Payasos «asesinos»: algo más que una moda pasajera (III)

Este año no han causado los mismos estragos, quizá porque ya se ha encargado el Covid de desconcertarnos en un grado mucho mayor, y por desgracia más mortífero. No obstante, ante el debate en redes sobre si realmente se está trabajando en el proyecto de It capítulo 3, con regreso delirante del Pennywise de Stephen King, y con la resaca de un Halloween con mascarillas sanitarias en detrimento de terroríficas máscaras de látex o maquillajes imposibles, más por obligación que por placer, el fenómeno de los «payasos asesinos» vuelve a estar de actualidad. Recordamos sus excesos

Óscar Herradón ©

El origen del payaso –con variaciones– se puede rastrear muy atrás en el tiempo, siendo el heredero de los bufones medievales y, principalmente, de los personajes de la Comedia del Arte de los siglos XVI y XVII y su posterior disolución, como el Pierrot –que acaba por convertirse en el «payaso triste»–, muriendo los mismos y renaciendo con la aparición del circo moderno bajo diferentes formas. Por ejemplo, en Inglaterra y Alemania la respuesta a Polichinela y Arlequín se hizo evidente en los clowns y los hanswurst respectivamente.

Pero, si hacemos caso a otras fuentes, su origen se remonta mucho más en el tiempo. El bufón es el arquetipo de lo que más tarde sería el payaso. Bufones o personajes de similar factura podemos rastrearlos en el Antiguo Egipto, en China, Babilonia, Grecia y Roma, y podríamos considerar a su quehacer uno de los oficios más antiguos del mundo.

Acaso la noticia más remota sobre el supuesto primer payaso con trabajo fijo de la historia se encuentre en el Tersites de Homero, personaje que divertía a los guerreros griegos en la retaguardia durante los períodos bélicos. En China fue célebre el bufón Yu-sze, quien acabó por detener la matanza de obreros en las obras de la Gran Muralla, convirtiéndose en una suerte de héroe del pueblo. Por otro lado, en Malasia nacieron los P’rang, un grupo de hombres que se tocaran con enormes turbantes, y lucían máscaras de carrillos abultados y colores extravagantes sobre las cejas. En la antigua Roma se celebraban las fiestas del Ager, relatadas por Virgilio, donde personajes enmascarados o maquillados improvisaban diálogos humorísticos representando –e ironizando– costumbres populares. En el Imperio romano fueron célebres numerosos bufones, entre ellos Cicirro o Filemón.

Payasos sagrados indígenas

En las culturas originarias de Norteamérica, como los Hopi o los Jicarilla Apache de Nuevo México, también existían sociedades de payasos sagrados, quienes realizaban rituales iniciáticos de carácter escatológicos durante los cuales se les permitía romper los tabúes y representar pantomimas obscenas. Siguiendo el arquetipo junguiano, representaban el principio del caos, del desorden y la fuerza destructora de los tabúes y el decoro, algo que heredarían en cierta manera los payasos modernos.

En la mayoría de las culturas nativas norteamericanas cada etnia tenía su propio tipo de «payasos»: por ejemplo, los sioux oglala y lakota lo denominaban heyoka –loco, inconformista, payaso–, una figura primordialmente religiosa: su risa pretendía sanar; el heyoka se erigía en una suerte de curandero y canalizador de las energías espirituales que entre el pueblo era conocido como «Soñador del Trueno».

Por su parte, según la autobiografía del nativo Don C. Talayesva, los indios Hopi protegían a sus payasos sagrados «incorporándolos en su Katchina –baile de espíritus–», ceremonias donde los payasos actuaban de modo tonto, infantil, avaro, egoísta y lascivo, burlándose de los turistas y los indios, y también de sí mismos, en medio de juegos de adivinanzas y actos de equilibrio que embargaban a la muchedumbre.

Con la caída del imperio romano se desmoronaron las costumbres circenses y desaparecieron un tipo de espectáculos que tardarían siglos en renacer –aunque sin hombres devorados por bestias ni gladiadores–, aunque a partir del siglo VI surgen unos nuevos bufones en las plazas públicas de Francia que declamaban, según el sugerente libro ya citado El maravillo mundo del circo, «romances equívocos en latín edulcorado».

Después el bufón se haría habitual en las cortes de los grandes príncipes de Occidente, y algunos llegarían a ostentar importantes cargos en palacio y un gran prestigio, siendo los únicos con potestad para hacer críticas al monarca. Célebre fue uno de los bufones al servicio del rey galo Francisco I, eterno antagonista de Carlos V, quien incluso era llevado a las campañas militares –aunque cuentan que le asustaban tanto los cañonazos que se ocultaba en la tienda debajo de la cama–. También fue famoso Jeffrey Hudson, conocido en la corte como «Lord Minimus», el último bufón de la corte de Inglaterra, al servicio de Carlos I y la reina Enriqueta María, quien no solo divertía con sus muecas e imitaciones sino que realizaba agudas observaciones y daba «sabios consejos».

Lord Minimus

Esto no es un tratado sobre la evolución del payaso en la historia, por muy interesante que sea el asunto, así que únicamente añadiré que el payaso de nariz roja, zapatones y peluca chillona –que se ha «reconvertido» en personaje de terror–, vamos, el payaso común que conocemos de toda la vida, tiene su origen, como digo, en una variante circense del Pagliacci y el Arlequín de La Comedia del Arte italiana: el Augusto, torpe e ingenuo, que siempre arruina los planes de su compañero y éste, su antagonista, el payaso (clown) con la cara pintada de blanco, «El Triste» que representa la seriedad y la elocuencia, entre otras variantes –como Tony…–.

