Los duques de Windsor y la sombra del nazismo (parte II)

Ciñó la corona del Reino Unido bajo el nombre de Eduardo VIII, pero no tardó en abdicar para casarse con Wallis Simpson, una dama sin ascendente real. Sus delicados contactos con el régimen nazi y franquista antes y durante la Segunda Guerra Mundial pusieron contra las cuerdas al gobierno inglés y han generado numerosas dudas sobre su patriotismo y la verdadera razón de su abdicación. En nuestro país, rodeado de espías de ambos bandos, vivió uno de los episodios más singulares de la contienda.

Óscar Herradón ©

Eduardo y Wallis (Source: Wikipedia. Free License).

En la capital española, los Windsor permanecerían ocho días, del 22 de junio al 1 de julio de 1940, y aunque breve, esta estancia sería decisiva en el desarrollo de los acontecimientos posteriores y en la futura suerte que correría la pareja. Impresionado por los devastadores efectos de la contienda fratricida que desangró a los españoles durante tres años (lo que afianzó su idea de que la guerra, que consideraba una barbarie, no era la solución a los problemas), el duque hizo diversas visitas oficiales y se reunió con altos cargos del gobierno franquista, por aquel entonces, aunque neutrales, abiertamente favorables a los intereses alemanes frente a los aliados.

El implacable señor Churchill

No hay que olvidar que para conseguir la victoria y convertir España, con sus eslóganes totalitarios, en «Una Grande Libre», Franco contó con el apoyo logístico y militar nazi y con el italiano, a pesar del acuerdo de No Intervención firmado por las potencias europeas. La península Ibérica había sido el campo de pruebas en el que la Wehrmacht puso a punto sus innovaciones tecnológicas en el campo bélico y ahora se convertía en un auténtico nido de espías, un país «neutral» en el que jugaban sus cartas ambos contendientes y donde los duques serían presionados desde varios frentes, manteniendo una intensa actividad diplomática a tres bandas: con el propio gobierno franquista; con el inglés, comandado ya por Winston Churchill, partidario de una lucha con todas las consecuencias contra Hitler –y rotundamente contrario a cualquier tipo de negociación de paz entre ambos países–; y también con los nacionalsocialistas.

Agentes secretos tras sus pasos

Samuel Hoare había sido recientemente nombrado embajador británico en España, y traía con él instrucciones del mismo Primer Ministro de seguir muy de cerca a Eduardo, debiendo mantenerle informado personalmente de cada paso que diera y decisión que tomara. Entonces existían serias sospechas del servicio secreto –el SIS–, de que el otro rey mantenía contactos con sus amigos alemanes, y la Península era un lugar delicado por la facilidad de movimiento que éstos tenían en ella. Así, aquellos escasos ocho días tuvo lugar una intensa actividad informativa entre las embajadas: Churchill y Hoare se enviaron varios telegramas, donde el premier pedía al diplomático que evitase el contacto de Eduardo y Wallis con los germanos, intentando, por todos los medios, que su estancia en nuestro país fuese lo más breve posible, instándole a que el matrimonio se trasladase hasta Lisboa. Allí los planes eran otros: alejarlos de la influencia de la esvástica obligándoles a exiliarse a una colonia inglesa, probablemente en América del Norte.

Sir Samuel Hoare siguió cada paso de la pareja por España
Beigbeder

En Madrid, se celebró en honor de Eduardo una recepción en el Hotel Ritz, organizada por la embajada británica y a la que asistieron más de 300 invitados. A pesar de la contienda europea, seguían siendo la pareja de moda del periodismo sensacionalista. Tras la recepción, por orden del mismo Franco, el ministro de Asuntos Exteriores español, Juan Luis Beigbeder, se entrevistó con el duque: la idea, impulsada por el dictador, era interrogar sutilmente al inglés sobre su posicionamiento respecto a diversas cuestiones que podrían ser trascendentales en un futuro cercano, entre ellas, en relación con la guerra en Europa, su opinión sobre la posición del Gobierno inglés y las acciones de Churchill y si era o no la intención del duque intervenir personalmente en el rumbo de los acontecimientos, según se desprende del informe secreto de Beigbeder a Franco sobre Eduardo que se encuentra en el Archivo Francisco Franco, concretamente el informe 27.073, como recogió en un magnífico artículo sobre el tema el doctor en historia Isidro González García.

Eden

El ministro enviaba al Caudillo dicho informe secreto el 25 de junio, cuando los ingleses llevaban tres días en el país. Según se desprende de éste, el duque le había transmitido que se encontraba en una compleja situación personal, sus ideas para que se solucionase el conflicto y su latente antisemitismo, otro de sus puntos en común para con los nazis: «No soy más que un retrato, no sé dónde me quieren colocar ni qué debo hacer. Hace cuatro años que me retiré de la política y desgraciadamente presentí entonces las calamidades actuales. Toda la culpa la tienen los judíos y rojos de Eden con gente del Foreign Office y otros políticos, a todos los cuales pondría contra la pared». Eduardo se refería a Anthony Eden, quien por aquel entonces ocupaba la cartera de Exteriores en el gobierno británico.

Según transmitió el aristócrata a Franco, «no desea más que una paz justa y equitativa con el fin de elevar no la cultura de la clase baja, sino sus medios de vida», remarcando que se sentía «muy impresionado por la miseria de ciertos pueblos de España que vio a su paso a esta capital». Es cierto que, germanofilia y declaraciones poco dignas de un personaje de su posición aparte, Eduardo se había mostrado interesado en la mejora de las condiciones laborales de las clases medias y bajas en su país, y había sido criticado por algunas de sus inclinaciones (contrarias a la política británica y más favorables a la sindical) en sus años como príncipe de Gales.

La frustrada «Operación David»

Pero volvamos al asunto que nos ocupa: mientras la glamurosa pareja se hallaba en nuestro país, los servicios de Inteligencia alemanes estaban gestando una operación clandestina que respondería al nombre de «Operación David» y que consistía nada menos que en la retención, e incluso el secuestro por la fuerza, de su «amigo» Eduardo a fin de presionar a los peces gordos de Downing Street para cambiar su política de agresión al Tercer Reich.

El Estado Mayor alemán sabía que librar una guerra en dos frentes era demasiado arriesgado, y el Führer, que consideraba a los británicos de ascendencia germánica, prefería llegar a un acuerdo con éstos para tener las manos libres a la hora de emprender la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética que siempre tuvo en mente. Aquello, no obstante, quedaría en saco roto.

