La pica y el arcabuz. Trazos del Imperio español

Llega la historia gráfica de las grandes batallas y gestas del Imperio español. Lo hace de la mano de Pasado & Presente; una obra visualmente poderosa que rinde homenaje a las armas hispánicas y cuyos textos han sido confeccionados por el historiador Juan Carlos Losada.

Óscar Herradón ©

Pasado & Presente, una editorial que todo amante de la historia debe seguir de cerca, lanza un nuevo título de una de sus colecciones más exitosas. Se trata de La pica y el arcabuz: las grandes batallas del Imperio español. Una historia gráfica. En su momento ya recomendamos en el «Pandemónium» el título La Segunda Guerra Mundial. Una historia gráfica, con textos del genial historiador militar británico Antony Beevor. En esta ocasión, de nuevo la artista catalana Eugènia Anglès pone su arte al servicio de las ilustraciones que jalonan las páginas de esta joya cuyos someros pero muy descriptivos textos,  cosecha del doctor en Historia Contemporánea Juan Carlos Losada –que ya publicara en la misma editorial el ensayo El ogro patriótico. Los militares contra el pueblo en la España del siglo XX–, nos acercan las grandes gestas de los soldados que engrosaron las filas de los ejércitos del Imperio español, una de las fuerzas más impresionantes de la historia moderna, injustamente tratada por la Leyenda Negra.

Precisamente, el libro conmemora el nacimiento, en el viejo continente, hace ahora 500 años, de la primera entidad multinacional de los tiempos modernos. La monarquía española, con Carlos V y su hijo Felipe II en sus tiempos más gloriosos y después con los Austrias menores y la dinastía borbónica más tarde, a pesar de la pérdida de muchos de sus territorios, continuaba siendo una de las fuerzas más importantes del orbe (su presencia en gran parte de lo que ahora es México y Estados Unidos en el siglo XVIII y los presidios que aún quedan en pie en amplios territorios de Florida o Luisiana así lo atestiguan).

Bajo el cetro español se edificó un imperio transcontinental que, según recoge su autor en la cuarta cubierta, la monarquía hispánica «tuvo que defender, a sangre y fuego, de quienes lo combatían». Una epopeya en forma de historia gráfica que marca las agitadas guerras de Italia y las de Flandes, Francia o Alemania en tiempos de la Contrarreforma, pero también la conquista de los valles mexicanos y el altiplano andino por las fuerzas virreinales; la historia de la lucha por el control del mar Mediterráneo y del océano Atlántico.

Grandes victorias… tristes derrotas

Las bellísimas imágenes de Anglès devuelven a la vida, de las páginas del pasado, a los tercios de piqueros y arcabuceros –de ahí el título del libro–, que hicieron historia en batallas como Pavía, Mühlberg, San Quintín, Lepanto o Breda, pero también a las filas de ballesteros y mosqueteros, a los monarcas que desde Carlos I hasta Felipe IV dirimieron los designios de tan gigantesco imperio (que se revelaría finalmente con pies de barro); los genios militares (el Gran Capitán, el III Duque de Alba, Ambrosio de Spínola…) y los cientos de miles de soldados anónimos que protagonizaron enfrentamientos épicos, y también, claro, afrontaron grandes derrotas (de las Dunas a Rocroi), que de todo hubo en aquel tiempo de grandes dinastías, sangre y fuego.

En el libro leemos sobre este punto, en relación a la derrota de Dunkerque en 1658, en tiempos de Felipe IV, precisamente conocido como el «Rey Planeta», apodo que se le atribuyó por asociación con el Sol, cuarto en la jerarquía de los astros: «La retirada se impone tras tres horas de lucha, pero el balance es desolador. El ejército español sufre 6.000 bajas entre muertos, heridos y prisioneros, por tan solo unas 400 del enemigo. Días después, Dunkerque se rinde, lo mismo que Gravelinas y, más tarde, Ypres».

