A mediados del siglo XVIII llegaron a España vientos nuevos, ilustrados. Lejos quedaban ya los tiempos de los cuatro Felipes y de Carlos II el Hechizado, cuando el pueblo de Madrid se reunía en la Plaza Mayor para celebrar un auto de fe en el que se quemaba a algún desdichado acusado de herejía o brujería.
Pero las creencias supersticiosas, tan arraigadas en la Península Ibérica, seguían vigentes en el imaginario español, y aún bajo el reinado de Carlos III y su despotismo ilustrado, tiempo en que florecieron las ciencias y las artes, el populacho seguía sin resignarse a abandonarlas, circulando todo tipo de leyendas que muchos consideraban reales.
Un buen día, dos guardias de corps que paseaban por las inmediaciones de los que hoy es el Viaducto madrileño, creyeron ver una extraña sombra que salía de entre las nubes y que tenía forma de anciana vestida de luto y montaba sobre una escoba. Asustados, los guardias entraron en una taberna cercana y tras pedir una buena dosis de vino para reponerse, contaron a los allí presentes lo que habían visto. El mozo de la taberna, acostumbrado a cotilleos y supercherías varias, afirmó que se trataba del «espíritu de Andrea», que de un tiempo a aquella parte venía apareciéndose por las cercanías del Palacio Real. Al parecer, Andrea era una mujer de armas tomar en tiempos del rey Fernando VI, que había muerto de forma misteriosa cuando paseaba por aquella misma zona: un remolino de aire surgió de repente y se la llevó en volandas, sin que se volviera a saber nada más de ella. En los últimos meses varios vecinos decían haberla visto a lomos de una escoba, como los mismos guardias de corps.
Pronto circuló aquel suceso, aderezado por la imaginación popular, por todo Madrid y los alrededores del Palacio Real comenzaron a llenarse de curiosos ávidos por observar a la esquiva Andrea. Ésta, respondiendo a la habitual actitud caprichosa de los «fantasmas», no volvió a aparecer, pero entre la multitud no tardó en aparecer un espontáneo que gritó: «¡Allí, allí!», señalando a lo alto del palacio. Y algunos creyeron ver la figura del demonio allí arriba, totalmente rojo y llameante, con el tridente en las manos paseándose de una nube a otra. Al momento comenzó a llover de forma torrencial y los curiosos no tardaron en afirmar que «el Malo» –que así llamaban entonces al maligno– había provocado aquel diluvio para desbaratar la concentración, celoso de la popularidad de la bruja, toda una estrella del Madrid ilustrado. Los presentes se hicieron la señal de la cruz y no tardaron en encontrar a los culpables de aquello: los ministros extranjeros que había traído Carlos III desde Nápoles…
¡Quiénes podrían ser si no!
Y trata de esclavos…
La España de Carlos III y el final del Antiguo Régimen no son un tema habitual en las novedades editoriales fuera del ámbito académico, al menos en comparación con la España imperial, los Austrias o las numerosas publicaciones sobre Felipe II y sus sucesores en el trono hispánico. En el marco temporal de los narrado en este post, aunque de temática completamente diferente, destaca una novedad bibliográfica que ha lanzado hace unos meses Alianza Editorial y de cuya lectura he disfrutado precisamente por la difusión –minuciosa– que hace de un tema poco conocido en relación con nuestro país, y en concreto con su capital: el de la esclavitud por estos lares entre los siglos XVIII y XIX.
El título en cuestión es La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837. De moros de presa a negros de nación. En sus documentadas páginas, el profesor titular del Departamento de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid, José Miguel López García, reconstruye las peripecias –más bien desdichas– vitales de unos hombres marginados que la historiografía relegó por completo al olvido, mostrándonos la realidad de un Madrid multiétnico cuyos gobernantes promocionaron lo que se dio en llamar «la trata negrera», exhibiendo públicamente a sus esclavos para mostrar su podería ante una sociedad que, a pesar de hallarse a las puertas de la modernidad, estaba todavía marcada por los estratos sociales, la injusticia y la opresión en la que el esclavismo, que siempre suele vincularse con el Nuevo Mundo y en concreto las tierras de Norteamérica, fue uno de sus aspectos más ignominiosos, una práctica que ocurrió hasta bien entrado el siglo XIX.
