En esta amplia y fértil región de Oriente Próximo, regada por los ríos Tigris y el Éufrates, se erigieron algunas de las civilizaciones más fascinantes del mundo antiguo. Mesopotamia y sus muchos reinos fueron pioneros en numerosos campos, también en la lucha contra el mal y en la configuración de todo un universo mitológico donde los dioses pugnaban con monstruos antediluvianos, las enfermedades eran causadas por demonios y los oráculos vaticinaban el porvenir. Exorcistas, magos, vampiros y fantasmas jalonan las próximas páginas.
Óscar Herradón ©

La magia y los encantamientos eran utilizados en Siria y Mesopotamia tanto por los brujos –considerados asociales y, por tanto, perseguidos por practicar magia dañina que podía perturbar el orden social e incluso afectar al rey– y por los sacerdotes y adivinos, que solían estar organizados en corporaciones normalmente dependientes de de algún templo.
Las técnicas más frecuentes para realizar augurios –tras agasajar a los dioses protectores y patrocinadores de la adivinación, Shamash y Adad–, eran la hepatoscopia –observación del hígado–, la interpretación de los sueños –oniromancia– y la observación de los astros. En los tiempos sumerios más remotos, el examen de las entrañas de las víctimas era ya una práctica bastante habitual, principalmente de las vísceras de los cabritos.
La interpretación de presagios a través de fenómenos astronómicos y atmosféricos también era habitual: por lo general se considerabaespecialmente funestos los eclipses de luna, así como cambios en la tonalidad del sol, lluvias de estrellas y cometas, y a las tormentas –la lluvia y los relámpagos–. También se consideraban presagios relevantes los movimientos de distintos animales, como el vuelo de las aves o el reptar de las serpientes, y se hacían predicciones –normalmente nefastas– a partir de los partos anormales de animales y seres humanos. Asimismo, se podían inducir presagios observando la forma y el movimiento del humo del incienso o del aceite derramado sobre el agua contenida en una copa.
Sueños y visiones proféticas
La oniromancia tenía singular importancia en Mesopotamia. Para la interpretación de los sueños, el sacerdote recibía el oráculo al lado de la estatua de la divinidad mientras dormía. Un ejemplo de este tipo es el de Gudea, patesi de Lagast en el 2200 a.C. que, según la tradición, recibió en sueños la orden de construir el templo del lugar con sus especificaciones arquitectónicas, algo que vemos repetido de forma muy similar en el Antiguo Testamento: por ejemplo, respecto al templo de Salomón, el profeta hebreo Natán recibió las indicaciones también por la noche durante el sueño.
La magia y la adivinación eran también importantes entre los hititas y los hurritas, y aunque sus procedimientos eran muy similares a los que se usaban en otros lugares de Mesopotamia, los hititas parece que tenían una técnica particular que consistía en la adivinación a partir de la observación del comportamiento de una serpiente o de un pez dentro de una tinaja. Ugarit, la antigua religión cananea, también manifestaba un fuerte componente mágico. En las ocasiones en que existían problemas para la sociedad, se realizaban sacrificios a la vez que un tipo de adivinación concreta cuando sufrían ataques enemigos o visualizaban lo que creían señales de peligro, como un eclipse solar. La adivinación se llevaba a cabo entonces por la lectura de las vísceras de los animales o los presagios leídos en las estrellas –astromancia–. Por ejemplo, se recogió la creencia de que si la luna en ascensión se ponía amarilla, el ganado perecería. Los ejemplos son innumerables.
Además, mediante la interpretación de las malformaciones en fetos humanos y animales también discernían el porvenir: si no tenía oreja derecha, el enemigo asolaría y destruiría el país; si el animal no tenía patas traseras, la guardia se revelaría contra el rey; si le faltaba la lengua, el país acabaría dispersándose; por el contrario, si no tenía pata delantera sería el país enemigo el destruido; si el infante o la cría de algún animal no tenía bazo, la nación pasaría hambre…
También se realizaba adivinación mediante la ordalía por el fuego o mediante el uso de narcóticos en una suerte de antiguas práctica chamánicas: un medio para inducir una experiencia extática, un viaje mágico que arrojaba conocimientos sobre el futuro. También desde la reforma de Zoroastro, a pesar de que se condenó la magia y se persiguió a brujos y hechiceras, quedaron algunas reminiscencias de este tipo, sobre todo relacionadas con el uso de plegarias y conjuros contra el ataque de algún animal –la mordedura de serpientes a caballos, por ejemplo–.
También se podía conocer el futuro mediante la profecía: particularmente conocidos eran los profetas extáticos en Mari, así como entre los cananeos y los hebreos. Arrebatados por una suerte de frenesí, vaticinaban sobre el futuro, advirtiendo a sus soberanos y autoridades por encargo de los dioses.