Un volumen de obligada tenencia en nuestra biblioteca y una buena opción para los regalos navideños. He aquí el enlace para consultar un extracto del libro en la web de la editorial (no os arrepentiréis):

http://pasadopresente.com/component/booklibraries/bookdetails/2023-05-15-10-38-35

Símbolos del poder regio

Ahora que la monarquía parlamentaria no goza en España precisamente de su mejor momento, por las veleidades financieras –por ser suave– del Rey Emérito y parte de su entorno más cercano –será la Justicia, ciega, o no tanto, quien finalmente decida la implicación de cada uno en el mayor escándalo que azota la Zarzuela en cuarenta años–, recordamos en este post algunos de los símbolos del poder real –Iura regalia– y su significado ritual a lo largo de los siglos.

Óscar Herradón ©

Coronación de Felipe II de Francia (1179)

Durante la ceremonia de consagración, cuyo fin último era legitimar el poder real sobre la voluntad divina, el rey era investido con una serie de símbolos con los que ha sido representado –principalmente en Occidente- en la mayoría de retratos y otras obras de arte de índole propagandística y que indicaban su carácter supraterreno y su condición de máximo mandatario de la comunidad. Las insignias reales eran consideradas por sus portadores como auténticas armas iniciáticas, y su sola posesión confería el llamado poder regio.

La Corona

Además de servir como adorno para la cabeza que realzaba la figura de su portador, tenía –y sigue teniendo hoy en día– forma de círculo, símbolo de la perfección. El uso de la misma como distinción e incluso como importante símbolo funerario data de épocas remotas.  En la antigüedad se adornó la corona, generalmente de oro y piedras preciosas, con diferentes hojas de plantas como el rosal, la hiedra, el mirto, el roble o el olivo, cada una de ellas con un significado simbólico concreto.

Desde tiempos pretéritos estuvo asociada también al culto solar, y no olvidemos que muchos de los reyes que gobernaban Occidente durante la Edad Media y Moderna hicieron del astro rey, el Sol, su símbolo personal. Eran los conocidos como monarcas de estirpe solar, caso por ejemplo de Luis XIV de Francia, cuyo sobrenombre, Rey Sol, no deja lugar a dudas, o de otros personajes como Rodolfo II o Federico II de Hohenstaufen, reyes muy vinculados al universo oculto y hermético.

En la Antigua Grecia, los vencedores de los juegos olímpicos eran obsequiados con una corona de laurel, que estaba también relacionado con el citado culto solar y que fue recuperado como símbolo de la victoria por los emperadores romanos –la conocida como «corona cívica», triunfal de oro y con hojas de laurel, era la máxima expresión, el símbolo más elevado del poder humano–.

Sin embargo, siguiendo el trabajo de Paola Rapelli Grandes dinastías y símbolos de poder (Electa, 2005), la corona como signo de la realeza no proviene de la cultura grecorromana, sino de Oriente. En el Antiguo Egipto, por ejemplo, algunos faraones ostentaban el título de rey del Alto y del Bajo Egipto, y  tal dignidad era representada por la corona de ambos reinos: la Blanca o  Hedjet, símbolo del Alto Egipto, y la Roja o Desheret, símbolo del Bajo, fusionadas en una, conocida como Sejemty o Corona Doble. Asimismo, existían otro tipo de coronas utilizadas con diversa finalidad y en distintas ocasiones, como Atef o corona osiriaca, que estaba presente en algunos rituales de carácter funerario, y la Jemjem, compuesta por tres coronas Atef y otros complementos, y que parece que tenía una función solar, entre otras.

Osiris

Según Francisco Javier Arriés, la corona, a semejanza del gorro del mago o del hechicero, se apoyaba sobre el último chakra, simbolizando el poder conferido desde lo alto que irradiaba sobre su portador. La palabra chakra viene del sánscrito cakra y tiene el significado de «rueda» o «círculo». Según el hinduismo y algunas culturas asiáticas, los chakras son vórtices energéticos situados en los cuerpos sutiles del ser humano, llamados Kama rupa –«forma del deseo»– o linga sharira –«cuerpo simbólico»–. Su tarea es la recepción, acumulación, transformación y distribución de la energía llamada prana. Los chakras básicos son siete.

