Luces y sombras de la Inquisición española

La editorial Edaf acaba de publicar un exhaustivo y a la vez entretenidísimo ensayo que sitúa a la Inquisición española en su justo lugar en la historia. Un tribunal, el del Santo Oficio, que durante siglos fue objeto de grandilocuentes ataques por los partidarios de la llamada «Leyenda Negra» que tanto daño ha hecho al estudio del imperio español (lo que forjó un desvirtuado imaginario colectivo sobre su proceder), y cuyos procesos –del comienzo de las pesquisas al dictamen de las sentencias– son explicados con detalle en sus muy documentadas páginas.

Óscar Herradón ©

No es un tribunal que despierte simpatía. Obvio: perseguía prácticas y creencias y fue el responsable de castigos que en muchos casos implicaban la pena de muerte. Cuando te delataban y ya eras sospechoso, nada bueno cabía esperar (aunque también se leyeron sentencias exculpatorias y se persiguió la falsa delación, como bien indican las Instrucciones del organismo). Hay que tener en cuenta que se estableció, y desarrolló, en un tiempo donde Dios y la Iglesia tenían la entidad que hoy tiene la política, algo que no es fácil de comprender para la mentalidad actual, y eso es capital a la hora de estudiar sus acciones, que es lo que hace el autor de La Inquisición Española. Realidad y procedimiento del Santo Oficio, Darío Madrid.

No es que fueran dignos de elogio muchos de sus procesos ni que haya que cantar las glorias de un tribunal constituido para castigar la herejía (en ocasiones con la pena capital –no, no había eso que hoy llamamos libertad de conciencia ni de religión–), pero tampoco fue el organismo aterrador, siniestro y despiadado que vendieron los enemigos de España, que eran muchos, ni el único de este tipo que funcionó en aquellos tiempos (incluidos los de la órbita protestante, en algunos casos mucho más sanguinarios). Ya sé, lo de «mal de muchos…» no es lo mejor a lo que agarrarse, pero es que era como funcionaba el sistema, nos gustase o no. Y no solo en Occidente.

Tampoco la Inquisición nació en estas latitudes, como cree erróneamente un amplio número de personas, sino que debemos remontarnos a tiempos medievales (a raíz de la herejía cátara) para ver su origen, aunque bajo el orbe de los Reyes Católicos Roma otorgaría privilegios especiales a los inquisidores de los reinos hispánicos que harían que la institución gozara por estos lares de gran popularidad (y a su vez fuera fruto de numerosos ataques, la de todos los enemigos de una Corona cada vez más poderosa) y se impulsara su expansión. Aquel proceso no estuvo exento tampoco de problemas y diferencias entre la corte española y el Vaticano.

Leyenda Negra VS Leyenda Rosa

Durante siglos la llamada Leyenda Negra vomitó pestes (y falsedades) contra diversas instituciones españolas, entre ellas, ocupando un lugar de honor, el Santo Oficio. Yo mismo, hace bastantes años, en un reportaje sobre instrumentos de tortura inquisitoriales, cometí el error de repetir datos –en gran parte erróneos– que se han divulgado hasta la saciedad sobre artefactos que jamás utilizó la Inquisición española (y sí, en varios casos, las «inquisiciones» de la órbita protestante); leer un libro así sirve para solventar errores de este tipo, de los que ninguno estamos a salvo, menos ahora con la información sin control que agita la red.

El autor incluye un amplio y detallado epígrafe, muy clarificador, sobre este punto, donde señala que la mayoría de instrumentos atribuidos al Santo Oficio son falsos, creaciones decimonónicas creadas para los llamados «Museos de la Inquisición» que pretendían aterrorizar a los visitantes, pero no siendo precisamente históricamente rigurosos; museos que hoy en día se pueden ver en muchos puntos de España, como Toledo o Cantabria.

No, la Inquisición Española no usó las llamadas «damas o doncellas de hierro», que parece que fueron un invento tardío inspirado en la denominada «capa de la infamia», usada en Alemania, ni tampoco artilugios como el «aplastacabezas» o la «pera vaginal u anal». Una de las directrices del Santo Oficio, recogida en sus Instrucciones, era precisamente que el reo, durante el tormento, no debía sangrar, y tampoco (en la medida de lo posible, aunque no siempre se lograba) se debía dañar ningún miembro, pues la finalidad última era la confesión. Entonces, ¿qué sentido tendría sacarle a un acusado literalmente los sesos o reventarle los intestinos?

El Auto de Fe de 1680 en la Plaza Mayor de Madrid.