Se dice que el payaso moderno tiene su origen en el acróbata norteamericano Tom Belling y sus viajes a Rusia, cuya peluca y pinta estrafalaria copiaría del «clown rojo» R’izhii, mientras que, siguiendo el mentado ensayo, «el maquillaje exagerado asociado con el clown Augusto de hoy fue introducido por los Hermanos Fratellini».

Luego llegarían los grandes nombres que recogería Tristan Remy en su compendio Los Clowns: Joseph Grimaldi, gran pionero de la especialidad circense, que fue mimo, saltador y cómico en el recinto ecuestre de Saddler’s Well y de quien escribió el mismo Charles Dickens, y cuyo fantasma, cuentan, se aparece ­cuando le viene en gana. Los legendarios John y William Price, que renovaron el género de la carcajada institucionalizado en el circo moderno, o el payaso Medrano que, en un irónico guiño del destino, moría en 1912 entre aplausos y piruetas recreadas por él mismo, en un circo parisiense que llevaba su nombre.

La lista es extensa: Antonet y Grock, los españoles Goro y Pujol o el emblemático Augusto Chicharito. Su recuerdo, sin duda, sirve para dignificar un oficio que tantas horas de entretenimiento ha dado al público, inclusive en tiempos de guerra –como puede verse en la película Pájaros de Papel, de Emilio Aragón, que lleva esta profesión en la sangre–, y que debe elevar al clown, al payaso, al estatus que se merece, por el que luchan tantas asociaciones que en la actualidad, sin ánimo de lucro, amenizan las largas veladas hospitalarias de niños y mayores enfermos, de gentes sin hogar… y que tan dañados han salido de esta moda del creepy clown que, para un rato, puede ser divertida, pero que, elevada a psicosis social, sólo puede generar problemas. 

Payasos… muy reales

Aunque la moda de los payasos «asesinos» haya causado un verdadero revuelo social y más de un incidente en los últimos tiempos, alguno revestido de cierta gravedad, lo cierto es que la historia siniestra de los clowns tiene al menos una referencia pasada realmente escalofriante, y tristemente verídica, y es el caso de un asesino en serie yankee que en este caso no solía cometer sus terribles crímenes vestido de payaso, pero ésta, la de amenizar cumpleaños en su barrio vestido de tal guisa, era una de sus aficiones. Hablo de John Wayne Gacy, conocido en Illinois, Chicago, como «Pogo, el payaso».

Nacido el 17 de marzo de 1942 en Chicago, John Wayne Gacy Jr., era una persona amable y extrovertida que se ganó la confianza de su vecindario. Sin embargo, escondía un instinto depredador y una doble vida que no descubrieron ninguna de sus dos esposas. Cuando finalizó sus estudios empresariales pasó a trabajar como dependiente de una zapatería, donde conoció a su primera esposa. Sus problemas comenzaron cuando fue detenido y condenado a diez años de cárcel por intentar violar a un hombre. Tras obtener la libertad condicional 16 meses después por buen comportamiento, se convirtió en contratista en un negocio de construcción y se casó por segunda vez en 1972.

Era un hombre aparentemente normal. Sus vecinos desconocían su pasado y al «bueno» de Gacy le gustaba aparecer en las barbacoas y fiestas locales ataviado como un payaso –las imágenes de su atuendo y rostro son bastantes más siniestras que las de los creepy clowns actuales–. Era la alegría del barrio y el entrañable payaso Pogo que amenizaba las veladas infantiles. Incluso, como modelo de buen americano, llegó a involucrarse en la campaña del partido demócrata local. Sin embargo, escondía un terrible secreto mucho peor que el de la acusación por forzar a la sodomía: el sótano de su casa estaba repleto de los cadáveres de jóvenes a los que atraía, engañaba, sodomizaba y después mataba.

En 1976, sin que conociera su faceta criminal, su segunda esposa pidió el divorcio debido a sus violentos arranques de ira y su «escasa actividad sexual». Mientras, aprovechaba el negocio de la construcción para contactar con chicos jóvenes. Ya separado, los invitaba a su casa sita en el número 8213 de West Summerdale Avenue. Según cuenta Colin y Damon Wilson en A sangre fría, a algunos de ellos, como el joven chapero Jaimie, los esposaba y sodomizaba brutalmente, dejándolos después marcharse, previo pago. Sin embargo, a los que se resistían, como John Butkovich –probablemente su primera víctima mortal– y un niño de nueve años hasta llegar a la cifra de ¡33 personas!… los estrangulaba.

Nadie sospechaba de Gacy hasta que el 11 de diciembre de 1978 comenzó a ser investigado tras la desaparición de Robert Priest, de 15 años, a quien se había visto por última vez en la farmacia Nisson de Des Plaines, Illinois junto a un hombre desconocido, quien al parecer le iba a ofrecer un trabajo de verano. Cuando alertados por la madre del joven los policías llegaron al lugar, descubrieron que el local había sido reformado recientemente y la investigación les llevó hasta el contratista y fueron a visitarlo para interrogarle. Quiso el destino que los agentes notaran un olor extraño y muy desagradable que impregnaba todo el domicilio y decidieron levantar la trampilla que daba al sótano… al sótano de los horrores, donde aparecieron unos quince cuerpos y restos de otras víctimas –algunas de ellas habían sido arrojados por Gacy al río Des Plaines–.