Uno de los episodios más desconocidos del Tercer Reich fue la expedición alemana que envió al Tíbet el líder de la Orden Negra en 1938 bajo la dirección de su retorcida Ahnenerbe. A través de aquella odisea los nazis intentaban descubrir, cómo no, una vez más, los orígenes de la raza aria; un origen de tintes míticos y connotaciones esotéricas que los dirigentes de las SS creían poco menos que sobrenatural. ¿Cuál fue la verdadera intención de aquella arriesgada epopeya?
Parece ser que los expedicionarios pretendían, a instancias de Heinrich Himmler, hallar también referencias a Shambhala, un reino mítico que según diversas tradiciones se hallaría escondido en algún lugar más allá de los bastiones nevados del Himalaya, cobijo, quizá, del esquivo «Rey del Mundo», el cual un día, cerca de la perdición –no olvidemos que Europa estaba a punto de enfrentarse al mayor conflicto de la historia– saldrá de su ciudad secreta con un gran ejército para eliminar el odio y comenzar una nueva era dorada de paz y prosperidad –para los nacionalsocialistas, claro, regida por arios–.
Poco después de su vertiginoso ascenso al poder, el Reichsführer tuvo conocimiento de la existencia de un joven oficial alemán cuyos libros sobre sus arriesgados y poéticos viajes por Asia estaba causando furor en Berlín. Se llamaba Ernst Schäfer y ya había llevado a cabo dos peligrosas expediciones a las lejanas tierras del Tíbet, lugar donde Himmler, siguiendo los trabajos de Madame Blavatsky, entre otros, creía que podrían hallarse los orígenes míticos de su «raza divina» que, no obstante, se buscaron en lugares tan remotos como Escandinavia, la propia Alemania e incluso Oriente Medio a instancias de la Ahnenerbe, la Sociedad Herencia Ancestral Alemana, un instituto de investigación creado ex profeso para dar rienda suelta a las obsesiones paganas y ocultistas de Himmler.
En las entrañas del Reich milenario
Consumado cazador, Schäfer fue el primer occidental que abatió a un oso panda y en sus viajes se hizo con especímenes prácticamente desconocidos en Europa que engrosarían los museos de ciencias naturales que comenzaron a construirse en el siglo XIX. A su regreso publicó varios libros; lo que no sabía entonces es que realizaría una tercera expedición a aquella misteriosa tierra, esta vez completamente alemana, y Alemania, en los años 30, era el reinado del Tercer Reich.
Ernst Schäfer, al frente de la expedición.
Era ya oficial de las SS, cuando Heinrich Himmler, profundamente interesado en su trabajo, llamó a Schäfer para reunirse con él. Corría el año 1936 cuando Ernst, subteniente de la Orden Negra, entró en el despacho del Reichsführer en Prinz-Albrecht-Strasse, su cuartel general en Berlín, que pude visitar en 2017 y del que solo quedan los cimientos, sobre los que se ha edificado una suerte de museo de la memoria en el corazón de la capital alemana. Cuando Schäfer fue a reunirse con él acababa de fundar la Ahnenerbe y sentía verdadera fascinación por las religiones y la mitología oriental. Al parecer, según su masajista, Felix Kersten, llevaba siempre consigo, como El Corán, un cuaderno en el que había reunido textos del Bhadavad Gîta, la «Canción del Señor» hindú. La lectura de las novelas Demian y Siddhartha de Herman Hesse en su juventud, le llevaron hasta este texto sacro hindú, cuyo mensaje de reencarnación –él que se creía la de Enrique el Pajarero- y karma, abrazó gustoso. Estaba fascinado por el sistema de castas y por su élite, los brahmanes y los kshatriyas guerreros, que aplicaría también a su Orden Negra.
Prinz-Albrecht-Strasse
En 2017 la editorial Pasado & Presente publicó una magnífica edición en tapa dura de las memorias del masajista anotadas y ampliadas por su hijo –pues existe una versión previa de los años sesenta–, Arno Kersten, Las confesiones de Himmler. Diario inédito de su médico personal, donde el lector podrá conocer a fondo la estrecha relación que el médico mantuvo con el Reichsführer y que supuestamente le serviría, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, para convencer al líder de las SS de liberar a numerosos presos judíos de los campos de concentración, sobre lo cual hay cierta controversia histórica entre estudiosos.
