Quemar libros: historia de la destrucción del conocimiento (II)

Desde el mismo momento en que el hombre ha compilado el saber, otros se han encargado de destruirlo. La historia está llena de episodios de quema de libros, y ahora un ensayo del bibliotecario de Bodley, en Oxford, Richard Ovenden, publicado por Crítica, nos recuerda ese ignominioso ejercicio de desmemoria a través de los episodios más destacados desde el más remoto pasado hasta la actualidad.

Óscar Herradón ©

En el año 306 a.C. subió al poder Ptolomeo I Sóter en Alejandría (Egipto). Fue la misma época en la que un griego brillante y erudito, de nombre Demetrio de Falera, arribó a la mítica ciudad procedente de Tebas, tras un largo exilio que le había obligado a abandonar Atenas. Ambos personajes trabaron una profunda amistad y el monarca, aconsejado por Falera, procedió a la construcción de un edificio consagrado a las musas y al que dio el nombre de museo que, poco tiempo después, contó con una enorme biblioteca. Fue el germen del futuro gran centro del saber del mundo antiguo.

Falera

Demetrio, según narra la Carta de Aristeas a Filócrates, fechada en el siglo II a.C., recibió grandes sumas de dinero del rey «para adquirir, de ser posible, todos los libros del mundo». De esta forma, la biblioteca más importante de la antigüedad fue reuniendo un inmenso catálogo de libros de las más variadas temáticas. Falera, uno de los hombres más brillantes de su tiempo, profundamente preocupado por el saber, se embarcó en la ardua tarea de traducir al griego todos los textos judíos del Antiguo Testamento. Para ello, contó con un grupo de traductores hebreos procedentes del barrio judío de Alejandría, a instancias de Ptolomeo I y el sumo sacerdote Eleazar. Durante setenta y dos días se tradujeron las Sagradas Escrituras en su totalidad.

Pero no solo los ancestrales conocimientos de la religión judía interesaron al maestro Demetrio, éste intentó almacenar la mayor cantidad posible de saber humano. Por ley, todos los viajeros que pasaban por Alejandría debían donar una obra a la biblioteca del museo, cuya descripción únicamente se conserva en un antiguo documento de dudosa autenticidad. Parece ser que el museo formaba parte de los palacios de la realeza y contaba con un paseo, una gran casa donde se situaba el refectorio y largos pasillos en cuyas paredes se colocaron fantásticas obras pictóricas. Como curiosidad, contaba con un zoológico y un jardín botánico que albergaba los más raros animales y las más extrañas plantas del mundo.

La biblioteca era el edificio más admirado; en un principio utilizada únicamente como sala de consulta, contó con diversas ampliaciones, entre las que se encontraba la conocida como biblioteca del Serapeum, templo edificado en honor de la deidad sincrética greco-egipcia Serapis y que estaba situado a pocos metros del edificio del museo –de esta forma, parece ser que la famosa biblioteca de Alejandría estaba dividida en dos—. Al parecer, las paredes del Serapeum daban cobijo a iluminados que pernoctaban intramuros, consultando los libros en busca de algún tipo de revelación.

Ruinas del Serapeum de Alejandría en la actualidad (Source: Wikipedia)

A pesar de su impresionante labor, Falera no consiguió el puesto de director de la biblioteca que tanto anhelaba. Años después de haberse convertido en uno de los personajes más relevantes de la sociedad alejandrina, el erudito cayó en desgracia cuando el sucesor de su amigo el monarca, Ptolomeo II Filadelfo, lo expulsó de la ciudad como a un perro. Parece ser que hacia el año 285 a.C., en el Bajo Egipto, murió tras ser mordido por un áspid, la famosa serpiente que acabó con la vida de la reina Cleopatra años después. Con la muerte de Falera la historia humana perdía una de sus mentes más brillantes y a uno de los primeros y más importantes impulsores del conocimiento. Nadie sabe cómo llegó la serpiente a morderle; algunos hablan de suicidio, otros de asesinato…

Zenódoto

El primer director de la biblioteca fue Zenódoto de Éfeso (325-260 a.C.) quien fue sucedido más tarde por Apolonio de Rodas y éste a su vez por el enigmático Eratóstenes, en tiempos de Ptolomeo III Evergetés. Son figuras apasionantes de las que la historia, por desgracia, nos ha legado muy poca información. Eratóstenes fue un hombre profundamente sabio y adelantado a su tiempo. Una vez convertido en director del centro, emprendió profundos estudios en los que combinaba la investigación científica con el análisis literario. Uno de sus más misteriosos y afamados descubrimientos fue la medición de la circunferencia de la Tierra, que estimó en 252.000 estadios (unos 39.690 kilómetros). En pleno siglo XX, las más exactas mediciones de la circunferencia terrestre, gracias a la intercesión de satélites y potentes computadoras- está en 40.067’96 kilómetros.