El siniestro autorretrato del «bueno» de Gacy

Al final se optó por la demolición y se localizaron los restos de veintiocho cuerpos, convirtiendo a John Wayne Gacy en uno de los peores asesinos en serie de la historia norteamericana. El inocente y orondo payaso Pogo pasó a ocupar los titulares de medio mundo. La prensa lo rebautizó como «el payaso asesino». Hasta hoy.

Un fenómeno viral

Como en casi todo lo que tiene que ver con el terror contemporáneo, llámese Creepypastas o derivados, también el fenómeno de los «payasos asesinos» y los creepyclowns, si no ha nacido, sí se ha catapultado a través de vídeos del canal Youtube que, como en otros asuntos, se han hecho virales. Aunque hay mucho espontáneo, la popularidad del género en el que se muestra una suerte de performance con unos graciosos disfrazados de payasos crueles gastando bromas se debe principalmente al canal DM Pranks, comandado por el italiano Matteo Moroni, quien se esconde tras las terroríficas máscaras junto a su compañero Diego Dolciami.

Desde 2014, cuando abrió su canal de Youtube hasta julio de 2015, según recogía El Periódico de Catalunya, la exorbitante cifra de 360 millones de visualizaciones. Ahí es nada. Y sus bromas, lejos de ser algunas un montaje –o eso parece–, con la complicidad de aquellos objeto de las mismas, son verdaderamente dignas de una casquería gore: y es que encontrarte de madrugada con un tipo vestido de payaso, hacha o bate de béisbol –e incluso un extintor– en mano, con la careta más aterradora que puedas imaginar, simulando que está descuartizando a una persona o echando a un «bebé» a un cubo de basura –un muñeco, claro–, debe dar mucho miedito. Al menos al que está paseando inmerso en sus pensamientos. Y eso, básicamente, es lo que hacen… Entretenimiento de masas 2.0 que se extendió en 2016 a otras redes sociales como Twitter, Instagram o Facebook, y que continúa.

Payasos espectrales

Huele también a esos creepypasta tan de moda en las RRSS, pero lo cierto es que las historias –¿leyenda o realidad?– de avistamientos de supuestos payasos fantasma son bastante más viejas que las historias de Slenderman o los creepy clowns que hoy nos quitan el sueño. La mayoría de estos sucesos anómalos han tenido lugar en el interior o las inmediaciones de los teatros que un día vieron a estos personajes alzarse con la gloria en medio de aplausos.

A quien parece que le gusta aparecerse en el lugar donde obtuvo su mayor gloria es al padre del payaso moderno, Joseph Grimaldi (1778-1837), quien suele dejarse ver –o al menos eso afirman infinidad de testigos– entre bastidores merodeando por el Theatre Royal Drury Lane, el más antiguo de Londres. Muchos de los que allí trabajan afirman haberse topado con su espectro: limpiadores, actores, tramoyistas… afirman haber visto una cara sin cuerpo, flotando por el teatro o incluso apariciones de un fantasma sin cabeza que algunos atribuyen a la macabra petición del propio Grimaldi en su testamento: que su cabeza fuera separada de su cuerpo.

Theatre Royal Drury Lane

Al parecer no es el único que se mueve a sus anchas por tan emblemático edificio londinense, en un país muy dado a la tradición fantasmal. También lo hace Dan Leno, famoso bailarín y comediante que enloqueció y murió en 1904 a la temprana edad de 43 años. Hay quien no ha visto su fantasma, pero ha notado el intenso olor del perfume de lavanda que utilizaba, al parecer, debido a su incontinencia. Algún testigo, como el director del teatro Nick Bromley, durante una de las actuaciones de The Pirates of Penzance en 1981, aseguró que una extraña presencia lo empujó violentamente y, al volverse, no había nadie. Algo que también le sucedió a una joven actriz la noche siguiente en el mismo lugar. Aquella presencia iba acompañada de un sonido rítmico de unos zapatos que muchos relacionan con Leno. Quién sabe… Inquietante, desde luego.

Payasos «asesinos»: algo más que una moda pasajera (II)

Este año no han causado los mismos estragos, quizá porque ya se ha encargado el Covid de desconcertarnos en un grado mucho mayor, y por desgracia más mortífero. No obstante, ante el debate en redes sobre si realmente se está trabajando en el proyecto de It capítulo 3, con regreso delirante del Pennywise de Stephen King, y con la resaca de un Halloween con mascarillas sanitarias en detrimento de terroríficas máscaras de látex o maquillajes imposibles, más por obligación que por placer, el fenómeno de los «payasos asesinos» vuelve a estar de actualidad. Recordamos sus excesos

Óscar Herradón ©

Pexels (Free License) Cottonbro

Pronto la CNN, aquel 2016, informaba de que la psicosis colectiva había saltado a Europa y que la moda «payasa» había causado numerosos incidentes en diversas localidades de Reino Unido: en Cumbria, por ejemplo, se los pudo ver en distintos lugares portando cuchillos y otras armas. En Durham, las autoridades investigaron la persecución de un hombre disfrazado que persiguió a cuatro niños con un cuchillo en lo que parece ser una grotesca broma globalizada. La policía de la región de Thames Valley, al oeste de Londres, registró hasta 14 casos en un solo fin de semana.

Por otro lado, un usuario de Facebook de la localidad de Leicestershire señaló que: «Estaba caminando por el cementerio de Shelthorpe en la acera junto a la escuela y se me acercó lo que solo puede ser descrito como un payaso con un hacha. Nunca he estado tan aterrorizado en mi vida».

También hubo notables incidentes en Australia y Canadá, donde se reportaron avistamientos en Quebec, Halifax, Gatineau, Ontario, Toronto y Ottawa, entre otros populosos lugares.