Eran tiempos de grandes turbulencias. Incluso, mientras Eduardo y Wallis eran recibidos en nuestro país, los servicios secretos británicos temían una invasión de la Península por parte de los ejércitos de Hitler, y la consecuente conquista de Gibraltar, un puerto clave para el abastecimiento. Es por esta razón, entre otras, que aquellos días de ajetreo continuado fueron tan relevantes. Entonces se temía que la devastadora maquinaria bélica alemana, que con su «Guerra Relámpago» –Blitzkrieg– estaba conquistando una extensión de terrenos no conocida desde los tiempos de Napoleón, ganara la guerra, y cualquier acción y decisión diplomática eran vitales para lo que acabara sucediendo. Eran horas decisivas y los Windsor, piezas fundamentales de este gran puzle de complot, operaciones secretas e informaciones cruzadas, las vivieron entre España y el país vecino, Portugal, siendo seguidos muy de cerca por el gobierno español, sus compatriotas y los espías al servicio de la esvástica.

Hoare

Beigbeder continuaba en su expediente secreto informando a Franco que: «Internacionalmente no antepone Inglaterra a los demás países. Carece de sentimiento nacionalista de manera muy marcada, razón por la que desea una paz a todo trance y un arreglo justo en beneficio de la humanidad más que en bien de uno u otro Estado». Aquella actitud, evidentemente, era considerada por su gobierno como una amenaza, sobre todo desde que Churchill fuera nombrado primer ministro, y algunos hablaban de su postura como derrotista, algo que en tiempos de guerra se pagaba caro. Es más, Eduardo insistió –siempre según lo escrito por Beigbeder– en que no le hubiera importado representar a su país ante el Gobierno del general Franco, y llegó a realizar declaraciones que ponían en peligro su propia integridad física si llegaba a oídos inadecuados: «Dijo que si se bombardease con eficacia Inglaterra esto podría traer la paz. Parecía más bien desear que esto ocurriese». Y eso que hablaba no solo de su patria sino de un país del que había sido rey…

Speer

Varios autores han barajado que la idea de Eduardo era recuperar la corona, y que Wallis, a su vez, se convirtiera en reina. Así, firmaría la paz con los alemanes y les apoyaría en su cruzada contra los soviéticos, pues era bien conocida también su aversión al bolchevismo, que compartía con otros importantes personajes de su país y por supuesto alemanes, españoles e italianos. También los nazis creían que el Windsor era la clave para un armisticio entre ambos países, y todo parece indicar que pretendían restituirle en el trono inglés. De hecho, habían lamentado que abdicara en la figura de su hermano Jorge VI. El mismo Albert Speer, arquitecto favorito de Hitler y Ministro de Armamento del Reich durante la guerra, recogía en sus controvertidas y esculpatorias Memorias: «Estoy seguro de que a través de él se podrían haber logrado relaciones permanentes de amistad. Si se hubiera quedado, todo habría sido diferente. Su abdicación fue una grave pérdida para nosotros».

Este post tendrá una inminente tercera y última parte en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

Con su habitual buen hacer, La Esfera de los Libros nos brinda entre sus novedades un libro a través del que comprenderemos mejor la figura de la duquesa de Windsor (y por ende la de su controvertido marido), escrito nada menos que por Diana Mitford, una de las más estrechas amigas del duque. Asidua invitada a sus fiestas en París o al «Moulin» de Orsay, el pueblo francés donde fueron vecinos, Mitford dejaría a su primer marido (inmensamente rico) por el fascista inglés Oswald Mosley, a quien admiraba (convirtiéndose en lady Mosley), lo que estrecha aún más esos lazos entre quien fuera breve monarca del trono inglés y su plebeya esposa con las fuerzas reaccionarias, para la mayoría de historiadores, verdadera causa (más allá del amor ilegítimo) de que fuese apartado de la Corona cuando ya corrían vientos de guerra en Europa, sabedor el gobierno de su germanofilia y sus buenas relaciones con el Tercer Reich. Un libro, definido por Philip Mansel como «Irresistible» en el que Mitford, a través de un característico y afilado estilo –maliciosamente inteligente, ciertamente irónico y perspicaz–, pinta un retrato de gran realismo de quien fuera su amiga, Wallis Simpson, captando su encanto pero también sus sombras, que las tuvo, y no fueron pocas. He aquí la forma de adquirirlo:

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Otto Skorzeny: un nazi en la corte de Franco (primera parte)

Llegó a ser considerado el hombre más peligroso de Europa. El laureado militar nazi Otto Skorzeny buscó refugio en la España franquista, un régimen que lo acogió con los brazos abiertos y donde el austriaco intentaría revitalizar un ejército de soldados de la esvástica contra el avance del comunismo. Un plan secreto que salió a la luz hace apenas unos años y que muestra los estrechos vínculos de la dictadura franquista con los nazis fugados tras la derrota del Tercer Reich.

Óscar Herradón ©

Cuando el régimen de Hitler estaba siendo cercado por todos sus frentes, muchos fueron los nazis que intentaron escapar a otros países, como el Portugal de Salazar, la Argentina de Perón… y, por supuesto, la España de Franco, cuya diplomacia supo jugar muy bien sus cartas alejándose –al menos en apariencia– de la orbe nacionalsocialista, manteniendo una falsa «neutralidad».

Muchos de los principales allegados al que se hizo llamar Generalísimo eran filonazis, como Serraño Suñer, y el mismísimo Heinrich Himmler, jefe de las SS y la Gestapo, realizó un viaje a nuestro país en 1940 que pronto contaremos en «Dentro del Pandemónium». Incluso en los años finales de la guerra europea, cuando la Alemania nazi comenzaba a perder el conflicto en todos los frentes, ahogada por el invierno ruso, Franco envió a su División Azul, comandandada por el general Agustín Muñoz Grandes, y en el que no todos fueron fervientes voluntarios de la causa fascista.

Himmler en su visita a España en 1940

Pues bien, como el régimen español comulgaba en muchos aspectos con el nacionalsocialista –salvo, principalmente, en el delicado tema de la religión, no olvdemos que España era «nacionalcatolicista»–, y por supuesto con la Italia fascista, no es de extrañar que nuestro país se convirtiera en uno de los lugares predilectos para los prófugos que escapaban de la justicia aliada.

De proteger y trazar una ruta de huida a criminales de guerra, la mayoría pertenecientes a las SS, se encargaría una red secreta que extraoficialmente (no hay documentos desclasificados que se refiera a ella como tal, pero sí suficientes evidencias de su existencia) recibió el nombre en clave de ODESSA, y que permitió a peligrosos personajes del régimen de la cruz gamada como el médico de las SS Josef Mengele, conocido como «el Ángel de la Muerte» o Adolf Eichmann, escapar hacia Sudamérica, algunos de ellos vía España, otros a través de la llamada Ruta de las Ratas, a través del cobijo de varios monasterios que les condujeron hasta el mismísimo corazón del Vaticano.