Había, además, un importante matiz para que las SS pusieran sus ojos en el Tíbet; desde el siglo XIX, como ya vimos, los alemanes miraron hacia Asia Central como cuna de esa raza aria que obsesionaría a los nazis, la tierra de la Gran Hermandad Blanca de Blavatsky. Precisamente allí los investigadores de la calavera debían encontrar vestigios de esa raza “divina”, comprobar teorías como la Cosmogonía Glacial que tanto fascinaba a Himmler y al Führer o la más extravagante de la Tierra Hueca –hoy, tristemente, asistimos a un auge de terraplanistas y otros iluminados, generalmente acólitos de Trump y la ultraderecha–, e investigar sobre exóticas leyendas orientales como Shambhala y Agartha, que habían contribuido a extender en Occidente la citada ocultista rusa y exploradores como el polaco Ferdinand Ossendowski o el también ruso Nicholas Roerich.
En busca de la Arcadia perdida
Capitaneada por Ernst Schäfer la expedición contaba también entre sus filas con Bruno Beger, un joven y aplaudido antropólogo también buscaba los orígenes de esa obsesiva «raza superior», los arios, un pueblo al que él mismo llamaba los «európidos». Desde principios del siglo XIV se había difundido en Alemania la creencia de que las razas arias se habían expandido desde Asia Central, probablemente desde el Tíbet.
El profesor Günther.
El profesor que inculcó a Beger su fanatismo fue Hans F. K. Rassen Günther, para quien el noroeste de Europa era la cuna de los nórdicos. Como en el mito de la Atlántida que cautivó a Wirth, los nórdicos de los que hablaba este personaje se habían llevado con ellos la ciencia de la construcción y un sofisticado sistema social, dejando a su paso dólmenes y círculos de piedra en distintos lugares del mundo. Para Rassen Günther, en la India habían compuesto los Vedas hindúes. Nada menos.
En su camino los arios más débiles habían cedido a la tentación y se habían fusionado con las razas inferiores, derrumbándose el gran imperio nórdico. En los Vedas, afirmaban, resuena el lamento por esa inmoral mezcla de razas, al igual que en el sistema de castas. De aquella «contaminación» de la sangre el profesor culpaba al budismo, como lo haría también Schäfer.
Himmler, que había bebido de las publicaciones de la Sociedad Teosófica alemana y de las descabelladas teorías de la rusa Helena Petrovna Blavatsky, estaba convencido de que en algún lugar del Himalaya podían esconderse refugiados arios. Junto a Schäfer y Beger partirían hacia el Tíbet Karl Wienert, geofísico y Ernst Krause, entomólogo y fotógrafo, y el experto en técnica y organización era Edmund Geer, mano derecha del propio Schäfe
Sin embargo, los preparativos para el viaje no fueron fáciles. En el otoño de 1937, la mujer de Ernst, Hertha, murió de forma accidental durante una cacería, cuando se le disparó un rifle a su marido. Aquella pesada carga agriaría el carácter del alemán, quien tendría problemas con su equipo durante su epopeya. Luego, Ernst tuvo que viajar a Londres para convencer a las autoridades británicas de que les concedieran los permisos para cruzar los territorios pertenecientes a la Corona. Y las autoridades británicas no hacían lo que se dice buenas migas con los alemanes a las puertas de la mayor contienda de la historia contemporánea.
Mientras se hallaba en las oficinas de la Ahnenerbe, Karl María Wiligut, el Rasputín de Himmler, en otro de sus arranques de extravagancia, le pidió que descubriera cuanto pudiese sobre las costumbres matrimoniales en el Tíbet, que quería aplicar en el Reich. A oídos del místico había llegado una leyenda fascinante: las mujeres tibetanas alojaban piedras mágicas en la vagina, y Beger debía «investigar» si era cierto. De si lo hizo o no, y de cómo llevó a cabo tal extravagancia, no tenemos datos.
Una vez en Asia y tras no pocas dificultades, desde la Indian Office enviaron un telegrama en el que se prometía a Schäfer y compañía viajar al norte de Sikkim, pero no más allá. Sir Basil Gould, funcionario político destinado en Gangtok, debía vigilarlos, pero el éxito de los alemanes sería mayor del esperado por los miembros del Foreign Office. Sikkim era un reino montañoso muy pequeño y apartado, pero era una puerta de entrada al Tíbet. Una vez allí, el antropólogo Beger se dedicaría a realizar sus poco éticas mediciones, y es que entre las diferentes tribus del lugar se encontraban los buthia, la élite del Tíbet; la aristocracia tibetana era la que más atraía la atención de los alemanes, pues creían que en ella podría hallarse, quizá, el eslabón perdido de la raza aria ancestral.