Pexels (Emre Kuzu)

En Mexicali, Baja California, era detenido a primeros de octubre de aquel año un menor de 15 años de edad ataviado con una máscara de payaso –bastante cutre, todo sea dicho– y un hacha, por la Dirección de Seguridad Pública en el Valle de Puebla. Fue identificado como Víctor Javier y, por gracioso, no tardó en tener su propia ficha policial y su posado ante las cámaras dio la vuelta al mundo.

También en México, en la ciudad de Querétaro, fueron detenidos el 18 de octubre de aquel año cinco adolescentes disfrazados de clowns que según la policía amenazaban a las personas con golpearlas con bates de béisbol, aunque no se les pudo importar cargos por ser todos menores.

Una cuenta de Twitter llamada Clown Sightings («Avistamientos de payasos») contaba entonces con casi 100.000 seguidores y compartía decenas de vídeos y fotos de casos en Norteamérica y otros lugares del orbe, extendiendo la fiebre coulrofóbica como nunca antes.

Pero el incidente más grave relacionado con el asunto fue el ataque a un payaso asesino en Berlín: un joven de 14 años apuñalaba a un chico de 16 que le asustó disfrazado de tal guisa, resultando que era un conocido de su colegio. Era el 24 de octubre de 2016 y el portavoz de la policía berlinesa Thomas Neuendorf lamentó el suceso en unas declaraciones a la emisora pública regional radioeins: «Ayer pasó lo que nos estábamos temiendo, que todo esto escalase», informaba al día siguiente EFE.

Y es que los creepy clowns consiguieron en muchos sitios el efecto contrario al de su intención primera: en vez de asustar a las gentes, fueron objeto de todo tipo de agresiones por parte de sus «víctimas», hasta el punto de que se han hicieron virales también los vídeos en los que estos incautos eran golpeados. Es más, en algunos lugares aparecieron una suerte de justicieros que, también disfrazados, en este caso de sus superhéroes favoritos, a cuál más hortera, se pusieron a patrullar las calles en busca de «payasos asesinos». A la aparición del payaso diabólico catalán, que utilizaba la cuenta de Instagram #LleidaClown y amenazaba con salir a sembrar el terror bajo el lema «Andad de día, que la noche es mía», colgando hasta 14 tétricas fotografías nocturnas merodeando por las calles del centro de la ciudad, antes de dar de baja la cuenta, le salió un competidor: un Batman justiciero que afirmó que saldría a darle caza, algo que ya pasara también en Inglaterra o, semanas después, cuando la policía de Fairport (Nueva York) hizo público un comunicado en el que, irónicamente, afirmaba que había pedido la ayuda del hombre murciélago para perseguir a los killer clowns. Ya había pasado Halloween y seguían dando que hablar.

La de Berlín no fue la única agresión con arma blanca. En Suecia, concretamente en la localidad de Tvaaker, un desconocido vestido de clown se acercó a un hombre y le apuñaló en el hombro. Sin embargo, también se acumularon en medio de aquella ola de histerismo las denuncias falsas. Por ejemplo, durante días en nuestro país corrió la noticia de que un grupo de «payasos diabólicos» habían agredido a un joven de 19 años con una llave inglesa. Finalmente, la policía descubrió que se había infligido las heridas y lo había hecho a modo de «broma», asegurando que nunca imaginó sus consecuencias.

Antes del Halloween de hace cuatro años, se sucedieron altercados que incrementaron la histeria por la viralización del fenómeno: en la ciudad valenciana de Paterna, la Jefatura de Policía llegó a emitir un comunicado con una serie de recomendaciones a los vecinos de cómo actuar ante los avistamientos de «payasos diabólicos». El Jefe de la Policía Local, Rafael Mestre, señaló que éstos «pueden convertirse en un riesgo debido a su rápida propagación por Internet». Los incidentes fueron incontables…

Tras la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, los incidentes se siguieron sucediendo: en León era golpeado en la boca un chico disfrazado de payaso por un grupo de jóvenes. Y las noticias no dejaban de surgir: el día 2, la Policía Municipal de Pamplona acudía a una llamada de unas jóvenes de 13 años que aseguraban haber sido amenazadas por un clown que esgrimía un cuchillo.

Coulrofobia, algo más que temor

El miedo irracional a los payasos y mimos tiene su origen en una palabra griega, según la cual el prefijo coulro proviene de un término cuyo significado era «aquél que va sobre zancos», puesto que antiguamente eran numerosas las ocasiones en las que los bufones –antecesores de los payasos– y más tarde éstos, como puede apreciarse aún hoy en circos y desfiles carnavalescos, iban precisamente sobre zancos, causando un mayor pavor entre las gentes.

Un estudio de la Universidad de Sheffield incide en que es a los niños a quien más afecta, aunque también hay casos, dignos de estudio, de coulrofobia entre adolescentes y adultos. Al parecer, según documentó el periodista Finlo Rohrer en 2008 en un artículo para la BBC titulado Why are clowns scary?, a los niños les asusta, por ejemplo, que las habitaciones de hospital estén decoradas con muñecos o dibujos que representan a estos personajes, y eso que es un lugar habitual al que acuden los Clowns para amenizar las enfermedades de los pequeños. Y por lo general, su efecto es muchísimo más positivo que negativo.

A esta fobia han contribuido sin duda el cine y la literatura de terror, así como la industria del videojuego, que han explotado la figura del clown como un ser maligno que poco tiene que ver con la realidad.

