Los duques de Windsor y la sombra del nazismo (parte II)

Ciñó la corona del Reino Unido bajo el nombre de Eduardo VIII, pero no tardó en abdicar para casarse con Wallis Simpson, una dama sin ascendente real. Sus delicados contactos con el régimen nazi y franquista antes y durante la Segunda Guerra Mundial pusieron contra las cuerdas al gobierno inglés y han generado numerosas dudas sobre su patriotismo y la verdadera razón de su abdicación. En nuestro país, rodeado de espías de ambos bandos, vivió uno de los episodios más singulares de la contienda.

Óscar Herradón ©

Eduardo y Wallis (Source: Wikipedia. Free License).

En la capital española, los Windsor permanecerían ocho días, del 22 de junio al 1 de julio de 1940, y aunque breve, esta estancia sería decisiva en el desarrollo de los acontecimientos posteriores y en la futura suerte que correría la pareja. Impresionado por los devastadores efectos de la contienda fratricida que desangró a los españoles durante tres años (lo que afianzó su idea de que la guerra, que consideraba una barbarie, no era la solución a los problemas), el duque hizo diversas visitas oficiales y se reunió con altos cargos del gobierno franquista, por aquel entonces, aunque neutrales, abiertamente favorables a los intereses alemanes frente a los aliados.

El implacable señor Churchill

No hay que olvidar que para conseguir la victoria y convertir España, con sus eslóganes totalitarios, en «Una Grande Libre», Franco contó con el apoyo logístico y militar nazi y con el italiano, a pesar del acuerdo de No Intervención firmado por las potencias europeas. La península Ibérica había sido el campo de pruebas en el que la Wehrmacht puso a punto sus innovaciones tecnológicas en el campo bélico y ahora se convertía en un auténtico nido de espías, un país «neutral» en el que jugaban sus cartas ambos contendientes y donde los duques serían presionados desde varios frentes, manteniendo una intensa actividad diplomática a tres bandas: con el propio gobierno franquista; con el inglés, comandado ya por Winston Churchill, partidario de una lucha con todas las consecuencias contra Hitler –y rotundamente contrario a cualquier tipo de negociación de paz entre ambos países–; y también con los nacionalsocialistas.

Agentes secretos tras sus pasos

Samuel Hoare había sido recientemente nombrado embajador británico en España, y traía con él instrucciones del mismo Primer Ministro de seguir muy de cerca a Eduardo, debiendo mantenerle informado personalmente de cada paso que diera y decisión que tomara. Entonces existían serias sospechas del servicio secreto –el SIS–, de que el otro rey mantenía contactos con sus amigos alemanes, y la Península era un lugar delicado por la facilidad de movimiento que éstos tenían en ella. Así, aquellos escasos ocho días tuvo lugar una intensa actividad informativa entre las embajadas: Churchill y Hoare se enviaron varios telegramas, donde el premier pedía al diplomático que evitase el contacto de Eduardo y Wallis con los germanos, intentando, por todos los medios, que su estancia en nuestro país fuese lo más breve posible, instándole a que el matrimonio se trasladase hasta Lisboa. Allí los planes eran otros: alejarlos de la influencia de la esvástica obligándoles a exiliarse a una colonia inglesa, probablemente en América del Norte.

Sir Samuel Hoare siguió cada paso de la pareja por España
Beigbeder

En Madrid, se celebró en honor de Eduardo una recepción en el Hotel Ritz, organizada por la embajada británica y a la que asistieron más de 300 invitados. A pesar de la contienda europea, seguían siendo la pareja de moda del periodismo sensacionalista. Tras la recepción, por orden del mismo Franco, el ministro de Asuntos Exteriores español, Juan Luis Beigbeder, se entrevistó con el duque: la idea, impulsada por el dictador, era interrogar sutilmente al inglés sobre su posicionamiento respecto a diversas cuestiones que podrían ser trascendentales en un futuro cercano, entre ellas, en relación con la guerra en Europa, su opinión sobre la posición del Gobierno inglés y las acciones de Churchill y si era o no la intención del duque intervenir personalmente en el rumbo de los acontecimientos, según se desprende del informe secreto de Beigbeder a Franco sobre Eduardo que se encuentra en el Archivo Francisco Franco, concretamente el informe 27.073, como recogió en un magnífico artículo sobre el tema el doctor en historia Isidro González García.

