La Marca del Maligno (2)

Es una figura intemporal que causa temor allá por donde pasa pero que, a su vez, goza de una legión de seguidores. Con diversas máscaras e identidades a lo largo de la historia y las distintas culturas, el mal se humaniza adquiriendo su forma y tentando a las almas más endebles con sueños de dinero y poder. El diablo, y sus múltiples rostros, ha dejado señales de su existencia que van más allá de meras leyendas. En numerosos lugares aún puede verse y sentirse… LA MARCA DEL DIABLO

Óscar Herradón ©

Los objetos del maligno

Podríamos hablar de un «bestiario maldito» –los múltiples animales que se relacionaron de una u otra manera con el Innombrable– e incluso de Iglesias del Diablo como las que existen en Rumanía, conocida como Iglesias de madera de Maramures, concretamente en la Transilvania septentrional, tierra de no muertos y chupasangres, donde el maligno está representado de numerosas formas y muy presente, tanto, que parece más una antesala al infierno que la casa de Dios –eso sí, muy hermosa–.

También de carreteras malditas –la Ruta 666 en los EEUU; la «curva del Diablo» en Bolivia; la vía maldita que une Bremen y Bremerhaven en Alemania…–; de puentes del diablo –como el de Rakotzbrücke en Gablenz, Sajonia, aunque existen más de 50 repartidos por todo el mundo–, de ríos, cuevas… e incluso catedrales.

De todo, vamos, pero el espacio es, como siempre, limitado, incluso en un post. Existen además numerosos y variados objetos que se vinculan con el demonio, y uno de los más célebres se encuentra precisamente en España, se conoce como el «Sillón del Diablo», y hoy es una de las piezas más visitadas del Museo de Valladolid –en la sala 14–, pero en su día ocupó un espacio destacado en la Facultad de Medicina de la Universidad. Su leyenda se remonta a 1550, cuando se funda la primera cátedra española de anatomía y acude a la facultad un joven portugués de origen sefardí y de nombre Andrés de Proaza, de 22 años, y que mostraba un gran interés por la disección.

El sillón en cuestión no parece muy cómodo…

Pocos meses después se denunció la desaparición de un niño de nueve años y la alarma saltó cuando los vecinos de la calle Esgueva declararon que desde el sótano de la casa del estudiante salían gemidos, y extraños ruidos; además, a través del desagüe veían salir agua sanguinolenta. Cuando las autoridades acudieron al lugar, se hallaron con un escenario macabro: sobre una mesa de madera encontraron el cuerpo despedazado del pequeño, así como cadáveres de perros y gatos también diseccionados.

Durante su interrogatorio, que no debió ser lo que se dice suave, el estudiante confesó que tenía un pacto con el mismo diablo a través de una silla que estaba en su escritorio… Afirmó que aquella silla/sillón se la había dado un nigromante de Navarra al que salvó de la persecución llevada a cabo en 1527. Dijo que sentándose en él recibía “luces sobrenaturales para la curación de enfermedades”, pero añadió que quien se sentase sobre él tres veces y no fuera médico moriría. Condenado a morir en la hoguera, los muebles de Andrés fueron subastados, pero nadie los adquirió, debido a la fama nigromántica de su dueño.

Fachada del Palacio de Fabio Nelli (Valladolid)

Cuenta Saturnino Rivera Manescau en Tradiciones universitarias (Historias y fantasías), de 1948, que entonces fue colgado boca abajo en un rincón de la sacristía de la Capilla universitaria, fijado a la pared a considerable altura, para que nadie cometiera la imprudencia de sentarse de nuevo en él. ¿Y por qué? Pues porque la maldición acompañaba al objeto: tras la muerte de Andrés, un bedel encontró el sillón en un trastero y se sentó en él, muriendo tres días después. Lo mismo le sucedió al que lo sustituyó en su puesto.

Permanecería boca abajo hasta que fue derribado el antiguo edificio y el objeto pasó a formar parte de las colecciones del Museo Provincial en 1890. Según el antropólogo vallisoletano del CSIC Luis Díaz Viana, el sillón tiene mucho que ver con la leyenda de la Cueva de Salamanca donde, cuentan, el mismo Diablo impartió clases, también sentado en una silla…

En el siglo XIX era habitual colocar en los camposantos estadounidenses sillas talladas en piedra como decoración. Se las conocía como «sillas de luto». Con el tiempo, comenzaron a entrar en el imaginario colectivo como sillas del diablo o embrujadas, como la «silla del Diablo del Cementerio de Greenwood», en Decatur, (Georgia, Illinois); o la »Silla del Diablo del Cementerio de Kirksville» (Missouri), entre tantas otras.