Por otra parte, hay exégetas que rastrean el origen de la palabra inglesa clown en el antiguo vocablo clod, cuyo significado es «aldeano», y que aludía a que los primeros payasos de circo utilizaban grotescas vestiduras de origen campesino generando parodias con la intención de arrancar el regocijo de los espectadores durante los festejos populares, que acompañaban de cabriolas, volatines, saltos y acrobacias varias, según señala el libro El maravilloso mundo del circo.  En relación con este origen de la palabra clown, se puede encontrar en la Red una historia que huele a creepypasta originada a raíz de la psicosis generada en todo el mundo con los payasos cuatro años atrás y que toma algo de sus verdaderas raíces, mezclándolo con ingredientes del más puro género gore.

A pesar de su tufillo apócrifo, el relato no desmerece de lo que venimos contando en este artículo: según una creencia popular, clown proviene de un antiguo vocablo cuyo significado, como dije, era aldeano, y su origen se rastrea hasta tiempos inmemoriales –lo que da que pensar–, en las zonas altas de las montañas heladas de una villa europea de nombre Momokha –de la que no he hallado referencias tangibles–, donde existían unos seres alargados y deformes conocidos como Crathull o Clouides que salían de las oquedades de las montañas para secuestrar y devorar niños, pues pensaban que su pureza les daba a la carne un sabor único y especial.

Las crónicas, si es que realmente existen más allá de la Red de Redes, señalan que su piel era verdosa pero con el rostro blanco y la nariz roja por el frío extremo, grandes ojos amarillentos por su adaptación a la oscuridad, dientes enormes y torcidos, con el cabello alborotado de color rojizo a causa de las abundantes salpicaduras de sangre de sus execrables crímenes. Además, sus pies eran largos y deformes.

Existen dos versiones sobre quiénes eran realmente: una afirma que las gentes llegaron a pensar que se trataba de demonios del inframundo que surgieron de las cavernas subterráneas para devorar a los infantes, los únicos que les daban vitalidad para sobrevivir en la superficie. Otra versión señala que eran una familia de hombres deformes provenientes de circos clandestinos que, en la línea de la película Las colinas tienen ojos, escogieron el interior de las montañas como hogar, desarrollando «una alimentación salvaje y carnívora».

Durante el invierno o en medio de fuertes tormentas, los crathull bajaban a los pueblos cercanos durante la noche, disfrazados de aldeanos para pasar desapercibidos, acercarse a los niños y, tras estrangularlos, llevarse sus cuerpos. Pasados los años, los lugareños, dejando el temor a un lado, comenzaron a perseguirlos. Después los degollaban, los desollaban y se colocaban su piel encima imitando su modo de caminar, para burlarse de ellos, celebrando así su victoria sobre el mal. La costumbre fue pasando de generación en generación y el disfraz de Crathull, con nuevos aderezos, se fue convirtiendo en algo familiar, y, contrariamente a los personajes amenazantes de los que nació, se convirtieron en sujetos estrafalarios y graciosos, adaptando sus vestimentas según la época.

Este post continuará, muy a pesar del acecho de los enojosos crathull

35 años de «Regreso al Futuro»

Es una de las películas más emblemáticas de aquellos nostálgicos ochenta. Uno de los grandes éxitos de la productora Amblin impulsada por Spielberg, junto a cintas como Los Goonies, Gremlins o El secreto de la pirámide, todas ellas iconos pop de toda una generación. Desentrañamos los secretos de aquella cinta más de tres décadas después de su estreno. No es un post para «gallinas»…

Óscar Herradón ©

Generación Goonies (Diábolo). Un libro fascinante.
 

Los ochenta están más vivos que nunca. En aquella década en que algunos, como quien esto suscribe, éramos unos renacuajos soñadores, se miraba con nostalgia a los 60. Los 70, más cool con el paso del tiempo, se tenían entonces por época de decadencia y marginalidad; hablo de Occidente el general, claro, no de España en particular, pues sus 70 fueron el comienzo de la normalidad democrática y el inicio de una modernidad largamente lastrada por la censura.

Aquellos años 80, como digo, de hombreras gigantes, pelo cardado, de reyes y reinas del reimpulsado Pop, de dúos cómicos y papel couché, eran considerados, ya en su momento, y por supuesto en los 90 y hasta bien entrado nuestro siglo XXI, una invitación al exceso y una exaltación de lo hortera y lo extravagante. Y en cambio, cosas del misterioso paso del tiempo, hoy miramos con ojos nostálgicos a aquellos tiempos –los sesenta, con sus discos de vinilo de siete pulgadas y sus acordeones nos parecen tiempos remotos incluso a los que grabábamos en cassette los hits de la radio–, y es que, sin olvidar ese halo de «horterismo» a medio camino entre el desafío y la inocencia, tenían una frescura que ya quisiéramos hoy, cuando, entre dispositivos móviles, patinetes eléctricos y, para más inri, mascarillas higiénicas por apremio de la necesidad, es difícil recobrar.

Sin los 80 no tendríamos a Almodóvar, ni habría nacido la Movida, ni hubiésemos llevado el Walkman a todas horas, ni jugado a la Game Boy, ni aficionado a los ratones de golosina a imitación de la Diana de V o comido palulú. Añoramos sus series y programas de televisión en dos cadenas y su merchandising de bollería, con figurillas de PVC de Masters del Universo, D’Artacán o El inspector Gadget, sus calcomanías, Seat Pandas y peonzas. Pero, sobre todo, los más frikis revivimos una y otra vez aquel tiempo a través de sus películas entonces de bajo coste –algunas, otras no tanto– que hoy llevan colgado el marchamo «de culto».