Eden

El ministro enviaba al Caudillo dicho informe secreto el 25 de junio, cuando los ingleses llevaban tres días en el país. Según se desprende de éste, el duque le había transmitido que se encontraba en una compleja situación personal, sus ideas para que se solucionase el conflicto y su latente antisemitismo, otro de sus puntos en común para con los nazis: «No soy más que un retrato, no sé dónde me quieren colocar ni qué debo hacer. Hace cuatro años que me retiré de la política y desgraciadamente presentí entonces las calamidades actuales. Toda la culpa la tienen los judíos y rojos de Eden con gente del Foreign Office y otros políticos, a todos los cuales pondría contra la pared». Eduardo se refería a Anthony Eden, quien por aquel entonces ocupaba la cartera de Exteriores en el gobierno británico.

Según transmitió el aristócrata a Franco, «no desea más que una paz justa y equitativa con el fin de elevar no la cultura de la clase baja, sino sus medios de vida», remarcando que se sentía «muy impresionado por la miseria de ciertos pueblos de España que vio a su paso a esta capital». Es cierto que, germanofilia y declaraciones poco dignas de un personaje de su posición aparte, Eduardo se había mostrado interesado en la mejora de las condiciones laborales de las clases medias y bajas en su país, y había sido criticado por algunas de sus inclinaciones (contrarias a la política británica y más favorables a la sindical) en sus años como príncipe de Gales.

La frustrada «Operación David»

Pero volvamos al asunto que nos ocupa: mientras la glamurosa pareja se hallaba en nuestro país, los servicios de Inteligencia alemanes estaban gestando una operación clandestina que respondería al nombre de «Operación David» y que consistía nada menos que en la retención, e incluso el secuestro por la fuerza, de su «amigo» Eduardo a fin de presionar a los peces gordos de Downing Street para cambiar su política de agresión al Tercer Reich.

El Estado Mayor alemán sabía que librar una guerra en dos frentes era demasiado arriesgado, y el Führer, que consideraba a los británicos de ascendencia germánica, prefería llegar a un acuerdo con éstos para tener las manos libres a la hora de emprender la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética que siempre tuvo en mente. Aquello, no obstante, quedaría en saco roto.

Eran tiempos de grandes turbulencias. Incluso, mientras Eduardo y Wallis eran recibidos en nuestro país, los servicios secretos británicos temían una invasión de la Península por parte de los ejércitos de Hitler, y la consecuente conquista de Gibraltar, un puerto clave para el abastecimiento. Es por esta razón, entre otras, que aquellos días de ajetreo continuado fueron tan relevantes. Entonces se temía que la devastadora maquinaria bélica alemana, que con su «Guerra Relámpago» –Blitzkrieg– estaba conquistando una extensión de terrenos no conocida desde los tiempos de Napoleón, ganara la guerra, y cualquier acción y decisión diplomática eran vitales para lo que acabara sucediendo. Eran horas decisivas y los Windsor, piezas fundamentales de este gran puzle de complot, operaciones secretas e informaciones cruzadas, las vivieron entre España y el país vecino, Portugal, siendo seguidos muy de cerca por el gobierno español, sus compatriotas y los espías al servicio de la esvástica.