Paradójicamente, el dogma ortodoxo cristiano y su visión del mundo, convirtieron la Tierra en una extensión en planicie a lo largo de muchos y oscuros siglos medievales –y también hoy, cuando el terraplanismo vuelve a ganar fuerza en los cenagales del Big Data–. Los primeros que se atrevieron a afirmar otra concepción de la misma, redonda, girando alrededor del sol, como Copérnico o Galileo, fueron acusados de herejes, algunos de ellos ejecutados (como Giordano Bruno), curiosamente, un hombre que había vivido muchos siglos antes de todo esto ya conocía el verdadero aspecto de nuestro planeta.

¿Qué extraños conocimientos se perdieron en Alejandría?, ¿cómo logró un hombre del siglo II a.C., con los rudimentarios utensilios que se supone había en su época, ajustarse tanto a la longitud real de dicha circunferencia?, ¿pudo haber utilizado oscuras artes mágicas para lograrlo?, ¿quizá algún libro de la enigmática biblioteca? Como tantos otros episodios de la historia humana, continúa siendo un misterio que quizá nunca logremos desentrañar.

La destrucción del Templo del Saber antiguo

La historia de la biblioteca de Alejandría está irremediablemente ligada a los intentos por destruirla, en una interminable sucesión de ataques contra sus pilares y sus libros. Al parecer, la primera destrucción del mítico edificio data del año 48 a.C., cuando el más grande de los emperadores romanos, Julio César, se inclinó a favor de Cleopatra en la lucha por el trono de Egipto. Cuando la flota egipcia fue reducida a cenizas en el puerto de Alejandría, según el testimonio de Dión Casio recuperado por Fernando Báez, se destruyeron unos depósitos de libros que esperaban su entrada en el centro. Al parecer, ardieron 40.000 rollos de pergamino, aunque esta cifra no ha podido ser confirmada. Lo que parece poco probable es que César, que ordenó el ataque, pretendiera destruir libro alguno, pues no parece ser la forma de actuar de un hombre que escribió una obra de la talla de La Guerra de las Galias, aunque fueron varios los eruditos que mostraron una fuerte tendencia biblioclasta, a destruir libros y textos, como el mismísimo Platón, del que se conocen episodios famosos de destrucción y quema de escritos.

Más tarde, parece ser que fueron los cristianos quienes quemaron el mítico edificio. Comandados por Teófilo, atacaron el Serapeum en el año 389 y la biblioteca dos años después, según algunos historiadores, aunque tampoco está claro. Las crónicas recogen que, al concluir el saqueo, las muchedumbres de cristianos enfurecidas demolieron las paredes, destruyeron los iconos paganos y llenaron el templo de cruces. Se sabe que Teófilo mandó destruir el Serapeum, pero no hay consenso entre los historiadores sobre quién ordenó la quema de libros; algunos atribuyen el libricidio a los mismos cristianos comandados por éste, otros, en cambio, a las hordas musulmanas de un servidor de Omar I, algunos siglos después –entre el VI y el VII d.C.– en su conquista de Egipto.

En la actualidad, la tesis de la destrucción árabe de la mítica biblioteca ha perdido fuerza, desviando de nuevo la atención hacia los romanos, que habrían llevado a cabo diversas incursiones en la legendaria ciudad arrasando por completo la biblioteca y el museo. Existen, no obstante, más hipótesis sobre la misteriosas desaparición del mayor registro de libros de la antigüedad: pudo deberse, entre otras cosas, a los efectos de un terremoto, e incluso a la negligencia de aquellos encargados de velar por la seguridad del colosal edificio.

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

BÁEZ, Fernando: Historia universal de la destrucción de libros. Destino (Imago Mundi), 2004.

Ovenden

Recientemente, Crítica publicaba Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento, del bibliotecario de Bodley desde 2014 (y que ocupa el cargo de alto ejecutivo de las Bibliotecas Bodleianas de la Universidad de Oxford) Richard Ovenden. Nadie mejor que él para repasar la historia de la destrucción del saber, pues con anterioridad desempeñó distintos puestos en la Biblioteca de la Universidad de Durham, la Biblioteca de la Cámara de los Lores, la Biblioteca Nacional de Escocia y la Universidad de Edimburgo, siendo además Tesorero del Consorcio de Bibliotecas de Investigación Europeas, Presidente de la Coalición pra la Conservación Digital y miembro de la Junta del Consejo de Recursos de Bibliotecas e Información de Washington D.C. Casi nada.