Hoy muchas series catódicas hacen una equilibrada mezcla de imitación y homenaje de aquellos años cuando triunfaron ET, Alf, los Fraguel Rock, Macgyver, Michael Knight y Kit, El Equipo A o los Goonies, entre un largo etcétera de títulos emblemáticos. Series y también películas, solo hay que recordar la cinta Súper 8, dirigida por J. J. Abrams antes de embarcarse en la tercera trilogía de Star Wars, todo un homenaje al cine de Spielberg más familiar y de acertados clichés. Y yendo directamente a la televisión, que hoy se alimenta sobre todo de plataformas digitales con un catálogo infinito que ni habrían soñado los mejores «vídeos comunitarios» –abstenerse los que nacieron después del 90–, el ejemplo más evidente es el de Stranger Things, de los hermanos Duffer (sí, suena más cool The Duffer Brothers), cuyo éxito catódico es directamente deudor de esa estética y esa morriña cuyos argumentos tan bien funcionaban en el sofá con la bata puesta comiéndose un bollycao o un phoskitos.

La serie ha generado un aluvión de merchandising de todo tipo, desde Funko Pop que se agotan y revalorizan en apenas meses a libros, camisetas, tazas, peluches e incluso su propia línea oficial de cómics que nos descubren tramas o escenarios que la serie ha dejado en el aire. Norma Editorial ha sido la encargada, con el buen hacer que los caracteriza, y su casi visionaria capacidad comercial, de publicar la serie en España, de la que ya se han editado varios títulos, y todo apunta a que habrá muchos más ahora que se ha anunciado el rodaje de la cuarta temporada e incluso que Robert Englund –el inolvidable intérprete de Freddy Krueger y del lagarto bueno de V, otro icono ochentero– estará en el elenco ¡haciendo de asesino!

«A donde vamos no hay carreteras…»

Si la impronta ochentera era tan evidente en muchos ámbitos, encima este 2020 se cumplieron –concretamente el mes de agosto– 35 años del estreno de una de las películas más icónicas de aquella década «prodigiosa», y por qué no decirlo, al fin y al cabo suscribo este blog, uno de los lugares comunes de mi infancia. Hablo de Regreso al FuturoBack to the Future en el mundo anglosajón, Volver al Futuro en Latinoamérica– de Robert Zemeckis, que con los años dirigiría obras maestras como Forrest Gump o Náufrago, ambas con un Tom Hanks en estado de gracia. Si entonces la cinta gozó de un gran e inesperado éxito –enseguida ampliaré el asunto–, y era lo que sin duda merecía aquel golpe de aire fresco y original al cine familiar, lo que se ha generado hoy en torno a aquel largo que tendría dos secuelas es algo más que respeto a una saga, es verdadera devoción cuasi religiosa.

Uno puede adquirir sin moverse de casa –la Red en los ochenta era algo más inimaginable que un mundo regido por Terminators– el Delorean DMC-12 en todas las escalas posibles y colores que pueda imaginarse, tuneado con el alimentador de desechos de la segunda parte, con la tonalidad marrón de la tercera o comprar el Condensador de Fluzo a escala real; pero también existen figuras muy detalladas de los protagonistas de la saga en escala 1/6 de Hot Toys, tan descatalogadas que puedes llegar a pagar hasta 800 euros por en su caja original precintada.

El Delorean de mi colección particular. ¡Brilla hasta el Condensador de Fluzo!

NECA, una de las marcas de referencia en el merchandising cinematográfico y televisivo ha sido la última en sumarse, junto a Playmobil y LEGO, a esta tendencia, la de explotar la nostalgia por la trilogía –y por otras sagas ochenteras, como Cazafantasmas–. He de reconocer que tengo unas cuantas de estas piezas en mi casa, bastante cargada de iconos ochenteros (ver fotos). Pues bien, en los últimos meses he disfrutado como la primera vez que visioné la película de Zemeckis descubriendo las curiosidades que rodearon al rodaje de esta cinta y sus secuelas y el de otras películas hoy veneradas como Los Goonies, Cazafantasmas o Gremlins; todas ellas cosecha de la emblemática productora Amblin Entertainment fundada en 1981 por el visionario Steven Spielberg y los productores Kathleen Kennedy y Frank Marshal, y que debía su nombre al corto con el que el multipremiado realizador empezaría su carrera dorada. De hecho, su logo es la famosa silueta del vuelo de bicicleta de ET. Quién si no podía estar detrás de algo así. Sin él y sin George Lucas la vida de los que formamos parte de la Generación X no sería la misma. Al menos la de muchos, como servidor.

Mi «Marty» de Hot Toys. Joya donde las haya.

En la edición en Steelbook que acaba de lanzarse al mercado de la trilogía original hay horas de este tipo de contenidos, pero me acerqué a ellos antes gracias al maravilloso y entretenido libro Generación Goonies. Los años dorados de la productora Amblin, de Francisco Javier Millán, realizado con mimo por Diábolo Ediciones, una edición (ahora definitiva) a todo color repleta de píldoras para el nostálgico más friki. También para los neófitos que descubren con sorpresa por primera vez aquellas películas que nuestros padres alquilaban en cintas Beta o VHS en el videoclub que había debajo de casa, una especie entonces prolífica hoy a punto de desaparecer.