Hoare

Beigbeder continuaba en su expediente secreto informando a Franco que: «Internacionalmente no antepone Inglaterra a los demás países. Carece de sentimiento nacionalista de manera muy marcada, razón por la que desea una paz a todo trance y un arreglo justo en beneficio de la humanidad más que en bien de uno u otro Estado». Aquella actitud, evidentemente, era considerada por su gobierno como una amenaza, sobre todo desde que Churchill fuera nombrado primer ministro, y algunos hablaban de su postura como derrotista, algo que en tiempos de guerra se pagaba caro. Es más, Eduardo insistió –siempre según lo escrito por Beigbeder– en que no le hubiera importado representar a su país ante el Gobierno del general Franco, y llegó a realizar declaraciones que ponían en peligro su propia integridad física si llegaba a oídos inadecuados: «Dijo que si se bombardease con eficacia Inglaterra esto podría traer la paz. Parecía más bien desear que esto ocurriese». Y eso que hablaba no solo de su patria sino de un país del que había sido rey…

Speer

Varios autores han barajado que la idea de Eduardo era recuperar la corona, y que Wallis, a su vez, se convirtiera en reina. Así, firmaría la paz con los alemanes y les apoyaría en su cruzada contra los soviéticos, pues era bien conocida también su aversión al bolchevismo, que compartía con otros importantes personajes de su país y por supuesto alemanes, españoles e italianos. También los nazis creían que el Windsor era la clave para un armisticio entre ambos países, y todo parece indicar que pretendían restituirle en el trono inglés. De hecho, habían lamentado que abdicara en la figura de su hermano Jorge VI. El mismo Albert Speer, arquitecto favorito de Hitler y Ministro de Armamento del Reich durante la guerra, recogía en sus controvertidas y esculpatorias Memorias: «Estoy seguro de que a través de él se podrían haber logrado relaciones permanentes de amistad. Si se hubiera quedado, todo habría sido diferente. Su abdicación fue una grave pérdida para nosotros».

Este post tendrá una inminente tercera y última parte en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

Con su habitual buen hacer, La Esfera de los Libros nos brinda entre sus novedades un libro a través del que comprenderemos mejor la figura de la duquesa de Windsor (y por ende la de su controvertido marido), escrito nada menos que por Diana Mitford, una de las más estrechas amigas del duque. Asidua invitada a sus fiestas en París o al «Moulin» de Orsay, el pueblo francés donde fueron vecinos, Mitford dejaría a su primer marido (inmensamente rico) por el fascista inglés Oswald Mosley, a quien admiraba (convirtiéndose en lady Mosley), lo que estrecha aún más esos lazos entre quien fuera breve monarca del trono inglés y su plebeya esposa con las fuerzas reaccionarias, para la mayoría de historiadores, verdadera causa (más allá del amor ilegítimo) de que fuese apartado de la Corona cuando ya corrían vientos de guerra en Europa, sabedor el gobierno de su germanofilia y sus buenas relaciones con el Tercer Reich. Un libro, definido por Philip Mansel como «Irresistible» en el que Mitford, a través de un característico y afilado estilo –maliciosamente inteligente, ciertamente irónico y perspicaz–, pinta un retrato de gran realismo de quien fuera su amiga, Wallis Simpson, captando su encanto pero también sus sombras, que las tuvo, y no fueron pocas. He aquí la forma de adquirirlo:

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Los duques de Windsor y la sombra del nazismo (parte I)

Ciñó la corona del Reino Unido bajo el nombre de Eduardo VIII, pero no tardó en abdicar para casarse con Wallis Simpson, una dama sin ascendente real. Sus delicados contactos con el régimen nazi y franquista antes y durante la Segunda Guerra Mundial pusieron contra las cuerdas al gobierno inglés y han generado numerosas dudas sobre su patriotismo y la verdadera razón de su abdicación. En nuestro país, rodeado de espías de ambos bandos, vivió uno de los episodios más singulares de la contienda.

