El desconocido siglo XII: un «Renacimiento» en plena Edad Media

Charles Homer Haskins (1870-1937), fue un historiador fuera de lo común. Nacido a finales del siglo XIX en Meadville, Pensilvania, Estados Unidos, llegó a ser asesor de Woodrow Wilson, vigésimo octavo presidente de EEUU y principal responsable de la entrada de su país en la Gran Guerra…

Óscar Herradón ©

Novedad de Ático de los Libros.

De forma indirecta, la entrada de Wilson en la «Triple Entente» contribuiría a extender una de las peores pandemias de la humanidad: la mal llamada gripe española, hoy tan de moda por culpa del azote del Covid-19, pero esa es otra historia. Haskins fue una suerte de niño prodigio que ya a corta edad habla con fluidez latín y griego, algo bastante sorprendente al otro lado del Atlántico hace más de un siglo. A los 20 años consiguió un doctorado en Historia en la Universidad Johns Hopkins; luego fue nombrado instructor en la Universidad de Wisconsin y dos años más tarde obtuvo la cátedra de aquella, donde permaneció como catedrático de Historia de Europa doce años hasta que se marchó a la Universidad de Harvard, donde se convertiría en un profesor legendario durante tres largas décadas.

Llegó a ser considerado el primer medievalista norteamericano, y no se conformó con la tarea del estudio y la divulgación –ardua en relación con los mal llamados «siglos oscuros»–, y con la enseñanza de la forma más ingeniosa, sino que planteó en sus exhaustivos trabajos un planteamiento cuanto menos renovador, por no decir revolucionario: que el Renacimiento no se inició en el siglo XV en Italia, sino en la Alta Edad Media, alrededor del año 1070. Y aunque se topó, como era de esperar, con la oposición de muchos académicos, una postura «oficialista» que perdura hasta el día de hoy, donde los postulados de Haskins siguen tomándose con cautela, su obra desarrolla esta hipótesis de una forma no solo convincente sino verosímil, más allá de que finalmente tenga la razón absoluta en sus planteamientos, cosa siempre abierta, como debe ser, a debate académico.

Erudición y facilidad en la lectura (no son incompatibles)

Hace unos años una de las editoriales abanderadas de la historiografía en nuestro país, Ático de los Libros, publicaba la edición en tapa dura de aquella brillante obra, que fue descrita por The Sunday Times así: «El exquisito y elegante libro del profesor Haskins es sólido y profundo». Una edición que obtuvo un gran éxito entre el público por su profundidad y a la vez facilidad de lectura –no olvidemos la labor pedagógica, largamente loada, del autor– y que se reeditó numerosas veces.

Ahora, en pleno otoño, lanza como novedad la edición en rústica del mismo libro, más asequible económicamente: El renacimiento del siglo XII.

Así, en este magnético trabajo de casi 400 páginas, Haskins se adentra con determinación en el siglo XII, que define como «en muchos sentidos una época de innovaciones y vigor» y concretamente en la alta cultura de entonces, para demostrar que fue un claro periodo de dinamismo y crecimiento, nada que ver con lo comúnmente creído de una época oscura y donde el saber sufrió prácticamente una parálisis, sino un florecimiento determinante para fructíferos periodos históricos posteriores que sí han merecido dichos epítetos.

El autor estadounidense estudió la evolución del arte y de la ciencia de estos años, sus universidades –de gran importancia en Occidente para la divulgación del saber– la filosofía, que tuvo un periodo dorado al igual que el derecho de la antigua Roma o la literatura: hubo, por ejemplo, una recuperación de las técnicas carolingias de iluminación de los manuscritos, que había desaparecido con el siglo anterior, o el importante resurgimiento de los clásicos latinos, tan cruciales en la evolución del pensamiento posterior. Fueron los años también de otras figuras que, contrariamente a la imagen tosca de oscuros monarcas medievales que solo financiaban la guerra o se solazaban con la caza y los festejos, fomentaron el saber, como el rey Enrique II de Inglaterra, o mecenas de las letras como su mujer, la legendaria Leonor de Aquitania, y su hija, María de Champaña, en tiempos del amor cortés y también, es cierto, de derramamientos de sangre que no han faltado en época alguna, de guerras de por la fe y de las Cruzadas, a las que Ático de los Libros ha dedicado monumentales monografías, como Las Cruzadas, de Thomas Asbridge, o una de sus últimas novedades, la edición tempus de La Alexíada. Una historia del imperio bizantino durante la primera cruzada, de Ana Comnena, que pueden encontrarse en su rico fondo editorial.