No, no se usaban dichos artilugios, lo que no quiere decir que no se hiciera uso del tormento ni que no hubiese un procedimiento que el derecho actual no podría siguiera plantearse: «En el caso de que la denuncia tuviera verisimilitud, cierta gravedad a ojos de los inquisidores y no fuera anónima, se procedía a la detención preventiva del acusado. Debemos partir del hecho, al contrario de lo que es norma para el derecho penal actual, de que por aquel entonces se presumía que las denuncias eran ciertas. No regía el principio en base al cual el denunciado no era culpable hasta que se demostraran los hechos de que le acusaban. Era al revés: se presumía que el denunciado era culpable hasta que se demostrara su inocencia». Para más inri, el acusado no conocía la identidad de sus acusadores, aunque le quedaba el recurso del llamado «escrito de tachas», que explica muy bien el autor en estas páginas.

Aquello, claro, dificultaba las cosas para el que se encontraba en el punto de mira del Santo Oficio. Como cuenta Darío Madrid, fueron tres los colectivos que más denuncias presentaron ante la Inquisición: los vecinos y conocidos de los denunciados, los religiosos y sacerdotes, y personas que se encontraban detenidas que, en el curso de sus interrogatorios, ya fuera por los tribunales seglares o de la Inquisición, denunciaron a otras personas.

Está claro, por lo que se desprende del revelador contenido de este ensayo, que el autor no pretende ni mucho menos ensalzar la otra leyenda, la «rosa», que tiende a blanquear, también de manera fraudulenta, el pasado, pero la historia de hace cinco siglos no puede narrarse desde el punto de vista de los derechos humanos actuales (que no existían) ni las guerras desde el punto de vista (por otro lado loable) de un pacifismo que en siglos pretéritos no se concebía, pues la guerra formaba parte del desarrollo mismo de los estados.

Las persecuciones protestantes

En las páginas de este trabajo, que viene con un pliego central de fotografías que resumen a la perfección lo más notable de su contenido, Darío Madrid también nos sumerge en esa otra historia oscura de aquel tiempo en el que no solo la Inquisición española actuaba de forma implacable: también lo hacían –en ocasiones con muchos menos miramientos y sin ajustarse a norma alguna– las autoridades (por lo general civiles) de los países protestantes. Así, cuenta el martirio y ejecución del español Miguel Servet por la inquina de Juan Calvino (Servet había sido declarado hereje tanto por la Inquisición romana como por los protestantes), la persecución de los católicos en tiempos de Enrique VIII y su hija Isabel I (sin obviar la persecución protestante durante el reinado de la medio hermana de esta, María Tudor, quien llegaría a casarse con el español Felipe II), las guerras de religión en Francia o casos celebérrimos de brujería que afectaron al Santo Oficio (pocos), el más tristemente célebre el de las brujas de Zugarramurdi, que se materializó en el Auto de Fe de Logroño de 1606.

Como colofón, el autor nos ofrece sucintos apéndices, nada menos que las Instrucciones del Santo Oficio de Tomás de Torquemada así como las que fueron redactadas casi un siglo después por el también inquisidor general Fernando de Valdés.

He aquí el enlace para adquirirlo en la página de la editorial:

https://www.edaf.net/libro/la-inquisicion-espanola_149696/

PARA SABER (MUCHO) MÁS:

Imperiofobia y Leyenda Negra (Ediciones Siruela)

Aunque es habitual atribuir el término «leyenda negra» en relación a la manipulación de la historiografía hispánica al historiador y periodista madrileño Julián Juderías (1877-1918), no se sabe con exactitud su origen. Hay registros de que lo utilizaron antes que él escritores de la talla de Emilia Pardo Bazán (durante una conferencia en París) o Vicente Blasco Ibáñez. No obstante, las obras de Juderías (La leyenda negra y la verdad histórica y La leyenda negra: estudios acerca del concepto de España en el extranjero, entre otros títulos) contribuyeron como ninguna a extender el concepto por toda la comunidad hispanohablante.

Dando un salto a la actualidad, un libro que en los últimos años ha contribuido como pocos a internacionalizar dicha idea y a desmontar falsos mitos sobre nuestro pasado es un auténtico éxito de ventas que publicó (y ha reeditado numerosas veces en distintos formatos) Ediciones Siruela: Imperiofobia y Leyenda Negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, de la prestigiosa filóloga Elvira Roca Barea, con prólogo de Arcadi Espada, un ensayo que ha cosechado ya más de 150.000 lectores.

La autora acomete en este portentoso y revelador libro la cuestión de delimitar las ideas de imperio, leyenda negra e imperiofobia. De esta manera el lector podrá entender qué tienen en común los imperios y las leyendas negras que irremediablemente van unidas a ellos, cómo surgen creadas por intelectuales ligados a poderes locales y cómo los mismos imperios las asumen. El orgullo, la hybris, la envidia, no son ajenos a la dinámica imperial. La autora se ocupa de la imperiofobia en los casos de Roma, los Estados Unidos y Rusia para analizar con más profundidad y mejor perspectiva el Imperio español. El lector descubrirá cómo el relato actual de la historia de España y de Europa se sustenta en ideas basadas más en sentimientos nacidos de la propaganda que en hechos reales.