La Marca de la Bestia

Así se conoce a un término bíblico del Apocalipsis de San Juan, incluido en el Nuevo Testamento, concretamente en el capítulo 13. En este texto que aventura el Armagedón y que ha sido interpretado a lo largo de los siglos como a cada uno le ha venido en gana –dependiendo de su fervor religioso e intereses varios–, nos encontramos con esa famosa «Marca de la Bestia» o «Número de la Bestia», que sería el archifamoso, temido y venerado a partes iguales, 666 –que, curiosamente, o no tanto, para los protestantes era representado por la Iglesia católica–. Sin embargo, nuevas investigaciones parecen apuntar que el número escrito por el evangelista representado por un águila no fue éste, sino el 616, al menos eso se desprende de los descubrimiento hace no muchos años en los papiros de Oxirrinco en el Ashmolean Museum de la Universidad de Oxford, y que parece indicar que en su primera redacción en griego del texto de San Juan éste debió contener el número 616 «para referirse al nombre de una persona a quienes los cristianos denunciaban como enemigo».

Controversias aparte, parece que este nuevo número no va a desbancar de su trono satánico a ese 666 que tenemos hasta en la sopa, la marca de la bestia, «Six, six, six, the number of the Beast…» que cantaban los británicos Iron Maiden allá por 1982 y que continúa siendo el himno de los «malvados», la misma cifra que muchas décadas antes adoptara como propia el gran mago y ocultista Aleister Crowley en su nuevo sistema religioso al que bautizó con grandilocuencia como Thelema. Como decía el personaje de Santiago Segura en El Día de la Bestia: «Soy satánico; y de Carabanchel». Siempre es mejor acercarse al maligno con algo de humor… por lo que pueda pasar.

Pactar con el Diablo

También se conoce como pacto fáustico, desde que el maestro de las letras alemán Goethe escribiera su obra cumbre, Fausto, ambientándola en la Noche de Walpurgis en la cima del monte Brocken. Otros hablan de «contrato con el demonio», que en estos tiempos mercantilistas quizá sea más acertado. Referencia cultural extendida por todo Occidente –y en otros rincones, aunque bajo diferentes formas y nombres–, hoy está más de moda que nunca, gracias, en gran parte, al cine de terror.

Según el cristianismo, el pacto se establece entre una persona y Satanás o cualquier otro demonio a cambio de favores que acaban costando muy caros, desde la omnisciencia hasta la eterna juventud, riquezas, amores, poder… Aunque siempre hay algún espabilado que logra burlar al Astuto…

Aunque Fausto y su pacto con Mefistófeles son sin duda el referente cultural occidental moderno, lo cierto es que su principal antecesor en la mitología cristiana es el clérigo Teófilo, que, infeliz y desesperado al no poder promocionarse debido a su enemistad con un obispo, decidió vender su alma al maligno; no obstante, acabará siendo redimido por la Virgen María. Lo narra un tal Eutychianus en una versión griega del siglo VI.

Pacto con el Diablo de Christoph Haitzmann (1669)

En el siglo IX, y en pleno fervor persecutorio, un texto cristiano introduce a un judío como intermediador del pacto diabólico, citando por primera vez el «libelo de sangre» o «calumnias de sangre» contra el pueblo hebreo. En los años en que se redactaron los inefables «Martillos de Brujas», los pactos ocuparon un importante papel en la literatura demoníaca, así como las «marcas del diablo» hechas por éste sobre la piel de las acólitas de Satán.

El imaginario del aquelarre –con descripciones muy detalladas– contribuyó a extender una imagen del diablo como un ser despreciable, caníbal e infanticida, que practicaba el incesto, obseso de las orgías desenfrenadas y con un aspecto grotesco.

Según la creencia más extendida, el pacto podía ser oral o escrito. El primero se realizaba mediante invocaciones y conjuros. La intención era que no quedasen pruebas –al menos evidentes– de aquel soterrado y vil trato. El pacto escrito atraía al Astuto de la misma forma, mediante invocaciones y conjuros, pero incluía, según la literatura demonológica, un contrato firmado con la sangre del nigromante o de la víctima sacrificial. Los inquisidores afirmaban que aquellos que habían pactado con el diablo habían escrito su nombre el llamado Libro Rojo de Satán. Dichos «contratos» solían incluir las firmas de los demonios en forma de signos extraños y símbolos ocultistas; cada uno con su propio sello.

Algunos casos célebres de pactos con el diablo, o al menos de personas a las que se les colgó la etiqueta de negociar con Satanás para obtener provechos varios, una rúbrica en pro de conocimiento, amor, eterna juventud o inusitado poder, fueron el padre del blues-rock Robert Johnson; la leyenda sureña cuenta que una noche, en los años 20, Johnson esperó al diablo en la encrucijada de las autopistas 61 y 69, en Mississippi. Era medianoche y le vendió su alma a cambio de tocar como un dios, escena que inspiró a los hermanos Coen uno de los personajes de Oh, Brother!

