Crítica reedita un clásico para comprender la Guerra Civil Española desde un punto de vista muy humano y alejado de lecturas simplistas o ideológicamente sesgadas, algo muy habitual en los textos dedicados a nuestra contienda fratricida, principalmente en los últimos y polarizados años. Se trata de Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española, del hispanista estadounidense Ronald Fraser, que dio forma a un ensayo profundamente revelador que no ha perdido un ápice de intensidad ahora que se cumplen nada menos que 40 años desde que fuera publicado por primera vez.
No se trata, sin embargo, de una obra objetiva –¿alguna lo es?–, por lo que ha sido criticada de no ser absolutamente fiel a la verdad histórica, algo que compensa el autor con la pasión con que abordó en su momento su composición, dando voz a aquellos que vivieron el conflicto en sus propias carnes , algo prácticamente inédito hasta entonces en relación a este espinoso asunto en nuestro país, sumido prácticamente todavía en los estertores de la dictadura.
En los años 70, el historiador Ronald Fraser entrevistó a distintos testigos de la contienda para dar forma a un completo y sensacional fresco de la guerra española, una década en la que aún era tabú y donde el posfranquismo aún se refería a ella como «la Cruzada».
La obra de Fraser ofrece el «testimonio colectivo» de muchos de los que participaron en la lucha o sufrieron sus consecuencias, acercándonos la realidad del sangriento conflicto civil con una viveza estremecedora. Una fuerza y un fervor narrativos que se mantienen más de cuarenta años después de su publicación original. Más de 800 páginas para sumergirse y paralizarse.
Desgranando las contradicciones de la sociedad española
Fraser fue un hispanista que nos legó otras obras emblemáticas sobre nuestro pasado más reciente, como Las dos guerras de España o La maldita guerra de España –que Crítica también reeditó en 2013–, donde aborda otro de nuestros grandes conflictos, nada menos que la historia social de la Guerra de la Independencia, esa misma que Ridley Scott ha pasado por alto (inexplicablemente debido a su trascendencia, pues sería la primera gran derrota de Napoleón) en el biopic del Gran Corso que protagoniza el camaleónico Joaquin Phoenix y que ha sido fruto de no pocas críticas –más historiográficas que cinematográficas–.
Pero volvamos al tema que nos ocupa que tiendo a irme por las ramas. Fraser conocía bien nuestro país: de padre escocés y madre estadounidense, se formó en Reino Unido, Estados Unidos y Suiza y fue profesor visitante de historia contemporánea de España e historia oral en el Universidad de California en Los Ángeles. Era también periodista, lo que dota de una gran frescura su trabajo historiográfico repleto de investigación de campo, entrevistas y testimonios. Vino por estos lares por vez primera en 1957, concretamente recalando en Mijas, cerca de Málaga.
De aquel viaje nacería con el tiempo el libro Mijas: República, guerra, franquismo en un pueblo andaluz, cuya primera edición precisamente llevaría el título de Tajos: República, guerra, franquismo… para evitar la censura franquista, y también el amor a aquella tierra le brindaría la oportunidad de publicar Escondido. El calvario de Manuel Cortés, que describe la tortuosa historia del alcalde homónimo republicano de Mijas, que hubo de estar escondido durante la posguerra sin poder salir por miedo a ser fusilado por los franquistas. Conocido como «el topo de Mijas», su historia serviría de inspiración a la premiada película de 2019La Trinchera Infinita, protagonizada por Antonio de la Torre.
El fresco multicolor de un país enfrentado
Más de 300 entrevistas (toda una proeza) a personas que participaron en el conflicto y que constituyen un amplio mosaico de opiniones que hacen revivir con enorme intensidad y dramatismo aquellos acontecimientos que tuvieron lugar hace más de 80 años y que, como buena historia oral, saca a relucir el punto de vista y motivaciones de los contendientes (unos voluntarios, otros obligados dependiendo del territorio en que estuvieran: estos tomados por los sublevados, aquellos fieles a la Segunda República), cómo experimentaron la guerra fratricida, también las contradicciones que se reflejaban en una sociedad profundamente desigual y distinta entre provincias, así como la forma en que vivieron la revolución y la contrarrevolución desde ambos bandos, contándonos de forma magistral el esfuerzo titánico del movimiento obrero y el socialismo por cambiar la realidad de una país profundamente anclado en el pasado (y que cometieron, igualmente, no pocos excesos) y el triunfo irremediable de los sublevados.