También esta organización sería la responsable de proteger a uno de los más temibles criminales nazis, Otto Skorzeny, quien llegaría a jactarse de ser uno de los principales impulsores de la red secreta encargada de dar cobijo a los antiguos miembros de la sanguinaria Orden Negra.

Soldado de Fortuna          

El que acabaría siendo considerado por los americanos como «el hombre más peligroso de Europa», nació el 12 de junio de 1908 en el seno de una familia de clase media de Viena, aunque tenía antepasados alemanes. Según su partida de nacimiento, su nombre completo era Otto Johann Bapt Anton Skorzeny, aunque adoptaría distintas identidades tras la caída del nazismo. Al igual que la mayoría de sus compatriotas, en su juventud sufrió los rigores del periodo de Entreguerras y la fuerte crisis que provocó en Austria y Alemania la derrota en la Gran Guerra, caldo de cultivo de los extremismos que desembocarían en el ascenso al triunfo del Partido Nazi.

El Tratado de Versalles

Cuando el dinero austríaco apenas valía el coste del papel en el que estaba impreso, Otto y sus hermanos pudieron sobrevivir gracias a la ayuda de la Cruz Roja Internacional. Su padre grabó a fuego en la mente del joven la necesidad de la autodisciplina y le recomendó una vida austera. A los 18 años, Otto se matriculó en la Universidad de Viena para estudiar ingeniería. Allí se inscribiría en una de las muchas Studentenverbindung, unas sociedades estudiantiles donde se practicaba el Mensur –un combate de esgrima con reglas específicas–, que constituía un paso fundamental (e iniciático) de la adolescencia a la madurez, capital para muchos otros nazis de alto grado como Reinhard Heydrich.

Mensur

Según cuenta el historiador y militar Charles Whiting, Skorzeny tuvo el primer duelo el mismo año en que se matriculó en la facultad. Para él fue un tema angustioso y que puso a prueba sus nervios, pero se convirtió también en una de sus pasiones. Al primer lance seguirían trece duelos más durante los cuales finalmente recibió las llamadas Schmisser, las cicatrices de honor que marcarían su fisonomía de por vida. Con los años, el esbelto austríaco –medía más de un metro noventa– sería conocido como «cara cortada» (scarface en su forma inglesa) por la enorme cicatriz que recorría parte de su rostro hasta la barbilla. Una vez graduado, consiguió reunir el dinero necesario para iniciar un negocio propio en Viena. Entonces toda Europa estaba expectante ante los movimientos cada vez más temerarios de Hitler y su Partido Nazi. Tras el Anchluss, la anexión de Austria, ante la mirada pasiva de los líderes internacionales en el marco de la llamada (y desastrosa) «política de apaciguamiento», Skorzeny no esperó a ser llamado a filas y se presentó en la primera división de las SS, la Leibstandarte-SS Adolf Hitler.

La configuración de un espía

Más tarde, iniciada ya la Segunda Guerra Mundial, pasó a la división Das Reich de las Waffen-SS. Ya entonces destacó por no cumplir estrictamente las órdenes de sus superiores. Sin embargo, la guerra seguía su curso  los acontecimientos se desarrollaban frenéticamente: Skorzeny fue destinado a los Balcanes, participó en la marcha sobre Rumanía y Hungría y después en la Operación Barbarroja, el plan del Führer para invadir la Unión Soviética, entonces su aliada tras el pacto Ribbentropp-Molotov para repartirse Polonia.

La Operación Barbarroja, el mayor despliegue nunca visto hacia el Este

Sería en la gigantesca y helada tierra de Stalin donde recibió la Cruz de Hierro y, tras caer enfermo, enviado de vuelta a Viena. Era diciembre de 1941. Una vez en el Gran Reich, fue ascendido a capitán de Reserva. Su destino: trabajar como una suerte de espía para los Servicios Secretos de Inteligencia de la Oficina Central de Seguridad del Reich (R.S.H.A., por sus siglas en alemán). Aquel trabajo le serviría para desenvolverse muy bien en el campo de la diplomacia durante sus largos años de exilio. Después, fue destinado como Jefe de Comandos con la misión de entrenar tropas especiales cuyo cometido sería la guerra de guerrillas y el sabotaje en el frente, además del secuestro y la tortura. El 25 de julio de 1943, con la guerra ya en contra, gracias a su historial militar Hitler le mandó llamar a la Guarida del Lobo  y lo puso a cargo de la operación de rescate de Benito Mussolini, que acababa de ser arrestado en Italia y del que se desconocía el paradero. Los servicios secretos alemanes dieron con su pista en el Hotel Campo Imperatore, en el macizo de los Apeninos conocido como Gran Sasso, una zona de difícil acceso.

Aquella misión fue bautizada como «Operación Roble» y se programó para el 12 de septiembre de 1943. Al mando de un escuadrón de las Waffen-SS se hallaba el capitán Otto Skorzeny. Doce planeadores DFS 230 sobrevolaron la zona montañosa donde estaba recluido el Duce y un grupo de expertos paracaidistas descendió sobre el complejo hotelero. Los italianos que custodiaban al líder fascista fueron cogidos por sorpresa y parece que no ofrecieron resistencia alguna.

Skorzeny con Mussolini tras la liberación en el Gran Sasso

Este éxito –que en parte el propio Otto le escamoteó a los paracaidistas de la Kurt Student, comandante de la fuerza aerotransportada de la Luftwaffe, la Fallschirmjäger, poniendo incluso en peligro la operación al exigir que Mussolini volase únicamente en su aparato– hizo que Skonerzny pasase del anonimato a convertirse en un auténtico héroe de guerra. Hitler le otorgó, insólitamente, la Cruz de Caballero y lo ascendió a Sturmbannführer –comandante o jefe de unidad de asalto– de las Waffen-SS.

Durante el tiempo que restaba de la contienda, a Skorzeny se le encargaron importantes misiones, como capturar al jefe de los partisanos yugoslavos, el mariscal Tito –misión que fracasó– o doblegar al regente de Hungría, el almirante Miklós Horthy. Después, cuando tuvo lugar el más célebre atentado contra el Führer, la «Operación Valkiria» comandada por el laureado militar Claus von Stauffenberg, Skorzeny ayudó en Berlín a poner fin a la rebelión, estando 36 horas a cargo del centro de mando de la Wehrmacht –llegaría a afirmar, en otra de sus habituales fanfarronadas, que por media hora no fue él mismo quien ejecutó a Stauffenberg– antes de ser relevado de sus funciones.