El antropólogo racial Bruno Beger.
Beger haría minuciosos análisis de los rasgos físicos de los lugareños –color de ojos, cabello, piel…– y realizaría siniestras «mediciones craneales»: medía la longitud, anchura y circunferencia de sus cabezas, la altura y la anchura de su frente, boca, nariz, pómulos… según la ciencia racial imperante en el Reich, los nórdicos, la raza superior, se distinguían por un frente ancha y un rostro alargado, rasgos que Beger afirmaría encontrar en algunos miembros de la nobleza tibetana.
Utilizaba también máscaras faciales de yeso, material que esparcía sin miramientos sobre el rostro de los tibetanos, que les provocaba ahogamiento, escozor e incluso quemaba su piel. En una ocasión estuvo a punto de provocar la muerte de un joven, Passang, uno de los sherpas de la expedición, quien sufrió convulsiones cuando la pasta de yeso penetró por sus fosas nasales y su boca.
Rumbo a la ciudad sagrada
Gracias a la diplomacia y a sus dotes para la persuasión, Schäfer obtuvo el permiso del Consejo de Ministros tibetano para acceder a la ciudad sagrada de Lhasa. Ningún alemán había logrado tamaña proeza. Fue su primera gran victoria. La larga comitiva iba presidida por banderas con la esvástica nazi, a pesar de la exigencia de Himmler de que fueran discretos por aquellas tierras.
Durante la mística travesía por Asia, Karl Wienert también trabajaba sin descanso intentando medir el misterioso poder «magnético» de la Tierra, y Sikkim y el Tíbet meridional eran un enigma para los geofísicos. Es posible que Wiener participara del entusiasmo de Himmler por la teoría de la Cosmogonía Glacial de Hans Hörbiger; según él, la raza ancestral aria había descendido a la Tierra envuelta en un manto de hielo, y pensaba que lo había hecho en el Tíbet, donde se hallaban ahora sus oficiales de las SS.
Entretanto, Ernst Schäfer se entregaba de forma enfermiza a la caza para conseguir exóticos especimenes para los museos del Reich. Bruno Beger confirmaría más tarde que Schäfer, realmente fuera de sí, en ocasiones llegaba a beber la sangre de algunas de sus presas tras haberlas degollado. Según éste, le conferían fuerza y potencia, rasgos distintivos de esa raza aria de tintes míticos.
Estaba decidido a llegar hasta el Tíbet, a pesar de los inconvenientes, y mientras se hallaban en Gangtok abasteciéndose de provisiones, les llegó una carta oficial de Himmler que, como recompensa por sus logros, les había ascendido en el seno de la Orden Negra. La expedición, pletórica, partió hacia Lhasa y la noche del 21 de diciembre de 1938 los miembros del equipo celebraron la llegado del solsticio de invierno realizando un ritual pagano: encendieron una hoguera con troncos y ramas secas y cantaron una vieja marcha militar alemana, Flamme Empor «Álzate llama», una especie de talismán del Tercer Reich.
Réting Rinpoché
La mañana del 19 de enero de 1939, la expedición contempló maravillada el palacio de Potala, la fabulosa morada del Dalai Lama en Lhasa. Ahora, sin embargo, la reencarnación del jefe espiritual y político del Tíbet era un pequeño que se encontraba retenido en un monasterio alejado, y en su lugar gobernaba el país un Consejo de Ministros y el poderoso regente Réting Rinpoche, que acabaría recibiendo a los alemanes.
La expedición permaneció en Lhasa mucho más tiempo del que en principio les habían concedido, y pudieron filmar, fotografíar y obtener miles de muestras que servirían para las investigaciones «científicas» de la Ahnenerbe y del retorcido Himmler. Entre otras festividades, pudieron grabar la espectacular ceremonia de celebración del Año Nuevo, con magníficos bailes y mascaradas que mostraban la lucha entre el bien y el mal. Además, Schäfer recolectó numerosas semillas con la intención de sembrar nuevas variedades más duras y resistentes de cereales en el Reich –como sabemos, otra de las obsesiones del Reichsführer desde sus tiempos como estudiante de agronomía–.
