Fue un tiempo de modernización del que acabaría convirtiéndose en un gran imperio, pero el gobierno de la llamada Reina Virgen no escapó a la superstición y el miedo, extendiendo la brujomanía –que en los países del orbe protestante era más feroz que en los países católicos– y la persecución de las artes mágicas en las islas británicas.
Óscar Herradón ©

A Isabel I, que daría los primeros pasos para convertir Inglaterra en una gran potencia, le tocó vivir una época conflictiva, políticamente tumultuosa. Digna sucesora de su padre, Enrique VIII, cuya memoria veneraba –a pesar de que había ordenado la ejecución de su madre, Ana Bolena–, reinstauró el anglicanismo que había derribado su hermana, la católica María Tudor, a la muerte de ésta, y su reinado supuso un periodo de gran avance en numerosos campos y también en la cultura y las artes. No obstante, y teniendo en cuenta la época que le tocó vivir, el siglo XVI, la llamada Reina Virgen –por la ambigüedad sexual y la falta de descendencia– no se vio exenta del miedo al maligno, a la superstición y a la brujería, llevando a la «pérfida Albión» a una persecución notable de la heterodoxia.
Aunque en Inglaterra el número de acusadas de brujería y ejecutadas por ello sería mucho menor que en el Viejo Continente –apenas alcanzaba, además, la cuarta parte que en Escocia, entonces católica–, y los métodos de tortura estaban estrictamente prohibidos por la Corona, Isabel I promulgó en 1563 una ley aprobada por el Parlamento y cuyo título rezaba: Ley contra los conjuros, de la hechicería y brujería. Se prohibía el conjuro de espíritus malignos para cualquier fin; se prohibían los presagios acerca del paradero de bienes robados y tesoros ocultos –una práctica muy arraigada entonces–, las hechicerías amorosas y perjudicar a través de sortilegios el ganado, los bienes ajenos o provocar enfermedades en el prójimo.
Aquel que cometiera tales delitos por primera vez sería recluido durante un año y expuesto al escarnio público; y aquellos que, por parte de encantamiento, causaran la muerte de una o varias personas, serían condenados a la pena máxima, en este caso la horca, y no la hoguera, mucho más cruel, como se acostumbraba a ejecutar a los acusados en el continente.
Aristocracia conspirativa
Lo que más aterraba a la culta soberana inglesa no eran las brujas típicas de las que hablaban los llamados «Martillo de Brujas», ancianas conocedoras del poder de la naturaleza –y por ende, para los inquisidores, la representación viviente de las fuerzas del mal–, sino los conspiradores nobles que por medio de encantamientos pudieran causarle algún daño, e incluso la muerte, algo lógico teniendo en cuenta los numerosos complots pergeñados contra su persona en aquella corte, en gran parte por los católicos escoceses y por los espías españoles, comandados por el embajador de Felipe II en las islas, Bernardino de Mendoza, y su antecesor en el cargo, Guerau de Espés, que llegarían a ser expulsados de tierras inglesas por mandato de la propia Isabel.
Gracias al brillante servicio de información y espionaje de su secretario de Estado, Sir Francis Walsingham, se contravinieron a tiempo varios atentados proyectados contra Isabel. En medio de este miedo al complot, se prohibía expresamente que cualquiera trazase un horóscopo de la soberana, con el que se pudiera movilizar a los descontentos contra ella ante un mal augurio –por ejemplo, vaticinar una muerte prematura de la reina–.
No sorprende, por tanto, que pocas semanas después de su coronación Isabel I mandara detener a una aristócrata por haber intentado calcular su vida a través de los astros: la condesa de Lennox. Ésta, y cuatro de sus cómplices, fueron acusados de traición. La preocupación creciente de la soberana por los atentados mediante procedimientos mágicos creó en ella un estado de verdadero terror a la hechicería usada como arma política, aunque ello no impidió que su principal consejero fuera precisamente un mago, el doctor John Dee, del que me ocuparé en otro post, quien sí estaba autorizado a elegir los momentos más propicios para los actos oficiales mediante el escrutinio de las estrellas, conjurar a los espíritus –fue el padre del denominado «lenguaje angélico o enoquiano»– o encontrar mediante artes mágicas tesoros ocultos, a pesar de la prohibición expresa de la ley citada.

En aquel país acosado por las luchas políticas y todavía sumido en la superstición a pesar de su incipiente florecimiento, salieron a la palestra nombres de personajes obsesionados con la manía persecutoria, auténticos cazadores de brujas como el exorcista John Darrell, ávido propagandista y autor de opúsculos contra la brujería, aunque la voz de la razón también se hizo escuchar con nombres como el escéptico Reginald Scot, quien en su obra Descubrimiento de la Brujería (Discoverie of Witchcraft) impreso en Londres en 1584, tildó de absurda la ley promulgada por la reina y la mentalidad de la que era fruto.
Las crónicas apuntan que durante el largo reinado de Isabel I (1558-1603), fueron acusadas de brujería 535 personas y condenadas a muerte 82, aunque parezca paradójico tratándose de algo tan terrible, una cifra casi irrisoria en comparación con las ejecuciones que se llevaron a cabo en países como Alemania, Francia o Suiza.
La cifra de personas ejecutadas por esta causa en las islas británicas aumentaría exponencialmente con la llegada al trono de su sucesor, Jacobo Estuardo, fanático azote de brujas y autor de un «Martillo de Brujas» que sería tristemente célebre en la vieja Europa.