Durante sus últimos 25 años de vida Fraser vivió en Valencia con la historiadora Aurora Bosch, quien también ha recibido numerosos premios a su actividad investigadora, entre ellos el premio Willi Paul Adams 2013 que otorga la Organization of American Historians (OAH) al mejor libro sobre Historia de Estados Unidos en lengua no inglesa por Miedo a la democracia. Estados Unidos ante la II República y la Guerra Civil Española, que publicó precisamente la editorial Crítica en 2012.
La editorial Edaf acaba de publicar un exhaustivo y a la vez entretenidísimo ensayo que sitúa a la Inquisición española en su justo lugar en la historia. Un tribunal, el del Santo Oficio, que durante siglos fue objeto de grandilocuentes ataques por los partidarios de la llamada «Leyenda Negra» que tanto daño ha hecho al estudio del imperio español (lo que forjó un desvirtuado imaginario colectivo sobre su proceder), y cuyos procesos –del comienzo de las pesquisas al dictamen de las sentencias– son explicados con detalle en sus muy documentadas páginas.
No es un tribunal que despierte simpatía. Obvio: perseguía prácticas y creencias y fue el responsable de castigos que en muchos casos implicaban la pena de muerte. Cuando te delataban y ya eras sospechoso, nada bueno cabía esperar (aunque también se leyeron sentencias exculpatorias y se persiguió la falsa delación, como bien indican las Instrucciones del organismo). Hay que tener en cuenta que se estableció, y desarrolló, en un tiempo donde Dios y la Iglesia tenían la entidad que hoy tiene la política, algo que no es fácil de comprender para la mentalidad actual, y eso es capital a la hora de estudiar sus acciones, que es lo que hace el autor de La Inquisición Española. Realidad y procedimiento del Santo Oficio, Darío Madrid.
No es que fueran dignos de elogio muchos de sus procesos ni que haya que cantar las glorias de un tribunal constituido para castigar la herejía (en ocasiones con la pena capital –no, no había eso que hoy llamamos libertad de conciencia ni de religión–), pero tampoco fue el organismo aterrador, siniestro y despiadado que vendieron los enemigos de España, que eran muchos, ni el único de este tipo que funcionó en aquellos tiempos (incluidos los de la órbita protestante, en algunos casos mucho más sanguinarios). Ya sé, lo de «mal de muchos…» no es lo mejor a lo que agarrarse, pero es que era como funcionaba el sistema, nos gustase o no. Y no solo en Occidente.
Tampoco la Inquisición nació en estas latitudes, como cree erróneamente un amplio número de personas, sino que debemos remontarnos a tiempos medievales (a raíz de la herejía cátara) para ver su origen, aunque bajo el orbe de los Reyes Católicos Roma otorgaría privilegios especiales a los inquisidores de los reinos hispánicos que harían que la institución gozara por estos lares de gran popularidad (y a su vez fuera fruto de numerosos ataques, la de todos los enemigos de una Corona cada vez más poderosa) y se impulsara su expansión. Aquel proceso no estuvo exento tampoco de problemas y diferencias entre la corte española y el Vaticano.
Leyenda Negra VS Leyenda Rosa
Durante siglos la llamada Leyenda Negra vomitó pestes (y falsedades) contra diversas instituciones españolas, entre ellas, ocupando un lugar de honor, el Santo Oficio. Yo mismo, hace bastantes años, en un reportaje sobre instrumentos de tortura inquisitoriales, cometí el error de repetir datos –en gran parte erróneos– que se han divulgado hasta la saciedad sobre artefactos que jamás utilizó la Inquisición española (y sí, en varios casos, las «inquisiciones» de la órbita protestante); leer un libro así sirve para solventar errores de este tipo, de los que ninguno estamos a salvo, menos ahora con la información sin control que agita la red.