Este post, con las andanzas del bravucón conspirador que se codeó con lo más granado del espionaje internacional y la flor y nata del régimen franquista, tendrá en breve su continuación en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Para profundizar en la escurridiza figura de Skorzeny, principalmente en sus años en España realizando numerosas intrigas, entramados mercantiles, todo tipo de conspiraciones –incluso la creación de la llamada «Legión Carlos V»–, así como sus numerosos alias, sus documentos secretos y sus contubernios con la CIA y el Mossad israelí –sí, aunque parezca contradictorio, expedientes desclasificados muestran que es así–, nada mejor que sumergirse en las páginas de una de las últimas novedades de la Editorial Almuzara: Otto Skorzeny. El nazi más peligroso en la España de Franco.

Un trabajo que denota dedicación y un amplio manejo de fuentes documentales. Obra del periodista Francisco José Rodríguez de Gaspar, redactor jefe del periódico La Tribuna de Toledo, aclara en ella los muchos matices que rodearon a esta figura capital del sombrío pasado reciente de España.

Uno también puede leer los libros firmados por el propio Skorzeny sobre sus «gestas» (Vive peligrosamente, Luchamos y perdimos, Misiones Secretas y La Guerra Desconocida), otra cosa es creer en su fidelidad a los hechos narrados por quien ha sido considerado por algunos un mentiroso patológico y por los más un calculador y eficiente espía. O visualizar el estupendo documental estrenado en 2020 El hombre más peligroso de Europa, Otto Skorzeny en España, obra de Quindrop Producciones Audiovisuales, con coproducción de RTVE y la televisión balear IB3, codirigido por Pedro de Echave y Pablo Azorín.

La Guerra de Mussolini:

Y para conocer en profundidad el papel capital desempeñado en la Segunda Guerra Mundial por el hombre al que tuvo que liberar Skorzeny, Benito Mussolini, principal aliado occidental de Hitler, La Esfera de los Libros publica la que probablemente sea la monografía definitiva sobre el Duce en la contienda: La Guerra de Mussolini. La Italia fascista desde el triunfa hasta la catástrofe 1935-1943, y que muestra con reveladora precisión el largo alcance de la ineptitud estratégica italiana en la contienda, sin olvidar también el episodio del Gran Sasso en el marco de la Operación Roble.

Hasta el verano de 1940, al mismo tiempo que permanecía estrechamente alineado con Hitler, Mussolini se mantuvo prudentemente neutral. Sin embargo, a raíz del hundimiento repentino e inesperado de los ejércitos franceses y británicos, el Duce declaró la guerra a los Aliados con la esperanza de obtener ventajas territoriales en el sur de Francia y en África. Fue un terrible error de cálculo que abocó a Italia a una guerra prolongada e imposible de ganar.

La Esfera ©

Este nuevo trabajo de John Gooch, catedrático emérito de la Universidad de Leeds y uno de los mayores expertos en Italia y las dos guerras mundiales, es la crónica definitiva de la experiencia italiana en la contienda. Por todas partes (en la URSS, en el desierto entre Libia y Egipto y en los Balcanes), las tropas italianas tuvieron que enfrentarse a enemigos mejor equipados o más motivados. El resultado fue una serie de improvisaciones a la desesperada frente a unos aliados ante los que el país se mostró impotente.

El líder fascista moriría finalmente el 28 de abril de 1945, ejecutado sumariamente por un partisano comunista de un disparo en la cabeza. Existe controversia sobre la identidad de dicho magnicida, y todavía hoy se cuestiona la autoría, aunque comúnmente se acepta la versión dada por Walter Audisio, un hombre que se hacía llamar «comandante Valerio» y que se atribuyó la ejecución.

Mussolini y Hitler. El final de ambos dictadores llegaría en abril de 1945

El 25 de abril de 1945, en los estertores de la guerra en Europa (Hitler se suicidaría unos días después, el 30 de abril, en parte impresionado por la brutal muerte de su antiguo aliado), Mussolini había huido de Milán, donde residía entonces, junto a su amante Claretta Petacci, e intentaron escapar a la frontera suiza. Fueron interceptados y capturados el día 27 por partisanos locales cerca del pueblo de Dongo. Un grupo comandado por Audisio los subió bordo de un Fiat 1100 (el Duce creía entonces que venían a liberarlos), hasta la aldea de Giulino di Mezzegra donde, junto a la vía XXIV Maggio, a las puertas de Villa Belmonte, fueron fusilados el día 28 de abril.

Ambos cuerpos fueron trasladados esa misma tarde en un camión a Milán. Durante el trayecto no se permitió que nadie se acercara a los mismos, pero el día 29 fueron depositados en la Plaza Loreto y sometidos a todo tipo de ultrajes por la muchedumbre. El cuerpo de Mussolini quedó tan desfigurado que era prácticamente imposible la identificación post-mortem. Luego, el servicio de policía, compuesto de partisanos y bomberos, colgó los cadáveres cabeza abajo en una gasolinera de la misma plaza (junto a los de ), algo considerado simbólico por la forma en que los fascistas trataban los cuerpos de sus enemigos.

Una vez trasladados a la morgue, continuaron las vejaciones y se tomaron imágenes del cuerpo de Mussolini y de Petacci, a los que colocaron abrazados; instantáneas terribles que pueden verse en Internet y que muestran la violencia y el ensañamiento de las gentes con el líder fascista. El pasado año se cumplieron 75 años de aquel suceso.

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Los secretos de la Operación Carne Picada

Una de las operaciones secretas más extrañas y decisivas de la Segunda Guerra Mundial, orquestada por el MI5, tuvo a la «neutral» España como eje para su consecución. El protagonista involuntario de esta singular historia fue el cadáver de un mendigo inglés al que se haría pasar por un alto oficial de la marina británica, y cuyo cuerpo, vestido con uniforme y portando valiosos documentos, fue arrojado frente a las costas de Huelva. Esta es la historia de la conocida como «Operación Carne Picada».

Por Óscar Herradón ©

Conferencia de Casablanca. 1943

La Segunda Guerra Mundial no sólo se libró en los frentes de batalla. Para su desenlace también fue decisivo el papel de los servicios de Inteligencia de cada contendiente y las operaciones orquestadas entre bambalinas por los mejores espías de aquel tiempo. Ya lo hemos señalado en varias ocasiones. Sus actos fueron tanto o más valiosos que los llevados a cabo por las unidades militares en batallas que han pasado a la historia por ser una verdadera masacre que regó los campos de Europa de rojo sangre.

