones

Sam Hughes

La decisión de que la CEF abriese las puertas al alistamiento de tropas indígenas canadienses se tomó cuando la guerra «industrial» estaba arrasando los contingentes del país al otro lado del Atlántico. Poco después del llamamiento que hizo el coronel Sam Hughes (Ministro de Milicia y Defensa canadiense durante la Gran Guerra) para que se formaran 16 divisiones, se constituían dos batallones formados exclusivamente por soldados indígenas, la mayoría iroqueses y de la tribu de las Seis Naciones.

La nación iroquesa tenía una fuerte filiación histórica con la corona británica, que apenas reconocía la realidad nacional canadiense ni a sus gobernantes. Estos indígenas habían luchado junto a los soldados de Su Majestad contra los franceses hasta la Paz de Montreal, firmada en 1701 y también contra las nuevas tropas estadounidenses durante la invasión de 1812.

Sin embargo, la mayoría de las comunidades indígenas (incluidos los Inuit o esquimales) sufrieron las políticas aislacionistas canadienses, heredadas paradójicamente del imperio británico: hacinados en reservas (prácticamente campos de concentración instalados en tierras baldías o de escaso o nulo interés para la comunidad blanca), la aniquilación total de su identidad al institucionalizar las sociedades nómadas con sus propios modelos de explotación natural (como ya resaltamos en «Dentro del Pandemónium»), o la alienación cultural de los nativos que comenzaba desde los primeros años de escolarización de los niños indígenas en escuelas católicas.

Enfermera iroquesa de la Primera Guerra Mundial.

Aquello, claro, hizo que la respuesta indígena al llamamiento del gobierno a alistarse no fuera muy considerable. Según los informes del departamento para asuntos indígenas, de una población de 100.000 nativos, apenas se enrolaron 3.500, lo que convertiría sus hazañas, con más razón (debido a su número) en algo aún más sorprendente.

Tambores de Guerra

Junto a los iroqueses, participaron muchos miembros de la tribu de las Seis Naciones que organizaron el célebre batallón 114º o de los Brock Ranger’s, cuyas cuatro compañías, fundadas exclusivamente por miembros de su tribu, la integraban en su mayor parte soldados provenientes de las comunidades de Mohawk y Kanewahke en Quebec. Sin embargo, las particularidades del frente exigieron que no permanecieran juntos y al llegar a Francia las tropas del 114 fueron repartidas por los diferentes batallones de la CEF.

Según recuerda el historiador militar del Canadian War Museum Fred Gaffen en Forgotten Soldiers (1985), fue célebre también el batallón 107º al mando del teniente coronel Archibald Glenlyon Campbell, por cuyas venas corría sangre indígena (era descendiente del jefe de los Ojibwa Keeseekoownin) y que manifestó su intención de reclutar «cowboys e indios». Además, de los territorios del norte de Ontario y de Columbia surgieron otros batallones de renombre, como el 141st o Bull Moose Batallion (también conocido como «Batallón del Arce») y el Kootenay o Batallón 54º.

El teniente coronel Archibald Glenlyon Campbell

A pesar de las reticencias iniciales citadas de los altos mandos en su reclutamiento, ya en el campo de batalla los mandos canadienses mostraron especial respeto por los soldados indígenas, a los que describían como «tropas fieras y valientes», eso sí, como era de esperar, «a la par desordenadas y poco atentas a la disciplina cuartelaria y militar», convertidos en excelentes exploradores y reputados tiradores de élite.

Uno de los más destacados fue el soldado indígena Francis Pegahmagabow, ojibwa de la Primera Nación, que tras alistarse voluntario al inicio de la conflagración se instaló, en el campo de entrenamiento de Valcartier, con una tienda que decoró con variada simbología tribal y la consiguiente piel de ciervo a modo de estandarte de su clan. Cuentan que llevaba al cuello un saquito de hierbas medicionales preparado por una anciana de su tribu que le salvó la vida en más de una ocasión. Todo es posible, aunque puede que solo se trate de otra leyenda más, de esas que corrían como la pólvora en el frente para evadirse del dantesco escenario bélico que tiñó de sangre el Viejo Continente.

