A pesar de los tiempos inciertos que vivimos y de que la pandemia y el confinamiento hayan provocado que muchos yacimientos estuvieran inactivos durante meses –algunos todavía permanecen cerrados–, la arqueología está de enhorabuena: hallan nuevos fragmentos de los Manuscritos del Mar Muerto por primera vez en 60 años. El descubrimiento no es baladí, y nos sirve para recordar en «Dentro del Pandemónium» la historia y el valor de estos documentos capitales de la antigüedad.
El hallazgo fue realizado por arqueólogos israelíes y presentado hace dos días en público en Jerusalén. Es la primera vez que sucede algo así desde 1961, salvo los fragmentos movidos en el mercado negro, verdaderas reliquias si tenemos en cuenta que se trata de algunos de los primeros libros sobre la Biblia, cuyo análisis podría revelar muchos «huecos» de las escrituras, mucho contenido que se pudo perder en sus posteriores traducciones.
Desde 2017, en que se dio luz verde a una operación contra los saqueadores del patrimonio, se han ido recuperando los nuevos fragmentos, entre ellos las reconstrucciones en griego de versículos del Libro de los Doce Profetas Menores, en concreto los de Zacarías y Nahum, el último libro de la Nevi’im, la segunda división principal del Taraj o Biblia judía.
La Cueva de los Horrores
Las nuevas partes de los Rollos del Mar Muerto se localizaron en la misma Cueva de los Horrores –llamada así por las decenas de cadáveres que descansaban en su interior– en la que en 1961 fueron descubiertos otros fragmentos y que, según los expertos, están sirviendo para completar pergaminos ya conservados desde los años 40 del siglo pasado –se dio con ellos por vez primera, como enseguida veremos, en 1947–.
Según el comunicado emitido por los arqueólogos que han excavado en los barrancos de Cisjordania –territorio palestino ocupado desde 1967–, y pertenecientes a la Autoridad de Antigüedades de Israel (AAI), para lograrlo tuvieron que descender desde la cresta de los acantilados de la frontera con largos rápeles –algunos de hasta 80 metros– y usar drones que permitieron inspeccionar hasta 500 cuevas y oquedades a lo largo de decenas de kilómetros.
Dichos hallazgos –afirman– servirán para revisar la historia de las traducciones al griego del Antiguo Testamento, que luego pasaron al latín y más tarde se vertieron a los idiomas actuales. Sin embargo, la legislación internacional –al menos oficialmente–, prohíbe que Israel, como potencia ocupante, saque del territorio ocupado los hallazgos arqueológicos, lo que ha generado una nueva disputa con la Autoridad Palestina, que ejerce un limitado autogobierno en parte de Cisjordania desde 1993. No parece, no obstante, que las quejas de sus «vecinos» vayan a frenar a los arqueólogos israelíes en su propósito de indagar en la presencia judía en aquella zona. Y es que estos nuevos fragmentos pueden arrojar luz sobre la misteriosa secta judía –hipótesis que no todos los expertos defienden– que se refugió en el Mar Muerto hace casi veinte siglos, legándonos los primeros textos bíblicos hoy conservados, los esenios, de los que me ocuparé en un inminente post.
Según reveló a Reuters Oren Ableman, director de la investigación de los rollos del Mar Muerto en la AAI: «Hemos encontrado unas piezas del puzle para añadir a la imagen de gran angular, pero son aún pequeñas. Con esta nueva información que no teníamos antes seguimos avanzando para descifrarlos».
La ausencia de violencia en la Cueva de los Horrores hace pensar a los investigadores que los miembros de la secta fueron sitiados por los romanos en sus cuevas y barrancos, donde murieron por inanición. Los nuevos fragmentos se descubrieron junto con los restos momificados de un niño que vivió hace unos 6.000 años y una cesta de la era neolítica que se ha datado en más de 10.000. Un auténtico oasis de la memoria del pasado posible gracias al clima extremadamente seco de aquella zona, que permite un gran estado de conservación.
El origen de un hallazgo asombroso
Como si el destino estuviese aguardando a la década de los cuarenta del siglo XX para dar a conocer algunos de los libros perdidos más importantes de la historia del hombre, apenas dos años después de ser descubiertos los códices de Nag-Hammadi, en 1947 aparecieron los famosos Manuscritos del Mar Muerto. De nuevo fue un hombre humilde el autor del hallazgo. El pastor beduino Jum’a Muhammad buscaba una cabra perdida en los alrededores de las ruinas de Kirbet Qumrán, en pleno desierto, a orillas del lago salado conocido como Mar Muerto, cuando descubrió una oquedad en la escarpada roca. Tras arrojar con fuerza una piedra, el pastor escuchó un sonido como de barra al romperse. Cuando entró en lo que parecía ser una cueva descubrió algunas vasijas de antigua alfarería entre las que se encontraban unos polvorientos manuscritos de pergamino enmohecido envueltos en una tela.