Precisamente, las operaciones de engaño y desinformación fueron vitales en el éxito de futuras invasiones. La que nos ocupa fue una operación de alto secreto cuyo éxito permitiría un avance importantísimo para la victoria aliada en el Viejo Continente. Pero vayamos al comienzo de esta historia llena de interrogantes.

El origen de uno de los más brillantes señuelos del espionaje británico lo encontramos en la Conferencia de Casablanca –celebrada entre el 14 y el 24 de enero de 1943–, cuando se decide que la invasión de Europa a través de las islas del Mediterráneo (la que sería conocida con el nombre en clave de Operación Husky), tendría lugar en el mes de julio de ese mismo año. Así lo decidieron los mandatarios reunidos en el marroquí Hotel Anfa: Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill, Charles de Gaulle y el general galo Henri Giraud. Un movimiento minuciosamente estudiado para asestar un golpe mortal a los ejércitos de Hitler.

El canciller alemán, y su Alto Estado Mayor –el OKW–, eran conscientes de la inminencia de un desembarco en el Viejo Continente, sin embargo, la topografía del terreno favorecería a los defensores, por lo que ingleses, franceses y norteamericanos debían mantener en secreto el lugar exacto del mismo, dando forma a un elaborado plan de engaño que desde el principio se topó con no pocas dificultades y sí mucho escepticismo.

Tras la derrota de los ejércitos de Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, y finalizada con éxito la campaña del norte de África, la llamada Operación Torch (Antorcha), Sicilia se había convertido en un lugar estratégico fundamental, pues era el punto más indicado para iniciar una invasión del Sur de Italia y de allí del continente, hacia el centro de la Europa ocupada por los nazis. Esto también lo sabían los ejércitos del Eje, por lo que dotaciones alemanas e italianas permanecían en constante alerta. En la isla, la Luftwaffe de Göering tenía allí una de sus principales bases, desde las que hostigaban las posiciones enemigas en Malta.

Existía también la posibilidad, aunque menor, de que el desembarco aliado se realizara en otro lugar y precisamente esa sería el objetivo de los servicios secretos ingleses: desviar la atención de los alemanes de Sicilia a otros supuestos puntos de acceso. La idea era hacer creer a Hitler y al Abwehr, el servicio de espionaje alemán comandado por el almirante Canaris, que las primeras incursiones que darían paso a la invasión se producirían simultáneamente por Grecia y Cerdeña, en ningún caso por Sicilia, que, tratándose del lugar exacto, serviría para fingir una maniobra de distracción. Ello, a pesar de que a comienzos de febrero un informe de los servicios de Inteligencia alemanes redactado para el Oberkommando der Wehrmacht (OKW), el Alto Estado Mayor del Ejército, indicaba en relación a las intenciones aliadas que «Sicilia se presenta automáticamente como el primer objetivo».

Era necesario, pues, que la operación de engaño hiciera cambiar a Hitler de opinión en dos direcciones diferentes: reducir sus temores acerca de Sicilia y aumentar su preocupación por Cerdeña, Grecia y los Balcanes.

Gestando un plan perfecto

Serían dos oficiales ingleses los encargados de dar forma a la que acabaría siendo conocida con el nombre en clave algo escatológico de Operación Carne Picada o Picadillo (Mincemeat Operation). Se trataba del capitán de la RAF (Fuerza Aérea Británica) Sir Charles Cholmondeley, que trabajaba en la sección B1A del MI5, y del capitán de corbeta Ewen Montagu, que pertenecía entonces a la División de Inteligencia Naval del Almirantazgo, y para el ultrasecreto Comité XX (también conocido como “Doble Cruz” –Double Cross–).

Ewen Montagu

Este último daría a conocer dicha operación a la opinión pública en 1953 en un libro que tituló El hombre que nunca existió –que se convertiría en película homónima en 1956–, pero en virtud del Acta de Secretos Oficiales y el hecho de que los servicios secretos de su país se hallaran en plena Guerra Fría, Montagu hubo de omitir no pocos detalles, cambiando a su vez fechas y nombres de los personajes involucrados en una trama digna de la mejor novela negra, y es que, como enseguida podrá comprobar el lector, precisamente en algo similar podemos rastrear su origen. De hecho, había sido el propio Comité Conjunto de Inteligencia británico quien encargó al oficial escribir el libro, ante el riesgo de que apareciesen en la prensa informaciones fuera de control.

En 2010 sería el periodista británico del diario The Times, Ben Macintyre, autor de reveladores libros sobre operaciones secretas en tiempos bélicos, quien arrojaría luz definitiva sobre uno de los episodios más singulares de la Segunda Guerra Mundial. Es el propio autor quien señala que la idea original surgió de la imaginativa mente del escritor Ian Fleming, creador de James Bond y quien mucho sabía de espionaje, pues trabajaba entonces, como Montagu, para la Oficina de Inteligencia Naval británica. Al parecer, se inspiro en la trama de una novela de detectives publicada en la década de los 30, escrita por Basil Thomson, a su vez también oficial de Inteligencia y policía que en sus ratos libres se dedicaba a escribir y que falleció tiempo antes de dar luz verde al proyecto, en 1939.

La idea, retomada por Cholmondeley, consistía en enviar información falsa a los alemanes a través de un oficial muerto en combate, o como finalmente se decidiría, fallecido durante un accidente aéreo mientras transportaba información vital a los altos mandos aliados en el norte de África.

Cholmondeley, cerebro de la operación con Montagu.

Una operación similar había sido llevada a cabo en 1942, en la batalla de Alam Halfa, según cuenta Milagros Soler siguiendo el trabajo del británico: un cadáver se había abandonado en un coche que explotó –o eso se hizo creer– cuando atravesaba un campo de minas. Dicho cuerpo llevaba consigo un mapa falsificado de otros supuestos campos minados. El plano se le entregó de forma inmediata a Rommel, que parecer ser mordió el anzuelo y sus temibles panzers, los camuflados y letales carros de combate alemanes, quedaros atrapados en las abrasadoras arenas del desierto.

«Carne Picada» era mucho más ambiciosa y comportaba mayores riesgos. Los aliados sabían que de ser hallado el cadáver, éste sería sometido a una minuciosa autopsia y los documentos que portaba, bajo el marchamo de “Alto Secreto”, sometidos a un meticuloso análisis para detectar cualquier fraude, por pequeño que fuera. De fracasar la operación, los alemanes sabrían que se hallaban ante un engaño y no les sería difícil prever el verdadero punto de la invasión. Algo muy parecido sucedería un año después, en el marco del Día-D, el espectacular desembarco de Normandía que ahora no nos ocupa.