De entre todas las que hoy se conservan, destaca por su belleza y simbolismo la corona imperial de Carlomagno, personaje crucial en la forja de la dignidad real de corte divino. Esta consta de ocho placas articuladas y su forma no es casual, pues el octógono es una forma intermedia entre el círculo y el cuadrado, y simboliza la regeneración, algo que sabían muy bien algunos soberanos como Federico II de Hohenstaufen, que utilizó dicha geometría en Castel del Monte.

La corona imperial de Carlomagno, que fue fabricada en los talleres de la abadía de Reichenau, muestra además una serie de placas esmaltadas que representan a Cristo –Rey de Reyes– y a varios soberanos del Antiguo Testamento, lo que indicaba que el Imperio era una institución divina, eje de la convivencia humana que se erigía como protectora del catolicismo. La riqueza y ostentación de la corona imperial es otra de sus peculiaridades. No debemos olvidar que en la mayoría de los casos estos símbolos estaban ornamentados por gemas y piedras preciosas, cuyas virtudes y poderes talismánicos –tendremos ocasión de descubrir también la importancia que algunos reyes otorgaban a las propiedades curativas de ciertos elementos de la naturaleza– actuaban, según se creía, sobre el monarca.

Trono de Carlomagno en la iglesia de Aachen (Aquisgrán)

La Espada

El segundo símbolo que otorgaba el poder regio era la espada, la principal de las armas iniciáticas, que simbolizaba el poder y la justicia, pero también el conocimiento y la razón, virtudes que debía poseer siempre el soberano, aunque por desgracia dicha premisa no se cumplía en muchas ocasiones, «el eje que une los mundos, y una imagen del rayo solar que disipa las tinieblas».

Este importante simbolismo estaba muy vinculado a la caballería iniciática, mientras que la espada era también uno de los principales símbolos de identificación del caballero. Podemos hablar por tanto del caballero-rey o del rey-caballero, honor que algunos soberanos alcanzaron por méritos propios y que otros obtuvieron de forma despótica, obligando a los verdaderos iniciados a que les concediesen el privilegio de nombrarles como tal.

Otro de los símbolos representativos del poder real es el cetro, símbolo de fuerza y fecundidad e imagen de la columna que sostiene el Universo. En la Antigua Grecia, siguiendo el trabajo de Rapelli, el cetro era el bastón largo que usaban las personas mayores como apoyo para caminar y los pastores para guiar los rebaños, por lo que acabó convirtiéndose en el símbolo del Buen Pastor –Cristo– según lo define el Evangelio de Juan (10,1) y por tanto en un poderoso símbolo del rey divino, por lo que representa la función específica de protección de la grey de los fieles y, fuera del marco religioso, de todos sus súbditos.

Es habitual en la iconografía cristiana que muchos santos y personajes relacionados con la religiosidad porten también un cetro, elemento que en la mitología grecorromana, por su parte, representaba el símbolo fálico, como por ejemplo el tirso de Dioniso.

Fuera de Europa era la vara que indicaba el rango social y que se exhibía en las ceremonias rituales. Por su forma rígida y vertical se le relacionaba, como ya he señalado, con el eje del mundo, de gran similitud con la espada. Generalmente, al menos en Europa, el cetro solía rematarse en forma de pomo redondo, símbolo también del mundo y del control absoluto sobre él; también solía ser engalanado con otros ornamentos, como la flor de lis –símbolo de los reyes franceses–, que significa luz y purificación.

Otros elementos simbólicos

El globo también era un elemento crucial dentro del simbolismo regio, y los reyes y emperadores lo llevaban en la mano durante las diferentes ceremonias oficiales, y en la más importante probablemente de sus vidas: la de coronación, simbolizando, en palabras de la citada Rapelli «la metáfora del poder sobre un área terrenal, pero por extensión sobre el mundo entero», encarnando además el ordenamiento divino del cosmos y remarcando también el papel mesiánico del rey como salvador de su pueblo, si tenemos en cuenta que en la iconografía religiosa Cristo se presenta sosteniendo un globo en una de sus manos como salvador del mundo –Salvator Mundi–.

