El cuadrilátero en la gran pantalla

El pugilismo ha sido, es y será una referencia para el séptimo arte. Ya desde el cine mudo se rodaron películas importantes sobre un cuadrilátero como El Ring (1927), de Alfred Hitchcock, y a ella seguirían cintas mínimas y obras malas, en medio de obras maestras como Cuerpo y alma (1947), Más dura será la caída (1957), Réquiem por un campeón (1962), y ya más cerca en el tiempo largos como The Fighter (2010) o Redención (2015). Realizamos un repaso por el deporte del puñetazo visto desde una butaca de cine.

Óscar Herradón ©

Stallone en Rocky (Source: Wikipedia)

Puedo decir sin sonrojarme que con Rocky y su melodía tuve mis primeras sensaciones heroicas infantiles. O quizá fue con Star Wars… Era escuchar aquella potente banda sonora, hoy épica, compuesta por Bill Conti, y todo se hacía posible. Luego, en la cuarta entrega (aquel producto de exaltación yankee en plena Guerra Fría que, creo, fue la primera que vi, por edad, y que, será mala, pero me encanta), se asentaría definitivamente en mi mente la melodía de «The Eye of The Tiger», de Survivor, que inauguró la tercera entrega en 1982, y el subidón fue aún mayor.

Cualquier desafío, por grande que fuera, aunque se tratara del de un crío de 8 años, parecía posible al ritmo de aquellos acordes y ese baile de piernas tan criticado por los expertos. Tras aquellos años de cine y boxeo a lo Stallone vendría mi cinefilia (o quizá partía de allí, y de esos inolvidables momentos de sofá y cuarto de estar, porque entonces teníamos «cuarto de estar»), y descubriría cintas como Toro Salvaje, Más dura será la caída o Marcado por el odio. Mejores, dicen los que saben, pero con Rocky sigo soñando. Quizá porque nací cuando se marchaba el año 1979, a las mismas puertas de los 80, con un Stallone icónico también en Rambo. Me da igual lo que la crítica diga de él y su testosterona ultraviolenta, no puedo ser objetivo.

Melancolías aparte, antes del potro italiano, mucho antes, se hicieron joyas de la gran pantalla, más admiradas por los que se dedican a tan honorable –y violento, todo hay que decirlo– deporte, joyas que recoge de forma detallada (y entretenidísima) Alfonso Bueno López en Sangre, sudor y puños. El boxeo en el cine, una de las últimas novedades de una editorial que me encanta, porque adora también el cine en general, y el ochentero en particular, como ya mostré en un post sobre la saga Regreso al Futuro: Diábolo Ediciones. Por supuesto, teniendo la posibilidad de sumergirnos en las páginas de un libro así, profusamente ilustrado, apenas citaré unas cuantas curiosidades pugilísticas para abrir boca, pues todo se cuenta ahí con pelos y señales, guantes, sangre, sudor, puños y mucho espectáculo.

El deporte de las doce cuerdas

Después de narrar el origen del boxeo y cómo éste fue prohibido en varios países, como Inglaterra (donde se realizaban combates clandestinos a los que, paradójicamente, asistía de incógnito el mismísimo príncipe de Gales), el autor se centra en el papel de este deporte en la gran pantalla, que aparece casi desde el comienzo de este arte, con el cinematógrafo y el cine mudo. Buena parte de los filmes pioneros tenían como trasfondo la clandestinidad de este deporte que ya era célebre en la Antigua Roma.

El propio Thomas Alva Edison, que en su guerra de patentes se hizo con los derechos del kinetoscopio, consciente de las posibilidades del espectáculo pugilístico, inició el cine de boxeo con una película filmada en 1894, una pelea coreografiada de seis asaltos entre los púgiles Mike Leonard y Jack Cushing en el estudio Black Maria.

Leonard VS Cushing

La primera estrella de este género fue el profesional (primer campeón del mundo) James J. Corbett, quien compaginó su carrera deportiva con apariciones en diversos teatros de todo EEUU y que al dejar los cuadriláteros se dedicó también al cine en el recién inaugurado Hollywood. Su biografía sería adaptada a la gran pantalla por Raoul Walsh en 1942, en la película Gentleman Jim, y su papel recaló en el inquieto Errol Flynn, que no era un profesional pero estaba acostumbrado a usar los puños.

El boxeo se fue asentando en el nuevo arte y en 1919 el propio David W. Griffith, pionero y padre del cine moderno con la racista El Nacimiento de una Nación, toda una exaltación del Ku Klux Klan en un tiempo en que el supremacismo blanco cosechaba aún un gran poder, dirigió el melodrama Lirios Rotos (Broken Blossoms, también conocido como La culpa ajena) protagonizada por un boxeador camorrista y alcohólico interpretado con maestría por Donald Crisp.