Muhammed, junto a dos de sus primos que le acompañaban –aunque esta parte de la historia no está muy clara- trasladó los manuscritos a su campamento y allí fueron colgados de un poste, permaneciendo durante algún tiempo prácticamente olvidados. Existe el rumor de que algunos de los pergaminos fueron utilizados para hacer fuego, algo que, de ser cierto, supondría una desgracia para el mundo de la arqueología y la investigación, que ya llorara la penosa destrucción de muchos de los códices encontrados dos años antes en circunstancias similares. Al principio fueron tratados con desprecio, como sucios trapos inservibles, ignorantes sus descubridores de la importancia capital de los mismos que podría haberles hecho ricos. Analfabetos y pobres, los beduinos vendieron los pergaminos al mejor postor -o quizás al único-, un zapatero que hacía las veces de anticuario llamado Khalil Eskander Shahin, alias «Kando», que los adquirió por apenas cinco libras.
A partir de entonces el destino de los escritos fue el de auténticos «libros malditos»: pasaron de mano en mano vendiéndose entre traficantes de antigüedades y mercenarios que los trataron sin cuidado alguno, cual baratijas. Algo después, el arhimandrita Athanasius Yeshue Samuel, del convento sirio ortodoxo de San Marcos de Jerusalén, compró los manuscritos, también a un bajo precio, ante la sospecha de que pudiera tratarse de textos de gran valor. Acertó de pleno.
Athanasius Yeshue Samuel
La importancia del descubrimiento aún no había sido revelada, aunque los pastores únicamente habían hallado el cinco por ciento de la colección total de pergaminos que después saldrían a la luz tras una batalla campal entre arqueólogos y mercenarios. Los primeros descubrieron muchos más textos, o más bien partes de ellos, en diferentes cuevas, hasta llegar al número de once, en los alrededores de Qumrán, pero en numerosas ocasiones gentes del lugar que pretendían comerciar con ellos, ante la evidencia de su importancia, se les adelantaron.
La historia de estos textos está rodeada de polémica desde el mismo día de su aparición. Fueron reivindicados por el gobierno jordano como de su propiedad, al ser encontrados en una zona que se hallaba bajo su dominio, aunque más tarde se iniciaría una larga guerra por su posesión. El establecimiento del Estado de Israel en el territorio de Palestina una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, como forma de restituir el dolor sufrido por los judíos durante el holocausto nazi, no había hecho sino empeorar las cosas. Los manuscritos fueron trasladados numerosas veces de un lugar a otro para ponerlos a salvo, pero en cada traslado se deterioraban cada vez más –llegaron a ser protegidos incluso en una caja fuerte de la embajada estadounidense establecida en la zona-. Durante la Guerra de los Seis Días que tuvo lugar en Tierra Santa, muchos investigadores temieron por la seguridad de los pergaminos. Finalmente, no fueron ni la guerra entre Israel y Palestina ni la pugna político-religiosa por conseguirlos las situaciones que más contribuyeron a poner en peligro la integridad de los textos, sino los propios estudiosos del material, que en un principio lo trataron casi tan mal como los mismos pastores beduinos que los hallaron.
Las condiciones en las que se llevó a cabo su análisis no merecen otro calificativo que el de patéticas dada la enorme importancia de los manuscritos y su incalculable valor: cuenta Stephen Hodge que para unir los fragmentos, los investigadores utilizaron materiales como cinta adhesiva e incluso papel adhesivo del que se usaba en los pliegos de los sellos postales. Los fragmentos –casi ninguno de los manuscritos fue encontrado intacto- eran dejados sobre bandejas, sin ningún tipo de protección, sometidos a la acción del sol, muy potente en una zona como Oriente Medio; en las mesas de trabajo se mezclaban los trozos de pergamino que debían ser unidos con ceniceros llenos de cigarrillos y tazas de café, y se llegaron a sacar potentes fotografías –muy útiles más tarde por la degradación que sufrieron los textos- utilizando luz infrarroja sin ningún tipo de filtro para poder revelar los trazos de escritura en partes de los manuscritos que se habían oscurecido con el tiempo.
Y eso no es todo, los «expertos» pintaron fragmentos que eran ilegibles con aceite de clavo para poder obtener una mayor legibilidad de los mismos. A todas estas auténticas barbaridades, más dignas de niños realizando manualidades que de eminentes arqueólogos e historiadores, se unió todo un cúmulo de intereses creados y secretismo que duró casi cuarenta años. Seguro que los últimos fragmentos hallados por los arqueólogos israelíes –reavivando la tensión siempre latente con los palestinos– son tratados con mayor cuidado.