Enrique II de Inglaterra.

Fue también la época del redescubrimiento de la ciencia tras siglos de invasiones y destrucción de todo lo anterior, gracias, por ejemplo, a la labor llevada a cabo en la Península Ibérica por los traductores de la escuela de Toledo –no olvidemos que apenas unas décadas después sería el tiempo de reyes hispánicos tan cultivados como Alfonso X el Sabio (1221-1284), quien potenció la labor de dicha escuela donde se dieron la mano las «Tres Culturas» en tiempos de la Reconquista, lo cual era algo más que atrevimiento–. También tuvo gran importancia la labor llevada a cabo en la corte de Sicilia, que en unos años se hallaría bajo el cetro de uno de los soberanos más sorprendentes del Medievo: el emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), que fue conocido como «el Asombro del Mundo» (Stupor Mundi).

Un tiempo plagado de contrastes, donde a la vez que veía su culminación el arte románico surgió el estilo gótico, se levantaron hacia el inabarcable azul del cielo algunas de las catedrales más impresionantes construidas por el hombre, se hizo fuerte la enigmática y heterodoxa Orden del Temple o aparecieron las primeras universidades en el viejo continente, las cuatro que marcarían el desarrollo de todas las demás: la de Bolonia (1088), la de Oxford (1096), la de París (1150) y la de Montpellier (1220).

Una época, en definitiva, de puro «Renacimiento» en numerosos campos que Haskins se ocupó de elevar al lugar que merecía entre los historiadores, impulsando la labor investigadora posterior: «El siglo XII dejó su impronta en la educación superior, en la filosofía escolástica, en los sistemas europeos de derecho, en la arquitectura y escultura, en el drama litúrgico, en la poesías en lengua latina o vernácula…».

Para conocer a fondo dicho esplendor, nada mejor que sumergirnos en las páginas del libro citado. Historia, con mayúscula, reveladora.   

Los 16 «mártires» sangrantes del Partido Nazi

Una vez que Adolf Hitler se hizo con el control del Partido Obrero Alemán fundado por el cerrajero Anton Drexler y lo reconvirtió en el NSDAP –Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores–, se entregó por completo a crear toda una simbología de ecos trágicos y grandilocuentes, con un fuerte componente místico-religioso. La temible esvástica fue su emblema, y la religión de la sangre, esbozada por el racista y teórico nazi Alfred Rosenberg, su credo.

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Fiesta del Partido Nazi en 1935.

El nuevo régimen necesitaba, como nueva religión, sus propios mártires, y éstos fueron, además del «camisa parda» Horst Wessel, los 16 miembros del NSDAP caídos el 9 de noviembre de 1923 durante el fracaso del Putsch de la Cervecería, símbolo del sacrifico para la redención del pueblo alemán.

En palabras de Éric Michaud, director de estudios en la École des hautes études en sciences sociales (EHESS) de París, autor de La estética nazi, un arte de la eternidad: «esa sangre confiscaba progresivamente la de los mártires de la Gran Guerra».

Se convirtieron en los 16 mártires sangrantes –Blutzeugen– y la conmemoración de su muerte se convirtió en una de las festividades más importantes del Tercer Reich junto al cumpleaños del Führer, el 20 de abril. En 1933, en la Feldherrnhalle de Munich, donde cayeron sus hombres, Hitler hizo erigir una gran placa de bronce con el nombre de los muertos caídos en el combate por la «libertad».

Feldherrnhalle (Múnich) durante el III Reich.


Precisamente a los «mártires del Movimiento», Adolf Hitler había dedicado el primer volumen de Mein Kampf, cuyas primeras ediciones reproducían sus nombres y sus correspondientes retratos, señalando que habían caído «en la fiel creencia en la resurrección de su pueblo».