Por supuesto, los grandes del cine mudo como Charles Chaplin o Buthster Keaton no perdieron la oportunidad que brindaba el pugilismo para sus películas, como hizo Charlot en The Champion y en el final de Luces de Ciudad o el segundo en El Boxeador (Battling Butler). Y el que acabaría convirtiéndose en «maestro del suspense», uno de mis realizadores favoritos, Alfred Hitchcock, en su etapa británica y muda, dedicó su segunda película a este deporte en la pionera El Ring, protagonizada por Carl Brisson y cuya pelea final tiene lugar durante un magnífico combate en el Royal Hall londinense.

Buster Keaton en El Boxeador (1926)

A ella, junto a numerosos títulos menores, seguirían grandes cintas protagonizadas, al otro lado del charco, por el «gánster» por antonomasia de aquella era cinematográfica, James Cagney, que sabía moverse en el cuadrilátero, pues aprendió a pelear en las calles, sorprendiendo incluso a su entrenador, el antiguo boxeador y doble de acción Harvey Parry y que nos brindó perlas del ring con toque noir como El Predilecto (ésta tirando hacia la comedia), O todo o nada o Ciudad de conquista.

Sangre, sudor y puños (Diábolo Ediciones)

A estos títulos le sucedieron grandes películas como Más dura será la caída, protagonizada por Humphrey Bogart o Forajidos, de Robert Siodmak, en la que Burt Lancaster (que aprendió el «oficio» sin dar una sola clase) interpretada a un boxeador en sus horas más bajas. E incluso comedias como Abbott y Costello contra el hombre invisible (donde luchaba un púgil translúcido) o la española El tigre de Chamberí, protagonizada por un inolvidable José Luis Ozores, junto a un sinfín de obras menores –y otras notables– hasta llegar al cine de los 70. En esa década comienza la leyenda de Rocky, que se hizo con el Oscar a la Mejor Película y a la Mejor Dirección en 1976 y sobre todo Toro Salvaje, la monumental obra del italoamericano Martin Scorsese con un soberbio Robert De Niro, de las que nos ocuparemos en un próximo post en «Dentro del Pandemónium».

Otros cinco diamantes del boxeo que no te puedes perder:

Nadie puede vencerme. Una joya del noir en la línea de Más dura será la caída, dirigida por Robert Wise en 1949 y protagonizada por un incombustible Robert Ryan.

Marcado por el odio. Robert Wise volvía a usar el boxeo para un largo, superándose incluso –reto nada fácil– en esta cinta protagonizada por Paul Newman en 1956.

El ídolo de barro. Antes de ser Espartaco, el irreverente Kirk Douglas, que nos dejó el pasado 2020 ya centenario, se puso los guantes en este noir dramático de altura dirigido por Mark Robson en 1949.

The Boxer. Cuatro años después del arrollador éxito del drama carcelario En el nombre del padre, Daniel Day-Lewis, de nuevo bajo la dirección de Jim Sheridan, se enfundó los guantes en esta gran película con el conflicto norirlandés como telón de fondo.

Million Dollar Baby. Clint Eastwood rodó una de sus obras maestras con este filme dramático de boxeo protagonizado por fin por una mujer, una Hilary Swank de Oscar –no en vano ganó con ella una de sus dos estatuillas– en un ya lejano 2004. Cómo pasa el tiempo…

Para descubrir mil y un anécdotas sobre cine y boxeo, no hay que dejar escapar el citado libro de Diábolo Ediciones:

https://www.diaboloediciones.com/sangre-sudor-y-punos-el-boxeo-en-el-cine/

Supersoldados: hombres mejorados para la guerra del futuro (II)

Decir que la tecnología ha avanzado de forma vertiginosa es quedarse corto. Y lo que viene… En medio de esta lucha por alcanzar la mayor eficiencia, y el consiguiente beneficio, con el 5G ya prácticamente implantado tras una guerra comercial sin precedentes cuyos ecos todavía reverberan y experimentos que parecen sacados de una revista pulp de los años 50 a punto de ser aprobados por gobiernos y corporaciones, el terreno militar es uno de los que, bajo el paraguas de Top Secret, está realizando los experimentos más sorprendentes, e inquietantes. Veamos algunos de los que han trascendido, que no son todos los que están en proceso, por supuesto.  