El autor toma como punto de partida la infame quema de libros «no germánicos» y judíos de 1933 en la Bebelplatz de Berlín (a la que siguieron numerosas quemas en otras universidades del país) instigada por el Ministro de Propaganda de la Alemania nazi Joseph Goebbels. Aquel acto de intransigencia y fanatismo daba una idea bastante inequívoca sobre las intenciones del nacionalsocialismo: se cumplía la máxima de «se empieza quemando libros, y se acaba quemando hombres». En Quemar libros, nos sumergimos en un viaje de 3.000 años a través de la destrucción del conocimiento y la lucha por preservarlo de los biblioclastas de todo color y pelaje.

Así, descubrimos que los ataques a las bibliotecas han sido una constante desde la antigüedad, pero que lamentablemente han incrementado su frecuencia e intensidad en la Edad Moderna. Baste recordar la destrucción de la cultura promovida por el ISIS o la destrucción de un millón de libros en Irak tras la segunda invasión norteamericana. El hombre cometiendo una y otra vez los mismos errores del pasado.

John Murray

Como evidencia Ovenden en estas apasionadas (y apasionantes) páginas, las bibliotecas son mucho más que almacenes de literatura; al conservar documentos legales como la Carta Magna o registros censales, también defienden la ley y los derechos de los ciudadanos –de ahí que numerosos tiranos y dictadores hayan puesto gran empeño y medios en destruirlas–; el libro se traza un análisis completo, desde lo que realmente sucedió con la Biblioteca de Alejandría , como hemos visto en el post, hasta los papeles de la generación Windrush (el denigrante trato a la generación de inmigrantes caribeños que llegaron a Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial), y desde Donald Trump borrando tuits vergonzosos (que normalmente alguién ya había capturado) hasta la compañía editorial inglesa John Murray quemando las memorias de Lord Byron en nombre de la censura.

Quemar libros es también la historia de los que defendieron el saber frente a la intolerancia, la de un sorprendente abanicos de arqueólogos autodidactas, aventureros, filántropos, poetas, activistas y bibliotecarios que recorrieron un heroico camino para conservar y rescatar el conocimiento, también en los grandes conflictos bélicos de la historia, con la noble intención de conservar y rescatar el conocimiento y garantizar así la supervivencia de la civilización, que no es nada si no está respaldada en el saber y la tolerancia.

The Times no escatima elogios hacie el libro: «Apasionante e iluminador. Este espléndido libro revela cómo, en el mundo actual de noticias falsas y hechos alternativos, las bibliotecas se mantienen como desafiantes guardianes de la verdad».

He aquí la forma de adquirirlo en papel y en libro electrónico:

https://www.planetadelibros.com/libro-quemar-libros/329802

Quemar libros: historia de la destrucción del conocimiento (I)

Desde el mismo momento que el hombre ha compilado el saber, otros se han encargado de destruirlo. La historia está llena de episodios de quema de libros, y ahora un ensayo del bibliotecario de Bodley, en Oxford, Richard Ovenden, publicado por Crítica, nos recuerda ese ignominioso ejercicio de desmemoria a través de los episodios más destacados desde el más remoto pasado hasta la actualidad.

Óscar Herradón ©

Quema de libros en la Bebelplatz de Berlín por los nazis

La historia del hombre ha visto como eran destruidos millones de textos de la mano de no pocos personajes, que Fernando Báez, miembro de la UNESCO y autor del ensayo Historia Universal de la Destrucción de Libros,  denomina «biblioclastas», esto es, amantes de la destrucción de escritos y bibliotecas. Según los historiadores y expertos en la materia, el primer bibliocasta en masa fue el emperador chino Shi Huangdi, apodado «el destructor», famoso por ordenar la construcción de la Gran Muralla y por mandar que lo enterraran en una monumental tumba en Xianyang, custodiada por un ejército de miles de soldados de terracota en los que trabajaron unos 700.000 hombres durante casi cuarenta años. Gran guerrero y mejor conquistador, en el año 215 a.C. Huangdi, tras reducir numerosos feudos y arrasar cientos de territorios asesinando a sus administradores, logró edificar uno de los imperios más colosales de Oriente.

El Destructor mandó crear una gran biblioteca –generalmente, y aunque parezca una contradicción, los destructores de libros sintieron especial interés por diversos campos del saber– en la que promovió los textos favorables a su régimen, confiscando el resto de los escritos. Sus soldados recorrían casa por casa recogiendo todos los libros que encontraban a su paso; tras las incómodas visitas, encendían grandes piras y los quemaban ante los ojos atónitos de sus poseedores. Si alguien cometía la osadía de ocultar un libro y era descubierto, se le enviaba a trabajar en la construcción de la Gran Muralla, empresa realmente temida, pues fue la tumba de miles de hombres.