Óscar Herradón ©

Llegó a ser rey de Inglaterra. Eso sí, por un breve periodo de tiempo, ya que tuvo que renunciar a la corona para poder casarse con una plebeya –cosas que en los últimos tiempos no pasan en España–, y llegó a acercarse peligrosamente a los grupos fascistas de su país y a mantener contactos con la Alemania del Tercer Reich, lo que lo convertía en un personaje incómodo para su propio Gobierno. Hablo del Duque de Windsor, quien, precisamente durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Londres estaba siendo bombardeado sin tregua por los aviones de la Luftwaffe alemana, pasó por España y Portugal en una compleja trama de espías digna de la mejor novela de Ian Fleming (agente de inteligencia, por cierto, en esa misma contienda). Eso sí, su periplo no tuvo nada de ficción a pesar de las muchas sombras que todavía rodean a este enigmático episodio de nuestra historia.

Eduardo, futuro duque de Windsor, nacía el 23 de junio de 1894 en White Lodge, Surrey. Era el mayor de tres hermanos. Corría mayo de 1910 cuando su padre ascendía al trono con el nombre de Jorge V del Reino Unido, tras la muerte de Eduardo VII, por lo que Eduardo, el 13 de julio de 1911, cual primogénito varón, era investido oficialmente como príncipe de Gales y, por tanto, se convertía en heredero de la Corona. Desde joven, destacaría por un desapego al protocolo palaciego. La Primera Guerra Mundial dejaría una huella imborrable en su memoria, y las atrocidades del frente, que visitó en más de una ocasión, le convencieron de que Europa no debía volver a sumergirse en una contienda de tales dimensiones, algo clave en sus decisiones futuras.

El playboy enamorado

Durante la década de los veinte tuvo una ajetreada vida social y se le atribuyeron, cual playboy, numerosos romances. Pero sería en los años treinta cuando conocería a la mujer que cambiaría no solo su vida, sino el futuro de toda una nación: Wallis Simpson, norteamericana de ascendencia alemana y plebeya que, cuando comenzó su relación con Eduardo, todavía no se había divorciado de su segundo esposo, el angloamericano Ernst Simpson. Aquello no le importó lo más mínimo al príncipe de Gales cuando, el 20 de enero de 1936, moría su padre y él subía al trono bajo el nombre de Eduardo VIII. Ya entonces su relación adúltera había provocado un escándalo con su familia y en los círculos cortesanos. En un principio, quienes le rodeaban, conocedores de su fama de Don Juan, pensaron que se trataría de una relación pasajera, pero no fue así.

A pesar de la oposición del Gobierno, dirigido entonces por el primer ministro Stanley Baldwin, y de la familia real, el nuevo monarca siguió adelante con su relación. Y es que Wallis, además de plebeya y divorciada –algo intolerable para la «alta moral» británica–, parecía esconder un turbio pasado lleno de escándalos y relaciones con personajes afines al nazismo, como el ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop. La relación con Wallis le acabaría costando al nuevo rey la mismísima Corona. Oficialmente siempre se dijo que en el romance con la plebeya subyacía la razón de que abdicara apenas 325 días después de convertirse en monarca, pero lo cierto es que el Gobierno estaba muy preocupado además por su peligroso acercamiento a la Alemania nazi en una Europa por la que comenzaban a soplar con fuerza vientos de guerra.

Entre agosto y septiembre, la pareja realizó un sonado recorrido por el Mediterráneo en el yate Nahlin. En octubre ya tenían claro los miembros del gobierno que Eduardo no tenía intención alguna de abandonar a su amante, sino todo lo contrario: de casarse con ella. Aunque en una reunión en Buckingham con el primer ministro Baldwin, el 16 de noviembre de 1936, Eduardo propuso la posible solución de un matrimonio morganático, según el cual continuaría siendo monarca, aunque Wallis no sería reina, el gabinete gubernamental se negó en rotundo, rechazando también la propuesta otros gobiernos de la Commonwealth y la Iglesia anglicana. O renunciaba al casamiento o a la Corona.