El día 9 de noviembre se conmemoraba a la vez la muerte y la resurrección de los caídos. Se celebraba una marcha solemne que recordaba a las procesiones cristianas con los «Viejos Combatientes» del Partido, ataviados con sus vestidos de 1923 –que una tienda especial se había encargado de fabricar iguales–, que partían de la Bürgerbräukeller y llegaban hasta el Feldherrnhalle, recordando el recorrido hecho aquel ya lejano día del Putsch muniqués en que Göring fue herido y el ahora todopoderoso Hitler huyó y estuvo a punto de suicidarse. ¡Qué rápido olvida el hombre sus miedos y debilidades pasadas cuando está en la cima de su poder!

Los Templos de los Héroes

Para la conmemoración de estos «caídos», ritual que el Führer inauguró en 1935 y que permanecería inmutable hasta los años de la guerra, se erigieron los dos templos de los Héroes (Ehrentempel) sobre la Königsplatz, edificios concebidos por el propio Hitler y el arquitecto Ludwig Troost, destinados a recibir cada uno ocho sarcófagos de bronce, templos que simbolizaban «el pueblo resucitado y redimido». El recorrido hasta allí estaba jalonado de 240 altos pilones envueltos en paño rojo, coronados de vasos donde ardía la «llama del recuerdo». A medida que avanzaba la solemne comitiva, los nombres de los muertos del Movimiento eran recitados mientras se escuchaban cantos solemnes y una vez en la Köningsplatz se depositaban los ataúdes ante los dos templos.

Ehrentempel

Hitler, que en Mein Kampf plasmaba su indignación porque el Gobierno de Weimar hubiera rechazado una sepultura común para estos «héroes» (lo cual no era de extrañar, pues pretendieron precisamente acabar con ese Gobierno por la fuerza), hizo exhumar sus cuerpos y exponerlos en la Feldherrnhalle el 8 de noviembre, el día antes de la procesión. Ya entrada la noche, acudió al lugar en un imponente descapotable, pasando lentamente por la puerta de la victoria, atravesando las obligadas antorchas, las banderas con la esvástica y la multitud reunida.

En silencio subió, solo, los peldaños tapizados de rojo que separaban a esa multitud del recinto sagrado. Se recogió durante bastante tiempo ante cada uno de los féretros en un momento de gran solemnidad, incrementado por los pilones hinchados en lo alto de los dieciséis catafalcos y las teas de las SA y las SS que emanaban un humo eterno. Una vez allí, retumbaban dieciséis cañonazos, uno por cada caído, y se recordaban los nombres de los «mártires».

Hitler, que había comparado en 1923 la Alemania vencida al Cristo moribundo sobre la cruz, en palabras del citado Michaud, «reaparecía entonces transfigurado. Restauraba la gloria de los mártires y, providencial sobreviviente escapado del reino de los muertos, llevaba con él la salvación del Reich eterno». La edición del día siguiente del Völkischer Beobachter decía: «Él se yergue ante nosotros, como una estatura, ya más allá de la dimensión terrestre».

La Bandera de la Sangre

Así, Hitler volvía a traer del reino de los muertos los mandamientos de la sangre para que su pueblo los obedeciera. Setenta mil miembros del Partido desfilaron después como su séquito ante los caídos. Como reliquia por antonomasia del NSDAP estaba la llamada «bandera de la sangre» (Blutfhane), conducida por la Orden de la Sangre, una bandera recogida el día del Putsch fallido y salpicada por la sangre de los mártires. Desde el segundo Congreso del Partido en 1926,  a la bandera se atribuía la virtud de transmitir fuerzas por contacto, aunque eran pocas las veces que tal reliquia –tan importante– era mostrada en público. Cada vez que se consagraba una nueva bandera del partido o de organizaciones como la Orden Negra, con sus runas sieg (SS), ésta debía ser consagrada por Hitler con la Blutfhane en un ritual de fuerte contenido simbólico.

Hitler con la Blutfahne consagra otras banderas.