Durante su mandato, numerosas personas fueron torturadas y algunas asesinadas por el tremendo desafío de cobijar textos, y cientos de libros destruidos; entre ellos, los que promulgaban las enseñanzas de Confucio, dogma que Shi Huangdi odiaba especialmente. Curiosamente, la biblioteca edificada por el primer biblioclasta de la historia desapareció en el año 206 a.C. tras la guerra civil que asoló el país. El emperador, que no fue capaz de evitarlo, supo entonces qué significaba perder los libros entre las llamas.

Saqueo de Bukhara

El Imperio Mongol fue proclive también a la destrucción de los textos de sus opositores. Cuando el temido Gengis Khan atacó con sus tropas la mezquita de Bukhara, algunos cofres llenos de libros y de manuscritos sagrados fueron llevados al patio y eliminados. Según la crónica de lo sucedido, los cofres, celosos guardianes de la sabiduría de todo un pueblo, se utilizaron como pesebres en las caballerizas. Años después, su descendiente Hulagu Khan, realizó una acción similar en la ciudad de Bagdad, que volvería a sufrir el azote de la intolerancia en 2003, durante la Segunda Guerra de Irak, con la destrucción de gran parte de su legado cultural. Cuando Hulagu Khan arrasó este territorio, corría el año 1257; poco más de cien años después, en 1393, Tamerlán asoló Siria, eliminando todos los libros de sus enemigos. Casos similares en la antigüedad pueden contarse a centenares, y después. 

Bibliotecas en llamas

El amor al saber de algunos ha estado ligado desde tiempos inmemoriales por el afán de otros por destruir todo aquello que suponía un avance del pensamiento. No solo el libro, de forma aislada, como en la China de Shi Huangdi o en la Alemania nazi, fue destruido; el hogar de éste por excelencia, la biblioteca, no ha corrido mejor suerte que los escritos que se ocupó de albergar entre sus paredes, propensas a ser reducidas a escombros por las tristes acciones de la intolerancia humana.

Así, la historia de la construcción de estos templos del saber aparece irremediablemente ligada a la historia de su destrucción, en ocasiones por causas naturales –incendios, terremotos, inundaciones…–, pero principalmente a causa del hombre. Cientos de bibliotecas históricas fueron pasto de las llamas y con ellas se perdió su inmensa riqueza cultural, centros de los que solo tenemos referencia a través de las citas o relatos de antiguos historiadores, escritores o cronistas. Fue el caso de bibliotecas legendarias como la de Alejandría o la de Pérgamo, contemporánea de la primera, que probablemente no dieran cobijo a ningún libro con poderes sobrenaturales, fruto más de la leyenda que de la realidad, pero que fueron, sin duda alguna, un vasto almacén de sabiduría cuya pérdida supuso un retroceso de siglos en el avance de la ciencia y el pensamiento del hombre.

PARA SABER UN POCO (MUCHO) MÁS:

BÁEZ, Fernando: Historia universal de la destrucción de libros. Destino (Imago Mundi), 2004.

Recientemente, Crítica publicaba Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento, del bibliotecario de Bodley desde 2014 (y que ocupa el cargo de alto ejecutivo de las Bibliotecas Bodleianas de la Universidad de Oxford) Richard Ovenden. Nadie mejor que él para repasar la historia de la destrucción del saber, pues con anterioridad desempeñó distintos puestos en la Biblioteca de la Universidad de Durham, la Biblioteca de la Cámara de los Lores, la Biblioteca Nacional de Escocia y la Universidad de Edimburgo, siendo además Tesorero del Consorcio de Bibliotecas de Investigación Europeas, Presidente de la Coalición pra la Conservación Digital y miembro de la Junta del Consejo de Recursos de Bibliotecas e Información de Washington D.C. Casi nada.

Goebbels

El autor toma como punto de partida la infame quema de libros «no alemanes» y judíos de 1933 en la Bebelplatz de Berlín (a la que siguieron numerosas quemas en otras universidades del país) instigada por el Ministro de Propaganda de la Alemania nazi Joseph Goebbels. Aquel acto de intransigencia y fanatismo daba una idea bastante inequívoca sobre las intenciones del nacionalsocialismo: se cumplía la máxima de «se empieza quemando libros, y se acaba quemando hombres». En Quemar libros, nos sumergimos en un viaje de 3.000 años a través de la destrucción del conocimiento y la lucha por preservarlo de los biblioclastas de todo color y pelaje.

Así, descubrimos, como señalábamos en la primera parte de este post, que los ataques a las bibliotecas han sido una constante desde la antigüedad, pero que lamentablemente han incrementado su frecuencia e intensidad en la Edad Moderna. Baste recordar la destrucción de la cultura promovida por el ISIS o la destrucción de un millón de libros en Irak tras la segunda invasión norteamericana. El hombre cometiendo una y otra vez los mismos errores del pasado.