Puesto que seguir adelante produciría una crisis constitucional, según contaría años después en sus memorias, Eduardo decidió abdicar el 10 de diciembre, y era sustituido por su hermano el duque de York, Jorge VI (el soberano al que da vida el actor Colin Firth en la cinta El discurso del rey), quien le nombró dos días después «Su Alteza Real el Duque de Windsor».

Una sonada tournée por el III Reich

Su enlace supuso un nuevo escándalo cortesano. Eduardo y Wallis Simpson contraían matrimonio en Francia en 1937, en una ceremonia celebrada por el reverendo Robert Anderson Jardine, a pesar de la negativa de la Iglesia de Inglaterra a autorizar la unión. Pero había algo más tras la controversia y la abdicación; según historiadores como Martin Allen, autor del libro El rey traidor, tras ello se escondía la germanofilia del duque, que también frecuentaba la compañía de importantes jerarcas nazis y del líder de los fascistas ingleses, Oswald Mosley.

Precisamente el mismo año de su enlace, en octubre, Eduardo y Wallis realizaban una sonada visita a la Alemania nazi, haciendo caso omiso a las advertencias del gobierno británico. De hecho, llegaron a ser recibidos por el mismo Adolf Hitler en su residencia del Obersalzberg, en Berchtesgaden, el Berhof, una visita que sería aprovechada por el implacable aparato propagandístico del régimen, comandado por Goebbels, para mostrar al mundo cómo un inglés por cuyas venas corría sangre real admiraba los “numerosos logros” del nacionalsocialismo. De hecho, Eduardo fue fotografiado en Berlín pasando revista a un escuadrón de las SS junto a Robert Ley, nada menos que Jefe de Organización del Partido Nazi, quien hizo de cicerone durante la tournée, y se pudo ver al duque, brazo en alto, realizando el saludo fascista.

En su visita al Berhof
Attlee

Es evidente que en Gran Bretaña esos movimientos del que apenas un año atrás era su rey se veían con preocupación, y la diplomacia británica y la Inteligencia, a través de sus agentes, intentaba por todos los medios alejarlo de tan nocivos contactos. No obstante, en su círculo íntimo eran bien conocida su germanofilia, su antisemitismo y feroz anticomunismo y su afinidad para con muchas de las políticas del NSDAP, tesis que ganaría más fuerza en 1995, con la publicación de una serie de documentos secretos de la Policía Internacional y de Defensa del Estado –PIDE– portuguesa, según se hacía eco entonces el diario El País. No obstante, el duque de Windsor no era, como los nazis, partidario de iniciar una guerra en Europa, pues su experiencia con «las escenas de horror sin fin» de los que fue testigo en la Primera Guerra Mundial lo condujeron a apoyar la política de apaciguamiento de la que, por aquel entonces, seguía un amplio sector del gobierno inglés y que permitiría a Hitler escalar posiciones hasta poner en jaque a los países colindantes.

Tiempos de guerra

HMS Kelly

Tras el controvertido viaje a la Alemania de la esvástica, el duque y Wallis viajaron hasta Francia, donde pasarían largas temporadas instalados cómodamente en sus lujosas mansiones de París y Cap. Antibe, veraneando incluso en la costa española, que le apasionaba. La Segunda Guerra Mundial estallaba el 1 de septiembre de 1939 con la invasión alemana de Polonia. Ese mismo mes, Lord Mountbatten trasladó al matrimonio de nuevo a Inglaterra a bordo del acorazado HMS Kelly, y Eduardo fue nombrado Mayor militar adscrito a la misión británica en Francia, regresando poco después al país galo. Ya entonces planeaba sobre el duque la sospecha de una colaboración con los nazis mientras los británicos se preparaban para una lucha sin cuartel contra la Luftwaffe de Göring, que pretendía allanar el camino para una inminente invasión de las islas en el marco de la Operación León Marino, el único intento desde los tiempos de Felipe II y su Armada Invencible.