Pero el instrumento favorito del maligno no es la guitarra eléctrica. Su instrumento por antonomasia –eso sí, también de cuerda– es el violín. De hecho, ya aparece en algunos tratados medievales con un grotesco aspecto, tocándolo y cautivando a sus acólitos. En los textos se afirmaba que aunque sabía tocar todos los instrumentos, tenía predilección por el violín, y que con él podía empujar a ciudades enteras a bailar su melodía.

De hecho, dos de los más famosos «pactos con el diablo» en el imaginario colectivo afectan a dos violinistas: el primer caso es el del compositor y violinista italiano del Barroco Giuseppe Tartini. Virtuoso músico, se haría mundialmente famoso por La Sonata para violín en Sol menor, que pasaría a la historia como El Trino del Diablo. La historia de esta pieza se inicia con un sueño; al parecer Tartini le contó al astrónomo francés Joseph Jérôme Lalande que cuando tenía 21 años soñó que el diablo se le apareció pidiéndole ser su sirviente; el músico desafió al maligno a tocar una melodía romántica con su violín para probar sus habilidades, y así humillarlo: el diablo tocó con tanto virtuosismo que Tartini –decía– se quedó casi sin respiración y despertó. Según la versión en primera persona del italiano que recogió Lalande en su Voyage d’un François en Italie… (1765-1766), tras despertar, «Inmediatamente tomé mi violín con el fin de retener, al menos una parte, la impresión de mi sueño. ¡En vano! La música que yo en ese momento compuse es sin duda la mejor que he escrito, y todavía la llamo el Trino del Diablo, pero la diferencia entre ella y aquella que me conmovió es tan grande que habría destruido mi instrumento y habría dicho adiós a la música para siempre si hubiera tenido que vivir sin el goce que me ofrece».

El segundo caso es aún más singular, y fue precisamente el del único música capaz de igualar e incluso superar a Tartini tocando dicho instrumento: el también italiano Niccolò Paganini. Llamado «el violinista diabólico», de aspecto pálido y cadavérico y sus contorsiones casi imposibles durante el repertorio, llevaron a decir que había firmado un contrato en el averno. Él mismo contribuiría a extender dicha leyenda, al acudir a todos los sitios dentro de un carruaje oscuro tirado por caballos negros al más puro estilo de Drácula; fama que se potenció cuando, a punto de morir, se negó a recibir la extremaunción y su hijo tuvo que guardar su cadáver en un sótano durante cinco años… Hoy se cree que lo que en realidad le sucedía al músico y compositor italiano es que padecía Síndrome de Marfan, lo que explicaría sus movimientos «sobrenaturales».

Personajes históricos reales a los que se acusó durante su juicio de realizar un pacto con el demonio –algo recogido en las actas procesales–, fueron, además de millares de «brujas», el que fuera lugarteniente de Juana de Arco y mariscal de Francia Gilles de Rais (1405-1440), más conocido como Barbazul, con una espeluznante carrera criminal a su espalda. Y el sacerdote, también francés, Urbain Grandier (1590-1634), al que se acusó del polémico caso de las endemoniadas de Loudun. Su «pacto», de hecho, aún se conserva: escrito en latín, aunque probablemente falsificado para acelerar su condena, se considera la primera prueba histórica de este tipo y sirvió para ordenar su ejecución en la hoguera.

El «pacto» que supuestamente firmó el señor Grandier

Hoy, por los mentideros de Internet, época de creepypastas, memes y multifakes, circulan historias de supuestos «pactos» que protagonizan personajes populares como Charles Baudelaire, Charles Manson, Madonna o el que fuera líder del mítico grupo pionero del heavy metal Black Sabbath, Ozzy Osbourne; y en tiempos más recientes, rostros famosos de la música juvenil como Justin Bieber, Katy Perry, Rihanna, Beyoncé, Lady Gaga, Jay Z y un largo etc. Cosas de la globalización: incluso el contrato diabólico se ha convertido en viral.

Han quedado ya muy lejos los tiempos en que a uno le acusaban de satanista o brujo y sufría todo tipo de calvarios hasta su muerte, pero la figura del diablo es tanto o más venerada –y temida– que en el pasado. Hoy, la Iglesia de Satán es religión oficial en varios estados, y grupos luciferinos tienen templos consagrados al Astuto en lugares como Colombia o Detroit, fuente continua de polémicos titulares. En Asia y África está muy extendida la creencia en distintos tipos de mal y la Iglesia católica realiza –afirman algunos teólogos– más exorcismos que nunca. Para más inri, el infinito universo de las RRSS, las webs y derivados está lleno de historias difíciles de verificar sobre el maligno. El diablo y derivados, aunque sea de cartón piedra o hecho a base de píxeles, sigue dejando su MARCA allá por donde pasa. Si se presenta ante vosotros, obligadle a caminar hacia atrás. La creencia popular afirma que no puede…