El plan orquestado por Ewen Montagu consistía en hacer llegar hasta las costas de Huelva el cuerpo sin vida de un alto oficial de la Marina que había muerto ahogado al estrellarse su avión. Y es aquí donde entra en liza nuestro país. El MI5 decidió escoger las costas onubenses por varias razones: entre otras, las corrientes de la zona, que podían trasladar el cuerpo sin demasiadas dificultades hacia la costa. Además, Huelva quedaba de paso en la ruta aérea entre Londres y el cuartel general aliado en Argel, dando consistencia a la hipótesis de un supuesto accidente. Otra de las razones esgrimidas era que, a pesar de ser oficialmente neutral, como ya hemos visto en artículos anteriores, nuestro país era campo abonado para las maniobras de los nazis, pues todo el mundo sabía que el general Franco daba cobertura a los servicios secretos de Hitler.

La última y más importante razón, quizá, era que precisamente en Huelva operaba uno de los más eficientes espías del Abwehr en el sur de Europa, Adolf Clauss, cuyo padre ejercía como cónsul en la región y, por tanto, mantenía importantes contactos con los altos mandos del gobierno franquista, que no le hacían ascos a la esvástica. Hacia 1920 ya se había convertido en el principal agente del servicio de Inteligencia del ejército alemán en Huelva, donde en teoría trabajaba como técnico agrícola –se había formado en Alemania como arquitecto e ingeniero industrial hasta que estalló la Gran Guerra–. Bajo esta falsa apariencia, y desde su residencia en La Rabita, llegaría a organizar sabotajes de los barcos ingleses.

Durante la década de los 30, se casó con la hja de un importante oficial del ejercito español, lo que permitió a Clauss introducirse en Falange. Cuando estalló la Guerra Civil, se alistó inmediatamente como capitán en la Legión Cóndor, la unidad de voluntarios alemanes que combatió por el bando franquista. Para 1943, cuando se desarrollan los hechos que venimos narrando, el agente dirigía la red de espionaje más grande y eficaz de la costa española. Situada entre la frontera portuguesa y Gibraltar, Huelva adquirió una importancia estratégica clave durante el conflicto.

La última y más importante razón, quizá, era que precisamente en Huelva operaba uno de los más eficientes espías del Abwehr en el sur de Europa, Adolf Clauss, cuyo padre ejercía como cónsul en la región y, por tanto, mantenía importantes contactos con los altos mandos del gobierno franquista, que no le hacían ascos a la esvástica. Hacia 1920 ya se había convertido en el principal agente del servicio de Inteligencia del ejército alemán en Huelva, donde en teoría trabajaba como técnico agrícola –se había formado en Alemania como arquitecto e ingeniero industrial hasta que estalló la Gran Guerra–. Bajo esta falsa apariencia, y desde su residencia en La Rabita, llegaría a organizar sabotajes de los barcos ingleses.

Durante la década de los 30, se casó con la hja de un importante oficial del ejercito español, lo que permitió a Clauss introducirse en Falange. Cuando estalló la Guerra Civil, se alistó inmediatamente como capitán en la Legión Cóndor, la unidad de voluntarios alemanes que combatió por el bando franquista. Para 1943, cuando se desarrollan los hechos que venimos narrando, el agente dirigía la red de espionaje más grande y eficaz de la costa española. Situada entre la frontera portuguesa y Gibraltar, Huelva adquirió una importancia estratégica clave durante el conflicto.

Era vital que una vez se descubriera el cadáver, los documentos que éste portaba no fueran directamente enviados a la embajada británica, como requería el procedimiento oficial en un país neutral, sino inspeccionados primero por los hombres del Abwehr antes de ser devueltos a sus dueños. Existía la posibilidad de que el cadáver fuese enviado de forma casi inmediata a Gibraltar, colonia británica, para rendirle honores y darle sepultura, pero entonces la misión fracasaría, así que se puso en alerta a varios altos cargos ingleses tanto de Huelva como del Peñón.

Un cadáver sin identidad

Líneas más adelante recogeré cómo se las ingeniaron los agentes ingleses para lograrlo, pero veamos antes quién era «el hombre que nunca existió».

Cuenta Montagu en su libro citado de 1953 que se puso en contacto con el prestigioso patólogo forense sir Bernard Spilsbury, quien aconsejó el cuerpo de una víctima de neumonía, «que presentan un encharcamiento de los pulmones similar al de los ahogados por líquido pleural», siendo así muy difícil de detectar por otro patólogo forense al servicio de los alemanes que se trataba de alguien fallecido previamente.

sir Bernard Spilsbury

Montagu apunta que lograron localizar a un hombre que había muerto por neumonía en un hospital londinense, tras obtener el permiso oficial de su familia, a la que dijeron que daría un gran servicio a su país, aunque sin especificar los pormenores de la misión. Lo único que sus parientes pidieron a cambio, según el oficial de Inteligencia, fue que se le diera cristiana sepultura. La realidad era algo distinta, y hoy por fin conocemos la verdadera identidad de aquel héroe de guerra sin vida.

El mismo Winston Churchill, muy interesado en las operaciones de Inteligencia, dio luz verde a la operación el 15 de abril de 1943 y los hombres al servicio de Montagu se dedicaron a la minuciosa tarea de construir una identidad al cadáver. El premier lo hizo no sin antes obtener la colaboración y el apoyo del general Eisenhower, comandante supremo del ejército aliado en África, que obtuvo instantáneamente. Los encargados del rebuscado ardid sabían que cualquier pequeño error de cálculo o incongruencia sería detectado por los alemanes. Nacía así el capitán de los Royal Marines con función de Mayor William Martin, nacido en Cardiff, Gales, en 1907 y con 36 años en el momento de su supuesta muerte, que estaba destinado en el Cuartel General de Operaciones Combinadas. Era un capital eventual habilitado como “comandante” para aquella misión, puesto que nadie con una graduación inferior hubiese podido llevar documentos de alto secreto como los que portaba si querían que los alemanes se tragaran el engaño.

Se le construyó una personalidad hecha a medida, una historia con algún que otro claroscuro e incluso una relación ficticia, mientras los departamentos especializados en falsificaciones preparaban a conciencia los documentos que lo identificaban y aquellos que había de portar en su ficticio viaje hasta Argel, destino al que nunca llegaría.

La identidad del personaje creado por Montagu, aprobada por el Departamento de Inteligencia Naval fue el siguiente: un oficial de enlace destinado en la Marina Real que prestaba entonces un gran servicio realizando correos de conexión entre las tropas de África y la dirección en Londres, y que encontraría la “muerte” en un accidente aéreo durante el viaje Gibraltar-Londres mientras transportaba información vital para el desarrollo de la guerra en el Mediterráneo.