Un proyecto atípico y arriesgado

Robert Zemeckis y Bob Gale no lo tuvieron fácil al comienzo de sus carreras cinematográficas. En 1978, según cuenta en el libro citado Francisco Javier Millán, vendieron a Steven Spielberg la primera película que éste financiaría como productor: Locos por ellos, una cinta centrada en el fenómeno fan de The Beatles que llevaba un título original más apropiado, precisamente el título de una de las canciones del cuarteto de Liverpool: I Wanna Hold your Hand. Influenciada por la película de culto American Graffitti (1973) de otro visionario del nuevo cine, George Lucas, no tuvo apenas reconocimiento, salvo entre los mitómanos de McCartney y Lennon, que ya entonces se habían separado en medio de múltiples escándalos legales.

Su nueva colaboración, esta vez con Spielberg en la silla del director, fue otro fiasco. Su título era 1941 y su protagonista un actor entonces en lo más alto, el malogrado John Belushi, muerto en 1982 por una sobredosis de speedball –mezcla de cocacína y heroía–. Aquella cinta fue una «rara avis» en la filmografía del Rey de Midas de Hollywood que ya había cosechado grandes éxitos con su ópera prima, El Diablo sobre ruedas (Duel, 1971) y también con Tiburón (Jaws, 1975). El tercer intento de Zemeckis y Gale fue ¡otro fracaso! Muchos realizadores fueron sentenciados en taquilla por mucho menos, pero el incombustible Zemeckis no se dio por vencido y cuando ya rondaba en su mente la idea de dar forma al universo de saltos temporales alcanzó notable éxito con Tras el corazón verde (1984), una cinta que seguía la senda marcada por Indiana Jones protagonizada por Michael Douglas y una Kathleen Turner ya convertida en mito erótico.

Y entonces llegó el delicado asunto de mover un guión cuyo título, Regreso al Futuro, era para la mayoría de productores un desvarío sin posibilidad de éxito. El proyecto llegó a ser rechazado ¡más de 40 veces! La idea partía de otra previa de Bob Gale, quien afirmó que le habría gustado conocer a sus padres cuando éstos iban al instituto, tras ojear un anuario de aquella época: pensó lo maravilloso que sería construir una máquina del tiempo y presentarse allí, y ver si era capaz de hacerse amigo de su progenitor. Gale ideó para su «time-machine» una nevera, pero sería finalmente un coche de poco éxito hasta el lanzamiento de la cinta, el flamante Delorean, cuyas ventas se dispararían tras el boom (el modelo dejó de fabricarse por la Delorean Motor Company tres años antes del estreno de la primera película) y que hoy es todo un icono del séptimo arte. La bañera, por otra parte, aparecería como un guiño en una secuencia de la floja Indiana Jones y el reino de la la Calavera de Cristal, en un momento en el que sirve al Dr. Jones para salvarse in extremis de una explosión nuclear en el desierto –Spielberg no había olvidado la idea original–.

La primera productora en rechazar financiar el proyecto fue Columbia Pictures, que mostró un interés inicial en el mismo pero que después acusó a su argumento de falta de madurez y sensiblería, cargado tan solo de «buenas intenciones» y poco más. A la negativa le siguió la de Disney: si para Columbia el guión era demasiado inocente, para el estudio garante de la moral estadounidense se trataba de una aberración: en el argumento se sugería un… ¡incesto! Era algo impensable. Así que a Zemeckis no le quedaba sino volver a llamar a las puertas de Amblin y de nuevo fue Spielberg el que no dudó en apoyar aquella aventura –y eso a pesar del recelo de sus colaboradores– una trama ambientada en los años 50, una década «maravillosa» para el pueblo estadounidense a la que se miraba con añoranza en los confusos años 80.

Para recrear la década del boom del rock n’ Roll y de la iconografía pop –cafeterías multicolores, monopatines, chicles, gomina y coches de ensueño–, se utilizaron los estudios Universal, y se aprovecharon los decorados utilizados para dar forma al pueblecito Kingston Falls infestado un año antes por las verdes, pegajosas y carnívoras criaturas de Gremlins, la cinta que encumbró a otro de los directores estrellas de Amblin: Joe Dante, quien ya tenía en su haber largos del género de terror como Piraña o Aullidos. Algún día visitaremos aquel set de rodaje en «Dentro del Pandemonium». Allí se reproduciría Hill Valley y su famosa torre del reloj, todo un símbolo del cine como hacedor de sueños hoy visitado por millones de curiosos, al menos hasta que el Covid vino a jodernos bastante la vida. Pronto volverá a recibir millares de visitas, no lo dudo.

Pero volvamos con «Marty»… Precisamente para interpretar al adolescente que viajará en el tiempo para lidiar con una madre que se enamora de él se decidieron en un primer momento por el actor Eric Stoltz, célebre por el drama hospitalario St. Elsewhere, que comenzó en 1982 y que permanecería en antena hasta 1988, debido principalmente a los problemas de contrato de Michael J. Fox, inmerso entonces en la sitcom Enredos de Familia. Stoltz, otra cara bonita de la «caja tonta» de entonces ya había rodado un buen número de escenas –que ahora hacen las delicias de los fans en los contenidos extras–, y su sustitución supuso un sobrecoste de 3 millones de dólares, cifra nada baladí hace más de tres décadas.

Pero Stoltz era problemático y tenían desavenencias con el director y el equipo, incluido el veterano Christopher Lloyd –Emmett «Doc» Brown–, que ya había coincidido con el productor Neil Canton en Las aventuras de Buckaroo Banzai (1984) y era célebre por la serie Taxi (1978-1983). Desde su llegada al set, Stoltz, que se consideraba un actor del método, pidió que durante todo el rodaje se dirigieran a él exclusivamente como «Marty» y lo llevó a tal extremo que ni siquiera respondía cuando le llamaban por su nombre real. En la escena en que se enfrenta a Biff Tannen (interpretado por el actor Tom Wilson), se metió tanto en el papel que le dio un fuerte golpe real en la mandíbula a su compañero. Aunque Wilson le pidió educadamente que se calmase y actuara con menos vigor, fue inútil, y Stoltz continuó empujándole con energía.