Hoteles en los que se hospeda el mal (II)

No es precisamente un buen año para el sector hotelero y turístico por culpa de la dichosa pandemia del Covid-19, el peor y más letal inquilino de los últimos 100 años; más bien está siendo nefasto, para olvidar, como en muchos otros sectores, pero seguro que cuando esto se recupere, y lo hará –no me atrevo a vaticinar cuándo, eso sí–, volvemos a viajar a los lugares más sorprendentes… e inquietantes. Si somos de experiencias fuertes, quizá nos atrevamos a alojarnos y pernoctar en alguno de estos establecimientos, aunque dudo que lo recomiende la mayoría de cardiólogos e incluso psiquiatras. NO APTO PARA APRENSIVOS.

Óscar Herradón ©

Fort Garry Hotel (Canadá)

Downtown, Winnigpeg (Manitoba, Canadá). El Fort Garry Hotel fue construido en 1813 por el Grand Trunk Pacific Railway con la finalidad de hospedar a los viajeros del tren, ya que estaba situado muy cerca de la unión de la vía férrea, en el cruce de los ríos Red y Assiniboine. Es uno de los hoteles más grandes del país, reconocido como patrimonio histórico canadiense desde 1981. Pero arrastra también ecos de tragedia: cuentan que en la década de  1940 una mujer fue brutalmente asesinada por un mafioso en la habitación 202. Desde entonces, la habitación estuvo cerrada al público hasta los años 50. Pero como si la estancia estuviera maldita, tuvo lugar un nuevo hecho luctuoso: una joven embarazada esperaba a su marido que había salido a comprar el periódico. Cuando se asomó a la ventana, vio horrorizada cómo un coche lo arrollaba, causándole la muerte. La muchacha, encogida por el dolor, se ahorcó en el armario.

Fort Garry Hotel

Desde entonces, han sido varios los huéspedes que han afirmado ver extrañas siluetas y escuchar lamentos horripilantes en el interior de la 202. Una extraña fenomenología que sería fruto de la tragedia vivida y que, según el testimonio de algunos que han dormido allí –o al menos lo intentaron– se manifiesta en forma de una vieja espeluznante que se lamenta en un rincón. Otros testigos afirman haber visto sangre goteando de las paredes y que alguien o algo invisible les toca los pies cuando están tumbados sobre las camas. Otras de las historias que circulan sobre el Fort Garry Hotel hablan de grotescas apariciones de una mujer gimiendo por los pasillos… ¿la suicida de la 202? Quién sabe…

El delicado asunto «sobrenatural» fue dotado de cierta oficialidad tras el testimonio de la diputada canadiense liberal Brenda Chamberlain –quien se definía escéptica–, que durmió en la 202 durante un caucus en el año 2000 y afirmó más tarde a la prensa que fue despertada a media noche porque sintió dos veces una «presencia» que intentaba meterse en su cama. La noticia copó los titulares nacionales y la duda sigue en el aire.

Fairmont Banff Springs. 405 Spray Ave, Banff, Alberta (Canadá)

También en Canadá se halla el emblemático hotel Fairmont Banff Springs, de una belleza arquitectónica que deja paralizado al visitante, enclavado a su vez en un paisaje circundante espectacular: el de las Montañas Rocosas. Es por eso que se le conoce como «el Castillo de las Rocosas», un lugar de gran confort al que acuden gentes con bastante dinero. Construido en 1888 en el estilo de la arquitectura baronial escocesa. Declarado Sitio Histórico Nacional por la UNESCO, si ocupa un lugar en este post es porque guarda un secreto… bastante oscuro.

Fairmont Banff Springs

Aunque toda parece formar parte de una leyenda muy popular por aquellos lares, lo cierto es que es casi un asunto de «interés nacional» por la repercusión que tiene entre los canadienses. Cuenta ésta que el día en que unos prometidos iban a casarse en el Fairmont, mientras acudían juntos al salón donde tendrían lugar las celebraciones nupciales, tuvo lugar la tragedia. Bajaban agarrados una sinuosa escalera de piedra caliza que aún puede verse en el hotel; los escalones estaban flanqueados por velas encendidas y, en un momento dado, no se sabe si porque la novia pisó con su talón el borde del largo vestido o porque la tela rozó alguna de las velas, se asustó, tropezó y cayó por las escaleras, perdiendo la vida al instante.

