Los duques de Windsor y la sombra del nazismo (parte III)

Ciñó la corona del Reino Unido bajo el nombre de Eduardo VIII, pero no tardó en abdicar para casarse con Wallis Simpson, una dama sin ascendente real. Sus delicados contactos con el régimen nazi y franquista antes y durante la Segunda Guerra Mundial pusieron contra las cuerdas al gobierno inglés y han generado numerosas dudas sobre su patriotismo y la verdadera razón de su abdicación. En nuestro país, rodeado de espías de ambos bandos, vivió uno de los episodios más singulares de la contienda.

Óscar Herradón ©

Wallis Simpson

Durante su estancia en Madrid, Eduardo fue agasajado por algunas de las personalidades más relevantes del régimen franquista, declaradamente afectos al régimen nazi, entre ellos el ministro Ramón Serrano Suñer y el jefe del Consejo Nacional del Movimiento, Miguel Primo de Rivera, hermano del fallecido fundador de Falange. La presencia de los Windsor en España era muy molesta para las autoridades de su país, y, según lo recogido por los servicios de Inteligencia británicos, muy peligrosa por las afinidades y simpatías del noble con el enemigo. Por su parte, parece que Hitler solicitó al general franquista Juan Vigón que entretuviera a la pareja en España el mayor tiempo posible.

Juan Vigón

Martin Allen señala que Churchill instruyó al embajador británico en España, Samuel Hoare, con el fin de que éste convenciera al duque de Windsor para que regresara a Gran Bretaña. Un telegrama del 22 de junio reza lo siguiente: «Desearíamos que Vuestra Alteza regresara lo antes posible. De los preparativos se encargará el embajador de Su Majestad en Madrid, con quien deberéis poneros en contacto». Aunque Churchill lo reclamaba con la escusa de otorgarle un cargo como general del Ejército, todo parecía una artimaña para impedir sus movimientos, que tenían en jaque a las autoridades inglesas.

Pero nuestro protagonista seguía dando largas, temía regresar a suelo inglés ante las posibles represalias, y no tenía intención de correr. Así lo señala Hoare en otro telegrama, del 24 de junio, enviado a Londres: «Imposible convencer al duque de que salga de Madrid antes del domingo y de Lisboa antes del miércoles. Dice que no hay ninguna necesidad de correr, salvo que le hayan concedido un puesto en Inglaterra o en los territorios del imperio (…)».

Lisboa Top Secret

Palacio de Montarco

Finalmente, Eduardo cedió a las presiones de su Gobierno y se dirigió hacia Lisboa el 2 de julio de 1940 con una larga comitiva que impresionó a los asombrados transeúntes de una desolada Castilla que mostraba la destrucción de la reciente Guerra Civil, mientras Suñer, en connivencia con Ribbentrop, pretendía que los Windsor regresasen a España para instalarse en el palacio de los condes de Montarco, en Ciudad Rodrigo (Salamanca), un enclave fronterizo ideal para que los ingleses se pusieran del lado del Eje tras una hipotética invasión de Inglaterra, cosa que nunca sucedería. La capital lusa era otro centro de espionaje en plena guerra. Miembros de la Inteligencia tanto alemanes como británicos seguían cada uno de sus movimientos. Por su parte, el general António de Oliveira Salazar, quien gobernaba con mano de hierro Portugal, en un régimen bastante similar al franquista, también tenía a sus propios agentes pisándoles los talones. Allí, rodeados de comodidades pero también de numerosos ojos con la tarea de vigilarles, permanecerían más de un mes, y recibirían varias visitas, incluso, del embajador español en Portugal, Nicolás Franco, hermano del Caudillo español.

En la capital portuguesa, llena de espías y agentes dobles, la participación española en todo aquel entramado fue también muy relevante. Eberhard von Stohrer, embajador alemán en Madrid, informaba a su superior, el ministro de Exteriores nazi Joachim von Ribbentrop, que Eduardo se sentía muy inseguro en la Lisboa por las presiones del gobierno inglés, añadiendo que su deseo era regresar a España.

Joachim von Ribbentrop
Eugenio Espinosa de los Monteros

Parece que, según se desprende de los informes de Beigbeder, el propio Franco estaba personalmente interesado en que Eduardo regresara al país, y envió a Lisboa al diplomático español Eugenio Espinosa de los Monteros y Bermejillo (tío bisabuelo de Iván Espinosa de los Monteros, vicesecretario de Relaciones Internacionales de VOX), quien el 24 de julio, apenas unos días después, sería precisamente nombrado Embajador de España en Berlín, para que se entrevistase con el duque. Más tarde, envió un documento secreto que con el membrete «Para conocimiento del jefe del Estado», que hoy se conserva en el Archivo Francisco Franco. En él, el diplomático señalaba que Eduardo había recibido un telegrama de su gobierno en el que «debido a sus diferentes graduaciones en el Ejército estaba bajo las ordenanzas militares y que cualquier desobediencia sería juzgada por un Consejo de Guerra». De hecho, ni siquiera se atrevía a entrar en la Embajada británica «por miedo a ser detenido».

Mientras Lisboa era centro neurálgico de espías, como la mayoría de capitales europeas, circulaban los rumores de que la Wehrmacht iba a atravesar los Pirineos, invadir España y hacerse con Gibraltar. Pero aunque esa posibilidad estuvo a punto de verse realizada, nunca fructificó, y tampoco en Portugal los planes alemanes de retener al duque y utilizarlo para sus fines tendrían éxito. Los ingleses, de nuevo, ganaban la partida in extremis.