Óscar Herradón ©

Pexels (Free License)

El terreno de la guerra del futuro, evidentemente, no se circunscribe a Estados Unidos, aunque sean éstos quienes hacen un mayor desembolso en los avances más vanguardistas. En octubre de 2018 un informe del Ministerio de Defensa británico analizaba cómo los imparables avances tecnológicos podían afectar –tanto positiva como negativamente– a los soldados. En ese mismo expediente se aventuraba una escalofriante posibilidad: que la reproducción de tropas modificadas genéticamente podría ser una realidad en apenas una generación. Soldados biónicos que permitirían a los países aumentar su capacidad militar y mejorar el desempeño de las fuerzas de combate. Lo que en la película Soldado Universal (1992) parecía un argumento hecho para mayor gloria del entonces archifamoso Jean Claude Van Damme, hoy podría cobrar forma.

Dicho informe, titulado Global Strategic Trends (Sixth Edition): The Future Starts Today, publicado bajo el paraguas del grupo de expertos del Centro de Desarrollo, Conceptos y Doctrina, un think tank del Ministerio de Defensa británico, apunta que dentro de 30 años los soldados «mutantes» podrían levantar grandes pesos –algo que empieza a ser posible gracias a vanguardistas exoesqueletos– y correr a gran velocidad en distancias extremas, cual si fueran clones del Capitán América. Es muy probable que dispongan de visión nocturna por infrarrojos –algo que ya es una realidad en equipamientos avanzados–, e, incluso, y esto es lo más fascinante: ¡ser capaces de transmitir sus pensamientos a través de telepatía asistida electrónicamente!

El documento británico examina las amenazas globales e identifica los problemas que deben abordar los países debido a la revolución tecnológica, como la posibilidad de protestas violentas por parte de grupos de personas cuyos trabajos peligren por la implantación robótica, advirtiendo sobre «el riesgo de agitación social y posiblemente una protesta violenta de los desfavorecidos», e incide a su vez en una mejor regulación de las ya casi incontrolables RRSS.

En cuanto al asunto que nos atañe, la explotación por los estados de tecnología emergentes en la obtención de provecho en el campo de batalla, el informe señala que la edición de genes, las extremidades biónicas, las adaptaciones que mejoran el cerebro y las drogas estimulantes o nootrópicas «ofrecerán una profunda expansión de los límites del rendimiento humano». Advierte a su vez de que se deben introducir leyes que tengan en cuenta consideraciones morales y éticas antes de crear los hipotéticos ejércitos mutantes, afirmando, entre otras cosas, pueden «polarizar las poblaciones, erosionar la confianza en las instituciones, crear incertidumbre y alimentar las quejas». Un panorama nada alentador.

¿Telepatía asistida?

Precisamente este es uno de los planes más ambiciosos de DARPA: un ingenio que permitiría al soldado tener sorprendentes capacidades extrasensoriales… ¡mediante la lengua! Ya en una fecha tan lejana como 2008, sus investigadores trabajaban en un dispositivo denominada BrainPort, consistente en un casco equipado con una cámara, un sonar y diversos aparatos de navegación y localización. Luego se introduce en la boca del usuario una delgada lámina de plástico cargada de microelectrodos conectados con el casco que recogen la información sensorial, «aprovechando así la habilidad del cerebro de convertir pulsos eléctricos en información visual», ya provenga ésta de los ojos o de otros sentidos; esto permitiría, por ejemplo, «ver 360º» en la oscuridad, tecnología que ya ha sido probada con relativo éxito por buzos a grandes profundidades.

Con los años y la revolucionaria innovación tecnológica, DARPA ha ido más allá, y en 2017 anunciaba que había invertido 65 millones de dólares en la creación de un módem que conectaría nuestro cerebro a un ordenador, un ambicioso proyecto que buscaría grabar millones de charlas entre neuronas de forma simultánea en un cerebro humano vivo. Así, se busca superar uno de los grandes obstáculos de la neurociencia: registrar la actividad desde el interior del cerebro humano para entender y corregir padecimientos. Dicha startup responde al nombre de Paradromics, y se basa –aunque de momento sólo es experimental, o eso nos dicen– en conexiones en banda ancha que ayudarían en los tratamientos de ceguera, parálisis, trastornos del habla e incluso la restauración de sentidos perdidos. Por supuesto, las posibilidades en el campo de la Defensa son potencialmente alentadoras.