Lhasa, Hakenkreuz-Bildhauerei
Durante su estancia, Beger se hizo con una valiosa copia de una enciclopedia del lamaísmo en 108 volúmenes, textos prohibidos a los extranjeros, y hojas sueltas sobre tablillas que –pensaba– podrían arrojar luz sobre la presencia de los antiguos señores arios en el Tíbet. De allí partieron hacia el valle de Yarlung, donde los tibetanos creían que se hallaba el origen divino de sus primeros reyes, que gobernaban desde una gran fortaleza llamada Yumbulagang. Para Schäfer, era un lugar ideal donde buscar los indicios de los primeros señores nórdicos, indicios que los nazis parece que no hallaron.
Después se dirigieron rumbo a Xigaze, la segunda capital más importante del Tíbet; pero el viaje estaba llegando a su fin, pues con los ojos de Hitler puestos en Polonia, era muy posible –como finalmente sucedió– que estallara una guerra en Europa; entonces, los científicos alemanes pasarían de ser incómodos visitantes a enemigos de guerra de los británicos.
Así que, gracias a la ayuda de Heinrich Himmler, que envió fondos, pusieron rumbo a Alemania. Llevaban consigo cientos de pieles, especímenes disecados e incluso animales vivos, entre ellos razas de perros para el Führer, 1.600 variedades de cebada y 700 de trigo y avena… Beger había medido a 376 personas y sacado moldes de cabezas y rostros de otras 17, incluyendo la de dos de las personas más poderosas del Tíbet. Basándose en sus mediciones, el antropólogo, que tiempo después sería uno de los responsables de las atrocidades de la Ahnenerbe en los campos de concentración, como veremos, creía muy probable que la raza nórdica hubiera cambiado el curso de la historia asiática; la prueba residía en los supuestos rasgos nórdicos de los nobles tibetanos: «elevada estatura con largos cabellos», «pómulos retraídos», «nariz muy prominente, recta o ligeramente curvada», «cabello liso y la percepción de sí mismos como dominantes».
A su regreso, los expedicionarios se convirtieron en auténticos héroes. A Schäfer, Himmler le regaló un anillo con la calavera de las SS y la espada ceremonial de la organización, la Ehrendegen, que llevaba grabado un doble rayo rúnico. Ernst aún no tenía 30 años y ya se había convertido en uno de los hombres más célebres del Reich. Sin embargo, no había conseguido llevar a cabo sus planes de emplear Afganistán y el Tíbet como trampolines para el ataque al Imperio británico. Su faceta de explorador era sin duda mucho más eficiente que su faceta de espía del Reich –aspectos que en los miembros de la Ahnenerbe iban muchas veces unidos–.
A su regreso a Alemania, Schäfer montó el documental Geheimnis Tibet, a través de la compañía cinematográfica Tobis, un documento de gran valor hoy en día realizado con las espectaculares imágenes tomadas en los bastiones helados del Himalaya, donde se podía ver la ceremonia sagrada de Lhasa, a Bruno Beger realizando mediciones craneales y máscaras de yeso de los tibetanos o las banderas con la esvástica ondeando en un paisaje helado y prácticamente desconocido para los occidentales de los años treinta del siglo pasado.
Los héroes alemanes del Tíbet no imaginaban lo que les esperaba en tiempos de guerra; algo muy diferente a su epopeya asiática, algo que contaré en otro post.
El que subió al trono como «El Deseado», aclamado por un pueblo que gritaba «¡Vivan las Caenas!», acabó sus días pasando a la crónica española como «El Rey Felón», el personaje más vilipendiado y odiado de la historia de los últimos siglos hispánicos, por encima, incluso, de generalísimos de panteón. Sí, habéis leído bien.
Pero lo cierto es que el séptimo de los Fernandos, a pesar de una política nefasta en muchos sentidos y un carácter de esos de «echarle a comer aparte», también tuvo muchos enemigos políticos, vivió en una época compleja previa a las guerras carlistas –las primeras «guerras civiles españolas» como tal, que causaron sus propias decisiones in extremis– y por supuesto en gran parte fue víctima de esa «leyenda negra» que tanto afea los reinados precedentes y a los personajes de mayor calado historiográfico.
Fernando VII (Wikimedia Commons)
Hablar de Fernando VII, de sus sinsabores, éxitos –que también los tuvo– y contradicciones, daría para tres tomos tamaño «El Libro Gordo de Petete», si no más, así que lo que haré en las próximas líneas es recomendar varios trabajos centrados en el personaje, de bastante calidad –unos más densos que otros, alguno meramente divulgativo–, para centrarme después en un aspecto puramente morboso, y también salpicado de ese oscurantismo legendaria de las crónicas de partidarios de un bando político o de otro; que al final, como seguimos escuchando a diario en RRSS, en los medios o entre nuestros conciudadanos, «todo es política»… «y dinero» añadiría –o la falta de él–.