El autor incluye un amplio y detallado epígrafe, muy clarificador, sobre este punto, donde señala que la mayoría de instrumentos atribuidos al Santo Oficio son falsos, creaciones decimonónicas creadas para los llamados «Museos de la Inquisición» que pretendían aterrorizar a los visitantes, pero no siendo precisamente históricamente rigurosos; museos que hoy en día se pueden ver en muchos puntos de España, como Toledo o Cantabria.
No, la Inquisición Española no usó las llamadas «damas o doncellas de hierro», que parece que fueron un invento tardío inspirado en la denominada «capa de la infamia», usada en Alemania, ni tampoco artilugios como el «aplastacabezas» o la «pera vaginal u anal». Una de las directrices del Santo Oficio, recogida en sus Instrucciones, era precisamente que el reo, durante el tormento, no debía sangrar, y tampoco (en la medida de lo posible, aunque no siempre se lograba) se debía dañar ningún miembro, pues la finalidad última era la confesión. Entonces, ¿qué sentido tendría sacarle a un acusado literalmente los sesos o reventarle los intestinos?
El Auto de Fe de 1680 en la Plaza Mayor de Madrid.
No, no se usaban dichos artilugios, lo que no quiere decir que no se hiciera uso del tormento ni que no hubiese un procedimiento que el derecho actual no podría siguiera plantearse: «En el caso de que la denuncia tuviera verisimilitud, cierta gravedad a ojos de los inquisidores y no fuera anónima, se procedía a la detención preventiva del acusado. Debemos partir del hecho, al contrario de lo que es norma para el derecho penal actual, de que por aquel entonces se presumía que las denuncias eran ciertas. No regía el principio en base al cual el denunciado no era culpable hasta que se demostraran los hechos de que le acusaban. Era al revés: se presumía que el denunciado era culpable hasta que se demostrara su inocencia». Para más inri, el acusado no conocía la identidad de sus acusadores, aunque le quedaba el recurso del llamado «escrito de tachas», que explica muy bien el autor en estas páginas.
Aquello, claro, dificultaba las cosas para el que se encontraba en el punto de mira del Santo Oficio. Como cuenta Darío Madrid, fueron tres los colectivos que más denuncias presentaron ante la Inquisición: los vecinos y conocidos de los denunciados, los religiosos y sacerdotes, y personas que se encontraban detenidas que, en el curso de sus interrogatorios, ya fuera por los tribunales seglares o de la Inquisición, denunciaron a otras personas.
Está claro, por lo que se desprende del revelador contenido de este ensayo, que el autor no pretende ni mucho menos ensalzar la otra leyenda, la «rosa», que tiende a blanquear, también de manera fraudulenta, el pasado, pero la historia de hace cinco siglos no puede narrarse desde el punto de vista de los derechos humanos actuales (que no existían) ni las guerras desde el punto de vista (por otro lado loable) de un pacifismo que en siglos pretéritos no se concebía, pues la guerra formaba parte del desarrollo mismo de los estados.
Las persecuciones protestantes
En las páginas de este trabajo, que viene con un pliego central de fotografías que resumen a la perfección lo más notable de su contenido, Darío Madrid también nos sumerge en esa otra historia oscura de aquel tiempo en el que no solo la Inquisición española actuaba de forma implacable: también lo hacían –en ocasiones con muchos menos miramientos y sin ajustarse a norma alguna– las autoridades (por lo general civiles) de los países protestantes. Así, cuenta el martirio y ejecución del español Miguel Servet por la inquina de Juan Calvino (Servet había sido declarado hereje tanto por la Inquisición romana como por los protestantes), la persecución de los católicos en tiempos de Enrique VIII y su hija Isabel I (sin obviar la persecución protestante durante el reinado de la medio hermana de esta, María Tudor, quien llegaría a casarse con el español Felipe II), las guerras de religión en Francia o casos celebérrimos de brujería que afectaron al Santo Oficio (pocos), el más tristemente célebre el de las brujas de Zugarramurdi, que se materializó en el Auto de Fe de Logroño de 1606.
Como colofón, el autor nos ofrece sucintos apéndices, nada menos que las Instrucciones del Santo Oficio de Tomás de Torquemada así como las que fueron redactadas casi un siglo después por el también inquisidor general Fernando de Valdés.