Junto a todos estos símbolos, el trono fue uno de los que mayor distinción otorgaba al soberano; éste era el «ombligo del mundo» y representaba el Universo sobre el que gobernaba el rey. Además, simbolizaba la unidad estable y la síntesis entre el Cielo y la Tierra y era un símbolo también de la majestad divina, pues la divinidad se representa sentada precisamente sobre un trono.

En el Antiguo Egipto, el faraón aparecía representado generalmente sobre un trono, y en los jeroglíficos de las pirámides éste tenía el significado de equilibrio y seguridad. Por su parte, en la Grecia antigua los doce dioses del Olimpo también se sentaban en tronos adornados con ricas joyas. El de Zeus se hallaba situado en la Gran Sala del Consejo, y era de mármol negro pulido con incrustaciones de oro puro, símbolo del astro rey. Para llegar al mismo había siete escalones, cada uno de ellos representando uno de los colores del Arco Iris. Sobre uno de los brazos del gran asiento se posaba un águila de oro que mostraba un rubí en cada ojo; con una de sus garras apresaba los rayos del Dios-Rey, regalo de sus aliados los cíclopes en la lucha contra Cronos y sus secuaces durante la guerra por el Olimpo.

La reina Hera, por su parte, se sentaba sobre un trono de marfil, símbolo de pureza. En Grecia también los reyes y los nobles se sentaban sobre tronos. Rapelli escribe que era un símbolo tan poderoso en aquella civilización que se esculpían tronos vacíos para los dioses, de manera que éstos pudieran estar presentes en todo momento.

En el arte cristiano la Virgen y Cristo están sentados también sobre ellos durante el acto de coronación. Asimismo, Jesús promete a los apóstoles que cuando juzguen a las doce tribus de Israel se sentarán sobre tronos. Estos suelen estar elevados sobre uno o varios escalones, a veces con un dosel o pabellón encima, como en la capilla del palacio real de Aquisgrán, en la que Carlomagno tenía reservado un lugar especial para el trono durante el transcurso de las celebraciones religiosas, elevado sobre una plataforma que hacía que el emperador se situara, física y simbólicamente, por encima de todos sus feligreses.

Para saber más:     

HANI, Jean: La realeza sagrada. Del faraón al cristianísimo rey. José J. de Olañeta Editores 1998.

HERRADÓN, Óscar: Historia oculta de los reyes. Magia, herejía y superstición en la corte. Espejo de Tinta, 2007.

RAPELLI, Paula: Grandes dinastías y símbolos del poder, Electa, Barcelona, 2005.

El Escorial: El Templo mágico de Felipe II

Felipe II fue el soberano occidental más poderoso de su tiempo, pero su figura se ha desdibujado en parte por los partidarios de la Leyenda Negra y también por los afectos a la «Leyenda Rosa». Hombre de su tiempo, tuvo una completa educación renacentista y a pesar de su defensa a ultranza de la Contrarreforma, mostró un profundo interés por las ciencias ocultas, la alquimia y el hermetismo. Con la idea de erigir su propio templo, «émulo del de Salomón», mandó erigir el monasterio de San Lorenzo de El Escorial cargado de un simbolismo en gran parte desconocido.

Óscar Herradón ©

Existen diversas evidencias que señalan cómo Felipe II concibió la idea de plasmar en su gigantesca obra escurialense una especie de Cielo en la Tierra, quizá influido no solo por las teorías lulistas –del místico mallorquín Ramon Llull–, la funcionalidad de los templos religiosos o el «hermetismo cristiano», tan en boga por aquel entonces –lo que hacía que un rey católico pudiera interesarse por lo oculto sin caer en la herejía–, sino también por los textos de corte místico que fueron escritos por «visionarios» y hombres de fe de su época como Fray Luis de León, San Juan de la Cruz o su muy admirada Santa Teresa, por la que intercedió ante la Inquisición y cuyas obras el monarca parece que leía con asiduidad y devoción.