Pam

Para dotar de credibilidad a la misión de contrainteligencia, se le inventó una relación formal con una joven bautizada como Pam –que en realidad era la agente del MI5 Jean Leslie, muerta en 2012, que posó para un par de fotografías que se guardaron en la cartera de Martin como si formaran parte de su vida privada–, a las que acompañaban también cartas de amor que estaban desgastadas para dar la apariencia de que habían sido releídas muchas veces. Entre sus pertenecías se incluyeron un juego de llaves, entradas de teatro recientes de una función londinense, una factura por el alojamiento de su club en Londres e incluso un descubierto del Lloyds Bank en el que se le apremiaba a reingresar el dinero debido. Montagu y su equipo querían hacer creer que se trataba de un oficial responsable pero a la vez algo descuidado, para lo que facturas sin pagar y una tarjeta de identidad duplicada que servía para reemplazar la que había perdido, así como un pase caducado del Cuartel General de Operaciones Combinadas.

Era la forma para poder explicar que la maleta que portaba estuviese atada mediante una cadena a su gabardina, dando la impresión de que quería estar cerca del material a lo largo del trayecto pero también de su tendencia al descuido –lo que podía jugar en su contra, porque la Inteligencia alemana podía haber dudado de que se eligiese para una tarea de alto secreto a un hombre de estas características, cosa que por suerte no sucedió–.

Lo más importante de todo, una vez definida su identidad, fue preparar toda una serie de documentos que convenciesen a los alemanes de que el desembarco aliado se iba a efectuar en algún otro punto que no fuese Sicilia. Se optó para ello no por documentos oficiales, sino por cartas entre altos cargos del ejército donde destacaban opiniones y sugerencias sobre el desembarco.

Los falsos planes se sugerían por medio de una carta personal del teniente general sir Archibald Nye, segundo jefe del Estado Mayor General Imperial, dirigida al general sir Harold Alexander, comandante británico en el norte de África, donde el primero le decía al segundo por cauces no oficiales –off the record–, que se llevarían a cabo dos operaciones conjuntas: mientras Harold Alexander atacaba con sus tropas Córcega y Cerdeña, el general Henry Wilson desplegaría las suyas en Grecia. Maestros en el arte de la desinformación, los agentes del MI5 indicaban en la carta que se estaban elaborando planes «para engañar a los alemanes» y convencerlos de que el desembarco se haría en Sicilia. Así, obligaban a la Wehrmacht a dispersar sus fuerzas.

Pasaporte de William Martin

Pero aquella no era la única misiva que incluía el maletín del Mayor Martin: en otra, dirigida por Lord Louis Mountbatten, Jefe de Operaciones Combinadas, al almirante Sir Andrew Cunningham. Comandante en Jefe del Mediterráneo, se ensalzaba la habilidad de Martin en operaciones de tipo anfibio, y el ficticio Mountbatten señalaba que era una información tan delicada que no podía seguir el curso oficial, de ahí el motivo del vuelo del hombre que nunca existió. En una hábil maniobra se apuntaba como centro de la invasión la isla de Cerdeña.

Un ahogado en Huelva

El cadáver de William Martin fue vestido con el uniforme de los Royal Marines –algo que no fue sencillo debido a su rigidez–, e introducido en un contenedor estanco conservado en hielo seco. El tubo metálico fue introducido en el submarino HMS Seraph, al mando del teniente comandante N. A. Jewell, que partió a las 18 horas del 19 de abril de 1943 de la base de Holy Loch con rumbo a la isla de Malta.

HMS Seraph

El día 30 de abril, a una milla marina de la costa onubense, el submarino subió a la superficie. Sobre las 4.30 horas, subieron el contenedor a cubierta y Jewell procedió a abrirlo en presencia de los oficiales de a bordo. Puesto que Jewell era el único que conocía la verdad hasta ese momento, tomó en aquel instante juramento de silencio a sus subordinados. Ante el peculiar catafalco, se celebró un responso fúnebre. El comandante pronunció el Salmo 39, «Caducidad de la vida»; luego, le colocaron al cadáver, ya muy deteriorado, un salvavidas de la RAF para que pareciera la víctima de un accidente aéreo y arrojaron sus restos al agua, con la esperanza de que las corrientes del Estrecho arrastraran el cuerpo a tierra. Una vez que el submarino se hubo alejado lo suficiente, Jewell informó a sus superiores en Londres con el mensaje «Carne Picada completada».

Aún en la capital inglesa, en el cuello de Martin habían colocado una cadena con una cruz de plata y placas de identificación en la que podía leerse: «Mayor Martin, R.M., R/C», cuyo significado era el siguiente: «Mayor Martin. Royal Marine. Roman Catholic». Esto último se incluyó para que, si todo salía según lo previsto en el plan secreto, el cuerpo fuera enterrado en el cementerio católico de Huelva y no en la colonia inglesa de Gibraltar, lo que daría al traste con la operación. Además. Los espías alemanes controlados por Crauss se movían con gran facilidad en el camposanto onubense y tendrían un acceso casi directo a la información del maletín.

El cuerpo de Mayor Martin fue encontrado cerca de la playa de Mata Negra. El descubrimiento fue puesto en conocimiento de las autoridades pertinentes y la autopsia corrió a cargo del forense Eduardo Fernández del Torno, quien, contrariamente a la opinión del británico Spilsbury, realizó un análisis preciso y muy profesional del cuerpo, determinando que llevaba fallecido entre cinco y diez días. Si los alemanes le hubiesen prestado más atención a su informe, se habrían percatado de que Martin no podía haber estado en el teatro la noche del 22 de abril, como indicaban los resguardos de las entradas que portaba en su uniforme, pues en dicha fecha debía llevar varios días muerto. Del Torno dejó constancia de su extrañeza ante el hecho de que el Mayor no mostrase las habituales mordeduras de peces. Aun así, determinó que había muerto de «asfixia por inmersión».

Hillgarth

La operación estuvo a punto de irse al traste cuando el maletín que portaba el cadáver iba a serle entregado por el juez instructor de la Marina de Huelva, Mariano Pascual de Pobil, al vicecónsul británico, Francis Haselden, evitándose así el molesto papeleo. Haselden, sin embargo, estaba al corriente de la Operación Micemeat gracias a Alan Hug Hillgarth, agregado naval de la embajada británica en Madrid, y le indicó a Pobil que debía seguir los cauces oficiales. Por ello, el maletín estuvo trece días en manos de las autoridades franquistas, tiempo más que suficiente para que los «zorros» del Abwehr accedieran a la información clasificada.