La escalerita se las trae…

Trágico, sin duda. Pero la historia de aquella desdichada novia no terminó con su muerte… durante años circularon historias sobre las apariciones en el hotel de una mujer ataviada con vestido nupcial, con su traje blanquísimo y su velo, a la que le gustaba subir y bajar la empinada escalera, incluso, hay quien afirma haberla visto bailando –quizá el baile que nunca pudo celebrar–, para después esfumarse ante los atónitos ojos de los testigos sin dejar rastro.

Lo dicho, suena a leyenda, otra más del tema «lugar encantado», pero lo cierto es que ha calado tanto entre los canadienses que incluso llegaron a acuñar una moneda en 2014 conmemorando tan fatales hechos: en su anverso puede verse la tradicional efigie de la reina Isabel II, realizada por la retratista canadiense Susanna Blunt, con su particular leyenda, pero en el reverso aparece el retrato de una novia con los ojos cerrados.

Gracias al uso creativo de la tecnología lenticular se produce un singular efecto cuando se inclina la moneda de 25 centavos: de repente, los ojos de la novia están abiertos mientras que la luz de las velas se alinea hasta el fondo negro de la escalera… A continuación, el cuello y el pecho de la efigie se transforman en la imagen del majestuoso Fairmont Banff Springs Hotel. Si se gira, vuelve a desaparecer como afirman que hace su fantasma… Aunque solo se trate de una conmemoración de ecos folclóricos, lo cierto es que da bastante yuyu.

La habitación 873   

Y como no podía ser de otra manera, este majestuoso hotel enclavado en las Rocosas canadienses tiene su propio habitación “maldita”, la 873. Eso sí, a diferencia de otros hoteles con reclamo “sobrenatural”, en el Fairmont nadie habla de esta estancia, el personal del hotel tiene prohibido hacerlo –a pesar del bombo que le dan a la «novia fantasma»; afirman que nunca ha existido, pero los «cazadores» de lo insólito han visitado el inmueble varias veces y han encontrado ciertas pistas que indican que la 873 es algo más que un cuento de viejas.

Según la historia recogida en varios libros, décadas atrás una familia fue asesinada en dicha habitación. Tras una larga investigación, los administradores del complejo decidieron renovarla, pero los nuevos viajeros que dormitaban allí –y que en principio desconocían las muertes– aseguraban que eran despertados por horribles gritos y que, cuando encendían las luces, se encontraban únicamente con unas huellas de manos ensangrentadas en los espejos de la estancia… Estremecedor. Eso sí, por muy rápido que avisaran a recepción, en cuanto el personal subía, las marcas habían desaparecido.

En un intento por encubrir aquella horrorosa tragedia y las consecuencias “invisibles” de la misma, se decidió sellar la habitación: retiraron la puerta y la entrada la cubrieron con paneles de yeso, todo ello a ras de suelo para que coincidiera con el resto del pasillo, como si jamás hubiera existido. Pero los amantes de lo oculto afirman que existen indicios de que los empleados siguen un guión cuando les preguntan. Que mienten, vamos. Hay habitaciones que terminan en 73 en todas las plantas, salvo en el octavo piso; también luces encima de cada puerta, y olvidaron quitar las que iluminaban la antigua entrada; si alguien golpea la pared justo ahí se escucha un sonido hueco. El misterio sigue tapiado en aquel pasillo.

Además, el Fairmont Banff cuenta también con otro curioso inquilino, un espíritu amistoso –friendly ghost– que sería el de un ex empleado del hotel de nombre Sam McCauley, un botones que se retiró a principios de 1970. Antes de partir le dijo a sus compañeros que volvería. Lo que no dijo era cómo: parece que eligió para su hacerlo la forma descarnada; cuando murió en 1975 comenzó a observarse su supuesto fantasma en el noveno piso del hotel.

Según varios testigos, es un espíritu que se muestra amable y servicial, pero que viste un traje anticuado. Abre las puertas de las habitaciones y, cuando los inquilinos le van a dar las gracias y una propina, simplemente se desvanece. Todo parece fruto de la leyenda o de la vívida imaginación de visitantes y lugareños, pero lo cierto es que no todo el mundo se atreve a recorrer la novena planta en la soledad de la noche. Existe una fotografía en la que se puede ver a los empleados del hotel en 1965, donde Sam, sentado en el centro –parece que ya le gustaba destacar–, aparece sonriente. Quizá ya intuía que aquel maravilloso paraje sería su hogar por toda la eternidad.

Fernando VII. Un rey felón, caprichoso y adicto al sexo

El que subió al trono como «El Deseado», aclamado por un pueblo que gritaba «¡Vivan las Caenas!», acabó sus días pasando a la crónica española como «El Rey Felón», el personaje más vilipendiado y odiado de la historia de los últimos siglos hispánicos, por encima, incluso, de generalísimos de panteón. Sí, habéis leído bien.