La primera manifestación de hispanofobia en Italia surgió vinculada al desarrollo del humanismo, lo que dio a la leyenda negra un lustre intelectual del que todavía goza. Más tarde, la hispanofobia se convirtió en el eje central del nacionalismo luterano y de otras tendencias centrífugas que se manifestaron en los Países Bajos e Inglaterra. Roca Barea investiga las causas de la perdurabilidad de la hispanofobia, que, como ha probado su uso consciente y deliberado en la crisis de deuda, sigue resultando rentable a más de un país. Es sabido por todos que el conocimiento de la historia es la mejor manera de comprender el presente y plantearse el futuro.

Diez «guarradas» históricas que probablemente no conocías…

El ser humano ha sido distinguido y elegante, ha gastado mucho dinero en lujos y joyas, en potingues varios para vencer el paso del tiempo o para combatir la calvicie… pero a lo largo de la historia también ha sido un auténtico guarro, con prácticas que al hombre actual (salvo excepciones) le revolverían el estómago. HarperCollins Ibérica publica Esta historia apesta. Anécdotas de mierda que han marcado a la humanidad, de la profesora y divulgadora Alejandra Hernández (@tecuentounahistoria), un recorrido preñado de curiosidades increíbles (y cochinas) por nuestro pasado. He aquí algunas pinceladas de lo que encontraremos en sus páginas…

Por Óscar Herradón ©

–El emperador Heliogábalo (203-222) murió asesinado con apenas 18 años en una de las letrinas de Roma de una forma nada agradable: asfixiado por una de las esponjas que se utilizaban para limpiar las partes pudendas de los que allí cagaban, la llamada tersorium o xylospongium (literalmente «esponja con palo»), que se iban pasando quienes sentaban sus posaderas y de vez en cuando remojaban en una fuente de agua central para limpiarla de restos de excrementos. No sabemos si la de Heliogábalo había sido previamente desinfectada…

–El caso de Juana de Castilla, mal llamada «la Loca», ha traído de cabeza a los historiadores, que no se ponen de acuerdo sobre hasta qué punto la hija de los Reyes Católicos fue encerrada por su enajenación –fruto de la prematura muerte de Felipe el Hermoso– o por los intereses políticos de su padre, Fernando de Aragón, o los de su hijo, Carlos I de España y V de Alemania. Sea cual fuera la verdadera razón de su cautiverio, lo cierto es que su estado llegó a ser lamentable para una reina, como lo cuentan distintos cronistas testigos de los hechos, como el obispo de Málaga o Francisco de Borja poco antes del fallecimiento de la soberana: no se aseaba ni peinaba (curiosamente, antes de enfermar sus allegados la tenían por inestable ante su afición a darse baños), comía y dormía tirada en el suelo y ocultaba los platos de barro en los que le servían el alimento bajo la cama, por lo que el olor de la estancia tuvo que ser espantoso. Como recoge Alejandra Hernández, «Hasta se atrevieron a afirmar que podía estar poseída por el diablo».

–«La alopecia preocupó, y mucho, a los hombres y mujeres de la Edad Media y aunque les hubiera ido genial tener cerca una clínica turca de injerto de pelo, parece que les bastó con aplicarse toda una serie de ungüentos con ingredientes tan variados como el ajonjolí, leche de perra, cenizas de ramas de olivo, zumo de murta, aceite de mata, polvo de moscas o emulsiones realizadas a base de heces humanas destiladas…», cuenta Alejandra Hernández en el libro. La última opción puede que diera buenos resultados, no lo discuto, pero había que estar muy desesperado…

–Durante el reinado de Carlos IV, la relación de este con su esposa María Luisa de Parma y a la vez con Godoy fue tal que llegaron a llamarlos de forma nada positiva «La Trinidad en la Tierra». Pues bien, parece que María Luisa, que dicen las malas lenguas pasó por la alcoba del ministro, no era lo que se dice una belleza palaciega. Alejandra Hernández cuenta: «Parece ser que los veinticuatro embarazos que tuvo y la vidorra que se pegó como consorte María Luisa de Parma, esposa del pachón Carlos IV, mermaron su salud hasta el punto de dejarla prácticamente sin dientes, por lo que recurrió a unos artesanos de Medina de Rioseco para que le fabricaran una preciosa dentadura postiza de porcelana. Y tan chula que fue la tía a partir de ese momento, sonriendo por la vida, hasta que llegaba la hora de comer, momento en el que se la quitaba sin ningún tipo de reparo delante de todos los comensales».

