La Conspiración contra Einstein (II)

Existen pocos personajes que trasciendan su tiempo y despierten tantas pasiones y controversias como Albert Einstein. Sus descubrimientos continúan hoy revelando posibilidades científicas asombrosas, muy adelantadas a su tiempo y a los postulados teóricos de sus colegas, a los que dejó abrumados, pero una amalgama cada vez mayor de detractores se empeña en desmontar sus teorías y en deslegitimar la más importante de todas, base de numerosos descubrimientos, la de la Relatividad. Obligado a exiliarse a EEUU por el ascenso del nazismo, la fiebre anticomunista lo convirtió en una figura incómoda para el establishment y el FBI de J. Edgar Hoover lo consideró el enemigo público número uno.

Óscar Herradón ©

Einstein y Chaplin (1931)

Dentro del pensamiento conspirativo del todopoderoso J. Edgar Hoover, primera espada del FBI, cuyo feroz anticomunismo no le iba a la zaga a los mayores fanáticos del país de las barras y estrellas –y que se ocupaba mucho más de perseguir a éstos y a espías británicos que a los propios nazis–, todos eran sospechosos, y mucho más aquellos próximos al campo de la ciencia y de la cultura. Albert Einstein, un físico que había trabajado en Alemania y era judío y, por tanto, estigmatizado por los nazis –el propio Hoover era un declarado antisemita–, tenía todas las papeletas de ganarse la desconfianza del jefe absoluto de los federales, incómodo por las declaraciones y excentricidades del físico. Y así fue, según se desprende del expediente que se mantuvo secreto durante décadas.

El polémico libro de Jerome

Aunque culpar a Einstein de lo que sucedió con la bomba atómica sería como echar la culpa a Mahoma por la creación del ISIS, lo cierto es que la ecuación que formuló en 1905 serviría 40 años más tarde, en cierta manera, para fabricar la bomba. Pero además, lo que movió a los mandamases de Washington a decidirse por la carrera nuclear pudo iniciarse por una carta firmada de puño y letra por el a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, mientras en España se desangraban republicanos y franquistas. Leó Szilárd era un físico judío húngaro que, como Albert, se había exiliado a EE UU huyendo del Tercer Reich. Se conocían desde los años 20 cuando ambos habían diseñado y patentado un modelo de refrigeración que trataron de comercializar sin éxito. En diciembre de 1938 los alemanes habían logrado la fisión del uranio y Szilárd, que investigaba la reacción nuclear en cadena, supo que era el primer paso para construir bombas atómicas. Le habían llegado informes de que los nazis, tras la anexión de los Sudetes, estaban intentando apropiarse de las minas de uranio de Checoslovaquia. Sabía que debía alertar a los aliados y que Einstein, que era toda una personalidad, sería un buen reclamo para ello.

Aunque Albert parece que, sorprendido, espetó: «¡Nunca se me había ocurrido!», fue consciente del peligro y aceptó enviar una misiva conjunta al mismo presidente, Franklin Delano Roosevelt. Einstein dictó una primera versión en alemán y Szilard redactó el texto definitivo y corregido en inglés.

Objetivo del FBI

Aunque pueda parecer lo contrario, para dos científicos de prestigio y para el premio Nobel más célebre del siglo XX no fue ni mucho menos fácil encontrar a alguien que entregara la carta en la Casa Blanca sin que se perdiera entre otros montones de documentos. En un principio pensaron en el famoso aviador Charles Lindberg, pero éste era partidario de una paz duradera con el Tercer Reich y había llegado a ser condecorado por Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe alemana. Era un reaccionario poco amigo de «izquierdistas».

Szilárd y Einstein

Finalmente, eligieron como mensajero a Alex Sachs, economista de Lehman Brothers –sí, la misma empresa financiera que sería gatillo de la crisis financiera de 2008– que tenía buena amistad con Roosevelt. En la misiva, fechada el 2 de agosto de 1939 en Peconic, Long Island, Einstein explicaba al presidente la posibilidad «en el futuro inmediato» de que se use uranio para hacer «bombas extremadamente poderosas». Le advertía poco menos que de un Armagedón: «Una sola de estas bombas, llevada por un barco y explotada en un puerto, podría destruir el puerto por completo, así como el territorio circundante». Teniendo en cuenta que los nazis ya trabajaban en el proyecto atómico –a través del denominado Club del Uranio, Uranverein–, Einstein advertía a Roosevelt de que EE UU debía asegurarse el suministro de uranio y «acelerar» la investigación nuclear.