Esta historia continuará en un próximo post.
BIBLIOGRAFÍA:
GREZ, David, Los Evangelios Gnósticos, las enseñanzas secretas de Jesús.
HODGE, Stephen, Los Manuscritos del Mar Muerto, Edaf, 2001.
Junto a Delfos, el oráculo de Dodona, fue el más célebre de la antigüedad. Su nombre se debe a un lugar que se halla a 80 km al este de la isla de Corfú, en la región de Epiro, cerca de la frontera de Grecia y Albania. Centro de peregrinaje de tiempos pretéritos al que también se acercaron reyes y emperadores, fue un imponente santuario dedicado al dios Zeus y a la Diosa Madre naturaleza. Viajamos a sus entrañas…
Óscar Herradón
(Dodona en la actualidad. Fuente: Wikipedia)
Una de las más valiosas descripciones que poseen los arqueólogos del milenario oráculo fue la dejada por Heródoto: «Las sacerdotisas de los dodonienses cuentan que de Tebas, en Egipto, partieron dos palomas negras; una viajó hasta Libia, y la otra hasta ellas; una vez allí, la paloma se posó sobre un roble, y con voz humana articuló que el destino quería que se estableciera en aquel lugar un oráculo de Júpiter; los dodonienses, mirándola como una mensajera de los dioses, obedecieron de inmediato. Cuentan también que la paloma que voló hasta Libia ordenó a los libios construir el oráculo de Amón, que es también un oráculo de Júpiter. Esto es lo que me dijeron las sacerdotisas de los dodonienses, de las cuales la más vieja se llamaba Preumenia, la siguiente, Timarete, y la más joven, Nicandra. Su relato fue confirmado por el resto de dodoneos, ministros del templo».
Fue así como surgió el culto al «Gran Roble», un árbol sagrado en el que se adoraba al dios Zeus Naios –Zeus residente– y Dione Naia, su contrapartida femenina. En el siglo V a.C. las sacerdotisas serían tomadas por adivinas y conocidas como las Sellas. El propio Homero hablaría del oráculo de Dodona en la Ilíada hasta en dos ocasiones, otra de las fuentes de la que han bebido con profusión los historiadores. Al parecer, las Sellas vaticinaban el futuro de diversas formas: interpretando la caída de las hojas del roble sagrado, el ruido causado por uno o varios recipientes de bronce y puede que también el vuelo de las aves –lo que se conoce como ornitomancia–, en este caso de las palomas. En el siglo IV a.C. el ateniense Demón ofreció una tradición paralela sobre el oráculo: afirmaba que el santuario estaba delimitado por un cerco de calderos de bronce que estaban dispuestos en trípodes y que, cuando el viento los golpeaba, el sonido que emitían por medio de una cadena era el que debía ser interpretado por las sacerdotisas.
Por su parte, Homero apuntaba que, en relación con el simbolismo de los árboles y el roble sagrado del santuario, los sacerdotes y sacerdotisas de Dodona no podían lavarse los pies y debían dormir en el suelo. Algunos cronistas señalan que en los primeros tiempos, el oráculo ordenaba a los consultantes sacrificar una víctima al río Aqueloo cada vez que debía contestar una pregunta, aunque no existen vestigios arqueológicos de ello.
Rascando vestigios arqueológicos
La historia del santuario guarda numerosos enigmas, y la arqueología no ha podido datar con exactitud su origen. En fecha reciente se han encontrado restos de la época micénica, de alrededor del siglo XV a.C. El culto al Zeus Dodoniano llegaría a Epiro con los tesprotios en el conocido como periodo Heládico reciente, en torno al 1200 a.C., aunque parece ser que existía un culto anterior dedicado a la diosa ctónica prehelénica de la fertilidad y la abundancia relacionada con las raíces sagradas del «Gran Roble».
Ruinas de Dodona (Licencia Libre: Wikipedia)
Hasta el siglo VI a.C., el santuario gozaba de gran renombre y consultado regularmente por los atenienses, que enviaban a su consulta una embajada anual. Incluso Creso, rey de Lidia, consultaba a los célebres oráculos si debía declarar o no la guerra a los persas, como harían otros mandatarios de manera habitual. Plutarco cuenta cómo Agesilao II (444-360 a.C.) rey de Esparta, preguntó al oráculo sobre si sería oportuno lanzar una gran ofensiva contra los persas, mientras que los espartanos viajaron también a Dodona para que les realizaran un vaticinio antes de la batalla de Leuctra contra Tebas, en el 371. Las consultas parece que se hacían en laminillas de plomo de las que se han hallado bastantes ejemplares en las excavaciones.
