La publicación en nuestro país de varios libros recientes, novelas distópicas que en Occidente permanecieron en el olvido durante décadas, sitúa por fin a la ciencia ficción soviética en el lugar que merece entre el público no especializado. Durante la Guerra Fría, en EEUU y otros países de la órbita de la OTAN, leer a todo escritor que proviniese del otro lado del telón de acero era hacer concesiones al enemigo ideológico (con todo lo que ello implicaba), también en el selecto círculo de los expertos del género. Ahora, podemos disfrutar en castellano, en nuevas traducciones escrupulosas con los textos originales y libres de censura, de unos títulos que transcienden las barreras doctrinales.
Óscar Herradón ©
Me sumergí por primera vez en la magnética prosa de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski tarde, he de reconocerlo, cuando llegó a mis manos una joya editada por Sexto Piso, Mil Millones de Años hasta el Fin del Mundo (libro que en su momento reseñamos como merecía en las páginas de la revista Enigmas). Fue en 2017 (aunque los hermanos la publicaron originalmente en 1974) y su lectura me dejó una profunda huella. Me pareció una obra minimalista, de ambiente ciertamente onírico, lejano a la frialdad habitual del género, aunque en ella subyacía un profundo pesimismo, como si en cada una de sus líneas latiera una crítica al mundo, al de entonces –el régimen comunista que, aunque era, al menos de cara a la galería, abrazado por sus autores, expurgaría gran parte del texto original– pero también a la propia existencia humana, y sobre todo, y eso era para mi fundamental, diferente a todo lo que había leído. Aquella distopía doméstica me cautivó, vamos, y por ello, cuando supe que otra de las pequeñas grandes editoriales de nuestro país relanzaba una de las novelas cumbre de los rusos, me lancé a devorarla sin contemplaciones.
La editorial en cuestión es Gigamesh y la obra Stalker. Pícnic extraterrestre, subtítulo más ajustado –y sugerente– al título original. Publicaron la obra por primera vez en 2015 (ahí se me escapó, he de reconocerlo), y ahora la relanzan en una preciosa edición, minimalista, con un interior de cubierta que ya quisieran muchas de las grandes, en su colección «Breve». Y su lectura volvió a remover algo en mi interior. Conocía la obra por la adaptación –muy libre y personal– que el cineasta también ruso Andrei Tarkovsky hizo del texto, con la complicidad de sus autores (co-firmantes del guión). La película es sin duda una obra maestra (vilipendiada y adorada a partes iguales por cinéfagos de todo pelaje), pero el texto es aún más redondo, y por supuesto clarificador (suele suceder con este tipo de obras y su adaptación al cine por genios irreverentes, como pasó con Kubrick y su visión de 2001. Una odisea del espacio, inspirada en el cuento El Centinela de Arthur C. Clarke, no obstante, coguionista del filme).

Stalker se sitúa en la Tierra en un futuro distópico se entiende que no muy lejano –ni preciso–, tiempo después de que unos extraterrestres, en un primer contacto sui géneris, hicieran una parada en el planeta (no tan) azul y, como buenos excursionistas (léase seres humanos), durante su breve incursion dejasen restos de basura tras ellos. Los lugares sembrados por dichos despojos tecnológicos son conocidos como «Zonas», seis concretamente. El protagonista es una suerte de antihéroe desencantado, un hombre corriente y hasta vulgar, con malas pulgas, de nombre Redrick Schuhart, un ayudante de laboratorio en el instituto internacional que estudia el fenómeno pero que tiene, cual agente secreto de esos que tanto abundaban en la Guerra Fría, una doble vida. Por la noche se convierte en un «stalker»: entra a la Zona para obtener de contrabando tecnología extraterrestre (corriendo el peligro de morir, o de sufrir –él y su progenie– graves malformaciones), y con el anhelo de conseguir la denominada «Piedra o Bola Dorada», una suerte de Grial sideral que concede todos los deseos.
Un discurso que cobra renovada importancia en el mundo pandémico de 2021, asolado por la enfermedad y el cambio climático, es esa «desconexión» entre el hombre, el individuo, y su entorno, un planeta que maltrata y que se revuelve contra su rapiña. ¿Lecturas? Múltiples, tantas como nos permita nuestra imaginación, que jamás será tan portentosa como la de sus autores.
En el prólogo, la renombrada Ursula K. Le Guin, una voz más que autorizada en el género, en relación al sci-fi como vehículo de crítica (velada) político-social, escribe: «La ciencia ficción se presta a subvertir cualquier status quo mediante la imaginación. Burócratas y políticos, que no pueden permitirse cultivar la imaginación, tienden a asumir que todo son pistolas de rayos y tonterías graciosas para los críos».
Los censores del Kremlin, experimentados y responsables de que obras de gran calidad nunca llegaran a nuestras manos (y que algunos autores acabaran de forma precipitada y trágica su existencia), no supieron –o no quisieron ver– que la fantasía, esos evocadores mundos del sci-fi plagados de alienígenas, naves espaciales, universos de cartón piedra y luces de neón psicodélicas no eran tan inocuos: ofrecían un vehículo inmejorable para criticar al propio sistema y reflejar (con matices) la oscura realidad distópica (pero real) del día a día tras el telón de acero. Otros grandes como el «traidor» George Orwell o Aldous Huxley, muy comprometidos ideológicamente –y luego desencantados– lo supieron ver mucho antes, e inspirarían con fuerza la trayectoria de los rusos menos conformistas. Y eso que los Strugatski, a diferencia de otros compatriotas como Yevgueni Zamiatin (cuya pionera novela distópica Nosotros, principal inspiración de la orwelliana 1984, le costaría una férrea persecución del Estado soviético en los años 20), no cuestionaron nunca al régimen comunista, y fueron habituales de las revistas y publicaciones soviéticas. No obstante (premeditado o no, y cuesta creer que temas tan capitales surgieran per se) por toda su narrativa planea la importancia de la duda y la toma de decisiones individuales (frente a la colectividad) y las numerosas incongruencias del poder absoluto. ¿Les suena?