Pero además del carácter intimista y austero, como un gran espacio de religiosidad, que el monarca quiso impregnar al edificio donde pasó los últimos años de su vida, en él Felipe II plasmó también, insisto, un auténtico «Cosmos», su Universo o Cielo particular –al igual que hizo el emperador medieval Federico II en Castel del Monte–, emulando el más simbólico edificio religioso de la antigüedad: el Templo de Salomón, hecho que sin embargo ha pasado desapercibido –al menos para la gran mayoría– durante varios siglos. Aún hoy no es algo que te cuenten los guías oficiales del monasterio o las biografías al uso.

Múltiples referencias mágicas

Aunque desde prácticamente su misma construcción se viene haciendo referencia a la planta del edificio sacro en forma de «parrilla», probablemente en alusión al patrón del mismo, San Lorenzo, que según la tradición fue sometido a martirio en el objeto de tortura del mismo nombre, lo cierto es que, según investigadores como René Taylor –quien más datos ha aportado para una comprensión a fondo del sentido esotérico y hermético del monasterio– todos los análisis apuntan a que dicha hipótesis comúnmente aceptada es errónea, y a que el diseño y trazado son precisamente «una evocación del Templo de Salomón».

No es una casualidad que el llamado Patio de los Reyes, que sirve de acceso al recinto, sobre la fachada de la iglesia del monasterio, estén representadas las figuras de varios reyes del Antiguo Testamento, entre ellos David y su hijo Salomón, artífice del templo de Jerusalén. El mismo padre fray José de Sigüenza, primer cronista del recinto, en uno de sus textos, afirma: «…otro templo de Salomón, al que nuestro patrón y fundador quiso imitar en esta obra». Luego, aquellas palabras fueron casi olvidadas por la historiografía.

Teniendo en cuenta que desde la antigüedad el rey hebreo ha sido relacionado con la magia y que incluso en el Corán, en algunas Suras, se habla de la relación de éste con el mundo de los espíritus, mientras que en la Edad Media se atribuyeron a su autoría tratados mágicos cuyo título era Las clavículas de Salomón, recogiendo quizá parte de su sabiduría, no deja de ser harto curioso que el segundo Felipe escogiera precisamente su figura para que precediera la entrada a su templo «cristiano». No obstante, el soberano español ostentaba entre sus múltiples títulos el de Rey de Jerusalén, y como apuntan diversos estudios, él mismo se veía como un nuevo Salomón, por lo que no debe extrañarnos que quisiera emular a esta figura en la construcción de su templo particular.

Juan de Herrera, hombre de ciencia… y magia

Pero éstas no son las únicas evidencias que apoyan esta hipótesis; se sabe que el arquitecto Juan de Herrera, que se puso al frente de las obras del monasterio tras la muerte de su colega Juan Bautista de Toledo, poseía una colección de libros titulada precisamente Copia del Tratado que se hizo del Templo de Salomón en manuscrito, textos en los que seguro se basó el arquitecto para llevar a cabo las obras del monasterio.

Precisamente, Herrera dio la orden de que los trabajos de construcción del edificio se llevasen a cabo en silencio, puesto que la obra, en palabras del heterodoxo investigador Juan G. Atienza, «necesitaba paz y sosiego». El caso es que para que existiera ese relativo silencio de ciertas connotaciones mágicas, los sillares de piedra se tallaron y labraron directamente en la cantera –de este modo no se escucharía en los alrededores el constante golpeteo de los malletes y martillos–; curiosamente, al igual que ocurrió, según los textos bíblicos, durante la construcción del Templo de Salomón.

El Patio de los Reyes, coronado por David y Salomón

Aquello, como es de suponer, ralentizó el avance de las obras, que corrieron el riesgo de ser detenidas en más de una ocasión y que sangraron los ya de por sí limitados recursos del Tesoro Real, con la repercusión que todo ello tenía en la maltrecha economía castellan, que bajo el gobierno del «todopoderoso» Rey Prudente sufrió hasta tres bancarrotas.