He aquí el enlace para adquirirlo en la página de la editorial:
Aunque es habitual atribuir el término «leyenda negra» en relación a la manipulación de la historiografía hispánica al historiador y periodista madrileño Julián Juderías (1877-1918), no se sabe con exactitud su origen. Hay registros de que lo utilizaron antes que él escritores de la talla de Emilia Pardo Bazán (durante una conferencia en París) o Vicente Blasco Ibáñez. No obstante, las obras de Juderías (La leyenda negra y la verdad histórica y La leyenda negra: estudios acerca del concepto de España en el extranjero, entre otros títulos) contribuyeron como ninguna a extender el concepto por toda la comunidad hispanohablante.
Dando un salto a la actualidad, un libro que en los últimos años ha contribuido como pocos a internacionalizar dicha idea y a desmontar falsos mitos sobre nuestro pasado es un auténtico éxito de ventas que publicó (y ha reeditado numerosas veces en distintos formatos) Ediciones Siruela: Imperiofobia y Leyenda Negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, de la prestigiosa filóloga Elvira Roca Barea, con prólogo de Arcadi Espada, un ensayo que ha cosechado ya más de 150.000 lectores.
La autora acomete en este portentoso y revelador libro la cuestión de delimitar las ideas de imperio, leyenda negra e imperiofobia. De esta manera el lector podrá entender qué tienen en común los imperios y las leyendas negras que irremediablemente van unidas a ellos, cómo surgen creadas por intelectuales ligados a poderes locales y cómo los mismos imperios las asumen. El orgullo, la hybris, la envidia, no son ajenos a la dinámica imperial. La autora se ocupa de la imperiofobia en los casos de Roma, los Estados Unidos y Rusia para analizar con más profundidad y mejor perspectiva el Imperio español. El lector descubrirá cómo el relato actual de la historia de España y de Europa se sustenta en ideas basadas más en sentimientos nacidos de la propaganda que en hechos reales.
La primera manifestación de hispanofobia en Italia surgió vinculada al desarrollo del humanismo, lo que dio a la leyenda negra un lustre intelectual del que todavía goza. Más tarde, la hispanofobia se convirtió en el eje central del nacionalismo luterano y de otras tendencias centrífugas que se manifestaron en los Países Bajos e Inglaterra. Roca Barea investiga las causas de la perdurabilidad de la hispanofobia, que, como ha probado su uso consciente y deliberado en la crisis de deuda, sigue resultando rentable a más de un país. Es sabido por todos que el conocimiento de la historia es la mejor manera de comprender el presente y plantearse el futuro.
La revuelta en los Países Bajos por parte de los protestantes durante el reinado de Felipe II propició la represión hispánica comandada por el duque de Alba. Artífice del llamado «Tribunal de los Tumultos», sus acciones en Flandes serían el desencadenante de la llamada Leyenda Negra. Ahora, un nuevo título publicado por la editorial Desperta Ferro aclara los orígenes, el desarrollo y las consecuencias de la rebelión en esta parte de la vieja Europa controlada por los Habsburgo: Es necesario castigo.
Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III Duque de Alba, fue uno de los mejores generales que tuvo la monarquía hispánica a lo largo del siglo XVI, el de los Austrias Mayores Carlos V y Felipe II y las mayores glorias del imperio español (con algunas notables sombras y derrotas, desde varias bancarrotas al Saco de Roma o la derrota de la Grande e Felicísima Armada). Que Alba fue implacable en la persecución de los enemigos de la Corona en los Países Bajos (o allá donde de terciara) es algo de lo que no cabe duda. Eran siglos de mosquete, tercios, «voto a Dios», Inquisición y lealtad al rey (esa que hoy es casi inexistente) y ningún mandatario o general del mundo, ya fuese católico o protestante, musulmán o hindú, se andaba con chiquitas.