Y ese aspecto puramente morboso no es otro que el del sexo y la alcoba, para amenizar un rato el exaltado panorama político actual que bien podría ser el de las intestinas luchas por el poder de los tiempos de Godoy, Carlos IV o el mismo Fernando VII, también con personajes egregios con escándalos en paraísos fiscales, amantes y contradicciones patrias.
Bueno, dejo de irme por las ramas, algo a lo que acostumbro, y a continuación marco varios de esos trabajos que me han parecido bastante interesantes sobre el personaje, su marco histórico y la impronta que dejó su legado monárquico:
–Hace ya bastantes años, en 2006, Fernando González Duro publicaba en Oberón Fernando VII. El Rey Felón, una biografía con gancho narrativo y facilidad lectora incluso siendo bastante rigurosa en cuanto a datos historiográficos. Casi un libro académico pero apto para todos los públicos y gustos que clarifica un personaje con más sombras que luces, pero de relevancia capital en el desarrollo historiográfico de la nación española. Todavía es posible adquirirlo en distintas webs.
–Recientemente, la editorial Almuzara, a la que dedicaré en breve una amplia entrada centrada en su apasionante colección sobre la Guerra Civil Española –de todos los colores e inclinaciones, auténticas rarezas bibliográficas–, publicaba un libro no centrado exclusivamente en Fernando VII, sino en la política en general, pero en él puede leerse un pasaje tan curioso como desconocido sobre su reinado: el llamado «escándalo de los navíos», el chasco que se llevó don Fernando cuando compró cinco bajeles al imperio ruso que al llegar a puerto español hacían aguas por todos lados –y que el mandatario y sus ministros ocultaron a la opinión pública, como es bien acostumbrado entre políticos tanto en tiempos pasados con en la más candente actualidad–; una estafa rusa en toda regla al gran imperio español que había luchado contra las tropas napoleónicas. El ensayo es obra del célebre divulgador histórico Alfred López (responsable del blog «Ya está el listo que todo lo sabe»), aquí tenéis el link para adquirirlo: http://almuzaralibros.com/fichalibro.php?libro=4443
–Y en 2018, Tusquets Editores, del Grupo Planeta, publicaba una monumental monografía del monarca absolutista: Fernando VII. Un rey deseado y detestado, del historiador Emilio La Parra, que mereció el XXX Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. Más densa y voluminosa que la de González Duro, no obstante es una biografía minuciosamente contrastada y documentada, plagada de fuentes, citas y documentos en muchos casos consultados por vez primera por el autor tras permanecer en el olvido durante siglos en archivos y bibliotecas varias, privándonos a los curiosos y a los historiadores de datos de no poca relevancia para entender el contexto de su época y de la propia figura borbónica.
Y ya vamos a la entrada en sí, que mira que me gusta enredar, como los viejos cortesanos: los escarceos amorosos del Rey Felón y sus escandalosos asuntos de alcoba. Por cierto, en relación a este punto y con un toque sensacionalista que hoy podríamos tildar de «retro» (por antiguo) o de «pionero», según se mire, por la fecha, es una de las joyas de mi biblioteca regia, el libro Las mujeres de Fernando VII, del Marqués de Villa-Urrutia, una joya publicada en Madrid en 1925 –dejo foto–. Si aún sois capaces de adquirirlo, y a un precio razonable, no me lo pensaría. Es un incunable.
Un rey Felón, y «Biendotado»
Ya he comentado que no vamos a entrar aquí en lo que hizo mal este Borbón, que fue mucho –y ahora que la dinastía en nuestro país no pasa precisamente por su mejor momento– pero sí en que demostró una gran virilidad para con el sexo opuesto, al menos cuando aprendió a relacionarse con las mujeres, que no fue pronto ni de forma espontánea.
Fernando fue casado en primeras nupcias, a riesgo de malformaciones endogámicas tan propias de los soberanos, con su primera hermana María Antonia de Borbón Dos Sicilias, y cuentan que en su noche de bodas, cuando ambos contrayentes contaban casi 18 primaveras y estaban en el punto álgido de su juventud, el hijo de Carlos IV era un auténtico lego en técnicas amatorias; tanto, que no sabía qué hacer en el lecho, aparte de observar anonadado el cuerpo desnudo de su joven esposa y de manosearle reiteradamente, como dijo algún que otro cronista malicioso, «los turgentes pechos», que al parecer lamió con entusiasmo antes de sentarse y ponerse «a bordar zapatillas» que parece que era su hobby favorito (aunque este punto apesta a apócrifo).