Byron

Como evidencia Ovenden en estas apasionadas (y apasionantes) páginas, las bibliotecas son mucho más que almacenes de literatura; al conservar documentos legales como la Carta Magna o registros censales, también defienden la ley y los derechos de los ciudadanos –de ahí que numerosos tiranos y dictadores hayan puesto gran empeño y medios en destruirlas–; el libro se traza un análisis completo, desde lo que realmente sucedió con la Biblioteca de Alejandría (asunto del que nos ocuparemos en el siguiente post) hasta los papeles de la generación Windrush (el denigrante trato a la generación de inmigrantes caribeños que llegaron a Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial), y desde Donald Trump borrando tweets vergonzosos (que normalmente alguién ya había capturado) hasta la compañía editorial inglesa John Murray quemando las memorias de Lord Byron en nombre de la censura.

Richard Ovenden (Source: Wikipedia)

Quemar libros es también la historia de los que defendieron el saber frente a la intolerancia, la de un sorprendente abanicos de arqueólogos autodidactas, aventureros, filántropos, poetas, activistas y bibliotecarios que recorrieron un heroico camino para conservar y rescatar el conocimiento, también en los grandes conflictos bélicos de la historia, con la noble intención de conservar y rescatar el conocimiento y garantizar así la supervivencia de la civilización, que no es nada si no está respaldada en el saber y la tolerancia.

The Times no escatima elogios hacie el libro: «Apasionante e iluminador. Este espléndido libro revela cómo, en el mundo actual de noticias falsas y hechos alternativos, las bibliotecas se mantienen como desafiantes guardianes de la verdad».

He aquí la forma de adquirirlo en papel y en libro electrónico:

https://www.planetadelibros.com/libro-quemar-libros/329802

Richard Sorge: un espía impecable (III)

Fue uno de los grandes agentes de inteligencia del siglo XX, y sin embargo es un gran desconocido en Occidente. De origen alemán, trabajó para los rusos en Japón, donde obtuvo una relevante y delicada información vital para el esfuerzo de guerra aliado, aunque el país del sol naciente sería también su tumba. Ahora, la editorial Crítica publica un ensayo que devuelve al personaje a su justo lugar en la historia contemporánea.

Óscar Herradón ©

Sería precisamente en el país del sol naciente donde Sorge realizaría su más brillante labor de Inteligencia, constituyendo una red que hoy día se considera como de las más eficientes de la Segunda Guerra Mundial. Japón era entonces un país hostil. De hecho, al igual que hiciera Alemania, había roto sus compromisos con la Sociedad de Naciones y todo ciudadano que viniera de fuera se consideraba sospechoso. Sorge no debía mantener ningún contacto, por pequeño que fuera, con la embajada rusa en el país, ni con el Partido Comunista Japonés clandestino.

La tapadera que utilizaría Sorge sería de nuevo la de periodista alemán, por ello, tras dejar Moscú el 7 de mayo de 1933 y una relación de varios meses con una soviética de nombre Ekaterina Maximova, se dirigió a Berlín, una vez más bajo el nombre falso de «Ramsay». Debía obtener un carnet de periodista y un pasaporte auténtico, todo ello burlando en la Gestapo. En aquello ocasión solicitó entrar a formar parte del Partido Nazi, aunque aquel intento no prosperaría hasta unos años después. Todo un temerario agente secreto.

Sí se puso en contacto, no obstante, con la Asociación de Prensa Nazi, una buena tapadera para un espía reconvertido en periodista, que utilizó para presentarse en la policía a solicitar un nuevo pasaporte alemán. Lo consiguió, así como cartas de recomendación. Consiguió que le contrataran dos periódicos para el envío de crónicas sobre Japón: el Börsen Zeitung y el Tägliche Rundschau, a cuyo jefe de redacción, conocido como el doctor Zeller, con el que trabó amistad gracias a que ambos eran ex combatientes, le facilitó una carta de presentación para el teniente Eugen Ott, destinado en un regimiento de artillería japonés en la ciudad de Nagoya.

Eugen Ott
Haushofer

De hecho, para viajar hasta el país del Sol Naciente y evitar los rigurosos controles de los puertos del norte de Alemania, el Centro acordó que el espía pasara a Francia y luego a Estados Unidos. En Nueva York y Chicago se entrevistó con dos miembros del Komintern y se enteró, gracias a éstos, que su colaborador japonés partiría de California. En Washington se presentó al embajador nipón con una carta de recomendación del profesor Karl Haushofer –teórico de la geopolítica que impulsaría la Lebensraum nazi– y el nipón le entregó otra dirigida al Departamento de Información del Ministerio de Asuntos Exteriores en Tokio. Richard Sorge era ahora otra persona que no despertaría sospecha alguna.