De hecho, febrero de 1940, el ministro alemán en La Haya, el conde Julius von Zech-Burkersroda, llegó a afirmar que Eduardo había filtrado los planes de guerra de los aliados para la defensa de Bélgica, según las investigaciones de la experta en monarquías Sarah Bradford. El problema llegó para la pareja con la invasión de Francia por los ejércitos de Hitler en mayo de ese mismo año. Entonces, la figura de Eduardo adquiría una gran relevancia para unas posibles negociaciones de paz, tanto para sus compatriotas como para sus amigos alemanes.

Von Zech-Burkersroda

Los Windsor se encontraban en una encrucijada, pues a pesar de sus buenas relaciones con los nazis, estaban en un país ocupado, en plena contienda, mientras el suyo se preparaba para la batalla más grande que jamás había librado. Eduardo debía apoyar a su gobierno, o corría el peligro de ser acusado de alta traición. Para ponerse a salvo, Eduardo y Wallis huyeron primero a Biarritz y después pusieron rumbo a España. Las carreteras francesas se encontraban repletas de automóviles que ponían rumbo a la Península, invirtiéndose el proceso que había tenido lugar apenas un año antes, con el fin de la Guerra Civil.

Este post tendrá una inminente segunda parte.

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Con su habitual buen hacer, La Esfera de los Libros nos brinda entre sus novedades un libro a través del que comprenderemos mejor la figura de la duquesa de Windsor (y por ende la de su controvertido marido), escrito nada menos que por Diana Mitford, una de las más estrechas amigas del duque. Asidua invitada a sus fiestas en París o al «Moulin» de Orsay, el pueblo francés donde fueron vecinos, Mitford dejaría a su primer marido (inmensamente rico) por el fascista inglés Oswald Mosley, a quien admiraba (convirtiéndose en lady Mosley), lo que estrecha aún más esos lazos entre quien fuera breve monarca del trono inglés y su plebeya esposa con las fuerzas reaccionarias, para la mayoría de historiadores, verdadera causa (más allá del amor ilegítimo) de que fuese apartado de la Corona cuando ya corrían vientos de guerra en Europa, sabedor el gobierno de su germanofilia y sus buenas relaciones con el Tercer Reich.

Un libro, definido por el prestigioso historiador Philip Mansel como «Irresistible» en el que Mitford, a través de un característico y afilado estilo –maliciosamente inteligente, ciertamente irónico y perspicaz–, pinta un retrato de gran realismo de quien fuera su amiga, Wallis Simpson, captando su encanto pero también sus sombras, que las tuvo, y no fueron pocas. He aquí la forma de adquirirlo:

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Nazis tras las huellas de la Atlántida (I)

Una de las mayores obsesiones de algunos líderes nazis, principalmente de Heinrich Himmler, fue hallar pruebas de la existencia de un continente o una isla perdida que corroborara la delirante teoría de que la raza aria tenía un origen divino que la convertía en superior al resto de los mortales. Una suerte de patria ancestral de semidioses y superhombres de la que partían los ancestros nazis. Varios guardias negros fueron tras su pista y también dejaron numerosos secretos en otras islas malditas…

Óscar Herradón ©

1 de julio de 1935. Cinco eruditos alemanes se reúnen con Heinrich Himmler en un espacioso despacho en la Prinz-Albrecht-Strasse de Berlín. Aquellos cinco estudiosos representaban a Walter Darré, dirigente de la Oficina de Raza y Reasentamiento (RuSHA), y a los paganistas del NSDAP. El Reichsführer de las SS pretendía crear un instituto de investigación que recuperase las huellas del pasado «glorioso» de Alemania.  Darré compartía su entusiasmo en la creación de dicho Instituto y a la siniestra reunión había sido invitado otro extraño personaje: Herman Wirth, uno de los prehistoriadores más célebres del país. Tras varias horas de apasionado debate, aquellos hombres decidieron fundar la Sociedad para el Estudio de la Herencia Ancestral Alemana, más conocida como la Ahnenerbe. Wirth sería su presidente y el Reichsführer asumiría el cargo de superintendente y el control del Consejo de Administración.