Como colofón a la solemne ceremonia, Goebbels hacía un último recital de los nombres de los caídos que imitaba el ritual de los fascistas italianos, uno tras otro, como si hubieran resucitado, seguidos de un ¡Presente! que entonaba el coro de las Juventudes Hitlerianas. Luego los ataúdes eran bajados al corazón de los dos templos y Hitler, visiblemente emocionado, decía: «Para nosotros ellos no están muertos. Estos templos no son sepulturas, sino una Guardia eterna. Ellos están allí para Alemania y velan por nuestro pueblo. Reposan aquí como los verdaderos mártires del Movimiento».

Los nacionalsocialistas ya tenían la liturgia y los lugares de rezo del régimen, sus propias reliquias y símbolos. La Sangre y el Suelo proclamada por Rosenberg era su religión, la esvástica su emblema, Hitler su dios reencarnado. Necesitaban también un enemigo atávico en consonancia con su visión dualista de la historia y ese no podía ser otro que el judío, al que culpaban de todos los males de Alemania.

PARA SABER MÁS:

–HERRADÓN AMEAL, Óscar: La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich. Edaf 2011.

–MICHAUD, Éric: La estética nazi, un arte de la eternidad. Adriana Hidalgo Editora 2009.

–SALA ROSE, Rosa: Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo. Acantilado 2003.

Carlos II de Austria, conspiraciones y hechizos

Carlos II de Austria fue el último de una estirpe grandiosa y a su vez endogámica que rigió los designios del imperio español en su máximo esplendor. Desde que Carlos I llegó al trono, instaurando la dinastía en la Península, España se convirtió en el país más poderoso de su tiempo. Sin embargo, con los llamados «Austrias Menores», Felipe III, Felipe IV y el segundo Carlos, aquel gigante con pies de barro no hizo sino hundirse cada vez más por su propio peso y sus contradicciones.

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Carlos II de Austria, de evidente belleza.

Luchas por el poder, conjuras y una mala administración de un gigantesco  convirtieron la corte en un lugar complejo, lleno de intereses creados y en el que la magia y la superstición, confundidas con la religiosidad cristiana, cobraron una inusitada fuerza, hasta incluso decidir los designios de la corona.

Desde su infancia Carlos, el último hijo varón de Felipe IV, al que las malas lenguas afirmaban que era fruto «de su última cópula», fue un niño enfermizo y maltrecho, con graves problemas físicos y probablemente mentales fruto de siglos de política endogámica del que se esperaba que no superase la infancia. Contra todo pronóstico lo hizo, y dedicó todas sus fuerzas al ansiado sueño de engendrar un hijo varón que diese continuidad a una dinastía considerada divina.

A pesar de los numerosos brebajes que le administraron todo tipo de médicos –y charlatanes–, galenos y otros que no lo eran, de incluso financiar a alquimistas para que encontrasen un elixir vitae con el que recuperar su delicada salud, y a las numerosas reliquias de las que se rodeó durante toda su vida, el monarca mostraba cada vez signos de mayor debilidad.

Nada más cumplir la mayoría de edad, y ante la extraña actitud que mostraba, su confesor, fray Tomás Carbonell, inquieto, preguntó al monarca si éste se encontraba hechizado, a lo que el rey respondió, según señala el duque de Maura, que lo desconocía. Por aquél entonces planeó por la mente del religioso la idea de someterlo a una sesión de exorcismos, aunque poco después se desechó la idea y el asunto quedó en el olvido. Sin embargo, ya casado por segunda vez –su primera esposa, María Luisa de Orleans, había fallecido prematuramente y se unió a Mariana de Neoburgo–, y ante la evidente incapacidad de Carlos para engendrar un vástago, volvió a surgir el rumor, esta vez con mucha más fuerza, de que había sido hechizado.

María Luisa de Orleans, toda una hermosa princesa.

Los rumores de un posible hechizamiento despertaron por segunda vez cuando Carlos, tras nueve años de matrimonio con María Luisa de Orleáns, no conseguía dar un heredero a la corona; rumores que se incrementaron tras las confidencias de la propia reina, que afirmaba que Carlos no era impotente y, según los galenos de la época, la reina tampoco lo era ni estaba «defectuosamente formada», según el característico lenguaje de aquella época.