Una planta llena de particularidades

Pero las similitudes entre la ambiciosa obra de Felipe II y el templo salomónico no terminan ahí; la misma distribución de los espacios puede hallarse en ambos templos. En el hebreo se encontraba la Casa de los sacerdotes (Domus Sacerdotum), la Casa del rey (Domus Regia) y la Casa del Señor (Domus Domini), mientras que en San Lorenzo se pueden diferenciar a su vez tres espacios: el palacio, el convento y la iglesia.

En la creación de la propia planta del edificio, analizada minuciosamente por René Taylor en su magnífico trabajo Arquitectura y magia. Consideraciones sobre la idea de El Escorial, editado en su día con mimo por Siruela, nos encontramos con una combinación perfecta de las figuras del círculo, el triángulo y el cuadrado, mediante las cuales, siguiendo la obra de Ramon Llull, era posible representar la estructura del Universo, estructura que puede apreciarse en los frescos que adornan los techos de la biblioteca del monasterio donde están representadas además las llamadas Artes Liberales; entre ellas, aparecen personificadas la Retórica, la Gramática, la Aritmética, la Geometría, la Astrología y la Didáctica, junto a la Teología y la Filosofía. Y se puede apreciar además, ingeniosamente disimulado, el famoso Sello de Salomón, una alusión más que evidente al rey hebreo y su templo.

En 1604, el jesuita Juan Bautista Villalpando, discípulo de Herrera, publicó De postrema Exechielis Prophetae Visione (La última visión del profeta Ezequiel), un texto financiado por el mismo Felipe II donde el autor, siguiendo las Sagradas Escrituras, ofrecía una imagen de cómo debió ser el mítico Templo de Salomón, siguiendo las corrientes renacentistas según las cuales el hombre era un reflejo del Cosmos, corrientes de pensamiento impulsadas por hombres como Leonardo da Vinci y su hombre vitruviano, Marsilio Ficino, Pico Della Mirandola o Enrico Cornelio Agrippa.

En próximos post, seguiré adentrándome en los secretos de este austero y magnificente edificio madrileño en el que siempre me siento muy, muy pequeño, aunque en completa paz. Y no, no es ninguna revelación mística…

Para un análisis en profundidad del aspecto esotérico y hermético del monasterio de San Lorenzo, consultar las siguientes obras:

–TAYLOR, René, Arquitectura y magia. Consideraciones sobre la idea de El Escorial, Ediciones Siruela, 1994.

–ATIENZA, Juan. G, La cara oculta de Felipe II. Alquimia y Magia en la España del Imperio, Ediciones Martínez Roca, 1998.

–CUESTA MILLÁN, Juan Ignacio, La boca del infierno. Claves ocultas de El Escorial, Aguilar, 2006.

EL LIBRO DEL MES PARA SABER MÁS:

–La editorial La Esfera de los Libros nos trae una monumental monografía sobre el Rey Prudente recién salida de imprenta: Felipe II. El hombre, el rey, el mito, del catedrático de Historia Moderna de la UCM Enrique Martínez Ruiz. El autor aborda en esta extraordinaria biografía, ricamente ilustrada, las tres principales facetas vitales de Felipe II. La primera, la del hombre que ha de formarse con vistas a las responsabilidades que le esperaban como cabeza de un gran imperio que se asentaría en las cuatro partes del mundo entonces conocidas. La segunda, la del rey que debe ejercer un gobierno permanente sobre todos los territorios en multitud de ámbitos. Y la tercera, la derivada de las dos anteriores, y que eleva su figura a la categoría de mito.

Esta obra, destinada a convertirse en una de las principales referencias historiográficas, no solo se centra en la vida y obra del monarca, sino tambien en su tiempo, su corte, las artes y las letras, la guerra y la paz, la diplomacia y la vida cotidiana del Siglo de Oro español. Podéis adquirirlo aquí:

http://www.esferalibros.com/libro/felipe-ii/