La carta que «desencadenó» la carrera atómica americana

Aunque hubo más factores que influyeron en tomar aquella decisión, la misiva del físico alemán sin duda surtió su efecto: diez días después de que la recibieran en el Despacho Oval, tomaba forma el llamado Comité Briggs, considerado por muchos el germen del Proyecto Manhattan que comandaría el físico teórico Robert Oppenheimer y desarrollaría finalmente la bomba. Aunque no todos los estudios están de acuerdo en este punto, Cindy Kelly, presidenta de la Fundación por el Patrimonio Atómico, que vela por la memoria del proyecto Manhattan, señala que «La carta no es una anécdota. Convenció a Roosevelt de que había que actuar».

El programa ultrasecreto, que escapa a la intencionalidad de este post, fue muy complejo y supuso toda una amalgama de intereses creados, conspiraciones y espionaje a todos los niveles. De hecho, Einstein fue dejado aparte por un tema exclusivamente político. Probablemente por la inquina de Hoover hacia su persona y los informes que los federales remitieron al Departamento de Defensa sobre su opacidad ideológica. Sin embargo, Fred Jerome señala que otros compañeros suyos que sí formaron parte del Proyecto Manhattan, como Szilard o el propio Oppenheimer, eran igualmente «sospechosos» para los garantes del patriotismo. Muchos de ellos científicos que trabajaron en la planta ultrasecreta K-25 en Oak Ridge.

Base ultrasecreta K-25 en Oak Ridge (Tennessee, EEUU)

Aunque continúa siendo un enigma, sin duda influyó el veto del FBI. A pesar de sus proclamas antibélicas, Einstein tuvo su oportunidad en mayo de 1943, cuando fue contratado por la Armada estadounidense como consejero sobre la guerra submarina y los explosivos de alta potencia. A través de la Oficina de Inteligencia Naval el físico estaba autorizado a investigar cuestiones relacionadas con la guerra, lo mismo que le había prohibido el G-2. El 10 de junio, la ONI (siglas de Office of Naval Intelligence) indicaba: «El jefe de operaciones navales no pone objeciones a la contratación de Einstein».

Del pacifismo al belicismo antinazi

El Premio Nobel, a quien pagaban 25 dólares al día, se entregó en cuerpo y alma a su nuevo trabajo y contribución al esfuerzo de guerra. Su amigo el radiólogo germano-estadounidense Gustav Bucky afirma que le dijo: «Mientras dure la guerra, no quiero trabajar en ninguna otra cosa». Lejos quedaban los tiempos del desarme. La situación que atravesaba el mundo lo necesitaba.

Desde el 18 de junio de 1943 al 15 de octubre de 1944, Einstein envió al teniente de navío y físico Stephen Brunauer informes regulares y detallados sobre problemas relacionados con explosivos de alta potencia. Brunauer informaría tras la guerra que las soluciones del físico alemán habían sido confirmadas en pruebas balísticas como «completamente exactas». Tras aparecer en la prensa fotografías suyas que lo designaban como «hombre de la Armada», Vannevar Bush le pidió que trabajara como consejero para la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico.

Jerome afirma que si las cartas a Roosevelt no fueran prueba suficiente, el trabajo de Einstein para la Armada no deja duda de que respaldó el esfuerzo bélico y según escribió la historiadora de la Física Françoise Balibar, «apoyó el esfuerzo nacional por desarrollar la energía y las bombas nucleares». Sin embargo, cuando su colega Bush, con un importante papel político en el desarrollo atómico, le pidió que ejerciera como consejero, Einstein rechazó la oferta, probablemente molesto por haber sido apartado del Proyecto Manhattan–.