Pero lo cierto es que el séptimo de los Fernandos, a pesar de una política nefasta en muchos sentidos y un carácter de esos de «echarle a comer aparte», también tuvo muchos enemigos políticos, vivió en una época compleja previa a las guerras carlistas –las primeras «guerras civiles españolas» como tal, que causaron sus propias decisiones in extremis– y por supuesto en gran parte fue víctima de esa «leyenda negra» que tanto afea los reinados precedentes y a los personajes de mayor calado historiográfico.

Fernando VII (Wikimedia Commons)

Hablar de Fernando VII, de sus sinsabores, éxitos –que también los tuvo– y contradicciones, daría para tres tomos tamaño «El Libro Gordo de Petete», si no más, así que lo que haré en las próximas líneas es recomendar varios trabajos centrados en el personaje, de bastante calidad –unos más densos que otros, alguno meramente divulgativo–, para centrarme después en un aspecto puramente morboso, y también salpicado de ese oscurantismo legendaria de las crónicas de partidarios de un bando político o de otro; que al final, como seguimos escuchando a diario en RRSS, en los medios o entre nuestros conciudadanos, «todo es política»… «y dinero» añadiría –o la falta de él–.

Y ese aspecto puramente morboso no es otro que el del sexo y la alcoba, para amenizar un rato el exaltado panorama político actual que bien podría ser el de las intestinas luchas por el poder de los tiempos de Godoy, Carlos IV o el mismo Fernando VII, también con personajes egregios con escándalos en paraísos fiscales, amantes y contradicciones patrias.

Bueno, dejo de irme por las ramas, algo a lo que acostumbro, y a continuación marco varios de esos trabajos que me han parecido bastante interesantes sobre el personaje, su marco histórico y la impronta que dejó su legado monárquico:

–Hace ya bastantes años, en 2006, Fernando González Duro publicaba en Oberón Fernando VII. El Rey Felón, una biografía con gancho narrativo y facilidad lectora incluso siendo bastante rigurosa en cuanto a datos historiográficos. Casi un libro académico pero apto para todos los públicos y gustos que clarifica un personaje con más sombras que luces, pero de relevancia capital en el desarrollo historiográfico de la nación española. Todavía es posible adquirirlo en distintas webs.

–Recientemente, la editorial Almuzara, a la que dedicaré en breve una amplia entrada centrada en su apasionante colección sobre la Guerra Civil Española –de todos los colores e inclinaciones, auténticas rarezas bibliográficas–, publicaba un libro no centrado exclusivamente en Fernando VII, sino en la política en general, pero en él puede leerse un pasaje tan curioso como desconocido sobre su reinado: el llamado «escándalo de los navíos», el chasco que se llevó don Fernando cuando compró cinco bajeles al imperio ruso que al llegar a puerto español hacían aguas por todos lados –y que el mandatario y sus ministros ocultaron a la opinión pública, como es bien acostumbrado entre políticos tanto en tiempos pasados con en la más candente actualidad–; una estafa rusa en toda regla al gran imperio español que había luchado contra las tropas napoleónicas. El ensayo es obra del célebre divulgador histórico Alfred López (responsable del blog «Ya está el listo que todo lo sabe»), aquí tenéis el link para adquirirlo: http://almuzaralibros.com/fichalibro.php?libro=4443

–Y en 2018, Tusquets Editores, del Grupo Planeta, publicaba una monumental monografía del monarca absolutista: Fernando VII. Un rey deseado y detestado, del historiador Emilio La Parra, que mereció el XXX Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. Más densa y voluminosa que la de González Duro, no obstante es una biografía minuciosamente contrastada y documentada, plagada de fuentes, citas y documentos en muchos casos consultados por vez primera por el autor tras permanecer en el olvido durante siglos en archivos y bibliotecas varias, privándonos a los curiosos y a los historiadores de datos de no poca relevancia para entender el contexto de su época y de la propia figura borbónica.

Y ya vamos a la entrada en sí, que mira que me gusta enredar, como los viejos cortesanos: los escarceos amorosos del Rey Felón y sus escandalosos asuntos de alcoba. Por cierto, en relación a este punto y con un toque sensacionalista que hoy podríamos tildar de «retro» (por antiguo) o de «pionero», según se mire, por la fecha, es una de las joyas de mi biblioteca regia, el libro Las mujeres de Fernando VII, del Marqués de Villa-Urrutia, una joya publicada en Madrid en 1925 –dejo foto–. Si aún sois capaces de adquirirlo, y a un precio razonable, no me lo pensaría. Es un incunable.

Un rey Felón, y «Biendotado»

Ya he comentado que no vamos a entrar aquí en lo que hizo mal este Borbón, que fue mucho –y ahora que la dinastía en nuestro país no pasa precisamente por su mejor momento– pero sí en que demostró una gran virilidad para con el  sexo opuesto, al menos cuando aprendió a relacionarse con las mujeres, que no fue pronto ni de forma espontánea.

