Los demonios del Siglo de Oro (parte I)

Las crónicas españolas de los siglos XVI y XVII están llenas de extraños sucesos que las gentes de entonces, profundamente supersticiosas, creían de índole sobrenatural. En una sociedad fuertemente jerarquizada y de religiosidad desbordante, el contraste entre el bien y el mal era muy marcado, y el temor a las fuerzas de la oscuridad casi una obsesión.

Óscar Herradón ©

Fue el tiempo de novicias que decían sufrir arrobos y éxtasis, monjas posesas y también el de condenas por brujería y hechicería. Dichos casos se recogían en textos y manuscritos que todavía se pueden ojear en viejas bibliotecas. Hechos sumamente curiosos que advierten que las crónicas del misterio son tan antiguas, casi como la misma escritura…

La superstición y la magia estaban muy arraigadas en la mente del español de los siglos XVI y XVII. En la Península a las supersticiones de los pueblos primitivos, romanas y godas, se unieron las de los judíos y los moriscos, además de las milenarias del pueblo gitano. Toda una caterva de prácticas heterodoxas lograron fundirse con el dogma católico, generando un sincretismo religioso, una «nueva religión» que podríamos considerar paralela entre el pueblo, que seguía manteniéndola viva a pesar de la condena de la Iglesia.

En el siglo XVI se intensificaron las creencias de índole mágico-supersticiosa, que parecían haber sucumbido a finales del Medievo. A tal punto llegaba la pasión por lo heterodoxo que en marzo de 1582 el Inquisidor de Valladolid descubrió en la Universidad de la ciudad castellana profesores que enseñaban magia, doctrina que ordenaban los Estatutos del centro, donde se hallaban además libros autorizados sobre la materia. Un año después se prohibieron aquellos estudios pero se permitió el trazado de horóscopos, práctica tan en boga entonces que los grandes mandatarios y reyes del Renacimiento, como Felipe II, Catalina de Médicis o Isabel I de Inglaterra, se guiaron por los consejos de adivinos, magos y astrólogos.

Crónica «oculta» del Rey Pasmado

Pero sería el siglo XVII, el del barroco por antonomasia, aquella España que veía el comienzo de su declive hegemónico bajo el cetro del cuarto Felipe, cuando la superstición alcanzaría un grado tal de inserción en la sociedad  que en todos los estratos sociales, desde el hombre más humilde al noble más laureado –salvo excepciones, que las hubo–, creía en la intervención de lo sobrenatural en sucesos de diversa índole e incluso en el devenir de la vida cotidiana.

El piadoso (pero promiscuo) Felipe IV, por Velázquez.

Para el historiador español José Deleito y Piñuela, autor del inolvidable ensayo La vida religiosa española bajo el cuarto Felipe. Santos y pecadores (Espasa-Calpe, 1963), este aumento desaforado de la superstición se erigió como caricatura «del ardiente misticismo y de la fiebre teológica que devoraron las almas en el siglo XVI». La España de los Austrias sufrió grandes crisis de ideales y una relajación moral y en las costumbres propicias para desarrollar creencias supersticiosas, prácticas que alcanzaron a todos los campos de la España de entonces: el pensamiento, las artes y las mismas costumbres.

Juan José de Austria

Hechiceros, brujas, nigromantes y adivinos estaban a la orden del día y gentes de rancio abolengo creían a pies juntillas en sortilegios y agüeros, acudiendo a que les adivinasen el porvenir o a pedir ayuda para todo tipo de problemas: mal de amores, envidias, obtener éxito y dinero, encontrar un tesoro perdido…  Juan José de Austria, el hijo bastardo que Felipe IV tuvo con la comedianta María Calderón, era un apasionado de la astrología y un asiduo de los salones de adivinación. Esta ciencia alcanzó tanta notoriedad que incluso algunos nobles se permitieron el lujo de tener astrólogo propio que elaborase su horóscopo personal. Se creía en el influjo de los astros sobre los hombres, los cuales nacían con buena o mala estrella, dependiendo del signo zodiacal que les influyese; existían días fastos, favorables para todo, y nefastos, que eran adversos para aventurarse a realizar cualquier cosa.

Durante los siglos XV y XVI gozó de una gran popularidad la llamada astrología judiciaria, aquella aplicada a los pronósticos y que trataba de predecir acontecimientos futuros por medio de la posición e influencia de los cuerpos celestes. La astrología llegó a ser recomendada por las Cortes como un necesario complemento de la Medicina y se crearon cátedras de la misma en ciudades como Valencia. Pedro Ciruelo, teólogo autor del texto Reprobación de las supersticiones y hechicerías (Alcalá de Henares, 1530), llegó a decir que «la astrología es ciencia verdadera, como la Filosofía Natural o la Medicina», a pesar de condenar muchas prácticas supersticiosas y creencias sobrenaturales en su obra.