Oppenheimer

De hecho, Roosevelt no compartía la desconfianza de Hoover y el general Strong hacia Einstein de que pudiera ser un peligro para EE UU si se le confiaban secretos militares debido a sus «opiniones izquierdistas». En abril, justo tres meses antes de que el G-2 le negara la credencial de seguridad, el presidente lo invitó a una reunión ampliada del Comité Asesor sobre el Uranio, proponiéndole que sugiriera, incluso, otros posibles participantes.

Diseñando armamento

A pesar de sus proclamas antibélicas, Einstein tuvo su oportunidad de cumplir su deseo de luchar contra los fascismos en mayo de 1943, cuando fue contratado por la Armada como consejero sobre la guerra submarina y los explosivos de alta potencia. A través de la Oficina de Inteligencia Naval, el alemán estaba autorizado a investigar cuestiones relacionadas con la guerra, lo mismo que le había prohibido el G-2. El físico, a quien pagaban 25 dólares al día, se entregó en cuerpo y alma a su nuevo trabajo y contribución al esfuerzo de guerra. Lejos quedaban los tiempos del desarme. La situación que atravesaba el mundo –diría– lo necesitaba.

Desde el 18 de junio de 1943 al 15 de octubre de 1944, Einstein envió al teniente de navío y químico estadounidense Stephen Brunauer –y quien durante la era McCarthy habría de dejar su puesto en la Mariana al serle imposible refutar los cargos anónimos de que era desleal a EE UU– informes regulares y detallados sobre problemas relacionados con explosivos de alta potencia. Brunauer informaría tras la guerra que las soluciones del físico alemán habían sido confirmadas en pruebas balísticas como «completamente exactas». Tras aparecer en la prensa como «hombre de la Armada», Vannevar Bush, con un importante papel político en el desarrollo de la bomba atómica, pidió a Einstein que trabajara como consejero para la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico.

Una de las misivas de Einstein al teniente de navío Brunauer

Jerome afirma que si las cartas a Roosevelt no fueran prueba suficiente, el trabajo de Einstein para la Armada no deja duda de que respaldó el esfuerzo bélico y, según escribió la historiadora de la Física Françoise Balibar, «apoyó el esfuerzo nacional por desarrollar la energía y las bombas nucleares». Sin embargo, cuando su colega Bush le pidió que ejerciera como consejero, Einstein rechazó la oferta, probablemente molesto por haber sido apartado del Proyecto Manhattan.

El final de un genio

Muchos acusan a Einstein de haber comenzado el desastre nuclear. Paradójicamente, aquel que condenó el militarismo, era un pacifista convencido y activo y además sospechoso de desviación ideológica ante el FBI, llegó a ser bautizado por la revista Time en 1945, el mismo año de las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki, como «el padre de la bomba atómica»: acompañaba la portada con un hongo nuclear y su celebérrima fórmula «e=mc2». Uno de sus últimos biógrafos, Jürgen Neffe, dijo que «Fue la gran tragedia de su vida».

El físico era alguien tan relevante para la comunidad sionista que en 1952 el primer ministro de Israel, David Ben-Gurión, le ofreció ser presidente, cargo que rechazó con las palabras «No tengo aptitud natural». Einstein moría el 18 de abril de 1955, a los 76 años. El mundo había derrotado al nazismo, pero la Guerra Fría estaba en pleno auge y en EE UU el macarthysmo estaba sembrando el país de delación y sospecha: cualquiera podía ser comunista, era sospechoso de serlo, y la vigilancia recordaba –con la salvedad de las condenas– los tiempos en que miembros de la Gestapo confiscaron su casa de Wansee.

Einstein con Ben-Gurión

Menos de un año antes, el 19 de junio de 1953, el matrimonio formado por los estadounidenses Ethel y Julius Rosenberg fue ejecutado en la silla eléctrica acusado de espionaje: por pasar secretos atómicos a la URSS, lo mismo de lo que el Expediente Einstein acusaba al físico alemán. Fue la primera ejecución de civiles por espionaje en la historia de EE UU, que había llevado también a la silla eléctrica a varios saboteadores nazis en los años 40 «por obra y gracia» de Hoover, el mismo que hasta 1941 mantenía estrechos lazos con el Tercer Reich. Los tiempos no habían cambiado, tan solo el color de las banderas.