Solo podía por tanto atribuirse la esterilidad a una causa ajena a la pareja, a un maleficio que, según las malas lenguas, había sido propiciado por la condesa de Soissons, una agente del rey francés Luis XIV residente en la corte madrileña. Otros afirmaban que tal hechizo había sido obra del emperador Leopoldo –por lo que la trama adquiría de nuevo un evidente carácter político–, quien había mandado administrar un bebedizo esterilizante al monarca; mientras que también fueron sospechosas las criadas francesas de María Luisa de Orleáns, quienes, según la opinión de algunos cortesanos, administraban a la reina filtros y píldoras con efectos abortivos por orden de la misma Corona francesa.

El sastre de la reina

En 1695 y ya fallecida su primera esposa, el tema de los supuestos hechizos volvió a ser la comidilla de la corte cuando el sastre de la reina Mariana de Neoburgo fue procesado como presunto culpable de haber hechizado a los soberanos. En una manga de uno de los trajes que el desdichado hombre había confeccionado para la reina, se hallaron unas bolitas de plomo que servían para que, con el peso, diesen forma adecuada al vestido; sin embargo, y debido a la psicosis que se vivía en palacio, se creyó que dichas bolitas no eran sino amuletos con poderes maléficos que domeñaban la voluntad de la reina. Finalmente el sastre hubo de ser absuelto cuando se demostró la verdadera intencionalidad del plomo, aunque debió de pasar un auténtico infierno durante los tres días que permaneció en los húmedos y tenebrosos calabozos inquisitoriales.

Ante la falta de descendencia con su segunda esposa, el asunto de los hechizos cobraba cada vez más fuerza en palacio. Carlos II no era ajeno a los rumores de un hechizamiento y el hecho de que ni siquiera su segunda esposa, descendiente de un linaje notablemente fecundo, pudiese darle hijos, provocó que el débil soberano considerase la influencia de lo sobrenatural como una causa de gran peso. En medio de tal ambiente de crispación cualquier hecho susceptible de ser interpretado como posible acto de brujería o encantamiento, era considerado como muy relevante. Pronto el extravagante asunto salpicó también a la reina, de la que se decía que había sido también objeto de encantamiento.

A principios de 1698, en las postrimerías del reinado y en plena crispación política por la eterna cuestión de la sucesión, Carlos II sometió el tema de un posible hechizamiento de su persona al inquisidor general, fray Tomás de Rocaberti. Éste planteó la cuestión al Consejo de la Inquisición y, aunque sus miembros se mostraron reticentes a abrir un proceso, Rocaberti contó con el apoyo del confesor real, fray Froilán Díaz, quien también estaba convencido de la influencia del «maligno» sobre el monarca.

Díaz y Rocaberti decidieron pues pasar a la acción, aún sin el beneplácito de la Suprema. El confesor conocía a un afamado exorcista que actuaba en Asturias y que se creía un elegido de Dios para realizar la misión de «extraer demonios» del cuerpo de los inocentes, llamado fray Antonio Álvarez de Argüelles, perteneciente a la Orden de los dominicos y vicario de la iglesia de Cangas de Tineo. Allí al parecer había realizado con éxito varios exorcismos a un grupo de monjas del convento de agustinas recoletas de dicha localidad que, al igual que en el caso de las religiosas de San Plácido, se creían encontrar bajo posesión diabólica.

Fray Froilán Díaz escribió al citado fray Antonio una carta en la que le solicitaba que preguntase a las posesas si el rey y la reina habían sido objeto de un maleficio. No tardó el exorcista asturiano en realizar el ritual solicitado desde la corte y en responder afirmativamente a sus sospechas:

«El rey se halla, en efecto, doblemente ligado por obra maléfica, para engendrar y para gobernar. Se le hechizó cuando tenía catorce años con un chocolate en el que se disolvieron los sesos de un hombre muerto para quitarle la salud y los riñones, para corromperle e impedirle la generación. Los efectos del bebedizo se renuevan por lunas y son mayores durante las nuevas».