No se puede juzgar la España de hace cuatro o cinco siglos según los valores (por otro lado, loables y necesarios) de los derechos humanos, el pacifismo o la tolerancia del siglo XX o lo que llevamos del XXI. Esos derechos existen, aunque muchas veces no se cumplen: mientras esto escribo la situación en la franja de Gaza es catastrófica, Ucrania sigue en guerra con Rusia, otros conflictos se mantienen aunque estén olvidados –Siria, Yemen, Afganistán…– y no hay que olvidar que el Holocausto, el Holodomor o el Genocidio armenio, entre otras múltiples salvajadas contra el género humano, tuvieron lugar el siglo pasado. No, el hombre no ha cambiado, si acaso para peor. Pero aunque no se cumplan, esos derechos humanos existen; no existían en el XVI.
Al grano: Alba no era un santo –ni creo que lo pretendiera–, por muy devoto que fuera, que cualquier Grande de España en tiempos de Contrarreforma era y debía serlo. Pero de ahí a que fuera un monstruo que, cual hombre del saco renacentista, venía por las noches a comerse a los hijos de los protestantes, va un trecho. Cosas de esa Leyenda Negra que tanto daño hizo y que en gran parte nació –y se expandió– en tiempos del duque, a través de figuras como Guillermo de Orange o el exsecretario de Felipe II Antonio Pérez. Un humilde servidor tampoco es un gran defensor de las grandezas continuadas del imperio ni un fervor partidario de la antagónica Leyenda Rosa que también tiende a edulcorar ciertas acciones. Ni todos fueron malos ni todos buenos ni eran tiempos de parlamentos, pactos, congresos ni senados.
No es cuestión aquí ni de divagar ni de contar la historia del Rey Prudente, sus generales o los múltiples aspectos que abarca la figura de Alba. Haremos una breve incursión en sus andanzas en los Países Bajos y aprovechamos para recomendar un libro que pone los puntos sobre las íes y nos aclara cómo fue realmente la campaña del español en tierras neerlandesas como gobernador de los Países Bajos.
Grande de España
Arquetipo de la nobleza castellana, desde muy joven estuvo al servicio de los reyes españoles, primero de Carlos V y más tarde de Felipe II, durante cuyo reinado obtendría sus mayores hazañas y se gestarían también sus múltiples sombras. Sería un brillante militar, cortesano, diplomático y consejero. Luchó en Túnez frente a los otomanos y en la Jornada de Argel contra las fuerzas de Barbarroja. Investido como Caballero de la Orden del Toisón de Oro por Carlos V en 1546, ya cuando el emperador, acechado por su mala salud, pensaba abdicar en su primogénito, nombró a Alba mayordomo mayor del príncipe Felipe, convirtiéndose en mayordomo mayor del rey de España a la muerte del emperador y tras la consagración de Felipe II, cargo que mantendría hasta su fallecimiento en 1582.
Tras acompañar al Rey Prudente a Inglaterra para su enlace con María I Tudor (hija de Enrique VIII y la española Catalina de Aragón), fue nombrado Gobernador del Ducado de Milán y virrey de Nápoles, hasta que llegó 1566 y se produjo en los Países Bajos la llamada «Tormenta de Imágenes», entre los meses de agosto y octubre, cuando los protestantes calvinistas profanaron lugares de culto católico y destruyeron estatuas de iglesias y monasterios. Ante la gravedad del asunto, Felipe II envió al III Duque de Alba al mando de un poderoso ejército formado por 10.000 hombres desde Milán hacia Flandes.
Margarita
Una vez allí Alba sustituyó al frente de la jurisdicción civil a la hasta entonces gobernadora de los Países Bajos, Margarita de Parma (hija ilegítima de Carlos V con Johanna Maria van der Gheynst), que había tenido que administrar dicha zona en un momento realmente delicado en el ámbito económico y religioso –con numerosos complots por parte de la nobleza flamenca– que conduciría finalmente a los grandes disturbios citados.
¿Tumultos o derramamiento injustificado de sangre?
Al analizar la situación y comprobar in situ la rebeldía de gran parte de la nobleza local contra la monarquía hispánica y su apego a la causa protestante, se instauró con la aprobación del segundo Felipe, el 5 de septiembre de 1567, el llamado Tribunal de los Tumultos. El tribunal condenó a 8.957 personas entre 1567 y 1576, de las que serían ejecutadas 1.083, siendo desterradas 20. También se ordenó la confiscación de los bienes de los condenados.