En Mesopotamia existía la raggimtu o “gritadora”, proclamadora del oráculo que, en una suerte de éxtasis –maju, “fuera de sí”–, era la equivalente mesopotámica de la pitonisa helénica.
Como sucedía con los oráculos de la Grecia clásica, en el templo de Ishtar en Arbela existían hombres-profetas que por boca de esta divinidad babilónica del amor y la fertilidad, la belleza y la fertilidad, asociada normalmente con la sexualidad, comunicaba oráculos en primera persona, pues el majju o eshshebu –«el que salta»– se consideraba como poseído por la propia Ishtar.
Vampiros y fantasmas
Antecesores milenarios de los fantasmas y los vampiros también están presentes en los mitos mesopotámicos. Los asirios, entre los años 2.000 y 3.000 a.C., recogen uno de los primeros y más antiguos mitos sobre los vampiros: los Ekimmu o Edimmu, que tomaban forma cuando las personas fallecían de forma prematura: a sus desdichadas almas se les negaba la entrada al inframundo –de ahí el nombre, pues ekimmu significa «el que fue atrapado»–, y ello los convertía en seres violentos y malhumorados, espíritus vengativos que, ante la imposibilidad de descansar en paz, regresaban para absorber la energía de los vivos.
Los asirios describieron a los Ekimmu como seres musculosos y fuertes que podían volverse invisibles y transformarse en figuras de humo, sombras o vientos malignos, y con el tiempo fueron adquiriendo la forma de lo que más tarde sería el mito del vampiro moderno.
Aquellos que se convierten en un Ekimmu pueden ser las personas que murieron por ahogamiento, deshidratación, inanición o encerrados en prisión, así como los que tenían un funeral impropio o aquellos que murieron sin ningún pariente o alguien que cuide de sus tumbas. El arqueólogo y asiriólogo británico Campbell R. Thompson (1876-1941) escribe en The Devils and Evil Spirits of Babylonia que el espíritu ekimmu «no puede encontrar ningún descanso, mientras su cuerpo permanezca insepulto».
Según cita el escritor Bob Curran en Vampires: a field guide to the creatures that stalk the night, el ekimmu «se uniría a sus víctimas y les chuparía la energía hasta que solo restara una sombra de lo que solía ser». Existe la creencia común de que solían evitar lugares secos y desérticos y atacar a los viajeros que pasan por su hábitat, uniéndoseles en su camino o torturándolos en su hogar. Al no hallar descanso, se pensaba que algunos intentaban aferrarse a un ser querido o a un amigo para «demandarle ritos que le darían paz». Solían cobijarse en lugares inhabitables o desconocidos donde no había encantamientos o amuletos que pudieran contenerlos. La mayoría de los pueblos de la antigua Mesopotamia, babilonios, sumerios y asirios, temían a la figura del Ekimmu y tomaban diversas medidas para contrarrestar su poder sobrenatural: nunca viajaban solos y evitaban los lugares desiertos y solían recitar oraciones antes de entrar en sus hogares para evitar que los «vampiros» atravesaran el umbral. Sólo los sacerdotes, hombres santos o magos podían neutralizarlos, al igual que solo los ásipu podían realizar exorcismos.
Existía una forma aún más temible de Ekimmu: aquellos que habían tenido una muerte violenta se convertían en Alû, seres descarnados con la piel blanquecina, costras en los labios y que además eran bebedores de sangre. Aparecían exclusivamente durante la noche, rondando a las víctimas o viajeros extraviados para alimentarse. Los asirios consideraban que la única forma de protegerse de los Alû eran el fuego o las ofrendas de carne sanguinolenta.
Junto a éstos, otros seres muy similares a los vampiros eran los Utukku sumerios –conocidos como Utukki por los acadios, que consideraban que eran siete demonios que descendían del dios del cielo Anu–, que podían ser benévolos –los Shedu– o malévolos, y los Maskin –demonios del inframundo de un orden superior capaces de echar abajo los muros de una casa y consumir todo lo que se encuentre dentro–, así como las huestes de Alal y Telal, culpables de enfermedades y pestes. Para combatirlos, en Mesopotamia se invocaba a toda una serie de dioses protectores.
Los babilonios pensaban, a su vez, que las personas que tenían potencialmente más posibilidades de convertirse en una suerte de vampiros eran las mujeres vírgenes, las que morían amamantando, los hombres solteros y malvados, cualquier persona que estuviese enterrada en una sepultura poco profunda o aquella que no fuese encerrada, y las prostitutas. En una placa descubierta en la actual Irak, la antigua Babilonia, puede leerse la siguiente inscripción, muy significativa: «Los dioses que se apoderan del hombre han abandonado sus sepulcros. Ráfagas de viento maligno provienen de las criptas para exigir el pago de rituales y verter sus libaciones, han dejado sus sepulturas, como un torbellino, toda la maldad en sus huéspedes ha surgido de las tumbas».