El agente llegó a Japón a finales del verano de 1933, un país conflictivo, con un gobierno confuso dirigido por un emperador, Hirohito, que era una suerte de dios viviente. No debería bajar la guardia. Aún no lo sabía, pero se había metido en la boca del lobo.

En el corazón del Sol Naciente

Vukelic

Salvo en clubs internacionales –a los que Sorge era muy asiduo– de Yokohama y Kobe, los extranjeros podían ver la animadversión que despertaban en Japón. No sería fácil pasar desapercibido en aquel ambiente y, sin embargo, nuestro agente sería un maestro de la ocultación. El operador de radio que le asignaron usaba el nombre en clave de «Bernhardt» y un tercer miembro del círculo era Branko Vukelic, un croata hijo de un oficial del imperio austro-húngaro, militante de izquierdas que vivía en Japón con su esposa y su hijo pequeño. No era el único agente que aguardaba las órdenes de Sorge. El japonés Miyagi Yotogu era aquel que le habían dicho que viajaría desde California para unirse a él en la capital nipona.

Ozaki

La labor de Miyagi, que adoptó el nombre de «Joe» tras unirse al partido comunista norteamericano en los años 20 y que no era ni mucho menos un experimentado agente, sería informar de los problemas políticos y militares de Japón. Su principal mérito radicaba en que sabía leer y escribir japonés, limitándose a proporcionar a Sorge noticias y opiniones recogidas en diarios y revistas del país. Sin embargo, sería éste quien cinco meses después, y por petición de su jefe, acudiría a entrevistarse con Hotsumi Ozaki, «el primer y más importante socio» de Sorge en China.

Unos días después, se encontraron ambos en un parque y nuestro protagonista le pidió reanudar sus actividades secretas. Ya existía la red Sorge, con sede central en Tokio, un círculo secreto cuya principal misión sería obtener información clave y clasificada sobre asuntos militares, diplomáticos, financieros o de índole política y económica, además de secretos militares o relacionados con recursos de tipo estratégico. Toda esa información sería puntual y debidamente enviada a sus jefes en Moscú.

Ozaki sería el principal agente de Sorge, y le facilitaría a lo largo de siete años informes secretos de un valor incalculable. Sin embargo, también otros personajes serían clave en la labor del agente: gracias a la carta de recomendación que le entregó el jefe de redacción del Tägliche Rundschau, el doctor Zeller, el espía pudo entrar en contacto con el teniente coronel Eugene Ott, quien convertiría en su más importante enlace con la colonia alemana en Tokio.

Richard Sorge causaría un gran impacto –por un lado simpatía y por otro animadversión– en aquella comunidad de rigurosas normas sociales: excelente conversador, divertido, dado al alcohol y mujeriego empedernido, solía presentarse a las fiestas de sociedad vestido con ropa de calle, despreciando el elegante esmoquin de rigor, o simplemente no presentándose lo que ofendía a muchos. No le importaba lo más mínimo, teniendo en cuenta su carácter bohemio y desenfadado. Era un hombre inquieto e incombustible cuya peligrosa labor no le dejaba demasiado tiempo para relajarse.

Lo más granado de la sociedad japonesa de Entreguerras

Gracias a las buenas amistades que hizo Sorge durante su primer año en Japón, entró en contacto con el príncipe Albrecht von Urach, nada menos que el corresponsal del órgano oficial del Partido Nazi en Japón, el Völkischer Beobachter. También entabló relación con Herbert von Dirksen, nuevo embajador alemán: Alemania y Japón se hallaban muy unidos desde que ambos países abandonaran la Sociedad de Naciones. Sus buenas relaciones con el embajada germana mejoraron cuando llegó a Tokio, en 1934. El capitán Paul Wenneker, nuevo agregado naval.

En la primavera de ese año, el problema principal que Sorge habría de investigar –las intenciones japonesas hacia la URSS– tenía importancia especial, ya que, durante el invierno, las relaciones entre ambos países se habían tensado. Para la mayor parte de los agregados militares en Tokio, el conflicto militar soviético-japonés resultaba ya probable en 1935, sin embargo, Sorge, a través de un minucioso análisis de la situación política, llegó a la conclusión de que el conflicto no estallaría. Acertó.

Miyagi había conseguido crear toda una red de informantes distribuidos por gran parte del país, entre ellos Akiyama Koji, a quien había conocido en sus años en California y de quien recibiría una valiosa ayuda tiempo después. Akiyama, que se había graduado en una escuela superior comercial en los EEUU, comenzó a traducir documentos secretos al inglés que pondría a disposición de la red.