Pirro
Después, Delfos suplantaría progresivamente a este como sede principal de los oráculos del mundo heleno y en torno al siglo IV a.C. el santuario parecía haberse reducido a un simple templo en torno al Roble Sagrado, hasta que recuperaría su máximo esplendor gracias al mandato de Pirro –célebre por las guerras que emprendió– en Epiro, entre el 297 y el 272 a.C., quien reconstruiría casi todos los edificios de Dodona, convirtiéndolo en una especie de santuario nacional de Epiro: reconstruyó el templo de Zeus, el de Heracles y el de Temis, que ganaron en espacio y también los edificios cívico: el Bouleuterión y el Pritaneo, además de ordenar construir el teatro para acoger espectáculos dramáticos y musicales que servían como acompañamiento de la fiesta de los Naia en honor de la tríada constituida por Zeus, Dione y Temis y que en época romana sería reconvertido en circo.
Tras la repentina muerte de Pirro en Argos en el 272 a.C., se produciría el rápido declive del enclave sacro, que sería saqueado en diferentes épocas y de nuevo reconstruido. Se sabe que el emperador romano Adriano visitó el oráculo hacia el año 132 de nuestra era, al igual que el geógrafo e historiador griego Pausanias poco tiempo después. El santuario sería destruido en el año 218 a.C. durante la guerra con los etolios, aunque los arqueólogos creen que volvió a ser restaurada. Un misterio que sigue sin aclararse.
BIBLIOGRAFÍA:
DAKARIS, Sotirios:Dodona (en inglés) 1993.
VANDENBERG, Philipp: El Secreto de los Oráculos. Destino, 1991.
PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:
Y si lo que queremos es una visión pormenorizada –a la vez que detallada y apasionante– sobre la civilización griega, en este caso centrada en el aspecto bélico de uno de sus mayores enemigos en la antigüedad, nada mejor que sumergirse en las páginas de Viaje a la Grecia clásica. Del monte Athos a Termópilas(Almuzara, 2020), del periodista y escritor Antonio Penadés, autor del también recomendable ensayo Tras las huellas de Heródoto. Crónicas de un viaje histórico por Asia Menor, publicado igualmente por Almuzara en 2015.
El autor, con un pulso narrativo electrizante, nos sitúa en el año 480 a. C., para seguir el itinerario del ejército del rey persa Jerjes, el mayor despliegue militar terrestre visto hasta entonces. Una vez que tamaña fuerza atraviesa el Helesponto y, ya en el Viejo Continente, se dispone a recorrer las regiones de Tracia y Macedonia, apoyado por una colosal flota, para vengar las afrentas que los atenienses hicieron a su padre, el rey Darío, incorporando así –o esa era la idea– tan estratégicos territorios helenos al inmenso imperio asiático, aquel ejército legendario se topará en el paso de las Termópilas, la puerta natural de entrada a la Grecia central, con las fuerzas mucho menores pero implacables del rey de Esparta Leónidas.
La misma historia que narra 300 y que Frank Miller llevaría con gran éxito a la novela gráfica y más tarde Zack Snyder a la pantalla grande, aunque con una fidelidad historiográfica que el espectáculo de ficción ni ofrecía ni requería. En estas páginas, Penadés seguirá a aquellos ejércitos y su paso por Alexandrópolis, Dorisco, Abdera, Kavala, la isla de Tasos, Filipos, Drama, Tesalónica o el monte Olimpo, entre muchos otros enclaves fundamentales de tan épico avance, para culminar en Termópilas, donde tendrá lugar uno de los encuentros más emblemáticos de la historia antigua de Occidente en su choque con Oriente. He aquí la web de la editorial donde podrás adquirir el libro:
A través de los siglos el hombre ha mostrado un inusitado interés por conocer lo que le deparaba el futuro. En la antigüedad, los encargados de vaticinar el porvenir eran los sacerdotes y pitias que interpretaban las respuestas de los oráculos. Algunos tan célebres como el de Delfos o el de Siwa permanecieron ocultos a los ojos de los hombres durante siglos. Excavaciones posteriores permitieron redescubrirlos. Viajamos hasta estos enclaves sagrados de tiempos pretéritos para saber qué secretos se esconden entres sus ruinas.
Conocer el designio de los dioses y de las estrellas. Ese ha sido uno de los principales anhelos del hombre desde tiempos inmemoriales. Adivinar el futuro, conocer qué nos deparará esa rara avis llamada destino, más ahora que todo es tan incierto, el coronavirus sigue azotando nuestras vidas y la crisis económica y social se dilata. En un tiempo de pitonisas, adivinos bronceados y programas televisivos de tarot –por suerte a horas intempestivas–, aunque ninguno fue capaz de conocer la gran pandemia que se avecinaba –si acaso Bill Gates y sus juegos de predicción y algún que otro escritor cuasi visionario–, y eso que no faltaban AVISOS de las autoridades sanitarias y los virólogos hoy reconvertidos en «superstars» de los Media, son pocos los que se preguntan sobre el origen y el verdadero significado de la adivinación y cómo el hombre recurrió a esta práctica –en la que se daban la mano el ingenio del adivino y supuestas fuerzas ocultas– para sacar provecho de ella.