Fernando fue casado en primeras nupcias, a riesgo de malformaciones endogámicas tan propias de los soberanos, con su primera hermana María Antonia de Borbón Dos Sicilias, y cuentan que en su noche de bodas, cuando ambos contrayentes contaban casi 18 primaveras y estaban en el punto álgido de su juventud, el hijo de Carlos IV era un auténtico lego en técnicas amatorias; tanto, que no sabía qué hacer en el lecho, aparte de observar anonadado el cuerpo desnudo de su joven esposa y de manosearle reiteradamente, como dijo algún que otro cronista malicioso, «los turgentes pechos», que al parecer lamió con entusiasmo antes de sentarse y ponerse «a bordar zapatillas» que parece que era su hobby favorito (aunque este punto apesta a apócrifo).

Fernando VII (Wikimedia Commons)

En las noches siguientes, Fernando, estupefacto y con un ardor cada vez más incontrolable, seguía sin saber qué hacer y así estuvo al parecer varios meses hasta el punto de que su suegra, María Carolina de Austria –nada menos que hermana de la malograda María Antonieta– escribía en una carta a su embajador en Madrid, Santo Teodoro, sin escatimar en improperios, que: «Mi hija es completamente desgraciada. Un marido tonto, ocioso, mentiroso, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicamente (…)».

Más claro, agua. El tema llegó a tal punto que el confesor del príncipe de Asturias tomó cartas en el asunto y Fernando y el asunto de su alcoba eran el hazmerreír de las cortes europeas. Por fin, más o menos un año después del casamiento concertado, el joven e inepto soberano supo cuál era su cometido y dónde se encontraba la meta. Pero a pesar de conocer ya las mieles del amor conyugal, la vida de María Antonia de Borbón no era ni mucho menos fácil, pues la envidia de su suegra, María Luisa de Parma, amiga de Goya, de Godoy y de otros tantos cortesanos, hizo que la italiana permaneciera en un estado de semiencierro.

María Antonia de Borbón

Así, la desdichada llegó a escribir en una misiva que aún se conserva, para alegría de los divulgadores de la anécdota histórica, lo siguiente: «Aquí para todo hay que pedir permiso, para salir, para comer, para tener un maestro… creo que hasta para ponerme una lavativa tengo que pedir permiso». El odio era mutuo, pero no obstante la de Parma no tuvo que lidiar mucho tiempo con su nuera, pues en 1806 la princesa de Asturias fallecía a causa de la tisis, con tan solo 21 años.

Entretanto, el no muy compungido marido, Fernando, le había cogido gusto a eso del sexo y a su regreso a Madrid tras su exilio francés mantuvo relaciones con varias mujeres; parece ser que le encantaban las de «mala vida», como gustaban en llamar a las prostitutas en aquel tiempo, a las que perseguía acompañado de sus amigos de juventud oculto tras una capa cuando salía por las noches de palacio, recordando los devaneos de Felipe IV en el Madrid del Siglo de Oro, también embozado.

Entre bebidas espirituosas y cánticos tabernarios el grupo solía acabar en una mancebía una noche sí y otra también –que Tyrion Lannister ha tenido buenos maestros en la realidad histórica–, por lo general en la llamada casa de Pepa la Malagueña. Entonces, como si de adolescentes se tratara, parece que gustaban de enseñarse el miembro viril para ver quién lo tenía de mayor tamaño. Y es que parece que el mal llamado «el Deseado», bien podría haber sido tildado, al menos en lo que al tema se refiere, como «el Biendotado», pues la naturaleza regaló al monarca de la España revolucionaria un miembro de importantes dimensiones. Por eso no le importaba jugar a mostrarlo en público. Con los años, según las crónicas y avisos de la época, Fernando se hizo fabricar una almohadilla especial con un agujero en el centro para poder penetrar a María Cristina, su cuarta y última esposa, sin provocarle desgarros.

Mérimée

Y es que el escritor galo Prosper Mérimée, que viajaba con asiduidad a España por aquel entonces –y eso que las relaciones entre ambos países no eran lo que se dice muy amistosas–, contaba que el pene del monarca era «fino como una barra de lacre en su base y tan gordo como el puño en su extremidad»; casi una aberración, vamos, aunque grande.