Fernando VII (Wikimedia Commons)
En las noches siguientes, Fernando, estupefacto y con un ardor cada vez más incontrolable, seguía sin saber qué hacer y así estuvo al parecer varios meses hasta el punto de que su suegra, María Carolina de Austria –nada menos que hermana de la malograda María Antonieta– escribía en una carta a su embajador en Madrid, Santo Teodoro, sin escatimar en improperios, que: «Mi hija es completamente desgraciada. Un marido tonto, ocioso, mentiroso, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicamente (…)».
Más claro, agua. El tema llegó a tal punto que el confesor del príncipe de Asturias tomó cartas en el asunto y Fernando y el asunto de su alcoba eran el hazmerreír de las cortes europeas. Por fin, más o menos un año después del casamiento concertado, el joven e inepto soberano supo cuál era su cometido y dónde se encontraba la meta. Pero a pesar de conocer ya las mieles del amor conyugal, la vida de María Antonia de Borbón no era ni mucho menos fácil, pues la envidia de su suegra, María Luisa de Parma, amiga de Goya, de Godoy y de otros tantos cortesanos, hizo que la italiana permaneciera en un estado de semiencierro.
María Antonia de Borbón
Así, la desdichada llegó a escribir en una misiva que aún se conserva, para alegría de los divulgadores de la anécdota histórica, lo siguiente: «Aquí para todo hay que pedir permiso, para salir, para comer, para tener un maestro… creo que hasta para ponerme una lavativa tengo que pedir permiso». El odio era mutuo, pero no obstante la de Parma no tuvo que lidiar mucho tiempo con su nuera, pues en 1806 la princesa de Asturias fallecía a causa de la tisis, con tan solo 21 años.
Entretanto, el no muy compungido marido, Fernando, le había cogido gusto a eso del sexo y a su regreso a Madrid tras su exilio francés mantuvo relaciones con varias mujeres; parece ser que le encantaban las de «mala vida», como gustaban en llamar a las prostitutas en aquel tiempo, a las que perseguía acompañado de sus amigos de juventud oculto tras una capa cuando salía por las noches de palacio, recordando los devaneos de Felipe IV en el Madrid del Siglo de Oro, también embozado.
Entre bebidas espirituosas y cánticos tabernarios el grupo solía acabar en una mancebía una noche sí y otra también –que Tyrion Lannister ha tenido buenos maestros en la realidad histórica–, por lo general en la llamada casa de Pepa la Malagueña. Entonces, como si de adolescentes se tratara, parece que gustaban de enseñarse el miembro viril para ver quién lo tenía de mayor tamaño. Y es que parece que el mal llamado «el Deseado», bien podría haber sido tildado, al menos en lo que al tema se refiere, como «el Biendotado», pues la naturaleza regaló al monarca de la España revolucionaria un miembro de importantes dimensiones. Por eso no le importaba jugar a mostrarlo en público. Con los años, según las crónicas y avisos de la época, Fernando se hizo fabricar una almohadilla especial con un agujero en el centro para poder penetrar a María Cristina, su cuarta y última esposa, sin provocarle desgarros.
Mérimée
Y es que el escritor galo Prosper Mérimée, que viajaba con asiduidad a España por aquel entonces –y eso que las relaciones entre ambos países no eran lo que se dice muy amistosas–, contaba que el pene del monarca era «fino como una barra de lacre en su base y tan gordo como el puño en su extremidad»; casi una aberración, vamos, aunque grande.
Jactancioso y promiscuo
Aunque ya sabemos que Fernando tardó en ser un «semental», y además algo torpe, mantuvo numerosas aventuras con meretrices y todo tipo de amantes, entre ellas sonadas visitas a una viuda en Aranjuez y a los brazos de una moza en Sacedón. Algún que otro cronista pone en su boca estas palabras, dirigidas a alguno de sus amigotes nobles, bastante repelentes de ser ciertas, cosa que nunca sabremos: «Salen de mi alcoba seguras de que ningún hombre podrá darles el goce que han tenido conmigo. ¿Y sabes que es lo que más me gusta después del placer de poseerlas?, pues coleccionar los trapos en los que han dejado la prueba de su doncellez. Quizá este pasaje inspiró al genial Berlanga su personaje del Marqués de Leguineche (interpretado por Luis Escobar Kirkpatrick), devoto coleccionista de bello púbico, una pasión fetichista –y asquerosa– que parece encandiló también a Lord Byron.