El responsable del llamado “Programa de Conversación Silenciosa”, que recuerda al casco del Profesor X, es Matt Angle, quien cuenta con el apoyo de varios investigadores de la Universidad de Stanford. Afirma que se trata de un “cerebro-módem” equipado con circuitos flexibles que han bautizado como neurograins, los cuales se colocarían sobre el cerebro “para crear un enlace de datos sin fisuras y retrasos entre el cerebro humano y una computadora. Los neurograins son pequeños cables con el grosor de un grano de arena equipados con microscopios holográficos capaces, supuestamente, de observar la actividad de millones de neuronas a la vez. Su principal ventaja, afirman, es que dicho implante “funcionaría de forma inalámbrica y permitiría la conexión y envío de datos en ambos sentidos, no sólo del cerebro al ordenador”. Esta interfaz cerebro-ordenador podría permitir en unos años que los soldados recibieran información desde un mando de control a su cerebro a tiempo real, una suerte de “telepatía informática”, y es bastante más ambicioso que otros proyectos similares.

El Brain Computer Interface (BCI) convierte el campo de lo que hasta ahora formaba parte de la parapsicología en una posibilidad muy real –aunque ligeramente distinta a lo que se consideran poderes telepáticos–.El ambicioso proyecto, según recogía un artículo del Daily Mail, permitiría a los soldados comunicarse telepáticamente: “Recientemente, el Programa de Conversación Silenciosa de DARPA ha estado explorando la tecnología de lectura de la mente con dispositivos que pueden detectar las señales eléctricas dentro del cerebro de soldados y enviarlos a través de Internet. Con chips implantados, ejércitos enteros podrán hablar sin radios. Las órdenes van directamente a las cabezas de los soldados y los deseos de los comandantes se convertirán en los deseos de sus hombres”. Hombres sin capacidad de decisión propia y, como ahora veremos, sin miedo o remordimientos.

Los nuevos Terminator

Si en algo eran eficientes los Terminator que nos presentó James Cameron por primera vez en 1985, es que, además de ser prácticamente indestructibles –y de estar al servicio de una inteligencia artificial que se vuelve contra su creador, Skynet, no pecaban de aquello que atormenta a los humanos: no tenían remordimientos, ni dudas, ni miedos. De hecho, se calcula que durante la Segunda Guerra Mundial, apenas el 20% de la infantería estadounidense disparó sus armas contra el enemigo, inacción que en la guerra de Vietnam ya alcanzó, en ocasiones, el 90%. El hombre es, en terribles términos pragmáticos, imperfecto.

Bien, pues también en este campo, según desveló en su informe el novelista Simon Conway en 2018, DARPA estaría trabajando para crear una suerte de biorobot –o humano-robot– que muestre menos temor, y que al recibir órdenes mediante distintas startups, «pueda estar interconectado con su comando y actuar como una entidad única».

En las universidades de Harvard y Columbia varios equipos llevan años trabajando en métodos de inhibición del miedo y modos de anestesiar la memoria, usando pastillas de propranodol. Pero DARPA va más allá. Hace unos años, científicos a su cargo lograron controlar por ordenador un ratón al que se le habían implantado electrodos en su pequeño cerebro y en la actualidad trabajan con un «tiburón» que puede ser dirigido a distancia. En la Universidad de Nueva York las investigaciones más sorprendentes –y éticamente controvertidas– son las llevadas a cabo por el prestigioso neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás, quien, entre otras hazañas, inserta cables capilares en el cerebro de roedores para estimularlo a distancia; de esta forma, logra generar sensaciones y estados de ánimo artificiales en las cobayas. El neurocientífico asegura que la comunicación directa entre mente y máquina puede ser factible. En una entrevista para la red de televisión pública USA, Public Broadcasting Service, Llinás planteó lo siguiente: «Convenientemente desarrollada, esta tecnología permitiría que cada miembro de un grupo de soldados fuese consciente de la existencia de todos y cada uno de ellos y de lo que están haciendo en cada momento. El grupo de personas individuales desaparece para convertirse en una única entidad. Así, si uno resulta herido, todos podrían saberlo inmediatamente. En el fondo, se trataría de una especie de conciencia colectiva». Los soldados funcionarían así como una suerte de enjambre de abejas. IMPRESIONANTE.

Este post tendrá una tercera y última parte en breve… permaneced atentos!!!!

El oscuro secreto de Okunoshima (Japón)

En breve hablaremos en «Dentro del Pandemónium» de la temible Unidad 757 del ejército japonés, que cometió algunas de las mayores atrocidades durante la Segunda Guerra Mundial en territorio asiático. Pero la brutalidad del ejército nipón también actuó en otros lugares, como Okushima, en ocasiones llamada Usagi Shima –«Isla Conejo»–, una pequeña isla situada en el Mar Interior de Seto, en Takehara, Prefectura de Hiroshima.