No obstante, según Neil Canton, la principal razón por la que se despidió a Stoltz fue que mientras revisaron las escenas montadas vieron que algo fallaba. Según el productor, «daba la impresión de que Eric estaba en otra película distinta». Es por ello que, tras 28 largos días de rodaje llenos de controversia, se tomó la decisión carísima de empezar desde cero con otro actor.

Así que volvieron a intentarlo con la primera de sus opciones: Michael J. Fox. ¡Aleluya! Spielberg y el productor de la serie catódica con la que tenía contrato, Gary David Goldberg, llegaron a un acuerdo satisfactorio para ambas partes, que consistía en el rodaje simultáneo de ambos proyectos. La razón de que muchas de las escenas de la primera parte de Regreso al Futuro tengan lugar de noche es que Fox debía rodar de madrugada o los fines de semana, dejando el tiempo restante para la televisión. Aquel ritmo endiablado es considerado por algunos una de las razones de que la enfermedad de Parkinson se desarrollase tempranamente en el cuerpo del actor. Quién sabe.

Michael y Lloyd crearon una extraordinaria química desde el primer minuto de rodaje que se hace palpable al visionar cada secuencia de la cinta en la que aparecen juntos. Entre las curiosidades del casting, además, el mismo Johnny Depp se presentó para el papel de McFly, pero entonces apenas era conocido. Ni siquiera Bob Gale recordaba haber hecho una audición a la hoy controvertida superestrella. Según confesó el guionista a Premium Hollywood con estas palabras: «¡Dios, ni siquiera recuerdo que leímos a Johnny Depp! Así que, sea lo que sea que hizo, no fue tan memorable, supongo».

En cuanto a Doc, se barajaron diferentes nombres, algunos hoy emblemáticos genios de la interpretación –y otros no tanto–, entre ellos Mandy Patinkin, Danny De Vito, John Litgow, Steve Martin, Michael Keaton, Donald Sutherland, Robin Williams… e incluso, si los mentideros de Internet no yerran, ¡Eddie Murphy y Bill Cosby! Por el bien de la saga, menos mal que no escogieron al otrora entrañable comediante afroamericano…

Entre los aspirantes, se redujeron las opciones a grandes como Gene Hackman, Harold Ramis, James Woods, John Cleese, Jeff Goldblum y el propio Lloyd, y según mentaría el productor Neil Canton, las opciones se redujeron porque al leer el guion le vinieron a la cabeza John Lithgow y Christopher Lloyd. Finalmente Amblin se decidió por este último, como sabemos, pero en un principio el emblemático «mad doctor» tiró el guion a la basura. Según confesaría, entonces quería retomar su carrera teatral e intentar dejar el cine: «Entonces, recibí el guión y lo leí sin comprometerme a nada. El borrador era bastante disparatado. Si he de ser sincero, me costó mucho encontrarle algún sentido. Llamé a mi agente y le dije que no iba a volver y tiré el guión a la papelera». Fue su mujer quien le convenció de que lo hiciera, siguiendo su máxima de «Nunca dejes pasar una oportunidad»: «Llamé a (mi agente) Bob Gersh y le dije: ‘Vale, volveré y me reuniré con Zemeckis’. En cuanto le conocí, no me hizo falta pensármelo más».

Y menos mal que fue así, porque este icono de los 80 sería muy diferente…

Los años sí pasan fuera de la gran pantalla…

Es curioso también que Crispin Glover, que interpretaba el papel de padre de Marty, tenía tan solo tres años más que Michael J. Fox durante el rodaje. Las cosas con el actor que encarnó a George McFly en la primera entrega tampoco fueron fáciles: generó numerosas discrepancias con el equipo, llegaba tarde a las grabaciones e incluso se modificaba el peinado a su antojo sin avisar al equipo de producción, quienes, pese a todo, tuvieron que dejar las escenas así porque no se podía prolongar más el rodaje. Aquello hizo que no contaran con sus servicios para las secuelas, y utilizaron un doble e imágenes de archivo para rodar lo que faltaba en la segunda parte. Aquello cabreó mucho a Glover, que demandó a Zemeckis por haber usado su imagen sin su consentimiento. Finalmente, retiró la demanda cuando fuera de los tribunales acordaron una indemnización de 760.000 dólares, cantidad nada desdeñable hace 35 años. Tras aquel litigio, el Screen Actors Guild introdujo nuevas reglas sobre el uso ilícito de los actores.

El equipo temblaba antes del estreno… se habían gastado ¡19 millones de dólares! Un presupuesto abultadísimo en aquellos tiempos. ¿Los beneficios? 211 millones de dólares. Disney o Columbia se tuvieron que tragar sus palabras, y darse de cabezazos sobre la mesa por no haber aceptado el guión…

En el momento de escribir estas líneas, saltaba la feliz noticia de que Diábolo Ediciones acaba de publicar otro fantástico libro de Francisco Javier Millán, Los Goonies nunca dicen muerto. La aventura que hizo soñar a una generación, dedicado en exclusiva a la emblemática película de Richard Donner, también de Amblin y con Spielberg en la producción ¡con una entrevista exclusiva con Richard Donner! (debajo podéis ver la sugerente pordada). En breve, nos sumergiremos en los secretos de esta otra inolvidable cinta ochentera. Tic, tac, tic, tac…