PARA SABER MÁS:

Por supuesto, el libro de Fred Jerome, cuya edición en castellano fue publicada por Planeta en 2002 y hoy es un incunable: El Expediente Einstein. El FBI contra el científico más famoso del siglo XX.

Y este pasado 2020 Einstein, como no podía ser de otra manera, no dejó de estar de actualidad, a pesar del Covid y de otros avatares, así que varias editoriales españolas publicaron interesante ensayos sobre el físico que desarrolló la Teoría de la Relatividad, planteados desde muy diversas perspectivas. Veamos tres de los más relevantes:

Ediciones Pasado & Presente lanzaba La revolución inacabada de Einstein. Más allá de la física cuántica, del prestigioso físico teórico Lee Smolin, que trabaja en la Universidad de Pensilvania (EEUU). En las páginas de este ensayo de perfecta factura, como acostumbra a hacer la editorial, el científico embarca al lector en un viaje vertiginoso por las distintas teorías que pretenden superar las limitaciones de lo cuántico. El autor demostrará el acierto de unas pero también cómo muchas otras yerran intentando dar respuesta a esta inquietante cuestión: si el mundo que experimentamos cada uno de nosotros es tan distinto de lo que parece mantener la física cuántica, ¿qué explica que sea como es?

Repasando todas las teorías que parecen viables como alternativa, Smolin ofrece una visión de conjunto mucho más compacta, pues considera a la física cuántica clásica, siguiendo las intuiciones del genial Einstein, incompleta, «solo la parte superficial de algo mucho más profundo».  En cierta ocasión, Smolin declaró que «Puede que haya otros universos mejores que el nuestro», lo que abrió una nueva esperanza para soñadores y creo a su vez un gran revuelo entre los académicos.

Por su parte, Tusquets Editores nos acercaba El desconocido Albert Einstein, de Luis Navarro Veguillas, un recorrido accesible y muy entretenido por las contribuciones científicas de un Einstein no relativista –aquel, por tanto, más desconocido, como reza el acertado título– en campos como la termodinámica, las fuerzas moleculares, el efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano, la estructura dual de la radiación o su posición ante la mecánica cuántica, entre muchos otros estudios tratados con una prosa sencilla y comprensible para los no iniciados en la materia. En tiempos de obligado empoderamiento femenino, el ensayo termina indagando con lucidez la polémica sobre la auténtica responsabilidad que pudo tener Mileva Mari, la primera esposa del físico alemán, en algunas de sus principales aportaciones científicas.

Y para finalizar, recomendamos El Físico y el filósofo, de Arpa Editores, firmado por la doctora en Historia de la Ciencia por la Universidad de Harvard Jimena Canales, una mirada fascinante al debate que a comienzos de los años 20 del siglo pasado cambió nuestra percepción de una de las principales características del Universo: el tiempo. Era un 6 de abrill de 1922, en París, cuando Albert Einstein y Henri Bergson debatieron publicamente sobre este esquivo y decisivo concepto físico. El físico alemán consideraba que la teoría del tiempo que postulaba su contrincante era «una noción psicológica y superficial, irreconciliable con las realidades cuantitativas de la física». El filósofo galo, por su parte, quien consideraba que un concepto de tal importancia no debía entenderse exclusivamente a través de la reducida lente de la ciencia, criticó la teoría del científico alemán por ser «una metafísica injertada en la ciencia, una que ignoraba los aspectos intuitivos del tiempo».

Aquel debate abriría una brecha irreconciliable entre ciencia y humanidades que dura hasta hoy. Un texto que no se posiciona a favor o en contra de una de las visiones, sino que abre nuevas formas de pensar sobre la relación entre ambas vertientes. Una relato magistral y revelador sobre cómo se puso a prueba la verdad científica de un siglo dividido en todos los campos, no solo en el académico, también en el político, en plena época de Entreguerras, un tiempo que acabaría llevándonos a la Segunda Guerra Mundial y al lanzamiento de la bomba atómica, episodios en los que la figura de Einstein y sus conceptos del tiempo y del espacio tuvieron un impacto incuantificable.