Wirth, el hombre al que Himmler encargó la dirección del Instituto, era uno de los más controvertidos folcloristas del Tercer Reich. Enormemente culto y entregado, aunque devoto de la parapsicología –aseguraba que su esposa, Margarethe Schmitt, podía leer la mente mediante la telepatía y que poseía dotes de clarividencia– y la vida sana, en 1928 había fundado la Herman Wirth Gesellschaft o «Sociedad Herman Wirth», antecedente directo de la futura Ahnenerbe. Una vez al mando, estaba plenamente convencido de que se hallaba a punto de realizar, según recoge la periodista Heather Pringle en El Plan Maestro, un descubrimiento que sería trascendental para la historia. Sus peculiares y poco ortodoxas teorías sobre el pasado, recogidas en su monumental obra La Aurora de la Humanidad (1928), le habían granjeado no pocas críticas de sus colegas, aunque también los elogios de los grupos nacionalistas.

Experto en escritura y símbolos antiguos, conocía el sánscrito a la perfección y varias lenguas muertas y había realizado tesis sobre las máscaras funerarias de los yupik –esquimales de Alaska– y sobre el significado funerario de los antiguos dólmenes de Irlanda. A esas alturas de su carrera creía haber descubierto una antigua escritura sagrada que habría sido nada menos que inventada por una civilización nórdica cuyos vestigios se perdían en el Atlántico Norte miles de años atrás; la escritura más antigua del mundo que para aquellos no podía ser sino aria.

La Atlántida: continente perdido, tierra prometida

Herman Wirth… ¿visionario o simple friki?

Muy influido por el mito de la Atlántida, Wirth creía que la primordial escritura que perseguía había sido precisamente inventada por los atlantes, para él, los primeros nórdicos. Fuera así o no, estaba seguro de que sería capaz de descifrarla, desentrañando de esa manera los misterios «de la ancestral religión aria». En La Aurora de la Humanidad catalogaba y analizaba millares de símbolos rúnicos de diversas culturas del norte de Europa. Inspirándose en Alfred Wegener, padre de la deriva continental, ideó una nueva teoría pseudocientífica, la de la «deriva polar», según la cual el polo helado habría sido la cuna de los pueblos arios del norte. Los polos a la deriva y los continentes errantes habrían acabado con esa «raza ártica» perfecta, aunque algunos de sus miembros se habrían refugiado en remotos lugares aislados como el mismo continente perdido.

Tanto Wirth como Himmler, al igual que el teórico y ocultista nazi Alfred Rosenberg, estaban convencidos de que la Atlántida era un continente real, cuna de los antiguos arios, y que aún existían vestigios del mismo en el océano Atlántico, donde la raza nórdica habría evolucionado hace unos dos millones de años. El continente perdido de Wirth había ocupado en su momento de esplendor un territorio que se extendería desde Islandia hasta las Azores; asimismo, el profesor creía que en 1935 solo algunos fragmentos del mismo permanecían a flote tras milenios de fuerte actividad tectónica: las españolas Islas Canarias, que también fueron centro de la investigación de los guardias negros, fascinados con los guanches, y las islas de Cabo Verde.