Egmont
Entre los condenados a la pena capital estaban los nobles flamencos Lamoral de Egmont y Felipe de Montmorency –conde de Horn–, considerados aún hoy mártires y héroes en tierras neerlandesas. Considerados instigadores de las revueltas, fueron decapitados en Bruselas y sus cabezas expuestas durante tres horas como escarnio público. En España también sería detenido Floris de Montmorency, hermano menor del conde de Horn, que se hallaba en Madrid en calidad de diplomático negociando ante la corte una tregua. Condenado por el Tribunal de los Tumultos, el Duque de Alba envió su sentencia a la corte y Montmorency fue condenado a muerte en 1570. En lugar de ser enviado a Flandes para su ejecución, fue estrangulado en secreto (posiblemente por orden de Felipe II), aunque se dijo que había fallecido por enfermedad.
Montmorency
Aquella represión sembró un gran resentimiento en los Países Bajos gobernados por los Habsburgo, y los súbditos de la Corona española, desde los aristócratas al pueblo llano, bautizaron a Alba como «el Duque de Hierro», y a su tribunal lo rebautizaron como «el Tribunal de la Sangre», desencadenando gran parte de la Leyenda Negra sobre el reinado de Felipe II, la Contrarreforma, la Casa de Alba y todo lo que tuviera aroma hispánico y católico.
El duque de Alba devorando a un niño. Pura Leyenda Negra.
Tumba del III Duque de Alba
Aunque está muy extendida la idea de que el duque es una suerte de «coco» para los niños holandeses, lo cierto es que tal dato es pura leyenda que se basa en un grabado anónimo contemporáneo a los hechos en el que Álvarez de Toledo aparece devorando a un niño, con una bestia apocalíptica de tres cabezas de fondo. No creo que hoy los pequeños en los países bajos sepan quién fue el Duque de Alba, o este amenice sus festividades de Halloween, aunque sí es cierto que lo consideraron en su tiempo, debido a los estragos que causó entre la comunidad protestante, un «demonio con gorguera», una suerte de versión flamenca del hombre del saco que se aparecía a los niños que no dormían o se portaban mal.
Pío V
Cuentan polvorientas crónicas que los enemigos de España y del papa de Roma (entonces Pío V, artífice de la Santa Alianza, quien había concedido a Álvarez de Toledo la Rosa de Oro, el estoque y el capelo bendito a través del breve Solent Romani Pontifices el 26 de diciembre de 1566) huían despavoridos al grito de «¡Que viene el Duque de Alba!».
Guillermo de Orange
Como señala Àlex Claramunt en Es necesario castigo, recientemente editado por Desperta Ferro, Alba, que ya pasaba de los 60 años, «tuvo que bregar con burgomaestres y abades díscolos, con una población que observaba con temor a los soldados españoles veteranos llegados con el duque, y con las incursiones de los mendigos del mar, piratas empleados por Guillermo de Orange, el principal líder de los rebeldes huidos al extranjero. El descontento de la población ante las políticas defensivas y fiscales del duque de Alba se agravó por una serie de catástrofes naturales en forma de inundaciones y malas cosechas, y desembocó en 1572 en la revuelta masiva de Flandes desencadenada por la conquista de la ciudad holandesa de Briel el 1 de abril de aquel año por los mendigos del mar. La rebelión se extendió con rapidez de norte a sur de los Países Bajos y enfrentó a Alba al mayor desafío con el que se había topado hasta ese momento».
En este documentado y vibrante libro Claramunt nos traslada al verdadero inicio de la Guerra de Flandes, una época en la que, aunque el duque logró derrotar a Guillermo de Orange en las provincias del sur, y aunque en una ardua campaña recuperó mucho del terreno perdido merced a la veteranía de los Tercios españoles, incluida la estratégica ciudad de Haarlem tras un épico asedio de ocho meses, el ejército real no logró imponerse a los rebeldes, que lograron asentar en las provincias de Holanda y Zelanda una administración política y militar que propició el surgimiento, unos años después, de las Provincias Unidas de los Países Bajos.