Para dar más cobertura al engaño, el nombre del Mayor Martin apareció incluido en una lista de bajas publicada por el diario británico The Times en 4 de junio, junto al de otros oficiales que, efectivamente, habían muerto en un accidente aéreo sobre el mar. Para que el engaño se viera reforzado, se enviaron una serie de mensajes de máxima urgencia del propio Almirantazgo al agregado naval británico en Madrid, pidiéndole la devolución «a cualquier precio» de los documentos que portaba el cadáver. Así –sabedores de que la inteligencia española seguía de cerca las comunicaciones británicas– alertarían a las autoridades franquista sobre la importancia capital de los papeles.

Cuando el maletín regresó a Londres tras pasar por manos de Hillgarth, trece días después, el examen microscópico reveló que los alemanes habían abierto y vuelto a cerrar las cartas. En otro alarde de genialidad, que planeó sobre toda la operación, Montagu había dejado unas minúsculas pestañas dentro de los sobre que, aunque parecían intactos, podía comprobarse que se habían manipulado al caerse estas. La misión parecía haber salido bien, y la confirmación llegó con las escuchas descifradas en Bletchley Park, las emisiones Ultra descifradas a la máquina Enigma alemana: indicaban que los nazis estaban desviando fuerzas para defender Córcega, Cerdeña y la costa griega. A raíz de esta noticia, se envió un breve despacho telegráfico a Churchill sobre el éxito de la operación: «Carne Picada tragada entera» (Mincemeat Swallowed Whole).

Montagu y Cholmondeley trasladando el cuerpo.

Morder el anzuelo                     

Tan solo quedaba esperar los resultados. La noche del 9 al 10 de julio de 1943, alrededor de 160 mil soldados aliados desembarcaron en Sicilia. El alto mando alemán –OKW– había determinado el traslado desde territorio siciliano a Kalamata y Cabo Aroxos, en Grecia, de varias divisiones acorazadas. Una división de panzers se desplazó desde Francia al frente del Egeo y otras fueron dirigidas a los Balcanes cuando se estaba librando en el Este una de las batallas decisivas de toda la guerra, la de Kursk. Córcega y Cerdeña fueron fortificadas, dejando Sicilia prácticamente desguarnecida.

Tras las guerra, se realizó una investigación en los archivos del Tercer Reich –los que no habían sido destruidos, que fueron muchos–, y en los de la Kriegsmarine se encontró el diario del almirante Karl Dönitz, más tarde sucesor del Führer antes de la derrota final como Reichspräsident, quien, en una entrada del 15 de mayo, señalaba: «El Führer no está de acuerdo con la idea del Duce de que la punta más probable de invasión sea Sicilia. Según su opinión, los documentos anglosajones encontrados en España confirman que el desembarco se producirá en la isla de Cerdeña y el Peloponeso». En aquel caso, Mussolini llevaba toda la razón.

Aquel fue uno de los golpes más efectivos de los aliados y sin duda acortó la duración de la guerra, contribuyendo a la agonía del Tercer Reich que, por suerte, jamás duraría Mil Años como rezaba la propaganda del régimen. Hoy, una lápida en el cementerio onubense de Nuestra Señora de la Soledad sigue recordando a aquel héroe post-mortem de la contienda. En ella puede leerse sobre el mármol los nombres de William Martin y el de Glyndwr Michael –que se añadió hace pocos años–, con la inscripción horaciana: Dulce et decorum est pro patri mori («Dulce y honroso es morir por la patria»).

El verdadero «hombre que nunca existió»

Desde que se dio a conocer a la opinión pública la existencia de la Operación Carne Picada a través del libro de Ewen Montagu de 1953 El hombre que nunca existió, la verdadera identidad del teniente William Martin ha sido objeto de numerosas controversias. El agente de la Inteligencia Naval señaló que era el cuerpo un hombre sin identificar de 34 años, muerto de neumonía, a cuya familia se le pidió el correspondiente permiso, señalando que realizaría una verdadera gesta por su patria. En 1996, el ejército británico desclasificó varios documentos en relación a este hecho, documentos que analizó el historiador aficionado Roger Morgan, quien llegó a la conclusión de que Martin fue en realidad un vagabundo galés, alcohólico y con problemas mentales, que al parecer se suicidó –o ingirió por error– raticida en un almacén de la capital londinense. Se trataba del galés Glyndwr Martin, de entre 30 y 34 años de edad cuyo cuerpo se encontraba en la morgue del hospital Saint Pancrass, a cargo de W. Bantley Purchase, Jefe del Servicio Forense de Londres y que estaba al tanto de la operación secreta. Los síntomas de muerte por envenenamiento podrían, en opinión de los forenses, confundirse con un ahogamiento, haciendo que los pulmones presentaran una semejanza con patologías de fallecimientos producidos por inmersión.

Sin embargo, hay autores que no están conformes con dicha hipótesis. Esgrimen el hecho de que parece poco probable que el fallecido por ingesta tóxica fuera el elegido, ya que esa circunstancia podría detectarse en la autopsia –de todas maneras, no debemos olvidar que Martin no fue sometido a una autopsia exhaustiva precisamente porque era “católico”, y es que a Montagu no se le escapó ningún detalle–.

En su libro Los secretos del HMS Dasher, escrito por John y Noreen Steele, dedicado al portaaviones británico que fue hundido en un error bélico fatal por los propios aliados el 27 de marzo de 1943, que se cobró 379 muertos, trágico suceso que se ocultó a la opinión pública para no minar la moral de los ingleses, los autores señalan que el cuerpo que se dejó flotando frente a Punta Umbría no era el del vagabundo galés Glyndwr Michael, sino el de una de las víctimas de dicho accidente. La razón: que el cuerpo de vagabundo fue obtenido en enero de 1943 y que, pese a estar conservado en hielo, debía estar en un avanzado estado de descomposición para cuando “Carne Picada” se llevó a cabo. Afirman que lo lógico habría sido que Montagu y Cholmondeley trasladaran el cuerpo directamente al puerto de Blyth, donde estaba amarrado el Seraph, sin embargo, el submarino recibió órdenes de acudir a la costa este de Escocia, hacia el norte, para luego dirigirse hacia el sur, al Flirth of Clyde, lugar del accidente del Dasher. ¿Extraño, verdad? La hipótesis de los autores citados es que se necesitaba un nuevo cuerpo para el éxito de la operación y que el contenedor que Montagu llevó a Holy Loch estaba vacío. El misterio «hombre que nunca existió» sigue vivo.

Otros libros relacionados:

Clauss. Un agente alemán en la Huelva de la II Guerra Mundial, de Enrique Nielsen y Jesús Copeiro, editado por Niebla.