En la antigüedad fueron casi todos los pueblos que hicieron uso de la adivinación –griegos, romanos, caldeos, babilonios, hebreos, fenicios…– a través de unos lugares, o personajes, destinados exclusivamente al vaticinio de lo que estaba por venir: los oráculos. Dispersos por numerosos rincones del mundo antiguo, estos enclaves mágicos fueron centro de peregrinaje de miles de personas de toda condición y eran consultados también por grandes mandatarios como el emperador Romano Adriano o Alejandro Magno. A través de los mismos pretendían cerciorarse de que los hados estaban de su parte, o, por el contrario, que no lo estaban, una información que, aunque ambigua, como veremos, podría ser muy útil a la hora de orquestar una operación política o emprender una batalla contra los enemigos.
Oráculos como el de Delfos, el de Olimpia o el del oasis de Siwa, en Egipto, forman parte del imaginario colectivo, centros de saber de tiempos pretéritos en los que se adivinaba el porvenir mediante oscuras artes de difícil comprensión para el hombre moderno, lugares muy alejados de la intencionalidad con la que hoy cualquiera armado de una bola de cristal, incienso de colores, un sombrero hortera y una línea telefónica puede «leer» el futuro, desvirtuando artes milenarias como la quiromancia o el Tarot y aconsejar al más incauto el rumbo que debe tomar su desdichada vida. Pero, ¿en qué consistían esos oráculos? ¿Qué había de cierto en las artes que desempeñaban los sacerdotes y pitonisas que estaban a su cuidado? ¿Existió fraude? ¿Se adivinaba realmente el futuro? Cuestiones de difícil respuesta que abordaremos a continuación en un viaje por una época que duerme el sueño del olvido, sepultada bajo las toneladas de escombro que ha ido dejando sobre ella el paso inexorable del tiempo, pero que, una vez desenterrada, revela el esplendor de unos siglos en los que el hombre creyó a pies juntillas que era capaz de aventurar el porvenir y, por tanto, hace más llevadero –al menos si los augurios eran favorables- el siempre incierto momento presente.
Éfira, el oráculo de los muertos
Iniciamos nuestro periplo por uno de los más célebres –y tétricos- oráculos de la antigüedad: el de Éfira, conocido popularmente como «el oráculo de los muertos». En 1958, el arqueólogo experto en la Grecia clásica Sotirios Dakaris, situó el lugar histórico donde supuestamente se levantaba el oráculo, basándose en textos clásicos de Homero y Heródoto. Según el autor de la Ilíada, «la oscura morada del Hades» se situaría en «los bosques consagrados a Perséfone», donde crecen «elevados álamos y estériles sauces«, y donde «el Piriflegetonte y el Cocito, que es un arroyo tributario de la laguna Estigia, llevan sus aguas al Aqueronte». El mito y la realidad se confundían; una descripción topográfica que parecía corresponderse con un lugar real. Al parecer, donde aun hoy el Piriflegetonte desemboca en el Cocito y este se vierte en el Aqueronte corresponde con los restos de Éfira. Allí, si hacemos caso de los textos clásicos, se hallaría la entrada al Hades, al infierno de los griegos.
Sea como fuere, Dakaris se personó en el lugar, donde se hallaban los restos de una pequeña iglesia bizantina situada al lado de un cementerio y comenzó a excavar con el permiso de la Sociedad Arqueológica de Grecia, que aceptó correr con los gastos. Entre 1958 y 1964, Dakaris exhumó todo un cementerio, colocó una losa de hormigón armado debajo de la pequeña iglesia bizantina y la socavó sin dañar la capilla. En 1970 continuó con las excavaciones y dejó al descubierto un rectángulo de 62 por 46 metros que se correspondía –al menos para el arqueólogo sin ninguna duda- al oráculo de Éfira.