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Este enclave jugó un papel relevante durante la contienda, donde se desarrolló el gas venenoso que los japoneses usaron como arma química en China. Hay que remontarse tiempo atrás, hasta 1925, cuando el Instituto de Ciencia y Tecnología del Ejército Imperial Japonés, dio inicio a un programa secreto para desarrollar armas químicas, a pesar de que el Protocolo de Ginebra de ese mismo año prohibía su uso. Okunoshima fue elegida para este plan por estar aislada y lo suficientemente alejada de Tokio y otras grandes ciudades en caso de un accidente. Así, bajo la jurisdicción de la milicia nipona, el procesador para la preservación de los peces locales –hasta entonces vivían allí únicamente tres familias de pescadores–, fue reconvertido en un reactor de gas tóxico, aunque manteniéndolo en el más absoluto secreto, que produjo hasta 6.000 toneladas de gas venenoso.

Terribles secretos por fin al descubierto

Con el fin de la guerra, los documentos relativos a la producción de armas químicas fueron quemados y las Fuerzas de Ocupación aliadas se deshicieron del gas de distintas formas, obligando a que la población se mantuviera callada a ese respecto. ¿Acaso pretendían utilizar la planta para algún fin desconocido como lo hicieron con instalaciones nazis tras la liberación? Otro secreto más sin desvelar de aquel tiempo.

Aunque parezca increíble, tanto las ruinas de la planta de fabricación del gas como su planta generadora de energía continúan hoy en pie. Lo que más choca al viajero es el fuerte contraste entre los tétricos edificios semiderruidos de la Segunda Guerra Mundial, realmente tétricos, y los miles de conejos que se pasean por la isla. Ahora, la rebautizada como «Isla de los Conejos» es un lugar de gran atractivo turístico –al menos antes del azote del Covid– a donde llega un ferri de forma habitual repleto de curiosos. En 1988, las autoridades abrieron el llamado Museo del Gas Venenoso, un recordatorio para el curioso de los terribles y sórdidos experimentos que se llevaron a cabo en aquellas plantas abandonadas que hoy configuran el paisaje del islote.

La muestra es pequeña, formada por tan solo dos salas, pero un buen ejemplo de lo que allí sucedió en tiempos demoníacos: máscaras antigás, el traje de goma que vestían los trabajadores, al parecer no muy seguro, pues hubo varios accidentes y muchos problemas oculares, y quedan fotografían espeluznantes de los daños provocaba en las personas –incluidos niños– la exposición al gas mostaza, el que se produjo en mayor proporción, y derivados. Se calcula que llegaron a trabajar allí hasta 5.000 personas durante la guerra, entre ellas Reiko Okada, una de las pocas testigos vivas de aquellos hechos que, cuando era una estudiante de 13 años, en 1944, fue movilizada a Okunoshima para trabajar en la fábrica, aunque sus jefes nunca le dijeron qué era lo que manipulaba.

Un años después, Okada fue una de las personas que socorrió a los heridos de Hiroshima –lo que le provocó graves problemas de salud debido a la exposición a la radiación dejada por la bomba atómica–, aunque ella, como tantos, también había contribuido a la guerra química, por lo que hace unos años pidió perdón públicamente.

Siniestros barracones destartalados

Lo que queda de la factoría es solo un reflejo tenebroso de lo que fue: cientos de ventanas rotas y paredes de hormigón erosionadas por el tiempo y cubiertas de musgo, cual si se tratara de un lugar embrujado, a lo que se suman los siniestros barracones de soldados, testigos mudos –o no tanto– de lo que allí sucedió durante la contienda. Aunque parece que circulan historias de aparecidos entre los turistas, lo que no es de extrañar viendo las ruinas, si el edificio estuviera en Estados Unidos no cabe duda de que ya tendría una larga trayectoria de «fantasmas» a sus espaldas, como pasa con Alcatraz o la Penitenciaría Estatal del Este, en Pensilvania.

Aunque parezca increíble, tanto las ruinas de la planta de fabricación del gas como su planta generadora continúan en pie. Lo que más choca al viajero es el fuerte contraste entre los edificios semiderruidos de guerra, realmente inquietantes, y los miles de conejos que se pasen por la isla dando una imagen bucólica, de ternura e inocencia, al conjunto del paisaje. Lo que no saben muchos de los incautos que disfrutan dándoles de comer, acariciándolos o tumbándose entre cientos de ellos, es que en un principio los cándidos mamíferos –los primeros, no los que ahora campan a sus anchas– fueron criados precisamente para que los científicos japoneses probasen en ellos sus terribles armas químicas. Entrañable, ¿verdad?