En cuanto a los fantasmas o espíritus merodeadores de las diferentes religiones que salpicaban la región mesopotámica, Sumeria, Babilonia y Asiria y otros estados tempranos de Oriente Próximo y Medio, existen numerosas referencias en la literatura antigua y que los hace muy similares a las sombras de los fallecidos del Inframundo –Hades– de la mitología de la Antigüedad clásica, lo que denota el fuerte sincretismo de las religiones y mitos del hombre en todas las épocas. Las sombras o espíritus de los fallecidos eran conocidos como gidim en sumerio y como etemmu en acadio. Estos seres sobrenaturales eran similares a los demonios, con capacidades sobrehumanas que compartían con los dioses, como su inteligencia, poder o inmortalidad –aunque en un grado menor–.
Se creía que los gidim o etemmu se formaban –como los vampiros, muy similares también– en el momento de la muerte, tomando la memoria y la personalidad del individuo fallecido. Entonces viajaban al inframundo, al Irkalla –regido por la diosa Ereshkigal y su consorte, el dios de la muerte Nergal–, donde eran clasificados: un tribunal presidido por los Anunnaki, la corte del inframundo –por obra y gracia de Marduk fueron divididos y se les encomendaron tareas en el Universo–, daba la bienvenida a cada fantasma, les explicaban las reglas del «más allá» y les asignaban un destino y una posición, llevando una existencia en algunos aspectos similar a la de los vivos, con sus propias casas y podían incluso reunirse con los miembros difuntos de su familia y conocidos.
Se esperaba que los familiares de los fallecidos hiciesen ofrendas –culto a los antepasados– para aliviar su sufrimiento: comida, bebida… si no lo hacían así, los “fantasmas” podían tomar represalias contra ellos e infligirles desgracias y enfermedades en su vida –que había que contrarrestar con hechizos como en los casos de los exorcismos y los demonios–. En Irkalla, otro tribunal, distinto al de los Anunnaki, presidido en este caso por Shamash –Utu para los sumerios y Tammuz para los babilonios–, titular de la justicia y que era representado con un disco solar de ocho puntas o mediante una figura masculina de cuyos hombros emanaban llamas. Visitaba los inframundos en su vida diaria y podía castigar a los fantasmas que acosaban a los vivos.
Las dolencias físicas de oír o ver a un fantasma iban desde dolores de cabeza, problemas en ojos y oídos, molestias intestinales, dificultad para respirar y mareos o fiebres, hasta trastornos neurológicos y mentales: se creía que se introducían por el oído y podían volver loca a su víctima. Para luchar contra ello, se recurría a la conocida como «mano de espectro» –qat etemmi– durante los rituales y prácticas mágicas. También se realizaban ofrendas, libaciones, se daba forma a figurillas y sepulturas rituales –para aquellos que habían tenido un rito funerario deficiente y los había convertido en espectros–, cercos, amuletos, fumigaciones, ungüentos, pociones, lavados e incluso supositorios, según recoge el investigador de la Universidad de Chicago, Jo Ann Scurlock, en Magico-Medical Means of Treating Ghost-Induced Illnesses in Ancient Mesopotamia.
Invocar a los fantasmas a través de la nigromancia era considerado también muy peligroso. El más temido de estos seres sobrenaturales era el fantasma de una mujer que hubiese fallecido durante el parto, un trance de gran importancia para los mesopotámicos en cuanto a ser el inicio de la vida en este mundo. Este ser era compadecido y temido: su pena lo había vuelto loco y estaba condenado a vagar llorando en la oscuridad.
En relación con el inframundo, también tiene relevancia en su cosmogonía el mito del descenso de la diosa Inanna –en sumerio– o Ishtar –en acadio– a Irkalla, uno de los principales ciclos literarios mesopotámicos, conocido como Viaje de Inanna a los Infiernos o al País sin Retorno. La mayoría de los poemas que hacen alusión al mismo están escritos en sumerio. El poema narra también el asalto al infierno, gobernado por Ereshkigal, de Nergal, quien, ayudado por Ea, termina con el matrimonio y la reconciliación de ambos.
En la Epopeya de Gilgamesh, el poema épico más importante y antiguo conocido, es una narración sumeria en verso que narra las tribulaciones del rey Gilgamesh, un soberano tiránico –podría corresponderse, vagamente, con un rey que existió en el siglo XXVII a.C., aunque existen dudas– que emprenderá toda una serie de aventuras junto al hombre salvaje creado con los dioses para enfrentarse con él, Enkidu. Parte de la historia relata la muerte de Enkidu y las aventuras de su fantasma en el inframundo mesopotámico.