Nekromanteion
Siguiendo relatos como el de la Odisea, el milenario oráculo presentaba un aspecto confuso: largos pasillos en cuyas paredes se abrían puertas estrechas que conducían a habitaciones minúsculas, corredores que en cualquier momento cambiaban de dirección, como para confundir al visitante, pasadizos laberínticos que conducían a las habitaciones de un santuario central sobre el que en la actualidad se levantaba la iglesia… Dakaris descubrió un foso de dos metros de profundidad en el que los arqueólogos hallaron los restos de cuatro ventrudas vasijas de barro de al menos un diámetro cada una que estaban destinadas, en tiempos pretéritos, a contener los sacrificios con los que el consultante del oráculo debía pagar para que se realizase su deseo. Algo similar a lo que le ocurría a Odiseo en el relato clásico y que da un indicio de que Homero debió de conocer el oráculo de Éfira y los siniestros cultos que allí oficiaban sus sacerdotes.
Un lugar que todavía hoy, a pesar de la ruindad, sigue manteniendo un aura siniestra. En la entrada, aquel que quería consultar el oráculo dejaba los sacrificios que ofrecía y donde también debía pronunciar la pregunta que quería plantear al difunto, pues en este enclave eran los difuntos los que «hablaban», de ahí que sea conocido como el oráculo de los muertos.
Delante de la entrada se hallaban las viviendas de los sacerdotes y de las personas que acudían al lugar. Una vez que el consultante –en ocasiones pasado cierto tiempo- conseguía entrar, permanecería sin ver la luz del sol nada menos que veintinueve días, sin excepción, confiándose ciegamente a la guía de un sacerdote, sin saber qué era lo que le esperaba en el interior del lúgubre recinto.
Conduciendo y casi empujando al visitante, el sacerdote recorría con esto un oscuro pasillo mientras murmuraba sin interrupción extrañas oraciones y letanías. A la izquierda del pasillo, en una estancia de apenas veinte metros cuadrados, el consultante pasaba los primeros días como si fueran una única e interminable noche. Al parecer, los consultantes del oráculo recibían todo lo necesario para entrar en un estado que favoreciera el trance, una especie de sueño oratorio, pues Dakaris y su equipo hallaron montones de negruzcos pedazos de hachís en el interior de las estancias. El sueño oratorio era conocido por los babilonios, los egipcios y por supuesto los griegos, y Heródoto cuenta que los zasamones tenían también el don de la profecía: se instalaban junto a la tumba de sus antepasados para dormir allí y recibir en sueños la revelación del futuro. Asimismo, también el sueño formaba parte del culto a Isis y Serapis y, según Diodoro, tenía efectos de tipo curativo.
Volviendo al oráculo, los actos mágicos, las misteriosas oraciones y los relatos sugestivos sobre las almas de los difuntos que proferían los sacerdotes convertían al consultante del oráculo, despojado de su voluntad según Philip Vandenberg, en un instrumento de los religiosos, lo que hacía que estuviera predispuesto a interpretar sueños y a ver apariciones que casi con seguridad eran inexistentes.
Éfira, el oráculo de los muertos (Imagen crédito: Wikipedia)
Tras varios días entre la vigilia y el sueño, en trance, se presentaba el sacerdote iluminado con una antorcha, semejante a una aparición, blanco como se creía era el alma de los muertos, murmurando en voz muy baja, casi imperceptible y pidiendo al visitante que le siguiera, dándole una piedra y ordenándole que, una vez llegado al largo corredor, la arrojara hacia atrás en un gesto que alejaría de su persona todo mal. Piedras que han sido halladas por los arqueólogos en grandes cantidades y que demuestran la veracidad del relato. En un extremo del corredor se hallaba una habitación, aún más pequeña que la primera, donde el consultante proseguía con su interminable letargo.
Al final del corredor, a la derecha, se hallaba un laberinto que Dakaris encontró. Llegado a este punto, el consultante, que aún no había perdido por completo el sentido de la orientación, olvidaría por completo cuanto había dejado atrás. Diminutos cuartos que estaban cerrados con puertas guarnecidas de hierro que no se abrían hasta que la anterior no había sido cerrada en medio de un ambiente asfixiante que bien podría recordar a los relatos sobre el hades. Los sacerdotes le habían avisado de que, cuando hubiese atravesado el último umbral, hallaría bajo sus pies la hirviente morada del dios de los muertos, Hades, y de Perséfone, su esposa. Se hallaba ante el mismísimo reino de las sombras. Entonces, en el suelo se abría un agujero del tamaño de un sillar, donde el consultante debía verter la sangre de los animales sacrificados que llevaba consigo en un jarro. Las almas de los muertos debían beberla para recobrar su conciencia y así poder revelar el futuro a aquel que les había hecho una pregunta.