Pegahmagabow
Northwest

Cuando terminó la guerra, «Peg» –como le conocían sus compañeros– había sido condecorado hasta en tres ocasiones por haber matado a más de 370 enemigos. También destacó la figura de Henry Norwest, de la tribu de los Cree, al que sus compañeros bautizaron con el singular mote de «Ducky» al sumergir a una prostituta en una fuente de Londres. Mató a 115 enemigos (confirmados), pero una bala alemana acabó con su vida el 18 de agosto de 1918, cuando quedaban menos de dos meses para que finalizara la contienda.

A pesar de su destreza y valentía, así como sus proezas en la Gran Guerra, su participación en la misma no reportó a los indígenas beneficio alguno, más bien al contrario. Como recompensa por participar en una guerra iniciada por blancos y de la que solo los blancos sacarían beneficio, el departamento de asuntos indígenas (en uno de los actos más execrables en tiempos de paz) confiscó y realizó compras ilegales de tierra propiedad de las comunidades nativas con la excusa de repartirlas entre los veteranos de guerra (blancos, por supuesto). Una nueva traición de los colonos a aquellos hombres de honor que demostraron mucho más coraje que los altos cargos de la administración y los peces gordos más condecorados del ejército.

La balada del soldado Odawaa

Precisamente la participación de los nativos canadienses en las trincheras de la Primera Guerra Mundial sirve de punto de partida –y gran parte de la ambientación– de la poderosa novela gráfica La Balada del Soldado Odawaa que acaba de publicar Norma Editorial.

Un relato vibrante, de colores y texturas grises que evocan la oscuridad y la tragedia de las trincheras, y que narra las vicisitudes de un grupo de francotiradores amerindios desplegados en suelo francés en febrero de 1915, en tierra de nadie durante la contienda, entre los que se encuentra el célebre soldado Odawaa, apodado Tomahawk, y que deparará al lector varias sorpresas al final del absorbente relato. La idea de formar este equipo surge de la mente de un capitán del contingente canadiense, que sabe que sus tropas tienen la moral por los suelos tras meses metidos en el barro, rodeados de miseria, piojos, hacinados y con el enemigo apostado a unos centenares de metros dispuesto en todo momento a apretar el gatillo y volarles la cabeza. Nada mejor para animarles que las hazañas de guerra, prácticamente sobrehumanas y de una violencia inaudita, que los nativos canadienses siembran en las líneas enemigas… cabelleras cortadas incluidas.

Una novela gráfica de gran profundidad que muestra también las vicisitudes de los alemanes, hombre igual que el resto, sometidos a la presión, el miedo y la muerte. Como gran aventura, hay tiempo también para los desalmados (abundantes en cualquier tiempo y lugar), los vengadores –en ambos bandos– e incluso la búsqueda de reliquias sagradas medievales como el ficticio «corazón de Roldán» de tiempos del emperador Carlomagno. Un pasaje con ecos de historiografía oficial, pues hemos contado más de una vez en «Dentro del Pandemónium» la obsesión de ciertos líderes nazis, como Heinrich Himmler, por los objetos de poder y las reliquias arqueológicas.

Hay un guiño incluso al propio Hitler, que luchó como cabo en la Gran Guerra (donde ganaría la Cruz de Hierro tras ser herido en combate), una contienda que perdería el Eje y plantaría la semilla de su futuro fanatismo y del surgimiento del nacionalsocialismo.

La obra, que uno devora cual manjar culinario, de una sentada, es obra del genial dibujante Christian Rossi (responsable, entre otros títulos, de El corazón de las Amazonas y W.E.S.T.–), en simbiosis perfecta con el guionista cinematográfico Cédric Apikian. Un western crepuscular salvaje ambientado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial que nos dejará sin aliento (a la vez que nos hace reflexionar sobre las miserias humanas y el sinsentido de la guerra).

He aquí el enlace para adquirirlo:

https://www.normaeditorial.com/ficha/comic-europeo/la-balada-del-soldado-odawaa