Sorge –el cuarto por la derecha en la fila superior– en 1923

Entre conferencias de prensa, reuniones en los bares –donde solía aguzar el oído para recoger cualquier información– y fiestas con las más importantes personalidades del lugar, Sorge iba engrosando el número de informes valiosos para Moscú. El encargado de convertir en copias fotográficas los informes era Vukelic, quien transformaba los preciados documentos en microfilms que eran enviados a la capital rusa por correos humanos. Quien más problemas dio en la organización sería «Bernhard», que siempre estaba ebrio y en muchas ocasiones no enviaba la información por radio.

Puesto que había tantos problemas con la eficiencia del técnico de radio, los informes secretos de mayor valor eran enviados utilizando correos humanos a través de Shanghái, lo que implicaba un gran riesgo. Se sabe que el propio Sorge realizaría este papel en varias ocasiones. Finalmente, el espía sería admitido oficialmente en el Partido Nazi, lo que le proporcionaba una cobertura mucho más segura. Sostenido económicamente desde Moscú, el «grupo Sorge» recibiría entre 1936 y 1941 alrededor de 40.000 dólares. Sin embargo, a la hora de la verdad, se quedarían completamente solos.

Tokio-Berlín-Moscú: informes secretos

Inukai

El valor de sus transmisiones era cada vez mayor. Lo que más le interesaba a la red Sorge era la información concerniente a los movimientos ultraderechistas japoneses, que eran ferozmente anticomunistas y podían suponer un peligro en la dirección del Ejército a la hora de tomar una decisión: buscaban un enfrentamiento directo con la URSS. Era un trabajo difícil, pues debían mezclarse con fascistas y radicales de derechas como los que habían acabado con el jefe de gobierno, Inukai Tsuyoshi, en 1932.

Tientsin en 1930

Otro de los colaboradores más fiables de nuestro protagonista fue Kawai Teikichi, que había sido durante semanas sometido a brutales interrogatorios por parte de la policía japonesa de Shanghái y que también era conocido de Ozaki. Poseía una librería en Tientsin (Tianjin) que le servía como centro de operaciones. Debía, además, conseguir otro operador de radio que reemplazase a «Bernhardt» –al que había hecho regresar a Moscú por su incompetencia y haber puesto en peligro la red de espionaje–. Depender únicamente de los «correos humanos» era harto peligroso. 

Uritsky

Sorge volvió a viajar a través de los EEUU y en Nueva York le proporcionaron un pasaporte falso con ciudadanía austríaca, para después embarcar hacia Francia y de allí hacia Rusia. En Moscú, se encontró por primera vez con el general Semyon Petrovich Uritsky, que en 1919 había alcanzado el cargo de jefe de operaciones del servicio secreto del Ejército Rojo y que en 1935 había sustituido a Berzin –víctima de las purgas de Stalin­– como nuevo jefe del Cuarto Buró. Allí consiguió que sus jefes designaran como nuevo operador de radio al técnico alemán Klausen, que ya había trabajado con él en China. El agente regresó a Japón a través de Europa y EEUU. Gracias a sus excelentes contactos, le dieron un despacho en la embajada alemana, y poniendo en grave riesgo su propia vida, fotografiaba todos los documentos que necesitaba, valiéndose de una cámara automática.

El riesgo era continuado, y aumentó cuando fue detenido Kawai Teikichi el 21 de enero de 1936. Las autoridades lo trasladaron a la prisión de Hsinking, en cuyos sótanos fue sometido, durante días, a brutales torturas para que confesara, pero guardó un estoico silencio digno de elogio. La red Sorge seguía libre de toda sospecha. De momento…

Prisión de Hsinking

Gracias a sus informes, los soviéticos conocían mucho mejor los problemas del Lejano Oriente que los gobiernos norteamericano y alemán, informes cuidadosamente planificados en los que Richard Sorge no se limitaban a recopilar información sino memorandos personales muy trabajados en los que, basándose en sus conocimientos de economía, política y diplomacia, sacaba sus propias conclusiones sobre la situación internacional y japonesa.

El matrimonio Ott

Nadie sospechaba que pudiera ser un espía, y mucho menos que, de realizar dicha labor, lo hiciera para los comunistas. Prueba de ello es que recibió la proposición de dirigir la sección local del Partido Nazi. Sostenía con los alemanes unas excelentes relaciones, lo que provocó que en 1936 Sorge obtuviera «una colocación reconocida de secretario oficioso del agregado militar», es decir, de su colega Eugene Ott, lo que le abría sorprendentes posibilidades de realizar su tarea clandestina. Al convertirse en su hombre de confianza, disponiendo incluso de despacho propio, tuvo acceso en la embajada a documentos secretos que, de otra manera, le habría sido prácticamente imposible conseguir.