Una actitud derrotista

El colmo de la paciencia para el Gobierno inglés fue el hecho de que Eduardo concediera una entrevista en la que se atisbaba una actitud «derrotista» que tuvo amplia difusión y que iba en contra de la política de lucha hasta la muerte de su país. Asimismo, seguía mostrando admiración por el archienemigo alemán, diciendo en público que: «En los últimos diez años Alemania ha reorganizado totalmente el orden de su sociedad (…) Los países que no estaban dispuestos a aceptar tal reorganización de la sociedad y los sacrificios concomitantes, deben dirigir sus políticas en consecuencia». El otrora monarca había ido demasiado lejos. Así, Winston Churchill envió al duque un telegrama en el que le amenazaba con someterlo nada menos que a una corte marcial si no regresaba a suelo británico. La posibilidad de verse ante un consejo de guerra por traición fue demasiado para el duque, y cedió a la presión.

Sir Winston, el único que pudo meter en cintura al duque

La idea de Churchill era enviarlo a las colonias, probablemente en Norteamérica. No obstante, antes de partir a su incierto destino, los alemanes seguían obcecados en la idea de retenerlo, pues le consideraban una pieza diplomática muy valiosa: se sabe que Von Ribbentrop, gran amigo de Wallis desde los tiempos en que ambos residieron en Estados Unidos (hay autores que apuntan incluso a la existencia de un romance entre ellos), pidió a las autoridades españolas, una vez más, que persuadieran a Eduardo de que regresara a España. El pretexto, falso por supuesto, era, según el ministro de Exteriores del Tercer Reich, que los británicos, sus propios compatriotas, pretendían asesinarlo en cuanto pusiera un pie en su nuevo hogar. De ello se encargó Miguel Primo de Rivera, amigo del inglés, quien le comunicó que la Casa del Rey Moro de Ronda se hallaba a su entera disposición para pasar un tiempo rodeado de lujos, si decidía fijar allí su residencia. Serrano Suñer, enconado enemigo de Sir Samuel Hoare, insistió en el mismo punto.

Puesto que parecía inminente la marcha de Eduardo, Hitler encargó al oficial del SD ­–el Servicio de Inteligencia de las SS– Walter Schellenberg que realizara sabotajes, a través de pequeños asaltos, a la villa lisboeta donde residían los Windsor, rompiendo algunas ventanas y causando pequeñas explosiones mientras hacía correr, como experto en espionaje que era, el rumor de que se trataba de actos de sabotaje de los propios ingleses.

Rumbo a las Bahamas

Finalmente, el destino de quien había sido rey del Imperio británico, por obra y gracia de Churchill, serían las Bahamas. Hitler, desesperado por retenerle, dio luz verde a la Operación David que hemos mencionado: el secuestro directo de la pareja. El automóvil que trasladaba el equipaje de los Windsor hasta el puerto fue saboteado y se difundió la noticia de que existía una bomba a bordo del crucero que debía trasladarles a su nuevo destino, el Excalibur. Aquella argucia retrasó el viaje, pero no pudo impedirlo.

Eduardo no recuperaría el trono inglés, ni Wallis Simpson recibiría jamás el tratamiento oficial de Alteza Real. El duque fue nombrado gobernador de las Bahamas el 18 de agosto de 1940 –lo sería hasta el final de la guerra, en 1945–. Hacia allí se dirigieron él y su plebeya esposa, dejando atrás una guerra terrible que nadie había logrado evitar y que costaría millones de muertos. A pesar de que el duque de Windsor consideraba las Bahamas una colonia «de tercera clase», no le quedó más remedio que aceptar el nombramiento, impuesto por el implacable premier cuyo lema «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor» marcaría toda una época, la más oscura del siglo XX. El papel de Eduardo en la contienda, su visita a España y la operación pergeñada para secuestrarle, siguen rodeados de numerosas sombras, y todavía queda en el aire si abdicó por amor verdadero –como él siempre sostuvo– o por un acto de traición encubierta.

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Con su habitual buen hacer, La Esfera de los Libros nos brinda entre sus novedades un libro a través del que comprenderemos mejor la figura de la duquesa de Windsor (y por ende la de su controvertido marido), escrito nada menos que por Diana Mitford, una de las más estrechas amigas del duque. Asidua invitada a sus fiestas en París o al «Moulin» de Orsay, el pueblo francés donde fueron vecinos, Mitford dejaría a su primer marido (inmensamente rico) por el fascista inglés Oswald Mosley, a quien admiraba (convirtiéndose en lady Mosley), lo que estrecha aún más esos lazos entre quien fuera breve monarca del trono inglés y su plebeya esposa con las fuerzas reaccionarias, para la mayoría de historiadores, verdadera causa (más allá del amor ilegítimo) de que fuese apartado de la Corona cuando ya corrían vientos de guerra en Europa, sabedor el gobierno de su germanofilia y sus buenas relaciones con el Tercer Reich. Un libro, definido por Philip Mansel como «Irresistible» en el que Mitford, a través de un característico y afilado estilo –maliciosamente inteligente, ciertamente irónico y perspicaz–, pinta un retrato de gran realismo de quien fuera su amiga, Wallis Simpson, captando su encanto pero también sus sombras, que las tuvo, y no fueron pocas. He aquí la forma de adquirirlo:

http://www.esferalibros.com/libro/la-duquesa-de-windsor/