El «Hades» medía apenas 15 metros de largo y Sotirios Dakaris había conseguido sacarlo a la luz tras más de 2.000 años sin que ningún ser humano hubiese pisado su suelo sagrado. Aterrado, casi sumido en el delirio e incapaz de distinguir entre el sueño y la realidad, el consultante, tras verter la sangre del sacrificio, esperaba casi desvanecido el momento culmen: la aparición del «muerto» que estaba deseando ver y que le aportaría luz sobre su futuro. Ya habían pasado los veintinueve días de rigor, y los sacerdotes proyectaban, con el humo y las antorchas, siluetas fantasmagóricas en las paredes de la sala, mientras continuaban con su interminable cántico. De repente –siguiendo el trabajo de Philipp Vandenberg y lo recopilado por Dakaris–, se podía oír un gemido y un crujido, mientras sonidos inhumanos llenaban la estancia. En el extremo opuesto colgaba del techo un enorme calderón de cuyo borde sobresalía una mano… después podía verse otra y por último la cabeza, un rostro pálido y una figura extrañamente inhumana que acababa manteniéndose de pie dentro del caldero. Para el consultante no podía ser otro que el difunto. La aparición comenzaba a moverse y hablaba con palabras mesuradas, mientras una balaustrada impedía al visitante acercarse más a la aparición. Una vez dada la respuesta –que no siempre se ajustaba a los deseos del consultante- se escuchaba un gran estruendo y el caldero volvía a ponerse en marcha, se elevaba hacia el techo y desaparecía en medio de una densa nube de humo, mientas el canto monótono de los sacerdotes se iba extinguiendo, las antorchas se apagaban y la estancia quedaba en completo silencio.
Ornitomancia, adivinación mediante la interpretación del canto y el vuelo de las aves
Entonces, el visitante era cogido del brazo y trasladado a lo largo de las pequeñas estancias y los corredores hasta un pequeño cuarto destinado al último tratamiento al que debía ser sometido y donde era expuesto a los procesos de purificación obligatorios después de haber «contactado» con los muertos. Para Dakaris, todo era real, incluso la aparición, pero se debía a una ingeniosa escenificación de los sacerdotes del oráculo, un papel que es posible que interpretaran los mismos religiosos, temerosos de que un actor pudiera delatar el fraude. Durante el tiempo que el consultante permanecía incomunicado y en trance, los sacerdotes parece ser que sutilmente obtenían de él la información precisa para que después el alma de los «difuntos» pudiera darle una respuesta adecuada.
Si no se inquietan los moradores del inframundo clásico, este post tendrá continuación…
BIBLIOGRAFÍA:
DAKARIS, Sotirios:Dodona (en inglés) 1993.
VANDENBERG, Philipp: El Secreto de los Oráculos. Destino, 1991.
PARA SABER UN POCO / MUCHO MÁS…
El pasado 2020 Guillermo Escolar Editor publicaba un volumen fascinante sobre las creencias de los antiguos helenos: Religión griega. Una visión integradora, de Alberto Bernabé, catedrático emérito de Filología Griega de la Universidad Complutense de Madrid, y que sabe muy bien de lo que habla, pues sus más de cuatrocientas publicaciones le acreditan como uno de los más importantes helenistas de nuestro tiempo.
En este volumen, que sin duda no tardará en convertirse en obra de referencia sobre dicha materia, se realiza una visión global, de conjunto, minuciosa y amena, a los cultos griegos, centrándose en aspectos muy diversos relacionados con el hecho religioso –la literatura, las raíces, el mito y el ritual, la filosofía o el sincretismo religioso– , pero con un eje común, integrador, como bien reza su acertado título. Un trabajo magnífico para que el profano se inicie en el conocimiento, no poco complejo, de la religión de la antigua Grecia, donde los oráculos de los que hablamos en este post gozaban de un lugar preeminente. He aquí la web de la editorial y cómo adquirirlo:
Por otro lado, si más allá de oráculos y creencias supraterrenas lo que queremos es acercarnos también a la civilización del Antiguo Egipto desde una visión global y didáctica, nada mejor que hacerlo a través de una de las últimas novedades de la editorial Edhasa, que ha lanzado en una edición que corta el aliento el clásico La herencia del Antiguo Egipto, de la prestigiosa egiptóloga francesa Christiane Desroches Noblecourt (1913-2011), que además de ser autora de ésta y otras joyas bibliográficas sobre el arte y la historia del país de los faraones, realizó una elogiable labor de protección de la cultura, al contribuir a la salvación de los templos nubios causada por la construcción de la presa de Asuán en 1960, edificaciones declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979, el año en cuyos estertores vino al mundo quien suscribe estas humildes líneas.