Jactancioso y promiscuo

Aunque ya sabemos que Fernando tardó en ser un «semental», y además algo torpe, mantuvo numerosas aventuras con meretrices y todo tipo de amantes, entre ellas sonadas visitas a una viuda en Aranjuez y a los brazos de una moza en Sacedón. Algún que otro cronista pone en su boca estas palabras, dirigidas a alguno de sus amigotes nobles, bastante repelentes de ser ciertas, cosa que nunca sabremos: «Salen de mi alcoba seguras de que ningún hombre podrá darles el goce que han tenido conmigo. ¿Y sabes que es lo que más me gusta después del placer de poseerlas?, pues coleccionar los trapos en los que han dejado la prueba de su doncellez. Quizá este pasaje inspiró al genial Berlanga su personaje del Marqués de Leguineche (interpretado por Luis Escobar Kirkpatrick), devoto coleccionista de bello púbico, una pasión fetichista –y asquerosa– que parece encandiló también a Lord Byron.

Pero no me desviaré –una vez más– del tema principal. Como los asuntos de Estado tienen su peso, al no tener heredero, en 1816 Fernando se casó con la portuguesa Isabel de Braganza, de 19 años, poco agraciada físicamente «y que ni siquiera aportó dote». La pobre no pudo competir con las manolas y meretrices de taberna y murió apenas dos años después a causa de una malograda cesárea.

Isabel de Braganza (Wikimedia Commons)

Que venga la cigüeña

Fernando tenía ya 35 años, muy maltrechos por sus excesos nocturnos en época de precariedad sanitaria, y seguía sin heredero para la Corona. Así, decidió –o decidieron los suyos, más bien– pedir la mano de María Josefa de Sajonia, de tan solo 16. Hoy, por supuesto, habría sido tachado de depravado y pederasta, pero eran otros tiempos. En la noche de bodas, nuevamente, tuvo lugar una curiosa escena digna de la mejor obra satírica, o del peor de los cuentos de terror posmoderno: la joven esposa se negaba a entregarse carnalmente a su marido, que ya peinaba canas y sabía qué había que hacer debajo de las sábanas, quedándose con un buen calentón.

Ante la insistencia de éste de la necesidad de realizar el acto sexual para concebir un heredero, la inocente María Josefa le espetó que estaba indignada ante tamaño engaño, pues todo el mundo sabe «que a los niños los trae la cigüeña». Fernando hizo oídos sordos, siguió a lo suyo como buen zoquete y la pobre adolescente se meo encima, empapando al soberano, que salió de la alcoba gritando improperios por todo palacio por aquella improvisada y húmeda performance.

La situación continuó hasta que la joven María Josefa recibió una misiva del mismísimo Papa de Roma en la que éste le recordaba sus deberes conyugales y la necesidad de consumar el matrimonio. Ella, tan devota como frígida, se entregó desde entonces a los brazos de Fernando. Eso sí, no sin antes haber rezado religiosamente el rosario. Murió diez años después, sin darle al rey, una vez más, el ansiado heredero.

Cuarto y último asalto

Por ello, Fernando VII volvió a casarte ¡por cuarta vez!, ahora sí, con María Cristina de Borbón Dos Sicilias, la misma para la que preparó su singular almohadilla, que contaba 23 primaveras frente a las 45 decadentes de él. Entre problemas políticos cada vez más acuciantes para la nación, llegó el ansiado heredero: una niña, Isabel, por la que Fernando derogaría la llamada Ley Sálica y daría inicio, con el consiguiente enfado de su hermano y legítimo ascendiente al trono –según la legislación anterior, por lo que no era tan legítimo– Carlos María Isidro, a las guerras carlistas, una verdadera sangría premonitoria de lo que vendría en la Guerra Civil Española.

María Cristina

El personaje de María Cristina es poliédrico y muy interesante, a pesar de haber sido medido también por la injusta vara del chismorreo y el rumor malintencionado, tan querido de la villa y corte, por lo que lo más conocido de su persona fue el hecho de casarse tras la muerte de Fernando con un guardia de corps de nombre Fernando Muñoz tras haber asumido la regencia durante la minoría de edad de la Niña Bonita. Pero María Cristina mostró muchas más facetas y tenía una personalidad bastante más compleja. Para una visión más global y detallada de lo que realmente hizo, lejos de la anécdota histórica de este pasaje, el de una mujer que gobernó «contraviniendo la imagen de una reina piadosa, honrada y sumisa», recomiendo el libro que ha editado recientemente Ariel, María Cristina, Reina Gobernadora, de la autora Paula Cifuentes, que ya deleitó a los amantes de los enredos palaciegos con trabajos anteriores como Tiempo de Bastardos, una novela sobre Beatriz de Portugal que fue finalista del Premio de Novela Histórica 2007.

Para los que queráis ahondar en la pasión sexual desenfrenada de los Borbones y otros entretenimientos regios, con más pretensión de disfrutar que de acumular conocimientos académicos, podéis acercaros al nuevo y desternillante libro del periodista cultural del diario ABC César Cervera: Los Borbones y sus locuras, que acaba de publicar una de mis editoriales favoritas, La Esfera de los Libros.

Corto y cierro.

Óscar Herradón ©