No obstante, en 1585 el papa Sixto V prohibió su práctica a través de la bula Coeli et Terrae y desde el año 1612 los astrólogos fueron castigados con pena de destierro y galeras, además de abjurar de sus creencias. Si muchos, como el mismo Felipe II y sus sucesores, admiraban esta ciencia y creían en ella a pies juntillas, autores como Calderón de la Barca la condenaron abiertamente, en obras como El astrólogo fingido.

Además de los vaticinios de tipo astrológicos, existían formas de adivinación tan extrañas y sugerentes como la spatulomancia o «adivinación por los huesos de la espalda»; la kefalenomanteia, «a través de la cabeza asada de un asno o un carnero», o la onuxomanteia o «adivinación por las uñas manchadas de aceite»; además de las habituales a través de naipes o cartas, lectura de las manos (chiromancia y ahora quiromancia), por los posos del café…

Astrología, sortilegios y agüeros

Era habitual que en los escritos de la época reseñaran prodigios y sucesos de índole sobrenatural cuya veracidad, en una época donde imperaba la superstición, nadie ponía en duda. En los Avisos de Pellicer y Barrionuevo o en los textos de la escritora francesa Madame d’Aulnoy –que señala no creer en las supercherías de los españoles– se recogen no pocas situaciones sin aparente explicación racional. La escritora gala apunta que cuando llegó a la ciudad de Toledo, cuna de las tres religiones y enclave mágico por excelencia, los lugareños le aseguraron que de un nicho situado en el coro de la catedral brotó una fuente de agua que manó durante varios días seguidos; aquél prodigio ocurrió al parecer en tiempos medievales, cuando el moro sitiaba la ciudad y los cristianos andaban escasos del preciado líquido.

En el mismo recinto sacro la francesa vio un pilar protegido por una verja donde la tradición señalaba que la Virgen se había aparecido a San Ildefonso. Asimismo, le contaron que varios lagos que salpicaban la geografía española exhalaban ciertos vapores que desataban tempestades y albergaban en sus profundidades peces monstruosos; que existían conjuradores de la langosta –especie de hechiceros que conseguían extirpar las plagas mediante conjuros y ritos mágicos– y que los nacidos en Viernes Santo eran capaces, cuando pasaban ante un camposanto en el que había personas asesinadas o por el lugar de un crimen, de ver al malogrado difunto ensangrentado cual aparición espectral.

No eran pocas las historias tomadas como ciertas acerca de sucesos sobrenaturales que tenían como escenario conventos y catedrales. En el convento de monjas de Santa Clara, sito en Valladolid, descansaba en una lúgubre tumba un antiguo caballero castellano que, al decir de las religiosas, siempre sollozaba cuando se moría alguno de sus parientes. El barroco fue tiempo de arrobamientos, éxtasis y visiones demoníacas. En las Noticias de la época se hallan episodios de este tipo de forma abundante, como el que apuntaba que en la Iglesia madrileña de San Ginés un fraile descalzo de la Orden de los franciscanos «se arrebató en éxtasis, en el cual, desde la mitad de la iglesia fue hasta el altar por el aire, y en él estuvo un cuarto de hora mirando el Santísimo Sacramento a vista de gran pueblo, que le hizo pedazos el hábito (…)».

Por la misma época, en un convento de agustinos que se hallaba en la ciudad de Burgos, se veneraba en una capillita a un Cristo que según declaraban los religiosos, que se turnaban para custodiarlo, sudaba todos los viernes. La talla era adorada por personaje de alto rango y por el pueblo llano y sus custodios se las vieron y se las desearon para protegerlo, pues al menos dos veces fue robado por los monjes de otro convento; aunque al parecer volvió por su propio pie a su ubicación original…

José Pellicer, cronista de la Villa y Corte

José Pellicer de Ossau Salas y Tovar, en sus célebres Avisos Históricos, escribía el 8 de septiembre de 1643 que «en Madrid una imagen de pincel en tabla, de Nuestra Señora del Populo de Roma, estando en una casa particular una criada gallega, empezó a cantar en su alabanza y a bailar, y vio que Nuestra Señora movía los dedos de las manos. Dio voces, espantada, y llamó a gente que lo vio también. Concurrió mucho pueblo y el señor Nuncio, y se trujo la imagen a las Descalzas Reales, donde la pusieron en su oratorio adentro». Nadie dudaba, aunque fuera un escritor de renombre, de la intercesión de fuerzas sobrenaturales en el devenir del día a día.

(Continuará en un próximo post… aún más extraño).