–El palacio de Versalles es símbolo de ostentación y de lujo. Basta darse un paseo en la actualidad por la Galería de los Espejos o visitar las impresionantes alcobas de Luis XIV y de su reina para imaginarnos el boato del Antiguo Régimen, pero la verdad es que en aquellos tiempos los nobles eran bastante guarros. El duque de Saint Simon, muy habitual en el palacio, contó en sus memorias que algunos miembros de la corte «orinaban sin decoro alguno entre cortinajes y pasillos» y que «las mujeres solían portar una pequeña palangana escondida en sus faldas que utilizaban para orinar cuando sobrevenía el apretón y cuyo contenido vertían automáticamente después en la sala en la que se encontrasen».

–Antes hablábamos de Juana de Castilla, pero el caso de otro rey español también afectado de eso que entonces llamaban «melancolía» (y que probablemente se trataba de una aguda depresión u otra enfermedad mental), Felipe V, el primer Borbón de nuestro país, fue aún más extremo: dormía de día y trabajaba de noche, casi no comía y estaba obsesionado con su propia muerte (…) Además, se dejó crecer las uñas de manos y pies sin control porque, si se las cortaban, le sobrevendrían –creía– todos los males de este mundo; tampoco es que se aseara mucho. Era tan escasa su afición a la limpieza que cuando murió, a los 60 años, al tratar de amortajarle quitándole la ropa que llevaba puesta –y que durante tanto tiempo se negó a quitarse– le arrancaban también jirones de piel.

–La cosa va ahora de esos entrañables bichitos llamados piojos. En la antigua Siberia había un curioso rito de cortejo: las zagalas del lugar lanzaban sus piojos a los mozos en los que habían puesto el ojo como muestra de su afecto e interés. Por su parte, los aztecas tenían por costumbre honrar al dios Moctezuma con una pequeña vasija de oro… repleta de estos pequeños insectos aficionados al pelo, al natural y al artificial, pues cuando los nobles se ataviaban con grandes pelucas no evitaban que están acabasen también infestadas de pediculus que conseguían traspasarlas y llegar hasta el cuero cabelludo.

–A todos nos han dicho desde pequeños lo importante que es la higiene bucal, pero no siempre hemos tenido flúor en forma de pasta dentífrica para cepillarlos (fuera Signal o Colgate, depende de gustos), y sobre prácticas del pasado en este sentido, la autora nos cuenta: «La higiene bucal también tuvo su importancia y para evitar la halitosis surgieron remedios tan interesantes como asquerosos. Uno muy común fue la combinación de ramas de romero quemadas y mezcladas con sus propias hojas, lo que daba lugar a una especie de pasta que se embadurnaba en un paño de lino y se restregaba por los dientes. La menos común y aparentemente saludable, pero no por ello poco conocida en la corte, fue la esencia de orina como sucedáneo del enjuague bucal».

–Y es que ya desde época prerromana la orina se convirtió en un must de la higiene bucal. No desperdiciaban ni una gota (pues era muy valiosa en el tratamiento del color de los tejidos), así que la que no iba a las lavanderías se utilizaba directamente como enjuague. Para hacerla más agradable al paladar, los romanos le añadían un poquito de piedra pómez. En la Antigüedad clásica, además, a la orina le atribuían grandes virtudes y casi facultades sobrenaturales: podría contribuir a curar enfermedades o dolencias tan variadas como la gota, la mordedura de un perro, e incluso, la obtenida de los eunucos servía –dicen– para realizar maleficios contra la fecundidad.

–Y terminamos con el rey inglés Enrique VIII, el que tuvo por afición mandar decapitar a sus esposas. Aunque pueda parecer lo contrario, no fueron aquellas infelices quienes le conocieron en su más grande intimidad, sino el conocido como Groom of the King’s Close Stool, el llamado «mozo del taburete», que era el nombre del mueble usado entonces como cagadero. Creado por Enrique VII en 1495, era la posición más alta en la Cámara Privada del rey, con funciones de atender las necesidades del soberano, pero bajo el octavo Enrique el cargo se amplió enormemente. Un puesto por el que, curiosamente, se daban de tortas los hijos de nobles e importantes señores de la corte. La razón no estaba relacionada con ningún tipo de coprofilia sino con el hecho de que, además de estar bien remunerado (faltaría más…) aquellos mozos acababan por lo general convirtiéndose en figuras poderosas, casi una suerte de secretarios reales que intervenían en importantes asuntos de Estado, incluidas las finanzas, y que cosechaban relevantes títulos nobiliarios y acumulaban propiedades.

El mozo del taburete se encargaba del suministro de agua, toallas y un lavabo para el rey al terminar de hacer sus necesidades (hay dudas sobre si realmente le limpiaba o no el culo…). El mozo de las heces era también el encargado de supervisar las excrecencias intestinales del monarca y de consultar con los galenos para asegurarse de que no estaba afectado de ninguna enfermedad.