El libro lanzado por Edhasa es sin duda la obra maestra de la investigadora gala (Edhasa publicó en su día también Hatshepsut. La reina misteriosa), un compendio de conocimientos sobre el Antiguo Egipto que además de mostrar un perfecto equilibrio entre la solidez de la documentación y el valor didáctico de lo contado, sugiere una interesante tesis sobre el origen egipcio-cristiano de nuestra cultura. Y es que la nación regada por el Nilo ha influido más de lo que podamos intuir en nuestra civilización y en la misma Europa moderna. Así, Desroches plantea aspectos estrechamente vinculados a nuestra vida cotidiana, como el juego de la oca o el calendario; que forman parte de nuestras tradiciones y folclore, como la leyenda de San Jorge o los animales de las fábulas más conocidas en Occidente, y que la autora rastrea con especial lucidez y sabiduría en la cultura egipcia del pasado. Un libro deslumbrante que todo apasionado de la historia, la antropología y la arqueología debería tener en su biblioteca. He aquí el enlace para adquirirlo:
Y si lo que queremos es penetrar en la rica y apasionante cosmogonía del país de los faraones (aunque de forma distendida y alejada de la complejidad académica), lo mejor es acercarnos a las páginas de una de las novedades de Nowtilus: Breve Historia de la Mitología Egipcia, de Azael Varas Mazagatos, un autor que sabe de lo que habla, no en vano es historiador y Máster en en Arqueología del Mediterráneo en el mundo clásico.
En este título de una de las colecciones más renombradas de la editorial, Mazagatos nos descubre el universo mitológico egipcio y todos sus fantásticos cuentos y leyendas sobre el origen del Universo y el ser humano: el mito fundacional de Seth contra Osiris y Horus, el Viaje del Sol y el Viaje del Alma; por supuesto El Libro de los Muertos, utilizado en todo lo relacionado con el proceso de momificación y el viaje al «más allá» del difunto, pieza clave de la cosmogonía egipcia, y mucho más: lo que esconde el mágico papiro Westcar, una de las compilaciones de cuentos mágicos más fascinantes del mundo antiguo, la historia de Sinhué, de Tutmosis IV o de la Gran Esfinge y las muchas y en ocasiones contradictorias teorías sobre su origen (incluido uno supuestamente extraterreno). Además, incluye un detallado diccionario de las divinidades egipcias, con sus atributos y símbolos iconográficos principales.
Y de la mano de editorial Taurus nos llega una delicia urdida por un genio en la materia: Fidelidad a Grecia: Lo bello es difícil, y otras cosas que nos enseñaron los griegos. Su autor, Ignacio Lledó (Sevilla, 1929) es un hombre de esos que podemos tildar sin posibilidad de equivocarnos de renacentista: Premio Nacional de Literatura –en la categoría de Ensayo–, Premio Nacional de las Letras Españolas, Premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades y miembro de la Real Academia Española, por citar solo los logros más épicos entre un sinfín de reconocimientos y miles de trabajos. En estas páginas nos ofrece 27 artículos por los que guía al lector, en medio de este ruido de la globalización y la confusión mediática de las nuevas tecnologías, por numerosas ideas erróneas y conceptos mal entendidos por la saturación informativa de medios escritos y audiovisuales, a los que hay que sumar ahora el enrevesado e infinito universo de RRSS y medios digitales y su adecuada –o deleznable– funcionalidad.
Y aunque el campo filosófico es cuanto menos complejo, sin necesidad de sumergirnos en Kierkegaard o Heidegger, la cierto es que el autor nos explica estos conceptos con una sencillez y una capacidad divulgativa dignas de elogio. No es un libro dedicado a la adivinación y a los oráculos, como podéis imaginar, pero sí una forma original y cargada de sentimiento de acercarnos al helenismo –también su pensamiento mítico y mágico– y cómo éste definió en gran parte tanto las instituciones políticas y culturales de Occidente como nuestra misma forma de pensar hace más de 2.000 años, aunque parezca increíble.
Con elocuencia y elegante combatividad, Lledó nos habla del poder liberador del mito en los antiguos griegos –frente a ese otro tipo de mitos «impuesto por los profesionales de la mentira» de nuestro tiempo–, de la fuerza de Eros (Amor), de la invención de la armonía musical –sepultada hoy por el exceso de Ruido–, o la figura de Epicuro, uno de los personajes más atractivos y misteriosos de la historia del pensamiento, así como de numerosas enseñanzas clásicas de las que cada uno de nosotros somos deudores, por muy lejanos que nos parezcan las gestas del mundo clásico. En definitiva, de la «libertad intelectual», hoy tan infravalorada.
El resultado es un ensayo esclarecedor que arroja luz sobre los nubarrones cognoscitivos de nuestro tiempo frenético. Todos aquellos conceptos con falta de lucidez, esa amalgama de mentiras, desmemoria, sandeces y medias verdades –también fake news–, de las que, como apunta el autor, jamás saldrá un conocimiento equilibrado y racional del ser humano. Y quizá ahora lo necesitemos más que nunca, aunque sea gracias a volver la mirada a la sensatez de nuestros antepasados helenos.