Como señala el Duque de Maura en una magnífica monografía –aunque evidentemente nada actualizada– sobre el soberano, se le recomendaron entonces una serie de remedios –al parecer también dictados por los demonios– con los que poder contrarrestar el hechizo, a saber, darle un cuartillo de aceite bendito en ayunas, ungir a su vez el cuerpo y la cabeza con dicho aceite, que realizase paseos frecuentes y se le purgase según lo marcado por los rituales de exorcismo con bendiciones y oraciones, además de separarle de la reina. Aquellas recomendaciones, solo realizadas en parte, no hicieron sino minar aún más la escasa salud del soberano en sus últimos años de vida.

En nuevas sesiones exorcísticas, Argüelles, a través de las religiosas supuestamente endemoniadas, obtuvo más información sobre los hechizos. Al parecer, el bebedizo antes citado se le había suministrado a Carlos II cuando aún vivía el conspirativo don Juan (José) de Austria por una mujer, con el fin de reinar. Según afirmaron los «demonios», la muerte del ambicioso bastardo fue también producto de maleficios, «pero más fuertes, pues le acabaron tan presto».

El asunto se complica

Las cosas comenzaron, sin embargo, a complicarse, cuando el «demonio» que tenía sometido al soberano parece que quería implicar a una serie de personas concretas en esta trama. El entrometido ente maligno parece que se preocupaba en demasía por los asuntos de Estado.

Éste ofrecía información cada vez más detallada sobre el asunto de los hechizos: el 24 de septiembre de 1694 el rey había sido nuevamente hechizado a través de su comida, que había sido mezclada con restos de un cadáver. El asunto se complicó aún más cuando en septiembre de 1699, con el monarca ya moribundo, llegaron a palacio tres mujeres supuestamente endemoniadas que afirmaban dominar la voluntad del rey. Durante el exorcismo al que fueron sometidas el demonio afirmó tajante que habían sido las personas cercanas a la primera esposa de Carlos, María Luisa de Orleans, las causantes del hechizo del monarca.

En algunas ocasiones el demonio, experto en política, se contradecía, llegando a hacer afirmaciones peligrosas, hasta el punto de que también Mariana de Austria, madre del rey, fue «salpicada» por sus declaraciones: al parecer, el hechizo de 1675 había sido suministrado por Fernando de Valenzuela –más conocido como «el duende de Palacio»–, siguiendo órdenes de doña Mariana. Según pudieron extraer en claro los exorcistas de las declaraciones de las posesas, el filtro fue preparado por una bruja de nombre Casilda por encargo del mismo valido. Para preparar dicho filtro la «bruja» se valió, según recoge el historiador José Calvo Poyato, autor de otra documentada biografía de Carlos II, del cadáver de un ajusticiado que ella misma sacó de la Casa de Misericordia tras la ejecución.

Fernando de Valenzuela.

El segundo encantamiento del rey tuvo lugar el 24 de septiembre de 1694, y había sido administrado por «uno que tiene gana y deseo de que venga a España la Flor de Lis y que en lo exterior hace muchas fiestas y cariños al Rey, pero en lo interior lo tiene como el último apóstol». El asunto era demasiado turbio y ponía en una delicada situación a los promotores de la práctica exorcística, pues las respuestas del «ente maligno» eran muy graves para que fueran pasadas por alto. Por aquel entonces, para complicar aún más el asunto, falleció Rocaberti, que fue sustituido por el cardenal de Córdoba, quien también se mostró interesado en los exorcismos.

Entonces sufrieron un giro los acontecimientos cuando, tras la muerte del inquisidor general, Argüelles vio como se alejaban sus pretensiones: la posibilidad de lograr una mitra episcopal tras los servicios prestados a Su Majestad. El «demonio» entonces comenzó a ser evasivo en las respuestas y llegó a afirmar incluso que el rey gozaba ya de buena salud y que únicamente necesitaba un nuevo médico para curarse por completo, que le cambiasen los colchones y que realizara un viaje fuera de los «malos aires» de la capital.