Alfred Rosenberg tras su ejecución en 1945. El imperio que pronosticó no duraría mil años.
Rudbeck

El erudito había bebido de fuentes anteriores e incluso de los ariosofistas como Guido von List o Lanz von Liebenfels, y precisamente este último aseguraba en sus textos racistas y ocultistas que la última Thule se correspondía a la Atlántida. En el siglo XVII, el historiador y naturalista sueco Olof Rudbeck había emplazado la esquiva Atlántida en Escandinavia en su obra Atlantica. Según éste, precisamente en este país habría florecido la cultura más antigua de la humanidad, algo que sostuvieron más tarde muchos ideólogos nazis al relacionar a los arios con los nórdicos. Y afirmaba sin contemplaciones que nada menos que el sueco era la lengua hablada por Adán en el Paraíso. Más tarde sería la ocultista rusa Madame Blavatsky quien reavivaría el mito en La doctrina secreta (1888), al dividir la historia del hombre en siete grandes ciclos marcados por el ascenso y la caída de siete grandes razas. La cuarta de éstas, que consideraba antecesora de la raza aria, era la de los atlantes, gigantes con grandes poderes psíquicos que poseerían una tecnología superior obtenida a través del denominado Fohat, «energía cósmica» o luz primordial, quienes, tras la desaparición de su célebre continente, habían dado origen a la raza aria –la quinta en sus cálculos «revelados»–.

Por su parte, el citado Guido von List, en La escritura ideográfica de los ariogermanos (1910), consideraba a los atlantes los descendientes del gigante Bergelmir, la versión nórdica del mito bíblico de Noé, recogida por Snorri Sturluson en el siglo XIII en su obra mitológica seminal Edda Mayor y Edda Menor.

En otra obra publicada en 1914, El protolenguaje de ariogermanos, List afirmaba que los megalitos prehistóricos de la Baja Austria demostraban la pervivencia en pleno continente europeo de una «isla» que habría formado parte en tiempos antiguos de la misma Atlántida. El propio Wirth insistía en destacar el carácter sagrado de estas construcciones de piedra. Liebenfels, por su parte, consideraba que los «sobrehumanos» atlantes fueron los primeros ancestros de la actual raza aria y ubicaba el continente perdido en el norte del océano Atlántico, teoría que haría suya el investigador de la Ahnenerbe.

Según Rosa Sala Rose, autora del Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (Acantilado, 2003), la tergiversación del mito ofrecía numerosos atractivos para la asimilación ideológica nazi, pues por una parte ofrecía a éstos «la posibilidad de ubicar histórica y geográficamente el origen de la raza aria en un universo legendario y ennoblecido por la tradición (…). Por otra, permitía elevar a una dimensión cuasi-religiosa el peligro de la mezcla de razas, otro de los dogmas fundamentales del nazismo», ya que el declive de los atlantes y de la raza aria –creían– había venido precisamente por mezclarse con «razas inferiores» y esta creencia alentaba la idea de regresar a la perfección perdida por medio de la eugenesia y la depuración racial. Nazismo en su pura esencia, vamos.

Este post tendrá al menos un par de continuaciones… en breve, en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER ALGO (MUCHO) MÁS:

Para descubrir qué hay detrás de la búsqueda de esos «continentes perdidos» y los muchos eruditos que postularon su existencia, nada mejor que sumergirse en las páginas de una de las últimas novedades de mi preciada La Esfera de los Libros, un libro cargado de anécdotas y de lectura absorbente: Colega, ¿dónde está mi urbe? La Atlántida y otras ciudades perdidas en la historia y el tiempo, del joven divulgador Andoni Garrido, célebre por el canal de YouTube «Pero eso es otra historia», donde recoge casi 40 leyendas sobre este asunto: desde la citada Atlántida que obsesionó a los teósofos y a los ariosofistas y más tarde a algunos nazis a El Dorado, cuya búsqueda costaría la vida a más de uno y a más de dos, pasando por Lemuria, Hiperbórea, Shambhala, Yamatai, Cíbola o Aztlán, entre otras. La intención: descubrir qué hay de verdad y qué de mentiras tras todas estas historias y buscar un posible origen para estos mitos que se encuentran en numerosas culturas, algunas con milenios de antigüedad. He aquí la forma de adquirirlo:

http://www.esferalibros.com/libro/colega-donde-esta-mi-urbe/