Pero no me desviaré –una vez más– del tema principal. Como los asuntos de Estado tienen su peso, al no tener heredero, en 1816 Fernando se casó con la portuguesa Isabel de Braganza, de 19 años, poco agraciada físicamente «y que ni siquiera aportó dote». La pobre no pudo competir con las manolas y meretrices de taberna y murió apenas dos años después a causa de una malograda cesárea.
Isabel de Braganza (Wikimedia Commons)
Que venga la cigüeña
Fernando tenía ya 35 años, muy maltrechos por sus excesos nocturnos en época de precariedad sanitaria, y seguía sin heredero para la Corona. Así, decidió –o decidieron los suyos, más bien– pedir la mano de María Josefa de Sajonia, de tan solo 16. Hoy, por supuesto, habría sido tachado de depravado y pederasta, pero eran otros tiempos. En la noche de bodas, nuevamente, tuvo lugar una curiosa escena digna de la mejor obra satírica, o del peor de los cuentos de terror posmoderno: la joven esposa se negaba a entregarse carnalmente a su marido, que ya peinaba canas y sabía qué había que hacer debajo de las sábanas, quedándose con un buen calentón.
Ante la insistencia de éste de la necesidad de realizar el acto sexual para concebir un heredero, la inocente María Josefa le espetó que estaba indignada ante tamaño engaño, pues todo el mundo sabe «que a los niños los trae la cigüeña». Fernando hizo oídos sordos, siguió a lo suyo como buen zoquete y la pobre adolescente se meo encima, empapando al soberano, que salió de la alcoba gritando improperios por todo palacio por aquella improvisada y húmeda performance.
La situación continuó hasta que la joven María Josefa recibió una misiva del mismísimo Papa de Roma en la que éste le recordaba sus deberes conyugales y la necesidad de consumar el matrimonio. Ella, tan devota como frígida, se entregó desde entonces a los brazos de Fernando. Eso sí, no sin antes haber rezado religiosamente el rosario. Murió diez años después, sin darle al rey, una vez más, el ansiado heredero.
Cuarto y último asalto
Por ello, Fernando VII volvió a casarte ¡por cuarta vez!, ahora sí, con María Cristina de Borbón Dos Sicilias, la misma para la que preparó su singular almohadilla, que contaba 23 primaveras frente a las 45 decadentes de él. Entre problemas políticos cada vez más acuciantes para la nación, llegó el ansiado heredero: una niña, Isabel, por la que Fernando derogaría la llamada Ley Sálica y daría inicio, con el consiguiente enfado de su hermano y legítimo ascendiente al trono –según la legislación anterior, por lo que no era tan legítimo– Carlos María Isidro, a las guerras carlistas, una verdadera sangría premonitoria de lo que vendría en la Guerra Civil Española.
María Cristina
El personaje de María Cristina es poliédrico y muy interesante, a pesar de haber sido medido también por la injusta vara del chismorreo y el rumor malintencionado, tan querido de la villa y corte, por lo que lo más conocido de su persona fue el hecho de casarse tras la muerte de Fernando con un guardia de corps de nombre Fernando Muñoz tras haber asumido la regencia durante la minoría de edad de la Niña Bonita. Pero María Cristina mostró muchas más facetas y tenía una personalidad bastante más compleja. Para una visión más global y detallada de lo que realmente hizo, lejos de la anécdota histórica de este pasaje, el de una mujer que gobernó «contraviniendo la imagen de una reina piadosa, honrada y sumisa», recomiendo el libro que ha editado recientemente Ariel, María Cristina, Reina Gobernadora, de la autora Paula Cifuentes, que ya deleitó a los amantes de los enredos palaciegos con trabajos anteriores como Tiempo de Bastardos, una novela sobre Beatriz de Portugal que fue finalista del Premio de Novela Histórica 2007.
Para los que queráis ahondar en la pasión sexual desenfrenada de los Borbones y otros entretenimientos regios, con más pretensión de disfrutar que de acumular conocimientos académicos, podéis acercaros al nuevo y desternillante libro del periodista cultural del diario ABC César Cervera: Los Borbones y sus locuras, que acaba de publicar una de mis editoriales favoritas, La Esfera de los Libros.