Quizá intuyendo el peligro que se avecinaba, Álvarez de Argüelles dejó sólo al confesor real, quien dio el asunto por clausurado ante el temor de posibles represalias de Mariana de Neoburgo. Pero era ya demasiado tarde; la enérgica reina, a través de un fraile de los Jerónimos famoso en Madrid por su «infinita piedad», puso el caso en conocimiento de la Inquisición –a pesar de que en ningún momento su persona fue implicada en las declaraciones de los «demonios», quizá temerosa de un giro en los acontecimientos que pudiera afectarle–. El Santo Oficio, que a pesar de la participación de su máximo representante, desconocía el asunto, encontró materia suficiente para abrir un proceso a fray Froilán, blanco de las iras de Mariana ante la ausencia de Rocaberti.

Mariana de Neoburgo.

El demonio vuelve a escena

En septiembre de 1699, cuando el asunto de los hechizos del rey parecía que había concluido, llegó a palacio una mujer dando alaridos y profiriendo improperios que pretendía personarse ante el rey, afirmando que estaba endemoniada. La susodicha fue rápidamente apresada por la guardia real pero debido al escándalo Carlos II, que había escuchado los gritos, se presentó ante ella; el rey trató de calmarla mostrándole una reliquia del lignum crucis que llevaba siempre encima, como buen católico que era.

Para exorcizarla se solicitaron los servicios de fray Mauro Tenda, un conocido capuchino y exorcista italiano que llevaba varios meses en la corte española y que conocía el tema de los hechizos regios tras algunos contactos previos que había mantenido con fray Froilán y el fallecido Rocaberti. El duque de Maura señaló que quizá Tenda perteneciera al servicio secreto diplomático del duque de Saboya, que también aspiraba a sentarse en el trono español, algo que no sería de extrañar en una corte tan dada a la conspiración y al secretismo. La trama se enrevesaba hasta límites insospechados y difíciles de diseccionar para el historiador.

Auto de Fe en la Plaza Mayor.

Fray Mauro Tenda afirmó que Carlos II no se encontraba endemoniado, sino tan solo hechizado, por lo que sería más fácil curarle. El maltrecho rey llevaba siempre sobre el pecho un saquito que, al acostarse, situaba debajo de su almohada, y el capuchino, tras examinar su contenido, señaló que el monarca se curaría si lo alejaba de sí. El saquito contenía, según los testigos que pudieron verlo, «todas las cosas que se suelen emplear en los hechizos: cáscaras de huevo, uñas de los pies, cabellos y otras por el estilo».

Tras someter a exorcismo a la desquiciada que había irrumpido en palacio, resultó que ésta era una bruja que vivía en compañía de otras mujeres, también brujas; durante el ritual afirmó que todas ellas tenían controlada la voluntad del rey. Los acontecimientos tomaron un cariz peligroso cuando la «energúmena» afirmó, ante las preguntas del exorcista, que Carlos II había sido hechizado por personas cercanas a su primera mujer, María Luisa de Orleans.

Los rumores se confirmaron cuando desde Austria llegó la noticia de que un «demonio vienés», por boca de un niño endemoniado, habló del hechizamiento del soberano. Este nuevo «invitado» a la trama demoníaco-política afirmó que el hechizo del rey había sido provocado por una bruja, de nombre Isabel, que vivía en la calle de Silva, en Madrid, y que los «instrumentos» maléficos que había utilizado para domeñar al monarca se encontraban en una de las habitaciones del palacio real y en el umbral de la casa que había servido de domicilio a la sospechosa. Los hechos dieron un giro cuando las declaraciones comenzaron a salpicar también a Mariana de Neoburgo y a su camarilla.

Para Jaime Contreras, autor de Carlos II el Hechizado. Poder y melancolía en la corte del último Austria (Temas de Hoy, 2003), la iniciativa de toda esta trama política partió del partido austracista y de la misma Mariana de Neoburgo, con las miras puestas en el trono de España frente a Francia, aunque, ironías del destino, el «demonio» acabó hablando en contra de los intereses de los austriacos, los mismos de los que había partido la idea de invocarle. A día de hoy todavía no está realmente claro de quién partió la iniciativa de generar aquel complot, pues en cierto momento quedó claro que más allá del posible hechizamiento del desdichado Carlos II, lo que interesaba era implicar en la trama a cualquier posible enemigo que pudiera someter la voluntad del monarca quien, ante la falta irreparable de un heredero, debía realizar su testamento y nombrar a un sucesor.