Como no podía retirarse con los documentos, se limitaba a leerlos y recoger mentalmente sus puntos esenciales. En alguna ocasión, no obstante, conseguía llevar algunos a su despacho y fotografiarlos con una cámara en miniatura, corriendo gran riesgo, puesto que no podía echar la llave o despertaría las sospechas de los funcionarios. Sin embargo, sólo estaba prohibido fotografiar los documentos, no leerlos, por lo que cuando uno llegaba a sus manos podía permanecer una hora en cualquier despacho sin ser molestado, memorizando sus partes más decisivas. Entre otros asuntos, informó de conferencias secretas en Berlín entre personalidades alemanas y japonesas.

Embajada alemana en Tokio

Ozaki continuaba siendo el más eficiente de sus colaboradores: en verano de 1936 fue elegido miembro de la delegación japonesa para el Congreso del Instituto de Relaciones del Pacífico que tuvo lugar en Yosemite, California, a donde fue en calidad de intérprete, obteniendo información de primera mano. En agosto de ese mismo año. Sorge fue a Pekín con la excusa de asistir a una conferencias de periodistas extranjeros, aunque su verdadera misión consistía en recorrer Mongolia Interior y obtener informes de las tropas niponas allí concertadas. En 1938 viajaría a Hong Kong y le entregaría a un correo informes secretos que venía acumulando. Era tan sutil su trabajo, que el mismo embajador alemán lo envía a Manila con el propósito de llevar información reservada. Tenían al enemigo en casa y ni siquiera lo sospechaban.

Klausen

Fue también en 1938 cuando sufrió un accidente de motocicleta hallándose ebrio: auténtico loco de la velocidad, iba a casi cien por hora cuando se estrelló contra la pared ¡de la Embajada norteamericana de Tokio! Pudo haber muerto, pero finalmente el impacto no fue tan grave, aunque en ese momento fue trasladado sangrando abundantemente hasta el hospital de St. Luke, cuando le visitó el agente secreto soviético Max Klausen. Corrían un verdadero peligro así que Sorge le entregó los informes en inglés para un agente soviético que iba a hacer de correo y dinero norteamericano que llevaba en el bolsillo y que podría haber despertado sospechas. Sorge perdió casi todos sus dientes y se había fracturado la mandíbula. Fue cuidado con mimo por el matrimonio Ott, que lo tuvieron en su casa hasta su total recuperación. A pesar de que los engañaba, se había convertido en verdaderos amigos, quizá los únicos que tenía.

Este post tendrá una última e inminente entrega en «Dentro del Pandemónium».

PARA SABER UN POQUITO (MUCHO) MÁS:

–HERRADÓN, Óscar: Espías de Hitler. Las operaciones de espionaje más importantes y controvertidas de la Segunda Guerra Mundial. Ediciones Luciérnaga (Gruplo Planeta), 2016.

–MATAS, Vicente: Sorge. Los Revolucionarios del Siglo XX. 1978.

–WHYMANT, Robert: Stalin’s Spy: Richard Sorge and the Tokyo Espionage Ring. I. B. Tauris and & Co Ltd, 2006.

UN ESPÍA IMPECABLE:

Y para ahondar en la figura de Sorge con datos completamente actualizados (basados en informes confidenciales recientemente desclasificados y nueva documentación reveladora), nada mejor que sumergirnos en las páginas de Un espía impecable. Richard Sorge, el maestro de espías al servicio de Stalin, que acaba de publicar Crítica en una alucinante edición en tapa dura. Su autor, Owen Matthews es un periodista de dilatada trayectoria que ha estado en primera línea de fuego en diferentes conflictos como corresponsal de la revista Newsweek en Moscú. Nadie mejor que él, pues, para hablarnos de un agente secreto en nómina del Kremlin que también fue un aventurero y también arriesgó su seguridad en pos de un ideal.

Con formación en Historia Moderna por la Universidad de Oxford, antes de entrar en Newsweek, al comienzo de su carrera periodística, Matthews cubrió la guerra de Bosnia y ya en las filas de dicha publicación cubrió la segunda guerra chechena, la de Afganistán y la de Irak, así como el conflicto del este de Ucrania. Ha sido colaborador también de medios tan importantes como The Guardian, The Observer y The Independent y ganó varios premios con su libro de 2008 Stalin’s Children. Un espía impecable ha sido elegido libro del año por The Economist y The Sunday Times. He aquí el enlace para adquirirlo:

https://www.planetadelibros.com/libro-un-espia-impecable/324957