Ante el temor a posibles consecuencias incontrolables, la de Neoburgo decidió cerrar el proceso, colocando a uno de sus partidarios como inquisidor general, tras la extraña muerte de Alonso de Aguilar, que como sabemos había sucedido a Rocaberti, partidario de seguir con los exorcismos y que es posible que fuese envenenado por orden de la conspiradora y manipuladora reina, algo que quizá nunca sabremos.

Fray Froilán Díaz y fray Mauro Tenda fueron objeto de su ira y quienes pagaron por todo lo ocurrido. Díaz, contra el que estaba a punto de abrirse el proceso inquisitorial antes citado, logró huir a Roma, aunque fue detenido por el embajador español ante la Santa Sede, el duque de Uceda, quien lo devolvió a España. Fray Froilán fue declarado reo de fe y encerrado en las sombrías cárceles del Santo Oficio; su proceso se alargó hasta el reinado del borbón Felipe V, quien presionó para que fuese absuelto. Por su parte, a Tenda se le abrió también un proceso inquisitorial a principios de 1700, aunque logró salir absuelto pese a las presiones de Mariana de Neoburgo.

Quien salió peor parado de todo aquel embrollo no fue otro que el mismo Carlos II, quien llegó a creer firmemente que había sido hechizado y que su voluntad estaba sometida a las fuerzas malignas. Sus últimos meses de vida los pasos aquél pobre desdichado, víctima de su nefasto destino y de las circunstancias, desolado por no haber cumplido con los verdaderos deberes de un rey «elegido por la Providencia para dirimir los asuntos de España».

Aquel teatro del absurdo en el que vivía la corte española durante la última década del siglo XVII, fue el escenario final en el que se movieron los Austrias, el ocaso de una de las dinastías «sagradas» más prósperas y poderosas que había dado la Historia de España. Los graves problemas físicos de Carlos II y sus terribles cargos de conciencia hicieron que fuera el más interesado en proseguir con los exorcismos. No pudo ver, sin embargo, cumplidos sus deseos, y moría, rodeado de la fastuosidad característica de los funerales regios, el 1 de noviembre de 1700. El trono español esperaba, tras una cruenta guerra civil, al primero de los Borbones hispanos: Felipe V, hoy tan odiado por los catalanes independentistas, así como su estirpe de origen galo.  

PARA SABER MÁS:

–CALVO POYATO, José: Carlos II el Hechizado. Planeta, 1998.

–CONTRERAS, Jaime:, Carlos II el Hechizado. Poder y melancolía en la corte del último Austria. Temas de Hoy, 2003.

–HERRADÓN AMEAL, Óscar: Historia oculta de los reyes. Magia, herejía y superstición en la corte. Espejo de Tinta 2007.

–MAURA GAMAZO, Gabriel: Carlos II y su corte. Ensayo de reconstrucción biográfica. Boletín Oficial del Estado Publicaciones 2018.

–RUIZ RODRÍGUEZ, Ignacio: Fernando de Valenzuela. Orígenes, ascenso y caída de un Duende de la corte del rey hechizado. Editorial Dykinson. Universidad Rey Juan Carlos, 2008.

En un aspecto totalmente ajeno a esta entrada, en el campo puramente estratégico y militar, quiero destacar una joya bibliográfica que acaba de editar Desperta Ferro y que ofrece una visión única y poco conocida del reinado del último Austria hispano: Los últimos Tercios. El ejército de Carlos II, de uno de los mayores expertos en los ejércitos imperiales, el profesor de historia moderna en la Univesidad de Pavía David Maffi. Y es que a pesar de reinar sobre un imperio presto a desaparecer, la monarquía hispánica era aún bajo su cetro una de las más importantes de todo Occidente, y sus despliegues militares, impresionantes, todavía obtuvieron, en medio de numerosos fracasos, algunos sonados éxitos que podemos descubrir en las páginas de este riguroso ensayo.